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tes ciudades y cabeceras, que solian ser suyas, y están asentadas en los postreros cabos de la isla. Rompida la guerra, ganaron la ciudad de Alguer, y pusieron cerco sobre Sacer; no la pudieron entrar porque los ciudadanos fueron fidelísimos á los aragoneses, y la defendieron valientemente hasta tanto que el rey de Aragon les envió en socorro su armada, con que algun tiempo se entretuvo con varia fortuna la guerra. Los venecianos, que siempre fueron émulos y enemigos de los ginoveses, enviaron sus embajadores al rey de Aragon para pedille se aliase con ellos, y juntadas sus fuerzas, mejor castigasen la soberbia y orgullo con que los ginoveses andaban. Hechas sus alianzas, las armadas de Aragon y de venecianos tres años antes deste en el estrecho de Gallipoli junto á la ciudad de Pera, que en aquel tiempo era de ginoveses, pelearon con gran porfía con las galeras de Génova, no obstante que el mar andaba muy alto y levantaba grandes olas; fueron vencidos los ginoveses, y les tomaron veinte y tres galeras; otras muchas con la fuerza de la tempestad dieron en tierra al través. Murió en la batalla Ponce de Santapau, general de la armada de Aragon, y se perdieron doce galeras de las suyas. Esta victoria no fué de mucha utilidad, ni aun por entonces estuvo muy cierto cuál de las dos partes fuese la vencedora, antes cada cual dellas se atribuia la victoria. Los papas Clemente é Inocencio, por ver cuán grandes daños se seguian á la cristiandad destas discordias, procuraron de apaciguar los aragoueses y venecianos con los ginoveses; rogáronļes instantemente hiciesen paces, á lo menos asentasen algunas buenas treguas; euviáronles para este efecto muchas veces sus legados, que nunca los pudieron concordar. Estaban tan enconados los corazones, que parecia no se podrian sosegar á menos de la total destruicion de una de las partes. A la de los ginoveses en Cerdeña á esta sazon se allegó Mariano, juez de Arborea, príncipe antiguo de Cerdeña, rico y poderoso por los muchos vasallos y allegados que tenia. Este caballero con la esperanza de la presa y ganancia se juntara con Mateo Doria, cabeza de bando de los ginoveses, con la mayor parte de los isleños que le seguian. Con esto en brevísimo tiempo se apoderaron de las ciudades, villas y castillos de toda la isla, excepto de Sacer y Caller, que siempre fueron leales á los aragoneses y se tuvieron por ellos. Llegó el negocio á riesgo de perderlo todo. No tenian fuerzas que bastasen á resistir al enemigo poderoso y bravo en el mar con la armada de Génova, y por ser las voluntades de los isleños tan inciertas é inconstantes. Sabidas estas cosas en Aragon, se juntó una grande y poderosa armada de cien velas, entre las cuales se contaban cincuenta y cinco galeras. Iban en esta flota mil hombres de armas, quinientos caballos ligeros y al pié de doce mil infantes, toda gente muy lucida y de valor para acometer cualquier grande empresa. Hicieron otrosi mochila para muchos dias y matalotaje, como se requeria. Vinieron á servir al rey de Aragon muy buenos soldados y caballeros de Alemaña, Inglaterra y Navarra. Todos los nobles del reino se quisieron hallar en esta famosa jornada, señaladamente don Pedro de Ejerica, Rugier Lauria, don Lope de Luna, Oto de Moncada y Bernardo de Cabrera, que iba por general del mar, y por cuyo consejo todas las cosas se gobernaban.

