DE «SOTILEZA» Crisálidas. El cuarto era angosto, bajo de techo y triste de luz; negreaban a partes las paredes, que habían sido blancas, y un espeso tapiz de roña, empedernida casi, cubría las carcomidas tablas del suelo. Contenía una mesa de pino, un derrengado sillón de vaqueta y tres sillas desvencijadas; un crucifijo con un ramo de laurel seco, dos estampas de la Pasión y un rosario de Jerusalén, en las paredes; un tintero de cuerno con pluma de ave, un viejo breviario muy recosido, una carpetilla de badana negra, un calendario y una palmatoria de hoja de lata, encima de la mesa; y, por último, un paraguas de mahón azul con corva empuñadura de asta, en uno de los rincones más oscuros. El cuarto tenía también una alcoba, en cuyo fondo, y por los resquicios que dejaba abiertos una cortinilla de indiana que no alcanzaba a tapar la menguada puerta, se entreveía una pobre cama y sobre ella un manteo y un sombrero de teja. Entre la mesa, las sillas y el paraguas, que llenaban lo mejor de la estancia, y media docena de criaturas haraposas, que arrimadas a la pared o aplastando las narices contra la vidriera, o descoyuntadas entre dos sillas y la mesa, ocupaban casi el resto, trataba de pasearse con grandísimas dificultades, un cura de sotana remendada, zapatillas de cintos negros y gorro de terciopelo raído. Era alto, algo encorvado, con los ojos demasiado tiernos, de lo cual, por horror a la luz, era obra la encorvadura del cuello; y tenía un poco abultada y rubicunda la nariz, gruesos los labios, áspero y moreno el cutis y negra la dentadura. Entre todos aquellos granujas no había señal de zapato ni una camisa completa; los seis iban descalzos, y la mitad de ellos no tenían camisa. Alguno envolvía todo su pellejo en un macizo y remendado chaquetón de su padre; pocos llevaban las perneras cabales: el que tenía calzones no tenía chaqueta, y lo único en que iban todos acordes era en la cara sucia, el pelo hecho un bardal y las pantorrillas roñosas y con cabras. El mayor de ellos tendría diez años. Apestaban a perrera. -Vamos a ver-dijo el Cura, dando un coquetazo al del chaque. tón, que se entretenía en resobar las narices contra los vidrios del balcón, el cual muchacho era morrudo, cobrizo, bizco y de cabeza descomunal-, ¿quién dijo el Credo? Se volvió el rapaz, después de largar un hilo sutil de saliva a la vidriera por entre dos de sus incisivos, y respondió, encogiéndose de hombros: -¡Qué sé yo? -Y ¿por qué no lo sabes, animalejo? ¿Para qué vienes aquí? ¿Cuántas veces te he repetido que los apóstoles? Pero ab asino, lanam... ¿Cuántos Dioses hay?... -¿Dioses!-repitió el interpelado cruzando los brazos atrás, con lo que vino a quedar en cueros vivos por delante; porque el chaque. tón no tenía botones, ni ojales en que prenderlos, aunque los hubiera tenido. Reparó el Cura en ello y dijo, echando mano a las solapas y cruzando la una sobre la otra: -¡Tapa esas inmundicias, puerco!... ¿Y los botones? -Los habrás jugado al bote. -Tenía una escota y la perdí esta mañana. El Cura fué a la mesa y sacó del cajón un bramante, con el que a duras penas logró sujetar las dos remendadas delanteras del chaquetón, de modo que taparan las carnes del muchacho. En seguida le repitió la pregunta: -¿Cuántos Dioses hay? -Pues habrá-respondió el interpelado, volviendo a cruzar los brazos atrás-, a todo tirar, ocho o nueve. -¡Resurge de profundis!... ¡Animas benditas, qué pedazo de animal!... Y personas ¿cuántas? Miró el bizco, a su manera, de hito en hito al Cura que también le miraba a él como podía, y respondió, con todas las señales de estar poseído de la mayor curiosidad: -¿Personas!... ¿Qué son personas, usté? -¡San Apolinar bendito! exclamó el sencillo clérigo haciéndose cruces-. ¿Conque no sabes qué son personas... lo que es una per sona!... Pues ¿qué eres tú? -¿Yo?... Yo soy Muergo (1) -Ni tanto siquiera, porque los hay en la playa con más enten. dimiento que tú... ¿Qué son personas?