DE «PEQUEÑECES...» Un sello misterioso. El despertar de Jacobo fué alegre: había ganado la noche antes jugando en el Casino hasta las cuatro de la mañana, más de cinco mil duros. Hay, sin embargo, algo en el hombre que despierta antes que la razón y los sentidos, y levanta la voz y grita y no calla ni aun en esos momentos de duerme-vela en que flotan las ideas como cabos sueltos, sin que la voluntad, dormida todavía, haya tenido tiempo de atarlas y enderezarlas o torcerlas a su albedrío. Este algo se llama remordimiento, y él con su punzante aguijón, puso ante los ojos de Jacobo, antes que los cinco mil duros ganados, las aterradas fisonomías de la mujer y de los hijos del que los había perdido, padre de familia, jugador de oficio, marcado con ese sello de desdicha común a los del gremio, que por ser desdicha buscada, no despierta hacia ellos mismos compasión, sino enojo. En las ganancias del juego, ha dicho uno, hay siempre algo parecido al robo, porque con razón puede decirse que se toma lo ajeno contra la voluntad de su dueño; y si bien es cierto que se gana este dinero ajeno exponiendo el propio, también lo es que los ladrones en cuadrilla exponen sus vidas en las encrucijadas de los caminos, y la vida, aunque sea de un facineroso, vale más que el dinero. Volvióse Jacobo del otro lado, ahogando estas reflexiones con su voluntad ya despierta, y tiró de la campanilla murmurando entre dientes: Amar a nuestro prójimo Entró Damián, trayendo como todos los días el correo y los periódicos, que puso al alcance de la mano de Jacobo sobre la mesa de noche. Abrió luego las persianas, descorrió las cortinas y entróse en el cuarto de vestir para preparar el agua caliente y la ropa del señorito. Habían dado ya las doce y media. Era Jacobo muy perezoso y costábale gran trabajo arrancarse del lecho; dió en él varias vueltas, estirándose y revolviéndose, con esa dejadez del que no tiene cuidados, ni le esperan obligaciones, ni encuentra para saludar al nuevo día otra fórmula, otra oración, otro brote del sentimiento, que un prolongado bostezo. Decidióse al fin a sacar una mano, y tomó de sobre la mesilla de noche las varias cartas. Eran estas cuatro o cinco, y llamóle la atención desde luego, una grande y cuadrada que traía el sello del Congreso, porque parecióle notar al tacto, que venía en el interior, además del papel, un pequeño objeto redondo. Dióle vueltas por todos lados examinando el sobre, con esa necia perplejidad que al recibir una carta de letra desconocida, nos impulsa a conjeturar y adivinar lo que con sólo romper el sello podemos saber de cierto. Hízolo así al cabo, rasgando el sobre por completo, y a la duda sucedió entonces en él la sorpresa y el azoramiento; encontróse con un pliego en blanco, de papel muy recio, doblado por la mitad en dos partes; en la superior destacábase cuidadosamente pegado con goma, un gran sello de lacre verde, del diámetro de medio duro... Al pronto no distinguió bien Jacobo lo que era aquello; llegaba la luz muy debilitada, filtrándose por los visillos del balcón y la gran cortina de tul bordado, en una sola pieza, que, arrancando de los lambrequines de damasco amarillo, Hegaba hasta el suelo barriendo la alfombra. Con grande ansiedad incorporóse bruscamente, inclinando el cuerpo fuera del lecho para buscar la luz, y pudo distinguir entonces en todos sus detalles la empresa del sello: era la escuadra y el compás cruzados en forma de rombo, y la rama de acacia, emblema de los masones... Una sospecha terrible, una idea aterradora con visos ya de evidencia, cruzó al punto por su mente cual un pájaro siniestro. Arrojóse de un salto fuera del lecho y corrió al balcón para examinar, con mejor luz todavía, la extraña carta y el misterioso sello... No había duda: si no era el mismo, era igual a uno de los que había arrancado él en París en el Grand-Hôtel, de los cartapacios que en la logia de Milán le habían entregado... ¿Qué significaba, pues, aquello?... ¿Era una broma? ¿Un aviso? ¿Una amenaza?... Con los ojos muy abiertos quedóse mirando a la calle, como si buscase allí la solución a sus dudas, la respuesta a sus temores... Frente por frente de la suya estaba la gran casa del Marqués de Riera, cerrada hacía tantos años, con ese aspecto de secreto, ese aire de misterio, que parecen tomar los edificios abandonados por largo tiempo, haciendo fantasear a la imaginación detrás