Juntóse esta armada en el puerto de Rosas. De allí, mediado el mes de junio, alzaron anclas y se hicieron á la vela. Dejó el Rey por gobernador del reino á su tio don Pedro. Tuvieron razonable tiempo, con que á cabo de ocho dias descubrieron á Cerdeña, surgieron á tres millas de Alguer y echaron la gente en tierra. Marchó luego el ejército la via de la ciudad, y tras ellos con su armada por la mar Bernardo de Cabrera. El Rey mostró este dia su valor y buen ánimo, ca iba delante los escuadrones para escoger los lugares en que se asentasen los reales. Hallábase en los peligros, y con su ejemplo animaba á los demás para que en las ocasiones se hobiesen esforzadamente. Príncipe que si no fuera ambicioso y no tuviera tan demasiada codicia de señorear, por lo demás pudiera igualarse con cualquiera de los antiguos y famosos capitanes. Descubriéronse en el mar hasta cuarenta galeras de los ginoveses, mas para liacer ostentacion con su ligereza que fuertes y bien guarnecidas para dar batalla. El señor de Arborea con dos mil hombres de á caballo y quince mil de á pié asentó su real á vista de los aragoneses; no osaron dar la batalla porque era gente allegadiza, sin uso ni disciplina militar, no acostumbrados á obedecer y guardar las ordenanzas, y que ni en vencer ganaban honra, ni se afrentaban por quedar vencidos. Batieron los aragoneses los muros de dia y de noche con máquinas y tiros y otros ingenios militares. Como el tiempo era muy áspero y la tierra malsana, comenzaron a enfermar muchos en el ejército de Aragon; el mismo Rey adoleció; por esto de necesidad se hobo de tratar de acuerdo con el enemigo. Concluyóse la paz con feas condiciones para el rey de Aragon. Estas fueron que el juez de Arborea y Mateo Doria fuesen perdonados y se quedasen con los vasallos y pueblos que tenian. Demás desto, dió el Rey al juez de Arborea muchos lugares en Gallura, que es una parte de aquella isla. Destá manera como, contra lo que temian por sus deméritos, quedasen los enemigos premiados, para adelante se hicieron mas fieros y desleales. Entregóse la ciudad de Alguer al Rey; á los vecinos se dió licencia para que fuesen á vivir donde les pareciese, y en su lugar se avecindaron en ella muchos de los soldados viejos catalanes. La Reina, que en compañía de su marido se halló presente á todo, hacia instancia por la partida. Por esta causa y por la muerte de Oto de Moncada y de don Filipe de Castro y de otros nobles se apresuraron estos conciertos, y se concluyeron en el mes de noviembre. Detúvose el Rey en Cerdeña otros siete meses, en que se pusieron en órden las cosas, y se acabaron de allanar los isleños con castigar algunos culpados. El juez de Arborea y Mateo Doria, que volvian á intentar ciertas novedades, se sosegaron de nuevo. Asentado el gobierno de la isla y puesto por virey en ella Olfo Prochita, volvió la armada en salvamento á Barcelona. El ruido y aparato desta empresa fué mayor que el provecho ni reputacion que se sacó della; pero muchos grandes príncipes no pudieron á las veces dejar de conformarse con el tiempo ni de obedecer á la necesidad, que es la mas fuerte arma que se halla.

CAPITULO XX.

De los alborotos y revueltas de Castilla.

