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literaturas, cuando la reflexión artística llega, el genio épico huye o se transforma en lírico. Lo que constituye el mayor encanto del Poema del Cid y de canciones tales, es que parecen poesía vivida y no cantada, producto de una misteriosa fuerza que se confunde con la naturaleza misma, y cuyo secreto hemos perdido los hombres cultos. La persona del poeta, juglar o rapsoda, nada importa, y por lo común es desconocida. Su asunto le domina, le arrastra, le posee enteramente, y pone en sus labios el canto no aprendido, indócil muchas veces a la ley del metro y al yugo de la rima. Ve la realidad como quien está dentro de ella, la traslada íntegra, no por vía de representación, sino por vía de compenetración con ella, y alcanza así la plena efusión de la vida guerrera o patriarcal, tanto más sana y robusta cuanto más se ignora a sí propia.

Además de las condiciones universales del género, tiene nuestro poema otras peculiares suyas que le dan puesto muy alto entre los productos de la musa épica. Una es el ardiente sentido nacional, que sin estar expreso en ninguna parte, vivifica el conjunto con tal energía, que la figura del héroe, tal como el poeta la trazó, es para nosotros símbolo de nacionalidad, y fuera de España se confunde con el nombre mismo de nuestra Patria. Débese tan privilegiado destino, no precisamente a la grandeza de los hechos narrados, puesto que mucho mayores los hay en nuestra historia y nunca volaron en alas del canto, sino al temple moral del héroe, en quien se juntan los más nobles atributos del alma castellana: la gravedad en los propósitos y en los discursos, la familiar y noble llaneza, la cortesía ingenua y reposada, la grandeza sin énfasis, la imaginación más sólida que brillante, la piedad más activa que contemplativa, el sentimiento sobriamente recatado y limpio de toda mácula de sofistería o de bastardos afectos, la ternura conyugal más honda que expansiva, el prestigio de la autoridad doméstica y del vínculo militar libremente aceptado, la noción clara y limpia de la justicia, la lealtad al Monarca y la entereza para querellarse de sus des. afueros, una mezcla extraña y simpática de espíritu caballeresco y de rudeza popular, una honradez nativa, llena de viril y austero candor. Si algunas de estas cualidades llevan consigo su propia limitación: si el sentido realista de la vida degenera alguna vez en prosaico y utilitario: si la templanza y reposo de la fantasía engen. dra cierta sequedad: si falta casi totalmente en el poema la divina (aunque no única) poesía del ensueño y de la visión mística, re flexiónese que otro tanto acontece en casi todos los poemas heroicos, y que a la mayor parte de ellos supera el Mio Cid en humanidad de sentimientos y de costumbres, en dignidad moral, y hasta en cierta delicadeza afectuosa que se siente más bien que se explica con palabras, y que suele ser patrimonio de los hombres fuertes y de las razas sanas. No debía de ser muy bajo el nivel del pueblo que en pleno siglo XII acertó a crear a su imagen y semejanza tal figura poética, comenzando por desbastar la materia en gran parte informe que le ofrecía un héroe histórico, ciertamente de primera talla, pero a quien el criterio más indulgente y benévolo no puede reconocer exento de graves impurezas éticas y políticas, de verdaderos rasgos de ferocidad y codicia, de fría y cautelosa astucia en sus tratos con infieles y cristianos. Pero debajo de esta escoria bárbara estaba el oro purísimo del alma heroica del Cid, y éste es el que el gran poeta anónimo acertó a sacar por un instinto de selección estética, que acaso en ningún otro tema épico ha rayado tan alto.

Afortunadamente el Poema es bastante conocido de los lectores cultos de todo país, para que pueda cualquiera comprobar por sí mismo la certeza de las observaciones precedentes, y descubrir otros nuevos aspectos dignísimos de loor en esta nacional y sagrada antigualla; ora se atienda a la enérgica simplicidad de la composi ción que procede arquitectónicamente por grandes masas, ora a la variedad de tonos dentro de la unidad del estilo épico y de la preci. sión gráfica que le caracteriza, ora a la valentía en las descripciones de batallas, ora al cuadro incomparable y grandioso de la asamblea judicial de Toledo, ora a los toques variados y expresivos con que están caracterizados los amigos y los émulos del Campeador. Y cuando subamos con el Cid a la torre de Valencia, desde donde muestra a los atónitos ojos de su mujer y de sus hijas la rica heredad que para ellas había ganado, nos parecerá que hemos tocado la cumbre más alta de nuestra poesía épica, y que después de tan solemne grandeza sólo era posible el descenso.

