DON ADOLFO CLAVARANA 1850-1907 Natural de Orihuela, donde pasó casi toda su vida, y donde murió, entre las bendiciones de los pobres y de todos los católicos de España. Militó en sus primeros años en uno de los partidos liberales más avanzados; pero, sublevada su natural honradez y su grandeza de espíritu ante las mezquindades de la baja política, у tocado de la divina Gracia, convirtió su pasmosa actividad y sus raras dotes de propagandista y escritor ameno a trabajar en bien de la instrucción religiosa del pueblo; para el que fundó La Lectura Popular, periódico quincenal, de que fué director, administrador y redactor casi único durante más de veinte años, y donde iba publicando sus admirables cuentos y artículos humorísticos, llenos de fervor cristiano, de ciencia moral y ascética, de gracia y travesura, y tan ricos en primores de lengua, soltura de diálogo y estudio de caracteres que es extraño que la crítica no haya reparado más en ellos (1). Nosotros no dudamos en contar a Clavarana entre los primeros escritores del último tercio del siglo XIX. El género que cultivó fué invención propia: de sus manos salió adulto, y con él bajó a la tumba. A través de la modesta apariencia de aquella hoja, destinada a correr entre los pobres, no es difícil adivinar al escritor ilustrado y cultísimo, al fino y profundo observador, al satírico de primera talla, al habilísimo vulgarizador o, más bien, popularizador de las más altas doctrinas de la ascética y la moral cristiana. (1) Ni siquiera el diccionario enciclopédico de Espasa, tan fácil en dar hospitalidad en su sección de biografías, se ha acordado de este nombre ilustre. DE «LA LECTURA POPULAR» El maestro Cerote. Ahí le tienes, lector. Ése es el maestro Cerote. Yo le conocí joven, y era todo lo que se llama un buen mozo, bien plantado, y con un pelo negro que daba envidia. De lo curro no digo nada: ni las moscas se le paraban encima. Cuando él se echaba a la calle los lunes (digo los lunes, porque los domingos los dedican los zapateros a echarse al infierno); cuando él se echaba a la calle, con su pantalón ajustado, su gorra de cascos y su corbata verde mar, prendida con la tumbaga que heredó de su abuela la tía Marinabo, era cosa de asomarse a los balcones para verlo pasar: tan ufano iba y tan orgulloso. Era lo que él decía: <mientras tenga yo mi facultad ¿quién me tose?> Y tenía razón. Pero, amigo, los tiempos no pasan en vano. Y si a todo un Napoleón, cuando Dios quiso, no le faltaron toses, menos habían de faltarle a nuestro pobre héroe, que a pesar de todo su heroísmo, jamás rayó tan alto como el vencedor de Marengo. En efecto, las toses del maestro Cerote fueron los años, que bien pronto empezaron a hacer de las suyas. El repetido roce de la lezna comenzó a echar abajo aquel pelo anillado que era la envidia de propios y extraños; después las fuerzas y los parroquianos vinieron a menos; y no tardó en llegar día en que el portal de un viejo canónigo vino a ser el refugio donde el desgraciado hijo de San Crispín tuvo que sentar los reales de su industria, y aun contemplar con tristeza que algunos perros callejeros llevasen su mala educación hasta el indecoroso extremo de depositar en el capazo de las herramientas cosas que, como las del drama de Echegaray..., no pueden decirse. Pero, en fin, cuando hay alegría en el corazón y paz en el alma todo se lleva bien; así es que el tío Cerote, que era un hombre honrado, sin afanes ni ambiciones, pasaba, a pesar de todo, su vida bastante alegremente, echando cada copla y cada remiendo que daba la hora. Como no ocurriese que alguna fregatriz remilgada y fastidiosa se propusiese darle un disgusto, empeñándose, por ejemplo, en probarle que le había estropeado los zapatos en vez de componérselos (lo cual, dicho sea en verdad, solía suceder muy a menudo), el tío Cerote no se incomodaba nunca. Al medio día, su mujer le traía la comida al portal; y por la noche su hija o su yerno, que era un buen