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DE ESCENAS MONTAÑESAS»

La leva.

I

Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho de miserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El pri mero se adivina por tres angostísimas ventanas abiertas a la calle. Nunca he podido conocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmantelado balcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero le componen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derecha vive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, con algunos hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla, cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente una elástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomables ya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el Tuerto. La mujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tan cerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón y chocolate, que no hay quien la resista. Gasta saya de bayeta anaranjada, jubón de estamefña parda y pañuelo blanco a la cabeza. Los chiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no se lavan, según es el tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo. En cuanto a traje, tampoco se le conozco determinado, pues en verano andan en cueros vivos, o se disputan una desgarrada camisa que a cada hora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modo análogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de la madre, o con la manta de la cama.

El Tuerto era pescador, su mujer es sardinera, y los niños... viven de milagro.

En la otra buhardilla habita solo otro marinero, sesentón, de complexión hercúlea, y un tanto encorvado por los años y las borrascas del mar. Usa un gorro colorado en la cabeza y un vestido casi igual al de su vecino el Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No sé de cierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y no he podido vérsela a mi gusto. Se llama de nombre tío Miguel; pero responde a todo el mundo por el mote de Tremontorio, corruptela de promontorio, mote que le dieron en su juventud por su gigantea corpulencia y por su vigor para tirar del remo contra corrientes y celliscas. A la edad que cuenta, lleva hechas dos campañas de rey; es decir, le ha tocado la suerte de servir en barco de guerra, dos veces, a cuatro años cada una. La última campaña la hizo en la Ferrolana, y con esta fragata dió la vuelta al mundo, con el cual viaje acabó de conquistar el prestigio que le iban dando entre sus compañeros sus muchos conocimientos como marinero, su valor, su buen corazón... y sus férreos puños. Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañas y sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de hora libre para buscar una compañera.

Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo del tío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges están aún más desalifñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados. De este matrimonio nació el Tuerto de la buhardilla, quien al lado de su padre aprendió a tirar del remo, a aparejar sereña, a ser, en fin, un buen pescador. El padre del Tuerto, tío Bolina llamado, porque siempre al andar se ladeó de la derecha, sigue, a pesar de sus años, bregando con la mar, como el tío Tremontorio; y no por afición a ella, como diría muy serio un poeta del riñón de Castilla o de la Mancha, acostumbrado a mandar las maniobras y a conjurar tormentas desde un escenario, o en el estanque del Retiro, sino porque viven de lo que pescan, y sólo pescan para vivir exponiendo la vida cien veces al año en el indómito mar de Cantabria, sobre una frágil lancha.

Dados estos pormenores, debo decir al lector, por si se ha sorprendido al verme tan enterado de ellos, que ni yo los he buscado ni los personajes descritos han venido a traérmelos: ellos solitos se han colado por la puerta de mi balcón, de la manera más sencilla.

La aludida casa está separada de la en que escribo, por la calle, que no es muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldan todas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves, de balcón a balcón.

Por ejemplo:

Se acerca un día la hora de comer. En la buhardilla del Tuerto se oyen gritos y porrazos de su mujer, y lloros y disculpas de los chiquillos que los reciben.

No se ve la escena, porque lo impide el humo de la cocina que sale a borbotones por el balconcillo, conductor único que para él hay en la casa.

La mujer del tío Bolina está clavando unas rabas de pulpo en la pared de su balcón, para que se oreen. Su nuera aparece en el suyo, más desaliñada que nunca, con la cara roja como un pimiento seco y con la crin suelta, en medio de una espesísima nube de humo, laparición verdaderamente infernal!; saca medio cuerpo fuera de la

balaustrada, y con voz ronca y destemplada, grita, mirando al piso

segundo:

-¡Tia!...

Debo advertir que éste es el tratamiento que se da, entre la gente del pueblo de este país, por los yernos y nueras, a las suegras.