Oyd lo que dixo el que en buen ora nasco:

Vos, querida et ondrada mugier, et amas mis fijas,

My coraçon e mi alma,

Entrad conmigo en Valencia la cas,
En esta heredad que vos yo he ganada..
Madres e fijas las manos le besauan,
A'tan grand ondra ellas a Valencia entrauan.
Adelinó myo Çid con ellas al alcaçar,
Alá las subie en el mas alto logar;
Oios velidos catan a todas partes,
Miran Valencia commo iaze la cibdad,
E del otra parte a oio han el mar,
Miran la huerta, espessa es e grand,
Alçan las manos para Dios rogar,
Desta ganancia commo es buena et grand.
Myo Çid e sus companas a tan grand sabor estan,
El yuierno es exido, que el março quiere entrar.
Dezir uos quiero nueuas d' alent partes del mar.

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Cuando el rey de Marruecos planta sus tiendas delante de Valencia, exclama el Cid:

Grado al Criador e a padre espiritall

Todo el bien que yo he, todo lo tengo delant:
Con afan gané a Valencia, et hela por heredad,
A menos de muert no la puedo dexar;
Grado al Criador e a Santa Maria Madre,
Mis fijas e mi mugier que las tengo acá;
Venidom' es delicio de tierras dalent mar,
Entraré en las armas, non lo podré dexar;
Mis fijas e mi mugier verme an lidiar.

En estas tierras agenas veran las moradas commo se facen,
Afarto veran por los oios commo se gana el pan>.

Su muger e sus fijas subiolas al alcaçar,
Alçauan los oios, tiendas vieron fincadas:
¿Qués esto, Cid, si el Criador vos salue!»
Ya, mugier ondrada, non ayades pesar!
Riqueza es que nos acrece maravillosa e grand;
A poco que viniestes, presend uos quieren dar:
Por casar son nuestras fijas, aduzen nos axuvar».

Mugier, sed en este palacio, si quisiéredes en el alcaçar;
Non ayades pauor porque me veades lidiar,
Con la merçed de Dios e de Santa Maria Madre,

Crecem el coraçon porque estades delant,
Con Dios aquesta lid yo la he de arrancar».

(Versos 1633-1656).

(Antología de poetas líricos castellanos, t. 1, págs. 311-317; t. CCXIII, de BIBLIOTECA CLÁSICA, Perlado Páez y Compañía, Madrid, 1913).

DE LA «HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES»

Epilogo.

¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo siguiente:

Ni por la naturaleza del suelo que habitamos, ni por la raza, ni por el carácter, parecíamos destinados a formar una gran nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad de costumbres, sin unidad de culto, sin unidad de ritos, sin unidad de familia, sin conciencia de nuestra hermandad, ni sentimiento de nación, sucumbimos ante Roma, tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre, lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limítrofe, o más bien regocijándose de ella. Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa; ata los extremos de nuestro suelo con una red de vías militares; siembra en las mallas de esa red colonias y municipios; reorganiza la propiedad y la familia sobre fundamentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten; nos da la unidad de lengua; mezcla la sangre latina con la nuestra; confunde nuestros dioses con los suyos, y pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los exámetros virgilianos. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.

Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social. Sin un mismo Dios; sin un mismo altar; sin unos mismos sacrificios; sin juzgarse todos hijos de un mismo Padre y regenerados por un sacramento común; sin ver visible sobre sus cabezas la protección de lo alto; sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito de su heredad, en la plaza del municipio nativo; sin creer que este mismo favor del cielo, que vierte el tesoro de la lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo jurídico que él establece con sus hermanos; y consagra con el óleo de la justicia la potestad que él delega para el bien de la comunidad; y rodea con el cingulo de la fortaleza al guerrero que lidia contra el enemigo de la fe o el invasor extraño, ¿qué pueblo habrá grande y fuerte? ¿qué pueblo osara arrojarse con fe y aliento de juventud al torrente de los siglos?

Esta unidad se la dió a España el Cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus Concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores: la hicieron los dos apóstoles y los siete varones apostólicos: la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribie. ron en su draconiano Código los Padres de Iliberis; brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio y, en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfo del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos; hizo de los visigodos la primera nación del Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar entre los despojos de la antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica, por manos de Liciniano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero Juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dió el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-benHafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dió maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del Arzobispo don Raimundo y bajo la púrpura del Emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española... ¿Quién contará todos los beneficios de la vida social que a esa unidad debimos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la Edad Media nunca dejamos de considerarnos unos, fué por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos juntaba, a pesar de las aberraciones parciales, a pesar de nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renegados y de los muladies. El sentimiento de patria es moderno: no hay patria en aquellos siglos, no la hay en rigor hasta el Renaci miento, pero hay una fe, un bautismo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia, una cruzada eterna, y una legión de Santos que combate por nosotros, desde Causegadia hasta Almería, desde el Muradal hasta la Higuera.

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