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los gustos de su época? Por eso la noble y austera musa de Calderón se nos presenta tantas veces ataviada con el vano lujo y los afeites de la decadencia. Y en los autos más que en las comedias, por ser los autos en gran parte producciones de su vejez, iluminada hasta el fin por los resplandores del genio, pero que no podía menos de sentir el desfallecimiento de los años, ni dejar de velarse con las nubes que oscurecían cada vez más el horizonte de la Patria.

Tremendos días fueron aquellos de la segunda mitad del siglo décimo-séptimo en que la integridad peninsular sufrió tan rudo quebranto, y aún fué mayor el amago que la catástrofe, con ser ésta tan formidable; pero tenían los hombres de aquella era algo que en las tribulaciones presentes se echa de menos, algo que no es resignación fatalista, ni apocada y vil tristeza, ni rencor negro y tenebroso contra la propia casta, como si pretendiéramos librarnos del grave peso, echando sobre las honradas frentes de nuestros mayores los vituperios que sólo nosotros merecemos. Era la humil. dad cristiana que, abatiendo al hombre delante de Dios, le ensalza y magnifica y robustece delante de los hombres y le hace inaccesi. ble a los golpes de próspera y adversa fortuna. Era el acatamiento hondo y sencillo de la Potestad suprema, que manda sobre los pueblos el triunfo o la derrota, la grandeza y el infortunio, el perdón o el castigo. Era el espíritu de caridad, que, no por derra. marse sobre todas las criaturas humanas, deja de tener su hogar predilecto allí donde arde inextinguible y pura la llama de la Patria, dos veces digna del amor de sus hijos: por grande y por infeliz.

Y así, en medio de los varios trances de la fortuna bélica, en medio de los grandes desastres que anublaron los postreros años del reinado de Felipe IV y el largo e infelicísimo de su vástago desventurado, aquella generación que llamamos decadente, y que lo era sin duda en el concepto económico y político, todavía conser. vaba intensa, viva y apacible la luz del ideal evangélico, y, con ser iguales todos los atributos de Dios, todavía gustaba más de especu. lar en su misericordia que en su justicia. La solemne tristeza de la edad madura y el desengaño de las vanidades heroicas no eran entonces turbión de granizo que desolase el alma, sino capa de nieve purificadora, bajo la cual yacían las esperanzas de nueva primavera en la tierra, de primavera inmortal en los cielos. Esa edad tuvo a Calderón por su poeta, y tuvo por sus pintores a Murillo y al autor del pasmoso lienzo de la Sacra Forma.

Y así como de Sócrates dijeron por el mayor elogio los antiguos que había hecho bajar la Filosofía a las mansiones de los hombres, así del arte español dramático y pictórico del siglo XVII podemos decir, salvando todos los respetos debidos a los grandes teólogos y apologistas, que puso al alcance de la muchedumbre lo más práctico y asequible, lo más afectivo y profundo de la literatura ascética, y

sentó a la Teología en el hogar del menestral, y abrió al más cuitado la visión espléndida de los cielos: rompientes de gloria y apoteosis, sombras preñadas de luz, formas angélicas, tan divinas con ser tan humanas, tan castas con ser tan bellas: y todo ello para espiritual recreación de cuatro demacrados ascetas que parecen hechos de raíces de árboles, con el burdo sayal pegado a las carnes, y la mirada fija, ardiente, luminosa de quien nada puede contemplar en la tierra que iguale a los éxtasis anticipados del Cielo.

DE EL"«TRATADO DE LOS ROMANCES VIEJOSD

El Poema del Cid.