de sus muros, recuerdos de crímenes y sombras de aparecidos. El día esta ba triste; uno de esos días de lluvia menuda y continua, en que sólo se ven en el suelo cieno y lodazales, y en el cielo nubes pardas, inmóviles, pegajosas, que parecen lamer las torres y las cúpulas, cual la viscosa baba de un monstruo inmenso. Los transeuntes cruzaban por la acera muy de prisa, armados de paraguas e impermeables, chapalateando sobre el fango, que salpicaba las sayas remangadas de las mujeres, los pantalones recogidos o las altas botas de los hombres. Un capitán de lanceros, muy gordo y rubicundo, bajaba de la Puerta del Sol, pisando muy fuerte, con las espuelas y las polainas manchadas de cieno, calada la corta capota azul con vueltas blancas. Antojósele a Jacobo que aquel militar era de la clase de tropa, que iría al Ministerio de la Guerra, y siguióle con la vista muy atentamente... Mas el militar dobló la esquina de la casa de Riera, dando un resbalón, y desapareció por la calle del Turco... ¡La calle del Turco!... ¡Ah! ¡La calle del Turcol... Allí se había cometido cuatro años atrás un asesinato, otro asesinato en la persona de un hombre famoso, de un amigo que le había hecho a él grandes favores, favores de lobo a lobo, pero al fin y al cabo siempre favores... También entonces habíase vislumbrado en aquello la mano de los masones, y él joh! él sabía bien a qué atenerse... Por eso tuvo que huir a toda prisa, impulsado por el destino ¡pícaro destino! que le arrebataba a Constantinopla a resbalar en otro charco de sangre, y a emprender otra fuga a Italia, a Francia, a España más tarde... Jacobo sintió mucho frío, un frío muy grande y muy natural, porque estaba medio desnudo, y que parecíale a él le penetraba las carnes, y le llegaba hasta los huesos y le pasaba el alma de parte a parte, con una sensación glacial y desagradable que se le figuraba semejante a la de la hoja de un puñal al hundirse en un pecho. Volvióse a la cama buscando el calor de las mantas, y acurrucose entre ellas escondiendo el rostro en las almohadas para pensar, para reflexionar, para meditar, para no mirar al hueco del balcón, donde le parecía ver al General Prim, y a la Cadina Saharaí, y al eunuco estrangulado, dándose las manos, haciéndose cortesías, como hacen los actores cuando salen a la escena a recibir la ovación al final de un drama. ¡Y él, que se había despertado tan alegre, imaginando el medio de ocultar a sus acreedores los cinco mil duros ganados! Damián asomó discretamente la cabeza, preguntando si el señor Marqués no iba a levantarse, porque el agua caliente se enfriaba. -Allá voy... allá voy-respondió Jacobo. Y mientras se calzaba las pantuflas y se envolvía en una bata de abrigo muy bien enguatada, iba discurriendo que el modo seguro de averiguar de cierto lo que sobre el particular hubiera, era preguntar al tío Frasquito lo que había hecho de aquellos tres sellos que en el Grand-Hôtel le había regalado. Quedóse con esto más tranquilo, casi sereno del todo: indudable era que se reducía aquello a una necia broma... Cierto que habíale sucedido a él en aquel negocio espinosísimo, lo que acontece a todos ios caracteres fogosos: que una vez dado el primer empuje, caen luego en la mayor apatía, abandonando los planes con tanta rapidez fraguados y con tanto calor emprendidos. Mas tampoco era verosímil que al cabo de año y medio de silencio absoluto, de com. pleto olvido, salieran los masones reclamando los papeles e iniciando su petición con la ridícula bromita, muy en carácter por cierto, de enviarle un sellito... Y además, ¡qué demonio! a él le habían entregado unos papeles para el Rey Amadeo, y el Rey Amadeo se había ido. ¿Iba a correr de ceca en meca en busca del Rey cesante?... ¿Y con qué derecho le pedía cuentas la masonería española, perteneciendo él a la italiana? Porque la carta era de Madrid mismo, puesto que el sello del Congreso la franqueaba... Nada, nada, fuera temores, que el derecho era suyo. ¡Qué demonio! a quien Dios se la dió, San Pedro se la bendiga, y el que está más cerca de la cabra, ése la mama. Púsose Damián a afeitarle como todos los días, y al sentir sobre la garganta el frío del acero, no pudo contener un estremecimiento de espanto... Un ligero golpecito, un leve movimiento, y correría la sangre, y vendría la muerte, y se acabaría la vida allí mismo, sin auxilio ni remedio, pasando de la agonía