Despues que el rey de Castilla combatió las villas y castillos de don Juan Alonso de Alburquerque y le tomó la mayor parte dellos, como quisiese ir á cercar á su hermano don Fadrique, que se hacia fuerte en el castillo de Segura, ya que se queria partir para aquella jornada, envió dende Toledo á Juan Fernandez de Hinestrosa á Castilla la Vieja para que trujese presa á la reina doña Blanca y la pusiese á buen recaudo en el alcázar de Toledo. El color, que era causa de la guerra y de las revoluciones del reino. Fué este mandato riguroso en demasía, y cosa inhumana no dejar á una inocente moza sosegar con sus trabajos. Traida á Toledo, antes de apearse fué á rezar á la iglesia mayor con achaque de cumplir con su devocion; no quiso dende salir por pensar defender su vida con la santidad de aquel sagrado templo, como si un loco y temerario mozo tuviera respeto á ningun lugar santo y religioso. El Rey, avisado de lo que pasaba, se alborotó y enojó mucho. Dejó el camino que llevaba, vínose á la villa de Ocaña. Hizo que en lugar de su hermano don Fadrique fuese allí elegido por maestre de Santiago don Juan de Padilla, señor de Villagera, no obstante que era casado, lo que jamás se hiciera. El antojo del Rey pudo mas que las antiguas costumbres y santas leyes. Deste principio se continuó adelante que los maestres fuesen casados, y se quebraron las antiguas constituciones por amor de dona María de Padilla, cuyo hermano era el nuevo Maestre. Crecian en el entre tanto las fuerzas de los grandes. Vino de Sevilla don Juan de la Cerda para juntarse con ellos. Todos los buenos entraban en esta demanda. Cualquier hombre bien intencionado y de valor deseaba favorecer los intentos destos caballeros aliados. Demás de su natural crueldad embravecia al Rey la mala voluntad que veia en los grandes y la rebelion de Toledo por ocasion de amparar la Reina, sobre todo que no podia ejecutar su saña por no hallarse con bastantes fuerzas para ello. Acudió á Castilla la Vieja para juntar gente y lo demás necesario para la guerra. Con esta determinacion se fué á Tordesillas, do estaba su madre la Reina. Los de Toledo llamaron al maestre don Fadrique para valerse dél; vino luego en su ayuda con setecientos de á caballo. Los demás grandes al tanto acudieron de diversas partes; y alojados en derredor de Tordesillas, tenian al Rey como cercado, con intento de, cuando no pudiesen por ruegos, forzarle á que viniese en lo que tan justamente le suplicaban. Esto era que saliese del mal estado en que andaba con la amistad de doña María de Padilla y la enviase fuera del reino; que quitase de su lado y del gobierno á los parientes de la dicha doña María; con Esto que todos le obedecerian y se pasarian á su servicio. Llevó esta embajada la reina de Aragon doña Leonor. Valióle para que no recibiese daño el derecho de las gentes, ser mujer y la autoridad de reina y el parentesco que con el Rey tenia. Volvió empero sin alcanzar cosa alguna. Con esto los grandes perdieron la esperanza de que de su voluntad haria cosa de las que le pedian. Y como la Reina y el Rey, su hijo, se saliesen de Tordesillas, dieron la vuelta para Valladolid y intentaron de entrar aquella villa, mas no pudieron salir

con ello. Fueron sobre Medina del Campo, y la ganaron sin sangre. Acudió á esta villa el maestre don Fadrique, en ella murió á la sazon Juan Alonso de Alburquerque con yerbas que le dió en un jarabe un médico romano que le curaba, llamado Paulo, inducido con grandes promesas á que lo hiciese por sus contrarios y en gracia del Rey. Este fin tuvo un caballero, como él era, entre los de aquella era señalado. Alcanzó en Castilla grande señorío, puesto que era natural de Portugal, hijo de don Alonso de Alburquerque y nieto del rey don Dionis. De parte de la madre no era tan ilustre, pero ella tambien era noble. Privó primero mucho con el Rey, como el que fué su ayo; despues fué dél aborrecido, y acabó sus dias en su desgracia con tan buena opinion y fama acerca de las gentes cuanto la tuvo no tal en el tiempo que con él estuvo en gracia. Su cuerpo, segun que él mismo lo mandó en su testamento, los señores, como lo tenian jurado, le trajeron embalsamado consigo, sin darle sepultura hasta tanto que aquella demanda se concluyese. Enviaron los nobles de nuevo su embajada al Rey con ciertos caballeros principales para ver si, como se decia, le hallaban con el tiempo mas aplacado y puesto en razon. Lo qué resultó desta embajada fué que concertaron para cierto dia y hora que señalaron se viese el Rey con estos señores en una aldea cerca de la ciudad de Toro, lugar á propósito y sin sospecha. El dia que tenian aplazado vinieron á hablarse con cada cincuenta hombres de á caballo con armas iguales. Llegados en distancia que se pudieron hablar, se recibieron bien con el término y mesura que á cada uno se debia; y los grandes aliados, conforme y segun se usa en Castilla, besaron al Rey la mano. Hecho esto, Gutierre de Toledo por su mandado brevemente les dijo que era cosa pesada, y que el Rey sentia mucho ver apartados de su servicio tantos caballeros tan ilustres y de cuenta como ellos eran, y que le quisiesen quitar la libertad de poder ordenar las cosas á su albedrío, cosa que los hombres, mayormente los reyes, mas precian y estiman, querer bien y hacer merced á los que tienen por mas leales; empero que él les perdonaba la culpa en que por ignorancia cayeran, á tal que despidiesen la gente de guerra, deshiciesen el campo que tenian y en todo lo al se sujetasen; en lo que le suplicaban tocante á la reina dona Blanca, que haria lo que ellos pedian, sino era que tomaban este color para intentar otras cosas mayores. Los grandes, habido su consejo sobre lo que el Rey les propuso, cometieron á Fernando de Avala que respondiese en nombre de todos. El, habida licencia, dijo: «Suplicamos á vuestra alteza, poderoso Señor, que nos perdoneis el venir fuera de nuestra costumbre armados á vuestra presencia; no nos atreviéramos si no fuera con vuestra licencia, y no la pidiéramos si no nos compeliera el justo miedo que tenemos de las asechanzas y zalagardas de muchos que nos quieren mal, de quienes no hay inocencia ni lealtad que esté segura. Por lo demás, todos somos vuestros; de nos como de criados y vasallos podeis, Señor, hacer lo que fuere el vuestro servicio y merced. La suerte de los reyes es de tal condicion, que no pueden hacer cosa buena ni mala que esté secreta y que el pueblo no la juzgue y sepa. Dícese, y nos pesa mucho dello, que la reina doña Blanca, nuestra señora, á quien en