-repitió el Cura encarándose con el muchacho que seguía a Muergo por la derecha, también descamisado, pero con calzones, aunque escasos y malos, menos feo que Muergo, y no tan ronco de voz. (1) Molusco de conchas largas, angostas, convexas y amarillentas; por el tamaño y la forma es idéntico al mango de un cuchillo de mesa. Se oculta verticalmente en las playas de arena, y se pesca a la bajamar con un gancho de alambre. Este muchacho, no sabiendo que responder, miró al más inme. diato, el cual miró al que le seguía; y todos fueron mirándose unos a otros, con las mismas dudas pintadas en la cara. -¿De modo-exclamó entonces el Cura volviendo a encararse con el que seguía a Muergo-que tampoco sabes qué eres tú? -¡Eso sí, corflis!-respondió el muchacho, creyendo ver una salida franca para sus apuros. -Pues ¿qué eres? -Surbia (1). -¡Eso te diera yo para que reventaras, animall -Y tú ¿qué eres?-añadió el Cura, dirigiéndose a otro de media camisa, pero sin chaqueta y muy poco pantalón. -Yo soy Sula (2)-respondió el interpelado, que era rubio y delgadito, por lo cual descollaba en él, más que en el fondo tostado de sus camaradas, la roña de las carnes. De esta manera, y tratando de responder a la misma pregunta, fueron diciendo sus motes los otros tres muchachos que había en el cuarto, o séanse Cole (3) Guarin y Toletes (4). Acaso ninguno de ellos conocía su propio nombre de pila. El Cura, que los tenía bien estudiados, no acabó de perder la paciencia por eso. Los descerrajó cuatro improperios y media docena de latines, y después les dijo en santa calma: -Pero la culpa me tengo yo que me empeño en varear el árbol, sabiendo que no puede soltar más que bellotas. El que menos de vosotros lleva dos meses asistiendo a esta casa... ¿A qué, santo nombre de Dios?... Y ¿por qué, Virgen María de las Misericordias?.. Pues porque el Padre Apolinar es un bragazas que se cae de bueno. Pae Polinar, que este hijo está, fuera del alma, hecho una bestia; Pae Polinar, que este otro es una cabra montuna...; Pae Polinar, que esta condenada criatura me quita la vida a disgustos; que yo no puedo cuidar de él; que en la escuela de balde no le hacen maldito el caso...; que éste, que el otro, que arriba, que abajo; que usté que lo entiende y para eso fué nacido..., que enseñele, que dómele, que desásnele... ►Y tres que me ofrecen, y cuatro que yo busco, cata la casa llena de muchachos, y aguanta su peste, y explica y machaca...; y cébalos para que vuelvan al día siguiente, porque yo sé lo que sucediera de otro modo...; y hazlo todo de buena gana, porque esa es tu obligación, pues eres lo que eres, sacerdos Domini nostri (1) Veneno. (2) Pescado de bahía, pequeño y plateado. (3) Echar un cole; tirarse al agua de cabeza. (4) Tolete.-Palito redondo de madera, clavado en la borda de la lancha, en el que se introduce el estrobo (anillo de esparto metido en el remo) para remar. Jesuchristi. Por lo cual, digo con Él: sinite pueros venire ad me: dejad que los niños se acerquen a mi...; y ríase usted de la vecina de abajo, y del padre de éste, y de la madre del de más allá, que murmuran y corren y propalan que si salís de mis manos más burros de lo que vinísteis a ellas, como salieron otros muchos que vinieron a mí antes que vosotros... ¡Linguae corruptae, carne misera y concupis cente!... Ríase usted de eso, como yo me río, porque debo reirme... Pero vosotros, alcornoques, más que alcornoques, ¿qué hacéis para corresponder a los esfuerzos del Padre Apolinar? ¿Cómo estamos de silabario al cabo de dos meses?... ¡Ni la O, cuerno, ni la O se conoce en estas aulas, si os la pinto en la pared! Pues de doctrina cristiana, a la vista está... Y como no quiero enfadarme, aunque motivos había para echaros uno a uno por el balcón abajo... vamos a otra cosa y alabado sea Dios per omnia saecula saeculorum, que lo demás es chanfaina. Tras este desahogo, pasó Fray Apolinar, sin dejar de pasearse casi en redondo con las manos cruzadas atrás, a lo que él llamaba lo llano de todos los días: a preguntar a los granujas las