a la sombra pavorosa de eso que llaman eterno, corriendo por Madrid la noticia del crimen de la calle de Alcalá, como había corrido cuatro años antes la del crimen impune y misterioso de la calle del Turco... Y aquel ligero golpecito, aquel leve movimiento, podía determinarlo en la mano de Damián, otro ligero golpecito del oro de los masones. Porque ¿qué sabía él lo que era Damián?... Un pícaro probablemente, un bribón como todos, puesto que, a juzgar por lo que de sí mismo sentía él, sólo pueden admitirse dos clases de hombres: los ahorcados y los que merecen serlo. Rióse, al cabo, de sus locas imaginaciones, y, vestido ya del todo, pidió un sombrero, unos guantes, un paraguas... -¿El Sr. Marqués almorzará en casa?... -El cochero espera la orden... -Que se vaya, que vuelva a las cuatro. Y se dirigió a la puerta, para retroceder al momento... ¡Qué tontería! Quizá en alguna de aquellas otras cartas que había olvi dado en su azoramiento, vendría algún dato, alguna explicación de la estúpida broma del sellito. Abriólas una a una, y una a una las fué arrojando con furia sobre la gran piel de oso blanco colocada al lado del lecho... Nada, nada: una invitación para un baile; una carta de Angel Castropardo preguntando si le acompañaría a cenar aquella noche con las bufas de Arderius, después del teatro; una diatriba de un acreedor exasperado que le amenazaba con el em. bargo... Seguía cayendo aquella lluvia menuda, lenta, constante, que cala hasta los huesos y los enfría, como cala hasta el corazón y lo hiela, un pensamiento triste y monotono que no se puede desechar. En las Cuatro Calles, frente a las ruinas seculares de la calle de Sevilla, coronadas ya como las de Itálica por el amarillo jaramago, tomó Jacobo un simón para evitar la afluencia, eterna en aquel sitio, de gentes que van y vienen, formando en las aceras cordones interminables de hombres, de mujeres, de niños, cobijados todos aquel día bajo sus paraguas, que remedaban, yendo y viniendo y cruzán. dose, una larga procesión, una contradanza fantástica de hongos fenomenales. Diez minutos después, apeábase a la puerta del tío Frasquito. Peinado, teñido y reluciente de puro limpio, sentábase éste a la mesa para almorzar, en su lindo comedor perfectamente caldeado por magnífica chimenea de mármol negro, atestada de leña. Con el ansia cariñosa con que recibe todo el que tiene gana de charlar, a cualquiera que puede servir de auditorio, recibió el viejo a Jacobo, mandando al punto poner otro cubierto en la mesa... Necesitaba él desahogarse, porque el berrinchín, el bochorno que había pasado el día anterior, aun no le había salido del cuerpo. Las cosas de Diógenes iban llegando a un extremo, que si hubiera en Madrid autoridades, si hubiera en España un gobierno, se castigarían lo menos, lo menos con cadena perpetua... ¡Oh! ¡Lo del día anterior merecía, por primera providencia, que le cortasen la mano derecha! ¡Burlarse de ese modo de todas las señoras de Madrid, congregadas para un asunto piadoso! ¡Poner en evidencia, en ridículo, en berlina, a tres... a dos personas respetables! porque el tal Pulidete, era un parvenu, un cursi, un cualquier cosa, que se lo tenía todo muy bien merecido... Mentira parecíale que Pepe Putrón, un hombre de tanto talento, se hubiese tirado una plancha semejante. Y sin duda fué el Pulidete quien le dió el mal consejo. ¡Proponer a María Villasis para Presidental... ¡Si eso no se le ocurre ni a el que asó la mantecal... Y, claro está: sucedió lo que tenía que suceder: que la muy mojigata dió con todo al traste; pero con un atrevimiento! ¡con una insolencial aludiendo claramente a la pobre Curra, diciendo con una risita de mil demonios, que su modestia le impedía ser ella Presidenta, donde había una Vicepresidenta tan digna... Y la pobre Curra calló, calló por prudencia; pero bien se le conoció que quedaba sentidísima... Hizo aquí una pausa, tragóse un buen bocado, preparó otro muy grande, y dijo mientras tanto: -Perro no comes, hombre... Si no has tomado más que las ostras. -No tengo ganas... -Ni yo tampoco... Porr supuesto, que lo mejorr que ha podido sucederr, es lo que ha sucedido; porrque si mi sobrina Villasis llega a serr Presidenta, quedaban rreducidas las obras de la Asociación a novenas y triduos de rrogativas, y a las limosnitas rrecogidas porr las socias a la puerrta de las iglesias... Y ni aun esto siquierrra; |