nuestra présencia recebistes por legítima mujer, y como á tal le besamos la mano, se teme mucho de doña María de Padilla, que la quiere destruir. Sentimos otrosí en el alma que haya quien con lisonjas os traiga engañado. Esto no puede dejar de dar mucha pena á los que deseamos vuestro servicio. Sin embargo, tenemos esperanza que se pondrá presto remedio en ello, mayormente cuando con mas edad y mas libre de aficion echeis de ver y conozcais la verdad que decimos y el engaño de hasta aquí. Cuanto es mas dificultoso hacer buenos á los otros que á sí mismo, tanto es cosa mas digna de ser alabada el procurar con grandísimo cuidado de no admitir en el palacio ni dar lugar á que priven ni tengan mano sino los que fueren mas virtuosos y aprobados. Muchos principes famosos vieron desJustrado su nombre con la mala opinion de su casa. ¿Qué mujer hay en el reino mas noble ni mas santa que la Reina? ¡Cuán sin vanidades ni excesos en el trato de su persona! ¡Qué costumbres! ¡Cuán suave y agradable condicion la suya! Pues en apostura y hermosura ¿cuál hay que se le pueda igualar? Cuando tal señora fuera extraña, cuando nosotros calláramos, era justo que vos la consoláredes y enjugáredes sus continuas y dolorosas lágrimas, y procurar, si fuese necesario, con vuestras gentes y armas restituilla en su antigua dignidad, honra y estado. Mirad, Señor, no os dejeis engañar de algunos desordenados gustos, no cieguen de manera el entendimiento que se caiga en algun yerro por donde todos seamos forzados á llorar y quedemos perpetuamente afrentados.» Esto fué lo que estos caballeros dijeron al Rey. No se pudo concluir caso tan grave en aquel poco tiempo que allí podian estar juntos; acordaron que señalasen cuatro caballeros de cada parte para que tratasen de algunos buenos medios de paz. Con esto se acabaron las vistas y se despidieron. En la ejecucion puso tanta dilacion el Rey, que se entendió nunca haria cosa bucna, en especial que, dejadas las cosas en este estado, se partió de Toro, para do tenia su amiga. La Reina, su madre, que de dias atrás era del mismo parecer que estos señores, visto este nuevo desórden, los hizo ir á Toro, do ella estaba, y les entregó la ciudad. Atemorizaron al Rey estas nuevas; recelábase no se levantase todo el reino contra él. Por prevenir y atajar los daños volvió á Toro, y en su compañía Juan Fernandez de Hinestrosa y Simuel Leví, un judío á quien queria mucho y era su tesorero mayor. Recibióle la Reina, su madre, con muestras grandes de amor; él le dijo que venia á ponerse en su poder y hacer lo que ella gustase. Quitáronle luego las personas que con él venian, y puestos en prision, mudaron los principales oficios de la casa real. A don Fadrique hicieron camarero mayor, chanciller mayor al infante don Fernando de Aragon, á don Juan de la Cerda alférez mayor, mayordomo á don Fernando de Castro, que casó entonces con doña Juana, hermana del Rey, y hija de doña Leonor de Guzman, dado que este matrimonio no fué válido, y se apartó adelante por ser los dos primos segundos. Con esta demostracion de autoridad y acompañalle de tales personas se pretendia que estuviese á manera de preso, sin dalle lugar que pudiese hablar con todos los que quisiese. Esto hecho, teniendo por acabada su demanda, llevaron á enterrar el cuerpo de don Juan Alonso de Alburquerque al mo