oraciones más usuales y sencillas, para que no las olvidaran: lo único que había logrado meterles en la cabeza, aunque no bien ni del todo. Muergo no necesito remolque más que tres veces en el Ave Maria; Cole dijo tal cual el Padre Nuestro; y el que mejor sabía el Credo entre todos ellos, no pasó sin apuntador del «su único Hijo». En vista de lo cual, Fray Apolinar no le dió a Sula más que media galleta dulce, un botón del provincial de Laredo a Toletes, y un higo paso a Guarin. -Del lobo un pelo, hijos-les dijo en seguida el pobre exclaus. trado-; otra vez será menos... y peor. Y ahora... [hospa canalla!... Pero aguárdate un poco, Muergo. Los muchachos, que ya se disponían a salir, se detuvieron. Y dijo el fraile a Muergo, alzándole las haldillas del chaquetón: -Esto no puede continuar así. Sin camisa, cuando hay cha queta, vaya con Dios; pero sin calzones... ¿A dónde han ido a parar los tuyos? -Los puso antier mi madre a secar en las higueras-respondió Muergo a tropezones. -¿Y no han secado todavía, hombre de Dios? -Los royó una vaca, mientras mi madre destripaba una merluza que agolía mal. -¡Castigo de Dios, Muergo; castigo de Dios!-dijo Fray Apolinar rascándose el cogote-. Las merluzas que huelen mal, porque están podridas, se tiran a la mar, y no se limpian lejos de las gentes, para venderlas después a medio precio a los pobres como yo que tienen buenas tragaderas. Pero ¿no quedó nada de los calzones, hombre? -La culera-respondió Muergo-, y ésa, en banda. -Poco es-repuso el exclaustrado, revolviéndose dentro de su ropa, movimiento que era muy habitual en él-. ¿Y no hay otros en casa? -No, señor. -¿Ni barruntos de donde puedan venir? -¡Cuerno con el hinojol... Pues así no puedes continuar, porque, aun cuando te sobra paño para envolverte, a lo mejor se rompe la driza; tú no reparas en ello, y, si reparas, lo mismo te da... De modo que lo de siempre, hijo, lo de siempre: tú, que no puedes, llévame a cuestas, Padre Apolinar. ¿No es eso? ¿No es la purísima verdad? ¡Cuerno si lo es! Muergo se encogió de hombros, y Fray Apolinar se metió en la alcoba. Oyósele pujar allá dentro y murmurar entre dientes algunos latinajos; y no tardó en aparecer, alzando la cortina, con un envoltorio negro entre manos, el cual puso en seguida en las de Muergo. -No son cosa mayor-le dijo-; pero, al fin, son calzones. Díle a tu madre que te los arregle como pueda, y que no los ponga a secar en las higueras cuando tenga que lavarlos; y, si le parecen poco todavía, que se consuele con saber que a la hora presente no los tiene mejores, ni tantos como tú, el Padre Apolinar... Conque, ¡vira, canalla, por avante! Otra vez se revolvió el concurso grufñendo y respingando como piara de cerdos que huelen el cocino al salir de la pocilga, y se pintaba en todos los roñosos semblantes el ansia de llegar a la escalera para examinar la dádiva de Fray Apolinar, la cual conservaba aún el calorcillo que le había chocado a Muergo en ella al entregársela el pobre exclaustrado, cuando se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto dos nuevos personajes. El uno era un muchacho frescote, rollizo, de ojos negros, pelo abundante, lustroso y revuelto, boca risueña, redonda barbilla, y dientes y color de una salud de bronce: representaba doce años de edad, y vestía como los hijos de los señores». Traía de la mano a una muchachuela pobre, mucho más baja que él, delgadita, pálida, algo aguileña, el pelo tirando a rubio, dura de entrecejo y valiente de mirada. Iba descalza de pie y pierna, у no llevaba sobre sus carnes, blancas y limpias en cuanto de ellas iba al descubierto, más que un corto refajo de estameña, ya viejo, ceñido a la flexible cintura sobre una camisita demasiado trabajada por el uso, pero no desgarrada ni pringosa, cualidades que se echaban de ver también en el refajo. Hay criaturas que son limpias nece sariamente y sin darse cuenta de ello, lo mismo que les sucede a los gatos. Y no se tache de inadecuada la comparación, pues había algo |