Dejando aparte este curioso rudimento de una epopeya erudi. ta (1), que al parecer quedó aislado y sin derivaciones, convirtamos los ojos un momento al que por excelencia se llama Poema del Cid, obra del siglo XII sin disputa, aunque más bien de su segunda mitad que de la primera (2), pues no parece que puede admitirse menor lapso de tiempo para que la historia se transformase en poesía, modificándose las circunstancias de hechos muy capitales, introdu. ciéndose otros enteramente fabulosos, y depurándose el carácter del héroe hasta un grado de idealidad moral rarísimo en la poesía heroica. Si en esto último pudo tener mucha parte el genio puro y delicado a la par que varonil y austero del gran poeta anónimo, en la alteración de la historia nos inclinamos a creer que está exento de culpa, y que la leyenda estaba formada antes de él. Nos lo persuaden el mismo candor y sencillez de su narración, propios de quien cuenta cosas sabidas de todo el mundo y tenidas por verda. deras, la ausencia de todo artificio y combinación arbitraria de la fantasía, que tanto contrasta con las monstruosas invenciones que luego veremos en la Crónica Rimada. El Poema del Cid no es histórico en gran parte de su contenido, pero nunca es antihistórico, como a la continua lo son esos fabulosos engendros. Tiene no sólo profunda verdad moral, sino un sello de gravedad y buena fe que excluye toda impostura artística y nos mueve a pensar que en la mente del poeta y en la de sus coetáneos estaba ya realizada la confusión entre la historia y la leyenda. De la primera conserva rastros en pormenores que no han de rechazarse ligeramente aunque no se hallen en la Crónica latina y en los demás textos históricos, pues nada tienen de inverosímiles en sí mismos, y es patente la exactitud geográfica y la coherencia del relato. A veces puede

(1) Se refiere a un poemita latino en alabanza del Campeador descubierto por Du-Méril en la Biblioteca Nacional de París.

(2) Si no fué pura distracción del Sr. Menéndez y Pelayo afirmar que el Poema es más bien de la segunda mitad del siglo XII, rectificó más tarde su parecer cuando dijo: Hacia 1140 le supone escrito Don Ramón Menéndez y Pidal y las razones que alega me parecen irrebatibles («Cantar de Mío Cid», págs. 20-28)» (Historia de la Poesía castellana en la Edad Media, t. I, pág. 142, nota).

acertar el Poema y no la Gesta, puesto que ambos documentos se fundan en tradiciones orales, y el historiador latino dice expresa. mente que omite muchas cosas, quizá porque no las sabía a ciencia cierta. (Bella autem et opiniones bellorum quae fecit Rodericus cum militibus suis et sociis non sunt omnia scripta in hoc libro), A este número pueden pertenecer las correrías victoriosas del Cid en Alcocer, Daroca y Molina, que el Poema refiere y la Crónica omite, y aun el lance de los judíos, que tiene todas las trazas de anécdota verdadera. Pero en otras muchas cosas, es evidente que el autor del Poema, o por razones de composición, o por mera ignorancia de los hechos, se aparta de la puntualidad histórica, redu. ciendo, por ejemplo, a una las dos prisiones del Conde de Barcelona, confundiendo a Garci Ordóñez el de Cabra con el de Nájera, alargan. do tres años el sitio de Valencia, que no pasó de veinte meses, anteponiendo la toma de Murviedro y la batalla de Játiba a la conquista de Valencia, y omitiendo en ésta toda la variedad y riqueza de pormenores que sobre las divisiones y bandos de los sitiados y sobre la espantosa hambre que padecieron consigna la Crónica árabe intercalada en la General. El ambiente del Poema es francamente histó⚫ rico, e históricos son también muchos de los nombres, pero en otros, de los más importantes, sigue el cantor épico una tradición alterada: llama Doña Elvira y Doña Sol a las hijas del Cid, que realmente se nombraban Cristina y María, y las casa en segundas nupcias con un Infante de Navarra y otro de Aragón, siendo así que el marido de la segunda fué Berenguer Ramón III, Conde de Barcelona.

