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año, se divierten mis compatriotas: el lunes; y no necesito decir en qué: los demás días examinemos cuál es el público recreo. Para el pueblo bajo, el día más alegre del año redúcese su diversión a cal. zarse las castañuelas (digo calzarse porque en ciertas gentes las manos parecen pies) y agitarse violentamente en medio de la calle, en corro, al desapacible son de la agria voz y del desigual pandero. Para los elegantes, todas las corridas de caballos, las partidas de caza, las casas de campo, todo se encierra en dos o tres tiendas de la calle de la Montera. Allí se pasa alegremente la mañana en contar las horas que faltan para irse a comer, si no hay sobre todo gordas noticias de Lisboa, o si no dan en pasar muchos lindos talles de quien murmurar, y cuya opinión se pueda comprometer, en cuyos casos, varía mucho la cuestión y nunca falta qué hacer. ¿Qué se hace por la tarde en Madrid? Dormir la siesta. Y el que no duerme, ¿qué hace? Estar despierto; nada más. Por la noche, es verdad, hay un poco de teatro, y tiene un elegante el desahogo inocente de venir a silbar un rato la mala voz del bufo caricato, o a aplaudir la linda cara de la altra prima donna; pero ni se proporciona tampoco todos los días, ni se divierte en esto sino un muy reducido número de personas, las cuales, entre paréntesis, son siempre las mismas, y forman un pueblo chico de costumbres extranjeras, embutido dentro de otro grande de costumbres patrias, como un cucurucho menor metido en un cucurucho mayor.

En cuanto a la pobre clase media, cuyos límites van perdiéndose y desvaneciéndose cada vez más, por arriba en la alta socie. dad, en que hay de ella no pocos intrusos, y por abajo en la capa inferior del pueblo, que va conquistando sus usos, ésa sólo de una manera se divierte. ¿Llegó un día de días? ¿Hubo boda? ¿Nació un niño? ¿Diéronle un empleo al amo de la casa? que en España ese es el grande alegrón que hay que recibir. Sólo de un modo se solemniza. Gran coche de alquiler, decentemente regateado; pero más gran familia. Seis personas coge el coche a lo más; pues entra papá, entra mamá, las dos hijas, dos amigos íntimos convidados, una prima que se apareció allí casualmente, el cuñado, la doncella, un niño de dos años y el abuelo: la abuela no entra porque murió el mes anterior. Ciérrase la portezuela entonces con la misma dificultad que la tapa de un cofre apretado para un largo viaje, y... ja la fonda! La esperanza de la gran comida, a que se va aproximando el coche mal que bien, aquello de andar en alto, el rubor de las jóvenes que van sentadas sobre los convidados, y la ausencia sobre todo del diurno puchero, alborotan a nuestra gente en tal disposición, que desde media legua se conoce el coche que lleva a la fonda a una familia de enhorabuena.

Tres años seguidos he tenido la desgracia de comer de fonda en Madrid, y en el día sólo el deseo de observar las variaciones que en nuestras costumbres se verifican con más rapidez de lo que algunos piensan, o el deseo de pasar un rato con amigos, pueden obligarme a semejante despropósito. No hace mucho, sin embargo, que un conocido mio me quiso arrastrar fuera de mi casa a la hora de

comer.

-Vamos a comer a la fonda.

-Gracias; mejor quiero no comer.

-Comeremos bien; iremos a Genyeis: es la mejor fonda.

-Linda fonda; es preciso comer de seis o siete duros para no comer mal. ¿Qué aliciente hay allí para ese precio? Las salas son bien feas: el adorno ninguno: ni una alfombra, ni un mueble elegante, ni un criado decente, ni un servicio de lujo, ni un espejo, ni una chimenea, ni una estufa en invierno, ni agua de nieve en verano, ni... ni Burdeos, ni Champagne... Porque no es Burdeos el Valdepefñas, por más raíz de lirio que se le eche.

-Iremos a los Dos Amigos.

-Tendremos que salirnos a la calle a comer, o a la escalera, o llevar una cerilla en el bolsillo para vernos las caras en la sala larga.

-A cualquiera otra parte. Crea usted que hoy nos van a dar bien de comer.

-¿Quiere usted que le diga yo lo que nos darán en cualquier fonda adonde vayamos? Mire usted, nos darán en primer lugar mantel y servilletas puercas, vasos puercos, platos puercos y mozos puercos; sacarán las cucharas del bolsillo, donde están con las puntas de los cigarros; nos darán luego una sopa que llaman de yerbas, y que no podría acertar a tener nombre más alusivo; estofado de vaca a la italiana, que es cosa nueva; ternera mechada, que es cosa de todos los días; vino de la fuente; aceitunas magulladas; frito de sesos y manos de carnero, hechos aquellos y éstas a fuerza de pan; una polla que se dejaron otros ayer, y unos postres que nos dejaremos nosotros para mañana.

