como una cinta. De esa manera, y hablando él altito, tiene el público el placer de oir a un mismo tiempo dos ejemplares de un mismo papel. -Sí, señor; y, en fin, cuando uno no sabe su relación, se dice cualquier tontería, y el público se la ríe. ¡Es tan guapo el público! Įsi usted viera! -¡Ya sé, ya! -Vez hay que en una comedia en verso, se añade un párrafo en prosa; pues ni se enfada, ni menos lo nota. Así es que no hay nada más común que afñadir. -¡Ya se ve que hacen muy bien! Pues, señor, usted es cómico, y bueno. ¿Usted ha representado anteriormente? -¡Vayal En comedias caseras. He alborotado con el García y el Delincuente honrado. -No más, no más; le digo a usted que usted será cómico. Dígame usted, ¿sabrá usted hablar mal de los poetas y despreciarlos, aunque no los entienda; alabar las comedias por el lenguaje, aunque no sepa lo que es, o por el verso, mas que no entienda siquiera lo que es prosa? -¿Pues no tengo de saber, señor? eso lo hace cualquiera. -¿Sabrá usted quejarse amargamente, y entablar una querella criminal contra el primero que se atreva a decir en letras de molde que usted no lo hace todas las noches sobresalientemente? ¿Sabrá usted decir de los periodistas que quién son ellos para...? -Vaya si sabré: precisamente ese es el tema nuestro de todos los días. Mande usted otra cosa. Al llegar aquí no pude ya contener mi gozo por más tiempo, y arrojándome en los brazos de mi recomendado: -¡Venga usted acá, mancebo generosol-exclamé todo alborozado-; ¡venga usted acá, flor y nata de la andante comiquería!: usted ha nacido en este siglo de hierro de nuestra gloria dramática para renovar aquel siglo de oro, en que sólo comían los hombres bellotas y pacían a su libertad por los bosques, sin la distinción del tuyo y del mío. Usted será cómico, en fin, o se han de olvidar las reglas que hoy rigen en el ejercicio. Diciendo estas y otras razones, despedí a mi candidato, prometiéndole las más eficaces recomendaciones. El castellano viejo. Ya en mi edad pocas veces gusto de alterar el orden que en mi manera de vivir tengo hace tiempo establecido, y fundo esta repugnancia en que no he abandonado mis lares ni un solo día para quebrantar mi sistema, sin que haya sucedido el arrepentimiento más sincero al desvanecimiento de mis engañadas esperanzas. Un resto, con todo eso, del antiguo ceremonial que en su trato tenían adoptado nuestros padres, me obliga a aceptar a veces ciertos convites a que parecería el negarse grosería, o por lo menos ridícula afectación de delicadeza. Andábame días pasados por esas calles a buscar materiales para mis artículos. Embebido en mis pensamientos, me sorprendí varias veces a mí mismo riendo como un pobre hombre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid, no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones, que al volver las esquinas dí con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles. En semejante situación de espíritu, ¿qué sensación no debería producirme una horrible palmada que una gran mano, pegada (a lo que por entonces entendí) a un grandísimo brazo, vino a descargar sobre uno de mis hombros, que por desgracia no tienen punto alguno de semejanza con los de Atlante? No queriendo dar a entender que desconocía este enérgico modo de anunciarse, ni desairar el agasajo de quien sin duda había creído hacérmele más que mediano, dejándome torcido para todo el día, traté sólo de volverme por conocer quién fuese tan mi amigo para tratarme tan mal; pero mi castellano viejo es hombre que, cuando está de gracias, no se ha de dejar ninguna en el tintero. ¿Cómo dirá el lector que siguió dándome pruebas de confianza y cariño? Echome las manos a los ojos, y sujetándome por detrás: -¿Quién soy?-gritaba, alborozado con el buen éxito de su delicada travesura-, ¿quién soy? -Un animal-iba a responderle-; pero me acordé de repente de quién podría ser, y sustituyendo cantidades iguales:-Braulio eresle dije. Al oirme, suelta sus manos, ríe, se aprieta los ijares, alborota la calle, y pónenos a entrambos en escena. -¡Bien, mi amigo! Pues ¿en qué me has conocido? -¿Quién pudiera sino tú?... -¡Has venido ya de tu Vizcaya? -No, Braulio, no he venido. -Siempre el mismo genio. ¿Qué quieres? es la pregunta del español. ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! ¿Sabes que mañana son mis días? -Te los deseo muy felices. -Déjate de cumplimientos entre nosotros; ya sabes que yo soy franco y castellano viejo; el pan pan, y el vino vino; por consiguiente exijo de tí que no vayas a dármelos; pero estás convidado. -¿A qué? -A comer conmigo. -No es posible. -No hay remedio. -No puedo-insisto temblando. -¿No puedes? -Gracias. -¿Gracias? Vete a paseo; amigo, como no soy el Duque de F..., ni el Conde de P... ¿Quién se resiste a una sorpresa de esta especie? ¿Quién quiere parecer vano? -No es eso, sino que... -Pues si no es eso-me interrumpe-, te espero a las dos: en casa se come a la española, temprano. Tengo mucha gente: tendremos al famoso X... que nos improvisará de lo lindo; T... nos cantará de sobremesa una rondeña con su gracia natural; y por la noche J... cantará y tocará alguna cosilla. Esto me consoló algún tanto, y fué preciso ceder; un día malo, dije para mí, cualquiera lo pasa; en este mundo, para conservar amigos es preciso tener el valor de aguantar sus obsequios». -No faltarás, si no quieres que riñamos. -No faltaré-dije con voz exánime, y ánimo decaído, como el zorro que se revuelve inútilmente dentro de la trampa donde se ha dejado coger. -Pues hasta mañana-; y me dió un torniscón por despedida. Vile marchar, como el labrador ve alejarse la nube de su sembrado, y quedéme discurriendo cómo podían entenderse estas amistades tan hostiles y tan funestas. Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono; pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reune entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta; que tiene una cintita atada al hojal, y una crucecita a la sombra de la solapa; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido casi siempre a toda o a la mayor parte de nuestra clase media, y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país. Esta ceguedad le hace adoptar todas las responsabilidades de su inconsiderado cariño: de paso que defiende que no hay vinos como los españoles, en lo cual bien puede tener razón, defiende que no hay educación como la española, en lo cual bien pudiera no tenerla; a trueque de defender que el cielo de Madrid es purísimo, defenderá que nuestras manolas son las más encantadoras de todas las mujeres; es un hombre, en fin, que vive de exclusivas... No hay que hablarle, pues, de estos usos sociales, de estos respetos mutuos, de estas reticencias urbanas, de esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía, diciendo sólo lo que debe agradar y callando siempre lo que puede ofender. Él se muere por plantarle una fresca al lucero del alba, como suele decir, y cuando tiene un resentimiento, se le espeta a uno cara a cara. Como tiene trocados todos los frenos, dice de los cumplimientos que ya sabe lo que quiere decir cumplo y miento; llama a la urbanidad hipocresía, y a la decencia monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo; el lenguaje de la finura es para él poco más que griego; cree que toda la crianza está reducida a decir Dios guarde a ustedes, al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted, cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo; cosas todas que así se guardará él de olvidarlas, como de tener pacto con franceses. En conclusión, hombres de éstos que no saben levantarse para despedirse, sino en corporación con alguno e algunos otros; que han de dejar humildemente debajo de una mesa su sombrero, que llaman su cabeza, y que cuando se hallan en sociedad, por desgracia, sin un socorrido bastón, darían cualquier cosa por no tener manos ni brazos, porque en realidad no saben dónde ponerlos, ni qué cosa se puede hacer con los brazos en una sociedad. Llegaron las dos, y como yo conocía ya a mi Braulio, no me pareció conveniente acicalarme demasiado para ir a comer; estoy seguro de que se hubiera picado. No quise sin embargo excusar un frac de color y un pañuelo blanco; cosa indispensable en un día de días en semejantes casas. Vestíme, sobre todo, lo más despacio que me fué posible, como se reconcilia al pie del suplicio el infeliz reo, que quisiera tener cien pecados más cometidos que contar, para ganar tiempo; era citado a las dos, y entré en la sala a las dos y media. No quiero hablar de las infinitas visitas ceremoniosas que antes de la hora de comer entraron y salieron en aquella casa, entre las cuales no eran de despreciar todos los empleados de su oficina con sus señoras y sus niños, y sus capas, y sus paraguas, y sus chanclos, y sus perritos; déjome en blanco los necios cumplimientos que dijeron al señor de los días; no hablo del inmenso círculo con que guar necía la sala el concurso de tantas personas heterogéneas, que hablaron de que el tiempo iba a mudar, y de que en invierno suele hacer más frío que en verano. Vengamos al caso: dieron las cuatro, y nos hallamos solos los convidados. Desgraciadamente para mí, el señor de X..., que debía divertirnos tanto, gran conocedor de esta clase de convites, había tenido la habilidad de ponerse malo aquella mañana; el famoso T... se hallaba oportunamente comprometido para otro convite; y la señorita que tan bien había de cantar y tocar, estaba ronca en tal disposición, que se asombraba ella misma de que se la entendiese una sola palabra, y tenía un panadizo en un dedo. ¡Cuántas esperanzas desvanecidas! -Supuesto que estamos los que hemos de comer-exclamó Don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía. -Espera un momento-le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y... -Bien, pero mira que son las cuatro... -Al instante comeremos... Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa. -Señores-dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos... ¡Ah, Figarol quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches. -¿Qué tengo de manchar?-le respondí, mordiéndome los labios. -No importa, te daré una chaqueta mía, siento que no haya para todos. -No hay necesidad. -¡Oh! ¡sí, sí, mi chaquetal Toma, mírala; un poco ancha te vendrá. -Pero, Braulio... -No hay remedio, no te andes con etiquetas. Y en esto, me quita él mismo el frac, velis, nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. Dile las gracias; al fin el hombre creía hacerme un obsequio. Los días en que mi amigo no tiene convidados, se contenta con una mesa baja, poco más que banqueta de zapatero, porque él y su mujer, como dice, ¿para qué quieren más? Desde la tal mesita, у como se sube el agua del pozo, hace subir la comida hasta la boca, adonde llega goteando después de una larga travesía; porque pen. sar que estas gentes han de tener una mesa regular, y estar cómodos todos los días del año, es pensar en lo excusado. Ya se concibe, pues, que la instalación de una gran mesa de convite era un aconte. cimiento en aquella casa; así que, se había creído capaz de contener catorce personas que éramos, una mesa donde apenas podrían comer ocho cómodamente. Hubimos de sentarnos de medio lado como quien va a arrimar |