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-Cómo, yo no lo sé, ni ellos lo supieron bien jamás; pero ello fué que subieron: rotos, desollados, empapados en agua y ateridos de frio, eso sí; pero subieron. Y para que su buena fortuna fuera completa, al otro día apareció la barquía entre dos aguas y metida por la marea en la playa de San Martín. Rota y bien machacada estaba del costado de estribor; pero todo ello fué cuestión de cuatro tablucas más sobre los muchos remiendos que ya tenía; y a la mar otra vez con sus dueños, como si nada hubiera pasado aquella noche.

Así, y por el estilo, se ganaba ordinariamente la puchera el bueno de Juan Pedro el Lebrato; y tan alegre y campante como si no hubiere vidas más regalonas en el mundo...

(Cap. XXVI).

DE «PEÑAS ARRIBA»

Pérdida y salvamento de Pepazos en la nieve.

El relato que hizo Neluco al amor de la lumbre y vestido ya con ropas mías, fué lacónico, expresivo y pintoresco en sumo grado; y bien puede asegurarse que aun, sin estas excepcionales condiciones, no le hubiera faltado la hondísima atención con que le oímos mi tío, sus dos criadas y yo.

Según el médico, la quedada de Pepazos en el monte había corrido por el lugar hacia las diez de la noche con la rapidez de un reguero de pólvora inflamada; y con la misma brevedad se examinó el suceso, fué estimada su importancia, y se acordó y dispuso el único socorro que podía prestársele, y se le prestaría tan pronto como Dios mandara a la tierra una chispa de luz con que guiarse para emprender el camino un poco menos que a tientas. Así se hizo al alborear el nuevo día. Los nombres de los expedicionarios eran los mismos que me había dado Facia pocas horas después de haber salido de Tablanca la expedición. A Chisco, que no estuvo presente en las juntas», se le dió por conforme y se le avisó con las debidas precauciones, para no alarmar a su amo.

Se conocía el punto de partida de Pepazos detrás de sus yeguas, y cierta querencia que éstas y otras del lugar tenían a determinados sitios de los altos; y una vez colocados los exploradores sobre aquel terreno, ni siquiera pusieron en duda la dirección que habían tomado, las unas huyendo y el otro persiguiéndolas para atajarlas. Por un palmo de nieve más o menos no dejaba Pepazos de volver a su casa, por alejado que estuviera de ella y por muy negra que fuera la noche; y el no haber vuelto era señal de que, cuando cayó en la cuenta de que estaba nevando de firme y pensó en volverse, el espesor de la nieve no bajaba ya de media vara, lo cual no podía haber ocurrido, según dictamen de los que habían visto el aire de nevar aquella noche, antes de las ocho y media o las nueve. Suman. do las horas transcurridas desde el comienzo de la empresa de Pepazos hasta entonces, midiendo el andar que llevaría monte arri ba, y deduciendo de ello los zis-zás que haría probablemente en sus varias intentonas de ataje por las laderas, salía la cuenta justa: si Pepazos no estaba en el invernal de Peñarroja, estaba en la Cuevona del Pedregalón de Escajeras, o se le había zampado el lobo; lo cual no era verosímil, habiendo cerca del mozallón bestias de tan sabrosa carne como las que él iba persiguiendo. Ni el hambre ni el frío eran capaces de acabar en una noche sola con una vida tan dura de roer como la de Pepazos. Nadie lo dudo; y la caravana emprendió la subida de los montes sin atender a otra cosa que a pisar en firme y ganar tiempo. Por misericordia de Dios, el día, aunque pardo, se presentaba relativamente sereno, y apenas chispeaba la nieve por entonces.