Aun con todas estas alteraciones y confusiones tendría el Poema del Cid más de histórico que de fabuloso, si no perteneciese enteramente a la leyenda el hecho capital al que parece concurrir toda la acción, el drama doméstico y heroico que con tanta grandeza y sencillez se desenvuelve en el último de los tres cantares que en su estado actual integran el Poema. En vano el doctísimo P. Berganza (1), que hizo esfuerzos tan desesperados como ingeniosos para salvar al pie de la letra la tradición épica, defendió todavía como histórico el primer casamiento de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión; contradicho no solamente por el silencio de todos los documentos anteriores al Poema y a la Crónica General, que en esta parte le sigue, sino por el epitafio de uno de los tales Infantes, el llamado Fernando Gómez, donde se declara que había muerto en 1083, nueve años después del matrimonio del Cid con Doña Jimena y once años antes de la toma de Valencia; constando por otra parte que desde 1077 no poseía en tenencia el condado de Carrión ningún individuo de la familia de los Vani-Gómez o Beni⚫ Gómez, sino el bien conocido Pedro Ansúrez. No están muy claros

(1) Antigüedades de España, I, 512-22.

los motivos que pudo tener la poesía épica para inmolar tan fiera. mente a esta familia histórica. Dozy creyó ver en ello un rastro de la antigua enemistad de los castellanos contra los leoneses: hipótesis plausible, aunque acaso demasiado sutil. Más sencillamente se puede explicar por la confusión entre los Vani-Gómez y otros Infantes de Carrión, descendientes de Ordoño el ciego y de la hija de Ber mudo II, Doña Cristina, y emparentados con los García Ordóñez de Cabra y de Nájera, grandes enemigos del Cid. Con el segundo de estos Condes asistieron a la infeliz jornada de Salatrices junto a Calatrava (1106) sus sobrinos los Infantes de Carrión, y tanto ellos como el tío, no sólo mostraron escaso valor en la pelea contra los Almoravides, sino que luego cometieron la felonía de pasarse a los Musulmanes. Del recuerdo de tan fea traición, confundidas ya las varias personas que simultánea o sucesivamente llevaron el título de Infantes de Carrión, nació la leyenda épica, en que también se confunde a los dos García Ordóñez y se inmola toda su parentela a la gloria del Campeador.

Sería temerario e inoportuno emprender aquí el estudio del Poema del Cid, cuando no lo exige nuestro asunto, que sólo trae a consideración la venerable gesta en cuanto es origen y fuente de varios romances, como adelante veremos. Pero es imposible dejar de saludar de pasada este singular monumento de nuestra poesía heroica, el más puro y genuino de toda ella, y una de las obras más profundamente homéricas que en la literatura de ningún pueblo pueden encontrarse. Agotados parecen en obsequio suyo los términos de la alabanza desde que en 1779 tuvo la fortuna y la honra de de publicarle el erudito Don Tomás Antonio Sánchez, medio siglo antes de que empezasen a salir del polvo las innumerables canciones de gesta francesas (1). A ninguna de ellas, incluso el Rollans, cede la de Mio Cid la palma épica; y en la general literatura de Europa no encuentra más rival que los Nibelungen, aun con la desventaja de ser nuestro poema trasunto de la vida histórica y carecer del fondo mítico y tradicional propio de la epopeya germánica. A los ojos de la crítica moderna, poco importa la tosquedad y rudeza de las formas lingüísticas y métricas, que tanto ofendía a los críticos académicos de otros tiempos. Nadie cae hoy en la insensatez de regular los productos de la inspiración primitiva con el canon de las escuelas clásicas. Sólo a los griegos fué concedido, por especial privilegio de su índole estética, lograr a un tiempo la espontaneidad de la infancia y la perfección de la edad madura. En las demás

(1) En 1832 inauguró este género de publicaciones Paulino París con el Roman de Berthe. La Chanson de Rollans no fué publicada hasta 1837, por Francisco Michel. En esto como en tantas otras cosas nos adelantamos los españoles, quedándonos rezagados después.

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