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DON JOSÉ M. QUADRADO

1819-1896

Escritor mallorquín, laborioso y modesto, que en su larga e intensa vida literaria dejó una copiosa colección de obras de variado género, todas útiles, instructivas y amenas.

Fué filósofo y periodista al lado de Don Jaime Balmes; colaboró, llevando la mayor parte del trabajo, en la obra Recuerdos y bellezas de España; escribió la Conquista de Mallorca, Forenses y Ciudadanos; continuó el Discurso sobre la Historia Universal de Bossuet; escribió narraciones poéticas, dramas originales, refundiciones de Shakespeare y Alfieri; tradujo los Himnos de Manzoni; compuso obras de devoción. El juicio definitivo sobre Quadrado le dió el Sr. Menéndez Pelayo (Estudios de crítica literaria, segunda serie, Madrid, 1895). De él extractamos lo siguiente:

Quadrado ha sido el verdadero reformador de nuestra historia local, el que la ha hecho entrar en los procedimientos críticos modernos, y quien al mismo tiempo ha traído a ella el calor y la animación del relato poético, el arte de condensar y agrupar los hechos y poner de realce las figuras, el poder de adivinación que da a cada época su propio color, y levanta a los muertos del sepulcro, para que vuelvan a dar testimonio de sus hechos a los vivos. Cuando se haga el catálogo de los grandes narradores del siglo presente (que para los estudios históricos ha sido en verdad un siglo de oro), el nombre de Quadrado figurará de los primeros en el escaso número de nombres españoles que pueden citarse. No hay de Quadrado una historia general y seguida, que quizá hoy ni puede ni debe intentarse; pero hay una serie de historias parciales, sólidas en la contextura, amenísimas en el estilo, labradas con el más discreto artificio, que oculta la firmeza de los materiales, y convierte en obra de agrado lo que realmente es obra de profunda ciencia. El que lea tales libros por recreación, y ojalá todo español los leyese, se encuentra al fin de la jornada con un caudal de noticias positivas y seguras, que difícilmente encontraría juntas en ninguna parte; y va aprendiendo, sin sentir, la verdadera historia de su patria, estudiada como debe estudiarse, sobre el terreno mismo en que el gran drama histórico se ha desenvuelto, y entre las piedras que fueron testigos de las heroicas acciones o se levantaron para conmemorarlas; y no en áridas cronologías de reyes, batallas, embajadas, conjuraciones, asambleas y protocolos».

DE «RECUERDOS Y BELLEZAS DE ESPAÑA»

Aragón.

Por entre sinuosas colinas desemboca en el pintoresco valle de Jaca, descendiendo de los Pirineos, un pequeño río, que, después de saludar los muros de la antigua ciudad y la histórica cima de Uruel, cubierta siempre de nieblas, engrandecido con el tributo de otros riachuelos, va a confundir sus aguas con las del Ebro en el vecino reino de Navarra. Si la risueña vegetación de sus márgenes y lo sonoro, ya que no lo caudaloso, de su corriente, llaman la atención del viajero, y le mueven a preguntar si algún arcano o recuerdo murmuran aquellos cristalinos raudales deslizándose sobre su lecho de roca, hiere sus oídos un vocablo imponente, e inclina luego su cabeza ante aquel arroyo de altos destinos, que antes de perder su nombre en un gran río, lo trasmite a una provincia entera, y lo dió en otras épocas a un poderoso reino. El río Aragón indica los humildes principios de la Monarquía que medía un tiempo sus límites por el curso de aquél, y que, engrosada progresivamente, ya por conquistas, ya por afortunados enlaces, ocupó la mitad de la Península, y extendió allende los mares su influencia y dominación. En su marcha triunfal, durante cinco siglos no interrumpida, los Reyes de Aragón bajaron de las sierras, atravesaron caudalosos ríos, adquirieron ciudades opulentas, ganaron provincias y reinos extrafños; pero en el desvanecimiento de su prosperidad y engrandeci. miento, jamás se avergonzaron de su modesto solar primitivo: los nombres antiguos y gloriosos de sus recientes adquisiciones quedaron sumidos y uniformados bajo el de aquél, cuyo murmullo había mecido la cuna de su Imperio; y el mar mismo llegó a sufrir el yugo ya acatar el nombre del pequeño río de los Pirineos. Pero también la Monarquía, siguiendo en esto la suerte del río, se perdió y mezclose con otra, para que naciese de su unión la española; y el nom. bre de Aragón, por una especie de reflujo, si bien no volvió a su estrecha madre, quedó encerrado en la provincia que fué primer teatro de sus glorias y cimiento de su grandeza.