Tres horas duró la subida más agria, y otra el paso de la primera loma a lo largo de ella. De estas cuatro horas, la segunda y la tercera fueron de prueba, porque hubo en ellas de todo lo malo que abunda en el monte durante las nevadas del calibre de aquélla: aires que entumecen, torbellinos que ahogan, nieblas que desorientan y extravian, sendas borradas, suelos traidores, caminos franqueados con las palas o adivinados por los más expertos; caídas inesperadas, cómicas muchas y de riesgos mortales algunas de ellas; sustos frecuentes y fatigas incesantes... La hora que duró el paso de la hoyada entre la primera y la segunda loma fué más llevadera. Al fin de esta hoyada, es decir, a los comienzos de la loma segunda, está el Pedregalón, con la boca abierta a muy poca altura del suelo y encarada a la ruta que llevaban los expedicionarios. Se columbró muy pronto la mancha gris del pedregal sobre el fondo blanquísimo y esponjado de la nieve; diez minutos después se dibujó perfectamente la boca de la cueva, y, desde un poco más adelante, algo que no estaba enteramente quieto dentro de sus mandíbulas abiertas y desencajadas; cincuenta pasos más, y hasta los menos sutiles de vista conocieron, en lo que parecía mendrugo de aquel gaznate descomunal, y olfateaban ya los perros de la caravana, a Pepazos en cuerpo y alma.

Allí estaba el pedazo de bruto lo mismo que un ídolo japonés acurrucado en su hornacina, con los brazos en jarras, los mofletes muy colorados, la boca de oreja a oreja y los ojos muy risueños, viendo llegar a sus convecinos, tan tranquilo y descuidado como si los hubiera citado él para que acudieran a aquel sitio y a la hora en que llegaban. Correspondiente a esta actitud irracional, fué el saludo que le dirigieron los recién llegados, que no podían ya con los barajones ni con los propios cuerpos: una tempestad de injurias y de motes, y hasta de ladridos de los perros.

-¿Por qué no te golviste a tiempu, animal, más que animal?preguntóle uno.

A lo que respondió Pepazos al instante:

-Porque me había empeñau en atajar las yeguas, y como la nievi me servía pa columbralas bien dimpués que cerró la nochi... jala, jala, jala parriba detrás de eyas; torna aquí y ataja acuyá...

-Y ¿dónde están esas bestias a la presente? le preguntó el Cura. -Sábelu Dios-contestó Pepazos entristecido con la pregunta. -Al allegar yo a esa joyá, tresponierun eyas la otra cumbre como si las yevaran los demontris. Y échilas un galgo... Apretaba la ventisca, espesaba la nievi, había muchu que andar hasta Tablan ca, tenía cerca esta cuevona, y aquí me acaldé tan guapamente. -¿Y habrás sido capaz de dormir?-le interpeló el médico. -Como que no tenía otra cosa que jacer...-respondió el moza. llón admirado de la pregunta.

-Sin acordarte maldita la cosa-insistió Neluco-del susto que dabas a tu familia y a todo el pueblo...

Se encogió de hombros el interpelado, como si entonces cayera en ello por primera vez. Al notarlo, dijo Don Sabas descomponién dose un poco.

-Y si todos hubiéramos sido tan cernícalos como tú, ¿qué hubiera sido de tí, si no hoy, mañana, cuando el hambre y el frío te acometieran?

Otro encogimiento de hombros por respuesta, como si tampoco hubiera cruzado señal de semejante idea por el meollo de Pepazos.

En fin, que no había atadero en aquel hombre... ni mucho tiempo que perder; por lo que se metieron los de afuera en la cuevona, obra bien fácil porque le llegaba ya la nieve a media vara de su boca; descansaron y comieron todos, poniendo a raya la voracidad de Pepazos, sin lo cual no hubieran alcanzado las provisiones para él solo; y, como el cielo iba ennegreciéndose por mala parte, después de un ligero reposo salieron todos de la cueva apercibidos para la marcha, y la emprendieron a buen andar montaña abajo.