-Y también nos llevarán poco dinero, que aquí se come barato.
-Pero mucha paciencia, amigo mío, que aquí se aguanta

mucho.

No hubo, sin embargo, remedio; mi amigo no daba cuartel, y estaba visto que tenía capricho de comer mal un día. Fué preciso, pues, acompañarle, e íbamos a entrar en los Dos Amigos, cuando llamó nuestra atención un gran letrero nuevo que en la misma calle de Alcalá y sobre las ruinas del antiguo figón de Perona dice: Fonda del Comercio.

-¿Fonda nueva? Vamos a ver.

En cuanto al local, no les da el naipe a los fondistas para escoger local; en cuanto al adorno, nos cogen acostumbrados a no pagarnos de apariencias; nosotros decimos: ¿como haya que comer,

aunque sea en el suelo! Por consiguiente, nada nuevo en este punto en la fonda nueva.

Chocónos, sin embargo, la diferencia de las caras de ahora, y que hace medio año se veían en aquella casa. Vimos elegantes, y diónos esto excelente idea. Realmente hubimos de confesar que la fonda nueva es la mejor; pero es preciso acordarnos de que la Fontana era también la mejor cuando se instaló: esta será, pues, otra Fontana dentro de un par de meses. La variedad que hoy en platos se encuentra, cederá a la fuerza de las circunstancias; lo que nunca podrá perder será el servicio: la fonda nueva no reducirá nunca el número de sus mozos, porque es difícil reducir lo poco; se ha adoptado en ella el principio admitido en todas: un mozo para cada sala, y una sala para cada veinte mesas.

Por lo demás, no deja de ofrecer un cuadro divertido para el observador oscuro el aspecto de una fonda. Si a su entrada hay ya una familia en los postres, ¿qué efecto le hace al que entra frío y sereno el ruido y la algazara de aquella gente toda alborotada porque ha comido? ¡Qué miserable es el hombre! ¿De qué se rien tanto? ¿Han dicho alguna gracia? No, señor; se ríen de que han comido, y la parte física del hombre triunfa de la moral, de la sublime, que no debiera estar tan alegre sólo por haber comido.

Allí está la familia que trajo el coche... ¡Apartemos la vista y tapemos los oidos por no ver, por no oir!!!

Aquel joven que entra, venía a comer de medio duro; pero se encontró con veinte conocidos en una mesa inmediata; dejóse coger también por la negra honrilla, y sólo por los testigos pide de a duro...; a pocos amigos que encuentre, el infeliz se arruina. ¡Necio rubor de no ser rico! ¡Mal entendida vergüenza de no ser calavera!

¿Y aquél otro? Aquél recorre todos los días a una misma hora varias fondas; aparenta buscar a alguien; en efecto, algo busca; ya lo encontró; allí hay conocidos suyos; a ellos derecho; primera frase suya:

-Hombre! Ustedes por aquí?

-Coma usted con nosotros-, le responden todos.

Excúsase al principio; pero si había de comer solo... un amigo a quien esperaba no viene...

-Vaya, comeré con ustedes-dice, por fin, y se sienta.

¡Cuán ajenos estaban sus convidadores de creer que habían de comer con éll Él, sin embargo, sabía desde la víspera que había de comer con ellos: les oyó convenir en la hora, y es hombre que come los más días de oídas, y algunos por haber oído...

ARTÍCULOS DE CRÍTICA LITERARIA

Representación de La Fonda, o la prisión de Rochester y de
Las Aceitunas, o una desgracia de Federico II.

Era tiempo de peste en Cádiz, y daba su parte a la autoridad un sargento que estaba de facción en Puerta de Tierra, diciendo en los términos siguientes: «Sin novedad: hoy han salido por esta puerta veinte muertos con sus respectivos cadáveres. Sargento fulano». Eso mismo decimos hoy nosotros al público al darle parte de las dos funciones nuevas que acabamos de ver desaprobadas con tanta razón por el auditorio. «Sin novedad: se han representado en este teatro dos comedias con sus respectivas silbas: que silbas y comedias son cosas ya tan inseparables como cadáver y muerto.

Pero vamos a la primera cosa que se representó en esta funesta noche. Casóse un labrador, y proponíase tener muchos hijos; tantos, que le pareció venir allí de molde un libro de memorias, donde pudiera ir apuntando sus nombres, y no confundirse él, ni confundirlos jamás. Encuadernó, pues, su libro en blanco, e iba apuntando así: «Hijos DEL LABRADOR Antón AnTÚNEZ: el primer hijo, no fué hijo, sino hija».