nasterio de la Espina, que es de la órden del Cistel, en Castilla la Vieja. Quedara para siempre manchada la lealtad y buen nombre de los castellanos por forzar y quitar la libertad á su natural rey y señor, si el bien comun del reino y estar él tan malquisto y disfamado no los excusara. Permitíanle que saliese á caza; con esta ocasion y con grandes promesas que hizo á algunos de los grandes, y los granjeó, se huyó á Segovia, en su compañía Simuel Leví, que debajo de fianzas andaba ya suelto, y don Tello, á quien el Rey mostraba amor, y aquel dia le tocaba la guarda de su persona; amistad que duró pocos dias. De aquí resultaron otros nuevos y mayores alborotos. Los infantes de Aragon y su madre la reina doña Leonor se fueron á la villa de Roa, que el Rey se la dió á su tia los mismos dias que estuvo en Toro detenido. Don Juan de la Cerda se partió á Segovia para estar con el Rey; don Fadrique á Talavera, donde dejara sus gentes; don Fernando de Castro se volvió á Galicia con su mujer, que llevó en su compañía; don Tello á Vizcaya ; don Enrique y la Reina madre se quedaron en Toro para defender la ciudad. Estas cosas acaecieron en el fin del año. En el principio del siguiente, que se contó 1355, se hicieron Cortes en Búrgos, en que se hallaron los infantes de Aragon. El Rey se quejó al reino del atrevimiento é insolencia de los grandes; pidió que le ayudasen para juntar un ejército con que los castigar, que no solamente cometieron delito contra él, sino en su persona; tenian eso mismo ofendido y agraviado á todo el reino, que era justo se vengase la injuria hecha á todos con las armas de todos. Concedióle el reino un servicio extraordina rio de dinero para pagar parte de la gente de guerra. Mientras estas cosas pasaban en Castilla, el rey de Navarra mató en Francia al condestable don Juan de la Cerda, hijo menor del infante don Alonso el Desheredado. Parecióle al, rey de Francia este hecho muy atroz; sintió mucho que hobiesen malamente y con asechanzas muerto un tal personaje, que era muy valeroso y su condestable, y á quien él queria mucho y le trataba familiarmente desde su niñez. La ocasion de su muerte fué que el Rey le hizo merced del condado de Angulema, al cual el rey de Navarra decia tener derecho. Pretendia otrosí del rey de Francia los condados de Campaña y de Bria; alegaba para esto que fueron de su padre. No quiso el Rey dárselos; por esto se enojó grandemente y quebró su ira con el Condestable. Envió una noche secretamente unos caballeros suyos que escalaron la fortaleza llamada de Aigle ó del Aguila en Normandía, en que se hallaba el Condestable descuidado en su lecho. Alli le mataron en 8 dias del mes de enero. Frosarte, historiador francés, concuerda en el dia, mas quita dos años de nuestra cuenta. Publicada esta muerte, el rey de Francia no salió en público ni se dejó hablar por espacio de cuatro dias. Hizose pesquisa, y fué citado el rey de Navarra; pidió en rehenes para su seguridad á Luis, hijo del Rey; pareció demasía lo que pedia, pero en fin vinieron en ello; con tanto fué á Paris á responder por sí en juicio. Alegaba que le pretendia el Condestable matar; no se probaba este descargo bastantemente; mandóle el Rey prender, y por ruegos é importunaciones de su mujer y de su hermana, viuda, le perdonó, si bien se entendia por su condicion feroz no permaneceria en la fe y lealtad mu