muchacho, oficial del oficio, le ayudaban a retirar las herramientas, y pax Christi. En seguida, y mientras se hacía la cena, que solía ser bastante ligera, tanto que a veces se escapaba, el tío Cerote cogía la guitarra. Quico, que así se llamaba su señor hijo político, cogía la pandera (única prenda que, según aseguraban los vecinos, había aportado al matri monio), y ya estaba armado el jaleo. La encargada de las coplas era María. María tenía buena voz, y al tío Cerote se le caía la baba oyéndola cantar. -Canta, hija mía-decía el viejo. Y María cantaba: Al jardín de las riquezas -¡Olé, salero!-gritaba el marido, entusiasmado de oir a su mujer. Y el entusiasmo del corazón pasaba a la pandera; y la pandera se agitaba multiplicando hasta el infinito sus golpes de contrapunto. -¡Callad, demonios!-saltaba desde la cocina la tía Manuela, que éste era el nombre de la tía Cerota: ¿nó veis que Doña Úrsula la de la jaqueca nos va a echar a la calle? Doña Úrsula era una señora que habitaba el principal, y que llevaba siempre en los pulsos dos parches de tacamaca, medicina santa para el dolor de cabeza. -Déjela osté que se queje a Poncio Pilatos-contestaba Quico. Que tontos son los chusqueles que corren tras la ambición; cuando, sin tantos papeles, nosotros, pobres peleles, llenamos el corazón. Estos jolgorios se repetían con encantadora frecuencia. Verdad es que la tal frecuencia no encantaba a Doña Úrsula la de los parches, ni a los otros vecinos graves y ocupadísimos, paгa quienes era inconcebible que pudiese haber gentes pobres, capaces de divertirse hasta tal extremo; siendo así que ellos, que, gracias a sus largas tareas, ocupaban una bonita posición, maldito si tenían ganas de reirse aunque les rascasen los pies. Seguramente no se habían fijado nunca en las coplas de María, ni en aquello que dice el Evangelio de que le basta al día su propio afán. No es esto decir que en casa del tío Cerote no hubiese también sus cosillas. Los pobres, por ser pobres, no son impecables; aunque, por el mero hecho de no ser ricos tengan más allanado el camino de los cielos, en el que cada talega es un pedrusco. Por ejemplo: a la tía Manuela se le quemaba la sangre de que el tío Cerote, que solía ser algo aficionado a echar discursos, los echase llenos de vanidad, sin acordarse de que la riqueza espiritual del pobre, así como la pobreza espiritual del rico, no son sino meras gracias que Dios envía desde el cielo a los que orando humildemente se las piden. -Señores-solía decir a veces el tío Cerote, tosiendo a guisa de sabio que se prepara. La tía Manuela se preparaba también. -Señores: la verdad es, que para vivir contento y tranquilo en este mundo, sólo hace falta un poco de pan y un mucho de buen ánimo. -Y un mucho más de gracia de Dios-saltaba la tía Cerota. -Eso se supone. -No basta suponerlo; es menester pedirlo. -Te has metido demasiado en la mística. -Vaya usted a remendar zapatos. ¿Qué entiendes tú de eso? -Sí, señor, que entiendo; entiendo que para ser hombre de bien y no tener ambición, ni vanidad, ni soberbia, ni amor a lo ajeno, como ciertas gentes, no se necesita ser místico. -¡Ah, gansol ¿dónde has oído eso? Porque tú eres muy aficionado a repetir lo que oyes, especialmente cuando no lo entiendes. Pues ¿sabes Facorro lo que te digo?: que los hombres de bien al natural, así como tú te lo imaginas, sólo suelen serlo mientras la ocasión no se presenta, o mientras las pasiones no les pinchan. El que desdeña la piedad y la oración, que hacen llover las gracias del cielo, está muy expuesto a que la honradez se le seque a las primeras de cambio; porque aunque Dios haga llover sus gracias, que son la fuerza del alma, sobre justos y pecadores, para los vanos y los ingratos, tarde o temprano se cierra el grifo. -¡Vaya, fuera disputas y venga la guitarra!-saltaba María. Son los hombres relojes estropeados, compuestos por la gracia de Cristo santo; quien la desdeña verá como en su pecho para la péndola. |