Al principio todo fué bien, y hasta abundaron las zumbas, las indirectas y hasta las ironías enderezadas a Pepazos, que no se enteraba de la mayor parte de ellas por natural torpeza de su magin. Pito Salces se desató en barbaridades contra él y, sobre todo, contra el topero, que le abría la puerta, mientras se la cerraba a un hombre tan avispado como uno que él (Chorcos) conocía «igual que a sí mesmo, y que, aunque otras cosas se dijeran por ciertas lenguas, era el que plantaba el jito en el corazón de Tanasia. Esto, dicho entre cabriolas, manoteos y risotadas, delante de toda aquella gente, sin miramiento alguno a la respetabilidad del señor Cura, dejó desconcertado y mohino a Pepazos, y a Chisco del color de la nieve; y no de frío, sino de santa indignación, que puso a Chorcos en grave riesgo de bajar rodando una ladera pendia que asomaba a diez varas de ellos.

Pero pasó la gresca, como pasaban a cada instante ciertas rachas de cierzo que flagelaba las caras con manojos (tales parecían) de la nieve seca que llevaba consigo.

Lo que no pasaba era aquella negrura que se veía sobre el horizonte frontero; lejos de pasar, iba avanzando y extendiéndose en todas direcciones; y, cuanto más avanzaba y se extendía, «más de ella» quedaba a la otra parte; vamos, como la jumera de un caldero muy grande, que acabara de encenderse detrás de los montes lejanos. Y esto era lo que no perdían de vista Don Sabas y los que, aunque no tanto como él, eran muy entendidos en aquella casta de nublados; y por esto husmeaba el Cura el paisaje con avidez, y cortaba las apuntadas conversaciones con mandatos secos de avivar la marcha. Hasta los perros encogían el rabo y se ponían a la vera y al andar de la gente, sobre todo cuando se oyó bramar el cierzo entre los pelados robredales y en las gargantas de la cordillera, y se enturbió de repente la luz, como si fuera a anochecer en seguida, y se vió desprenderse de lo más negro y más lejano de las nubes aquel pingajo siniestro que había visto yo desde mi casa, y. unirse luego con el otro pingajo que ascendía de la tierra, y comenzar, fundidos ya en una pieza los dos, a dar vueltas, como un huso entre los dedos de una jiladora, y a andar, andar, andar hacia ellos, los peregrinos del monte, como si lo empujara el bramar que se oía detras de ello, si no era ello mismo lo que bramaba, repleto de iras y de ansias de exterminio, muertes y desolaciones.

Don Sabas miró entonces a Neluco con ojos de alarma; Neluco al Cura; Chisco y Pito Salces a los dos; y todos se miraron unos a otros, y todos se detuvieron de repente como si obedecieron al impulso de un mismo resorte. Canelo y sus congéneres se detuvieron también y se arrimaron al grupo, mirando a todas las caras y exhalando entrecortados aullidos quejumbrosos.

-Aquello-dijo Don Sabas, apuntando a la tromba-ha de pasar por aquí sin tardar mucho... jy en qué sitio nos coge!

Estaban a la sazón en el centro de una altura, casi una meseta, desamparada por todas partes y dominada hacia la izquierda por un picacho, entre el cual y la sierra se abría la boca de una barranca profundísima. Cerca de la barranca y en el lado de la sierra, había un robledal bastante espeso y de recios troncos. Escaso refugio era aquél y peligroso en sumo grado para defenderse de un enemigo tan formidable como el que se les iba encima a paso de gigante; pero, como no tenían otro mejor a sus alcances, a él acudieron sin tardanza. Eligió cada cual su tronco, en la seguridad de que lo mismo podía servirle de amparo que de verdugo; y allí se estuvieron, encomendándose a Dios y respondiendo a las preces que en voz resonante le dirigía Don Sabas, pidiéndole por la vida de todos, aunque fuerà al precio de la suya propia.

Lo tan temido y esperado no tardó en llegar, negro, espeso, rugiente, furibundo, como si toda la mar con sus olas embravecidas, y sus huracanes, y sus bramidos, y su empuje irresistible, hubiera salido de su alveo inconmensurable para pasar por allí. Temblaron hasta los más valientes (y lo eran mucho todos los de aquella

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