cho tiempo, como en breve se experimentó. Pidió el rey de Francia al reino que le sirviesen con dineros para hacer guerra á los ingleses; contradíjolo el Navarro, injuria que sintió grandemente aquel Rey, como era razon, y la guardó y quedó bien arraigada en su ofendido pecho para vomitarla á su tiempo. Díjose arriba cómo don Pedro, infante de Portugal, tenia de muchos dias atrás amistad y trato con doña Inés de Castro; con esta misma el año pasado se casó claudestinamente con mengua de la majestad real. Para quitar esta mancha y reducir y sanar á su hijo la hizo matar el Rey en la ciudad de Coimbra. Era cosa injusta castigar la deshonestidad y culpa del hijo con la muerte de la amiga, en especial que le pariera cuatro hijos, es á saber, don Alonso, que murió niño, don Juan y don Dionis y doña Beatriz. Luis, rey de Sicilia, falleció por el mes de julio en la ciudad de Catania; sucedióle su hermano don Fadrique, Simple de nombre y en la edad, costumbres y entendimiento. El reinado de estos dos reyes hermanos fué trabajado de tempestades, guerras extranjeras y civiles, camino que se abrió al rey de Aragon para volverse á hacer señor de aquella isla. Pero dejemos este cuento por ahora, y volvamos á lo que se nos queda atrás.

CAPITULO XXI.

De muchas muertes que se hicieron en Castilla. Despedidas las Cortes de Búrgos, el Rey se fué á Medina del Campo. Allí por su mandado fueron muertos dos caballeros de los mas principales, el uno Pero Ruiz de Villegas, adelantado mayor de Castilla, el otro Sancho Ruiz de Rojas; mandó otrosí prender algunos otros. A Juan Fernandez de Hinestrosa soltaron los de Toro debajo de pleitesía de volver á la prision, si no aplacase y desenojase al Rey, mas no cumplió su promesa. Don Enrique y don Fadrique, juntadas sus gentes en Talavera, se fueron á encastillar en la ciudad de Toledo para prevenir los intentos del Rey. Pasado el rio, quisieron entrar por el puente de San Martin; mas como les resistiesen la entrada algunos caballeros de la ciudad, dieron vuelta por encima de los montes, de que casi toda al rededor está cercada, y llegados á la otra parte de la ciudad, entraron por el puente que llaman de Alcántara. Hízose gran matanza en los judíos, y les robaron las tiendas de mercería que tenian en el alcana. Fueron mas de mil judíos los que mataron, lo cual no se hizo sin nota y murmuracion de muchos á quien tan grande desconcierto parecia muy mal. Avisado el Rey del peligro en que la ciudad estaba, vino á grande priesa antes que se pudiesen fortificar los contrarios en una plaza de suyo tan fuerte. Con su llegada los hermanos fueron forzados á desampararla con presteza, cosa que les valió no menos que las vidas. El Rey vengó su enojo en los ciudadanos, mató algunos caballeros, y del pueblo mandó matar veinte y dos. Entre estos condenados era un platero viejo de ochenta años; un hijo que tenia, de diez y ocho, se ofreció de su voluntad á que le matasen á él en cambio de su padre. El Rey en lugar de perdonalle, que al parecer de todos lo merecia muy bien por su rara y excelente piedad, le otorgó el trueco y fué muerto, horrendo espectáculo para el pueblo, y mise