Aquella, pues, parece fué la casa propia, aquel parece en la actualidad el cenotafio del reino aragonés; como si en el fondo de sus monumentos durmieran exclusivamente las memorias de su pasado, y sólo de sus incultas llanuras debieran desterrarse los asombrosos fragmentos del inmenso coloso. Las demás provincias de la antigua corona, Cataluña, Valencia y las Baleares, por un concurso de circunstancias históricas y locales, desde su unión a la gran Monarquia española, han conservado o tal vez acrecentado, su importancia, adquiriendo una segunda existencia, si no tan independiente y gloriosa, más descansada por cierto, y no menos aten. dible que la primera; y vueltas de cara al porvenir, se consuelan, con los adelantos de sus artes y agricultura, de la pérdida de sus leyes y fueros provinciales y de los recuerdos de su historia, que, ocultos bajo el polvo de los archivos y borrados casi de las tradiciones populares, serán dentro de poco patrimonio exclusivo de los eruditos. Pero el estacionamiento de Aragón; la decadencia de sus ciudades, tan célebres en el renombre como escasas de población y valía; la soledad de sus caminos, poco trillados por los naturales, casi nunca por el forastero; el aspecto solemne de sus quebradas montañas y de sus vastos despoblados; algo de meditabundo en la fisonomía, de grave en los modales, de noblemente altivo en la pobreza del aragonés, revelan un país que vive del pasado: diríase que aquel pueblo se acuerda de un estado más glorioso, que aquellas ruinas, abando. nadas a sí mismas por una mezcla de fe e indolencia, guardan un depósito sagrado e incorruptible, y que la provincia viste luto aún por sus Monarcas propios, como la esposa fiel que, fenecido su primero y único amor, se condena a viudez y esterilidad perpetua.

Si exiges, oh viajero, monumentos de primer orden, de aquellos cuyo nombre es popular, cuyo perfil se ve reproducido en mil estamperías, y cuyo camino indican las huellas de innumerables admiradores de moda; si esperas verlos custodiados con esmero, pulidos si importa en su rudeza, dispuestos con cierta elegante coquetería, a modo de precioso dije expuesto a la pública curiosidad; si, para contemplar las maravillas de la antigüedad, no te resuelves a desprenderte de las comodidades de la civilización moderna, y deseas sin tedio y sin trabajo una sucesión no interrumpida de impresiones y sorpresas, no como quien anda a caza de bellezas, sino como el que las mira reunidas, y acá y allá las desflora en opulento convite, suponiendo que no hayas a mengua y a falta de buen tono el viajar por tu abatida patria, no encamines al Aragón tus pasos, y busca en Andalucía un reflejo de la risueña y monumental Italia, o en las Provincias Vascongadas un remedo de los pintorescos sitios, costumbres patriarcales y dulce bienestar de la Suiza. Tristes yermos o monótonas llanuras de trigo tendrías que atravesar para seguir nuestras correrías; pasar tal vez jornadas enteras sin que ningún objeto viniera a impresionar tu fantasía ni a distraer el cansancio de tu cuerpo y las molestias del camino; tendrías que investigar por tí mismo en vez de preguntar a los otros; quitar primero el polvo a lo que hallases que admirar; completar o restaurar en tu imaginación

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