Lo mismo decimos nosotros: comedias del 24: la primer comedia, no fué comedia, sino farsa. Júzguelo si no el lector. El caso ocurre en Londres en tiempo de no sé qué Príncipe, que acaba de desterrar a su favorito el Conde de Rochester, por ciertas sátiras que el señor Conde se ha tomado la libertad de escribir en mala hora, en peor sazón, y en aciago día. El Conde, que es hombre taimado, así se cuida de cumplir su destierro, como de adorar el zancarrón de Mahoma. El Principe le destierra; pero él no se da por desterrado. Todo lo contrario; quédase el Conde escondido; y ¿dónde les parece a ustedes que se esconde? En alguna guardilla o sótano, en algún... Nada de eso: escóndese en medio de una fonda pública que ha arren dado y beneficia en persona: ¿quién le ha de conocer allí? En las fondas de Londres no se conoce a nadie. Esto parece una paradoja; pero el hecho es que un Constable encargado de prender al desterrado, y que lleva sobre si todas sus señas, le ve, le habla, y no le conoce. Entretanto el Principe, que está cansado de los pesados cargos del gobierno, o que acaso ha encontrado alguna mosca en la sopa y anda torcido con su cocinero, coge la capa y el sombrero, y vase a comer a la fonda como si fueran los días de su mujer. ¿Y a qué fonda ha de ir el Principe? A la misma que ha arrendado Rochester. El Príncipe acaba de comer, y como había de tomar café para despejarse la cabeza, se pone a hacer versos, como chico que acaba su plana, porque el Príncipe es poeta, por más que parezca imposible. Acaba su composición éste, que deberá ser alguna anacreóntica, y consulta a un muchacho de paja y cebada de la fonda, que hace también versos. En tanto Rochester soborna al ayuda de cámara del Príncipe, el cual no hace versos, pero hace cuanto le mandan, que es mucho mejor. De allí a poco viene el Constable y quiere prender al Príncipe, creyéndole Rochester. El Príncipe, temblando que le lleven a la cárcel y le den azotes por haber hecho novillos de su oficio de gobernar y haber traído la vida del hombre malo comiendo de figón en figón, imagina la idea de darle al Cons. table un papel con su firma, donde está el perdón del Conde. Éste, que anda a caza de descuidos por este estilo, atrapa el papel, y con esta superchería queda perdonado. En celebridad se casa la muchacha de la fonda con el mancebo de los versos, porque ya hemos dicho que en esta farsa todos son poetas menos el autor. Casada la chica, perdonado el Conde, se acaba la comedia y empieza la silba.

Seguía la apuntación del labrador Antón Antúnez, y decía: «El segundo hijo murió al nacer, por lo cual no fué hijo ni hija». La segunda comedia, pues, fué todo mentira: ni fué cierta ni verosímil. Federico de Prusia acaba de ser derrotado por los rusos, gente descomunal ya desde aquellos tiempos, y se echa a buscar, solo y de incógnito, casa de huéspedes por los pueblos de la comarca. Llega a uno donde mete mucho ruido un pleito sobre unas aceitunas (que por lo malas deben de ser de la fonda de Rochester arriba expresada). Un sargento prusiano dejó al partir para la guerra, ocho años antes, un barril de aceitunas en depósito a un vecino del pueblo, pero dejó también oculta en el barril una suma de dinero. El taimado depositario le vuelve a su regreso las aceitunas, mas no las monedas. En el momento en que acaba de llegar Federico, ha sentenciado el pleito en favor del infiel depositario, un majadero, es decir, un alcalde del pueblo. El Rey, que está desocupado, ya que no pudo ganar la batalla, se empeña en ganar el pleito: un muchacho que es muchacha y a quien le sucede lo mismo que al hijo de Antón Antúnez, porque le representa la señora Castillo vestida de hombre, da en conocer la falsedad del depositario al notar que las aceitunas son frescas, cosa imposible llevando ocho años de depósito; lo cual es una prueba convincente de que anduvo en las aceitunas la mano del gato, o la del depositario, que gatos y depositarios se van allá. El Rey, pues, hace justicia seca, entre polvo y polvo, porque Federico tomaba mucho tabaco; y castigado el vicio, y recompensada la virtud, y dicha la moraleja, de la cual se deduce que es muy peligroso cambiar las aceitunas cuando se trata de robar, y comenzada de nuevo la batalla, que suena en el teatro a vejigas reventadas, y

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