ricordia mezclada con tanta crueldad. Los nombres de padre y hijo no se saben por descuido de los historiadores, el caso es muy cierto. Hizo otrosí el Rey prender al obispo de Sigüenza don Pedro Gomez Barroso, varon insigne entre los de aquel tiempo y gran jurista; la causa, que favorecia á sus ciudadanos y á la reina doùa Blanca, que envió el Rey presa á la fortaleza de Sigüenza. Asentadas las cosas de Toledo, restaba reducir á su servicio las demás ciudades. Los de Cuenca, por estar mas conformes entre sí, cerraron las puertas al Rey; no se atrevió á usar de violencia por ser aquella ciudad muy fuerte. Criábase entonces en ella don Sanchio, hermano del Rey, y aunque se libró deste peligro presente, pocos dias despues Alvar García de Albornoz, hermano del cardenal don Gil de Albornoz, que le tenia en guarda, le escapó y llevó á Aragon. Púsose cerco á la ciudad de Toro, en que estaba la reina Madre, don Enrique y don Fadrique, don Per Estevauez Carpintero, que se llamaba maestre de Calatrava, y todas las fuerzas de los caballeros de la liga. Durante el cerco, que fué largo asaz, en Tordesillas doña María de Padîlla parió una bija, que fué la tercera, y se llamó doña Isabel. Don Juan de Padilla, su hermano, maestre de Santiago, fué muerto en un rencuentro que tuvo entre Tarancon y Uclés. Causóle la muerte la honra y estado en que el Rey le puso. Veneiéronle don Gonzalo Mejía, comendador mayor de Castilla, y Gomez Carrillo, que favorecian y tenian la parte de don Fadrique. El Rey, con la edad hecho mas prudente, no quiso que se proveyese el maestrazgo por dejar la puerta abierta para que su hermano se redujese á su servicio. El papa Inocencio por estos dias envió al cardenal de Boloña para que pusiese en paz al Rey y á estos grandes. Las cosas estaban tan enconadas, que no pudo efectuar nada; solamente alcanzó que soltasen de la prision al obispo don Pedro Gomez Barroso. Don Enrique de Toro se huyó á Galicia, y escapó del peligro que le amenazaba y corria. Aunque era mozo, tenia sagacidad y cordura, de que dió bastantes muestras en todas las guerras en que anduvo. Don Fadrique, habida seguridad, salió de la ciudad y se fué al Rey. Finalmente, en 5 de enero del año de 1356, un cierto ciudadano dió al Rey entrada por una puerta que él guardaba. Apoderado de la ciudad, hizo matar á don Per Estevanez Carpintero y Ruy Gonzalez de Castañeda y otros caballeros principales; matáronlos en presencia de la reina Madre, que se cayó en el suelo desmayada de espanto y horror de un espectáculo tan terrible. Vuelta en su acuerdo, con muchas voces maldijo á su hijo el Rey, y desde á pocos dias con su licencia se fué á Portugal, donde no miró mas por la honestidad que antes. Ninguna cosa se encubre en lugares tan altos. Como tratase amores con don Martin Tello, caballero portugués, fué muerta con yerbas por mandado del rey de Portugal, su hermano. Algunos afirman que la hizo matar su padre el rey don Alonso el Cuarto, ca por fidedignos testimonios pretenden probar vivió hasta el año de 1361; otros mas acertados dicen que el dicho Rey murió el año de 57. El rey de Castilla se fué á Tordesillas, y allí hizo un torneo en señal de regocijo por las cosas que acabara. El lugar y el dia mas prometian placer y contento que miedo. No obstante esto, el Rey otro dia de mañana hizo matar á dos escuderos de la

guarda de don Fadrique. Cuando él lo supo, tuvo grande temor no hiciese otro tanto con él; mas esta vez no pusieron en él las manos. Este año tembló en muchas partes la tierra con grande daño de las ciudades marítimas; cayeron las mauzanas de hierro que estaban en lo alto de la torre de Sevilla, y en Lisboa derribó este terremoto la capilla mayor, que pocos dias antes se acabara de labrar por mandado del rey don Alonso. Algunos pronosticaban por estas señales grandes males que sucederian en España, pronósticos que salieron vanos, pues el reinado del rey de Castilla y él en sus maldades continuaron por muchos años adelante; el pueblo por lo menos hizo muchas procesiones y plegarias para aplacar la ira de Dios. Tomada la ciudad de Toro, el conde don Enrique por caminos secretos y escondidos se huyó á Vizcaya, do su hermano don Tello con la gente y aspereza de la tierra conservaba lo que quedaba de su parcialidad, ca venció en dos batallas ciertos capitanes que tenian la voz del Rey. Des

de allí don Enrique se fué en un navío á la Rochela, ciudad de Jantoine, en Francia, para estar á la mira y esperar en qué pararian los humores que removidos andaban. A esta sazon el rey de Navarra en un convite á que le convidó en Ruan Carlos el delfin y duque de Normandía fué preso por el rey de Francia, que de repente sobrevino, y le compelió á que desde la prision respondiese á ciertos cargos que se le hacian; el principal era de traicion, porque favorecia á los ingleses contra lo que era obligado como principe por muchas vias y títulos sujeto á la corona de Francia. Desta manera se veian en aquel reino divididas las aficiones de los españoles que en él residian; don Enrique tiraba gajes del rey de Francia, doa Filipe, hermano del rey de Navarra, llamaba los ingleses á Normandía y se juntó con ellos. Lo mismo hizo el conde de Fox enojado por la injuria y agravio hecho al Rey, su cuñado. Así en un mismo tiempo en España y en Francia se temian muchas novedades y nuevas y temerosas guerras.