La vieja del segundo piso, sin dejar de clavar las rabas, al cono

cer la voz de su nuera, contesta de muy mala gana:

-¿Qué se te pudre?

-¿Tiene un grano de sal pa freir unas bogas?
-No tengo sal.

-Salú es lo que no había de tener usté refunfuña la mujer del Tuerto.

-Vergüenza es lo que a tí te falta-gruñe, al oirlo, la vieja-. Y sábete que tengo sal, pero que no te la quiero dar.

-Ya me lo figuro, porque siempre fué usté lo mismo.

-Por eso te he quitao el hambre más de cuatro veces, jingratona, desalmada!

-Lo que usté me está quitando todos los días es el crédito, ¡chismosona, más que chismosa!; y si no fuera por no dar al diablo que reir, ya la había arrastrao por las escaleras abajo.

-Capaz serás de hacerlo ¡bribonazal, que la que no quiere a sus hijos, mal puede respetar las canas de los viejos.

-¿Que no quiero yo a mis hijos!... ¿Que no los quiero!-ruge la de la buhardilla, puesta en jarras y echando llamas por los ojos-. ¿Quién será capaz de hacerlo bueno?

-Yo-replica con mucha calma la vieja-; yo, que los he recogido muchas veces en mi casa, porque tú los dejas desnudos y abandonaos en la calle cuando te vas a hacer de las tuyas de taberna en taberna... ¡borrachona!

-¡Impostora... bruja!-grita al oir estas palabras, descom puesta y febril, la mujer del Tuerto-. ¿Yo borracha! ¿Cuántas veces me ha levantado usté del suelo, desolladora? Y aunque fuera verdá, a mi costa lo sería: a denguno le importa lo que yo hago en mi casa.

-Me importa a mí, que veo lo que suda el mi hijo pa ganar un peazo de pan que tú vendes por una botella de aguardiente, en lugar de partirle con tus hijos. Por eso los probes angelucos no tienen cama en que dormir, ni lumbre con que calentarse, ni camisa que poner; por eso no tienes tú un grano de sal y me la vienes a pedir a mí... Cómpralo, ¡viciosona!... Pero vienes tú de mala casta para que seas buena.

-Mi casta es mejor que la de usté, por todos cuatro costaos. Y yo en mi casa me estaba. Él fué a buscarme.

-Nunca él hubiera ido... bien se lo dije yo: ¡Mira que ésa es callealtera, y no puede ser buena!»

-Los de la calle Alta tienen la cara muy limpia y se la pueden enseñar a todo el mundo... algo mejor que los de acá abajo... ¡flojones, más que flojones! que se han dejado ganar tres regatas de seguido por los callealteros... Esa es la rescoldera que a usté le pica; pero por más pedriques que echen en Miranda y más velas que pongan a los Mártiles, San Pedruco el nuestro los ha de echar a pique.

-San Pedro no puede amparar nunca a gente tan desalmada como tú; y si se perdieron las regatas, Dios sabe por qué fué. -Por falta de puños, pa que usté lo sepa.

-Grita, grita más alto; que te lo oiga el tu marido que por allá abajo asoma, y mira después onde te metes.

-Yo digo la verda aunque sea delante del mi marido-replica la de la buhardilla, mirando de reojo a una esquina de la calle y bajando la voz así que ve al Tuerto.

La vieja del segundo clava la última raba, y sin mirar hacia su nuera, vase retirando del balcón, dejando fuera estas palabras: -Anda, anda a prepararle la comida, ¡borrachona!

La aludida en ellas desaparece también, metiéndose furibunda por lo más espeso de la columna de humo que sigue saliendo de la cocina, después de haber despedido a su suegra con estos piropos:

-¡Bruja, brujonal... vaya a discurrir los cuentos que le ha de decir al mi marido... ¡chismosa, infamadora!

Antes de pasar más adelante, debe saber el lector que, desde tiempo inmemorial, existe entre los mareantes de la calle Alta y los de la del Mar, barrios diametralmente opuestos de Santander, una antipatía inextinguible.