LIBRO DÉCIMOSÉPTIMO.

CAPITULO PRIMERO.

Del principio de la guerra de Aragon.

el

UNA guerra entre dos reinos y reyes vecinos y aliados y aun de muchas maneras trabados con deudo, de Castilla y el de Aragon, contará el libro diez y siete; guerra cruel, implacable y sangrienta, que fué perjudicial y acarreó la muerte á muchos señalados varones, y últimamente al mismo que la movió y le dió principio, con que se abrió el camino y se dió lugar á un nuevo linaje y descendencia de reyes, y con él una nueva luz alumbró al mundo, y la deseada paz se mostró dichosamente á la tierra. Póneme horror y miedo la memoria de tan graves males como padecimos. Entorpécese la pluma, y no se atreve ni acierta á dar principio al cuento de las cosas que adelante sucedieron. Embázame la mucha sangre que sin propósito se derramó por estos tiempos. Dése este perdon y licencia á esta narracion, concédasele que sin pesadumbre se lea, dése á los que temerariamente perecieron, y no menos á los que como locos y sandios se arrojaron á tomar las armas y con ellas satisfacerse. Ira de Dios fueron estos desconciertos y un furor que se derramó❘ por las tierras. Las causas de las guerras, mirada cada una por sí, fueron pequeñas; mas de todas juntas como de arroyos pequeños se hizo un rio caudal y una grande avenida y creciente de saña y de enojos. Cada cual de los dos reyes era de ardiente corazon y que no sufria demasías, en las condiciones y aspereza semejables; bien que el de Castilla por la edad, que era menor y mas ferviente, se aventajaba en esto, y en rigor, severidad y fiereza. Querellábase el Aragonés que sus hermanos tuviesen en Castilla guarida y hallasen en ella ayuda para alborotalle su reino. Sentia asimismo que don Fernando, su hermano, con color de ase

gurar al de Castilla que le seria leal, en hecho de verdad por darle á él molestia, hobiese puesto guarnicion de castellanos en las sus fortalezas de Alicante y de Orihuela. Por el contrario, el rey de Castilla se quejaba que las galeras de Aragon á la boca de Guadalquivir tomaron ciertas naves que en tiempo de necesidad venian cargadas de trigo, de que resultó mayor hambre y carestía. Quejábase otrosí que los forajidos de Castilla eran recebidos y amparados en Aragon; que los caballeros aragoneses de Calatrava y de Santiago no querian obedecer á sus maestres, que eran de Castilla; en todo lo cual pretendia era agraviado, y decia queria tomar de todo emienda con las armas. A estos cargos y causas de romper la guerra se allegó otra nueva, y fué en esta manera. El rey de Castilla, apaciguado que hobo las alteraciones de Castilla la Vieja y dada órden en las demás cosas, entrado ya el verano partió al Andalucía para acabar de sosegar á Sevilla y los demás pueblos de aquella comarca. En Sevilla, fatigado con los cuidados y negocios, para tomar un poco de · alivio determinó irse á las Almadrabas, en que se pescan los atunes, que es una vistosa pesca y muy gruesa granjería. Hizo aprestar una galera, y en ella se fué desde Sevilla á Sanlúcar de Barrameda. Sucedió estar surgidas en aquel puerto dos naves gruesas. Acaso diez galeras de Aragon que iban en favor de Francia contra los ingleses, sus capitales enemigos, salidas del estrecho de Gibraltar, costeaban aquellas riberas del mar Océano. El capitan de las galeras, que se llamaba Francisco Perellos, por codicia de la presa acometió y tomó aquellas dos naves delante los ojos del mismo Rey. Pareció este un desacato insufrible. Encarecíanle los cortesanos en grande manera, como gente que deseaba se encendiese alguna guerra con que pensaban acrecentar sus haciendas y ser mas estimados y hourados que en

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