Cada barrio forma cabildo aparte, y no han querido para los dos un mismo patrono. San Pedro lo es de la calle Alta, o Cabildo de Arriba, y la calle del Mar, o Cabildo de Abajo, está encomen dado al amparo de los Santos Mártires Emeterio y Celedonio, a cuyas gloriosas cabezas, de las que se cuenta que llegaron milagro. samente a este puerto en un barco de piedra, ha dedicado, constru yéndola a sus expensas, una bonita capilla en el barrio de Miranda, dominando una gran extensión de mar.

Con estos datos no se extrañará ya que mis dos vecinas, después de apostrofarse recíprocamente, como lo hacen en la primera parte del diálogo transcrito, puedan hallar ofensivo a su dignidad el ser callealteras o el dejar de serlo.

Y prosigamos.

Llega a su casa el Tuerto (y adviértase que el humo se va disipando, y no impide ya que yo vea la escena, con todos sus porme nores); quítase el sueste, o sombrero embreado, de la cabeza; coloca sobre un arcón viejo el impermeable de lona que llevaba al hom bro, y cuelga de un clavo un cesto cubierto con hule y lleno de

aparejos de pescar. Su mujer desocupa en una tartera desportillada un potaje de berzas y alubias, mal cocido y peor sazonado; pónelo sobre el arcón, y junto a él un gran pedazo de pan de munición. El Tuerto, sin decir una sola palabra, después que sus hijos han ro deado la tartera, empieza a comer el potaje con una cuchara de estaño. Su mujer y los chicuelos le acompañan, por turno, con otra de palo. Conclúyese el potaje. El Tuerto espera algo que no acaba de llegar; mira a la tartera, después al fondo de la olla vacía, y, por último, a su mujer. Ésta palidece.

-¿Ónde está la carne?-pregunta, al cabo, con voz ronca el pescador.

-La carne...-tartamudea su mujer-; como ya estaba cerrada la tabla cuando fuí a buscaria, no la traje.

--¡Mentira!... Yo te di ayer al mediodía dos reales y medio para comprarla, y la tabla no se cierra hasta las cuatro. ¿Ónde tienes el

dinero?...

-¿El dinero?... el dinero... en la faltriquera.

-¡Bribona, tú la has hecho hoy... y yo te voy a abrir en canallgrita exasperado el Tuerto al notar la turbación, cada vez más visible de su mujer-. Á ver el dinero, digo, ¡pronto!

La interpelada saca, temblando, unos cuartos de su faltriquera, y, sin abrir toda la mano, se los enseña a su marido.

-¡Esos no son más que ocho cuartos... y yo te dejé veintiunol... ¿Ónde están los otros?...

-Se me habrán perdido... que yo tenía los veintiuno esta mañana...

-No puede ser: yo te dí dos reales en plata.

-Es que... los cambié en la plaza...

-¿Qué ha hecho tu madre esta mañana?-pregunta rápido el

Tuerto al mayor de sus hijos, cogiéndole por un brazo.

El chiquitín tiembla de miedo, mira alternativamente a su padre y a su madre, y calla.

-¡Habla pronto!-dice el primero.

-Es que me va a pegar madre si lo digo-contesta, haciendo pucheros, el pobre chico.

-¡Es que si callas te voy a deshacer yo la cara de una guantál

Y el muchacho, que sabe por experiencia que su padre no amenaza en vano, a pesar de las señas que le hace su madre para que calle, cierra los ojos y dice rápidamente, como si le quemaran la boca las palabras:

-Mi madre trejo esta mañana un cuartillo de aguardiente, y tiene la botella escondía en el jergón de la cama.

El Tuerto, oída esta última palabra, tumba de un sopapo a sus pies a la delincuente, corre a la cama, revuelve las hojas de su jergón, saca de entre ellas una botellita blanca que contiene un pequeño

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