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Tiempo. Entrando por la puerta de la Saleta, ábrense a la derecha dos balcones que dan a la Plaza de la Armería, a la izquierda dos puertas que llevan a los aposentos interiores, y al frente una mampara que comunica con la cámara.

Hállase tapizada toda la pieza de rica tela azul muy oscura, con grandes flores de lís, y las iniciales A y B entrelazadas y realzadas en terciopelo: cuatro grandes retratos de Carlos IV y María Luisa, Fernando VII y la Reina Amalia, ocupan los huecos correspondientes a uno y otro lado de las puertas de la cámara y la Saleta. Alrededor de los muros hay banquetas de la misma tapicería que cubre a éstos, y cinco soberbias consolas de mármol y bronce, sosteniendo candelabros y bustos de Isabel II y Francisco de Asís, Felipe Vy Fernando VI.

Entre los dos balcones, sobre una de estas consolas y frente a una chimenea de mármol jaspeado que corona un colosal espejo, vése otro gran busto de Carlos III, cubierta por el manto real la armadura ricamense cincelada.

Hallábanse abiertas todas las puertas de la antecámara, excepto la de la Saleta, y apiñábanse detrás de las cortinas las familias y amigos de los Grandes, deseosos de contemplar el señoril espectáculo. Ante la puerta de la cámara, veíase una mesa cubierta por rico paño de terciopelo granate, y un gran sitial destinado al Rey.

A las dos en punto entró éste por la puerta de la cámara, segui. do del Mayordomo mayor, el Grande de servicio, los ayudantes y todos los Grandes ya cubiertos: vestía el Rey el uniforme de Capitán General, y traía el tricornio en la mano. Sentóse y cubrióse, y los Grandes se cubrieron y quedaron de pie, a uno y otro lado de la Saleta.

Iba a comenzar la ceremonia.

El Secretario de la Real Estampilla, destinado a dar fe del acto, abrió entonces la gran puerta de caoba maciza, y dijo anunciando: -Señor...: El Marqués de Benhacel.

Era este el Grande que, como más antiguo, debía de cubrirse primero. Entró entonces un joven, dando la mano derecha a un anciano, y la izquierda al Mayordomo de semana que estaba de servicio. Vestía el joven el uniforme de gala de Capitán de artillería, y el viejo, decrépito y encorvado, el de Almirante de la Armada, con todo el pecho lleno de cruces: era el Duque de Algar, abuelo y padrino en aquella ocasión, del joven Marqués que iba a cubrirse. Traía el viejo, tricornio puesto, y traía su ros en la mano el joven, dejando al descubierto una cabeza enérgica y muy española, un poco tostado el rostro por el sol, con ojos negros y vivísimos, que parecían retratar el temple de acero de una raza de valientes.

Su entrada fué magnífica, y un murmullo de respetuosa simpatía acogió a la ilustre pareja, que apareció en la puerta, apoyada en la

juventud la vejez, como una esperanza evocando un recuerdo, como una alegoría de la experiencia conduciendo de la mano al valor, a depositar una espada sin mancilla en las gradas del Trono.

En el dintel mismo de la puerta hicieron ambos la primera reverencia de Corte, en el centro del salón la segunda, y frente a frente ya del Rey, la última: saludaron después a los Grandes colocados a derecha e izquierda, y éstos contestaron al punto quitándose los sombreros.

El viejo Duque y el Mayordomo hiciéronse entonces un paso atrás, y quedó solo el Grande novicio en mitad de la sala. El Rey, haciendo un saludo militar, dijo:

-Marqués de Benhacel, cubríos y hablad.

Cubrióse en el acto el Marqués, y dirigiéndose al Rey, pronunció un breve discurso, en que según la costumbre trazó a grandes rasgos la gloriosa historia de su familia, que comenzaba en aquel Fortún de Torres que peleó con Alonso el Sabio, y murió en el Alcázar de Jerez, agarrando con los dientes la bandera de su Rey, por no poderla ya sujetar ni defender con sus dos manos mutiladas...

La voz del artillero tímida y entrecortada al principio, fuése poco a poco vigorizando, cual si aquellos hechos gloriosos encon traran en su corazón eco suficiente para imitarlos; y cuando llegó a describir un episodio de Trafalgar, que llamó último timbre de su familia, su acento vibraba con esas misteriosas inflexiones del sentimiento que parecen elevar al orador a una esfera más alta, prestándole no sólo facultad para persuadir y fuerzas para conmover, sino hasta derecho para mandar...

Gravina agonizaba en la cámara, y el navío Príncipe de Asturias volvía a Cádiz desmantelado, al mando de un hombre que entró en el combate con tres hijos y volvía a su hogar con uno solo, el más joven, Guardia Marina de pocos años. La tempestad arreció al promediar la noche, y fué necesario picar un palo, que quiso la desgracia quedase sujeto por un cable a la cofa, haciéndole escorar con riesgo cierto de hundirse: tres gavieros subieron uno tras otro a cortar el cable, y a los tres los arrebató la borrasca y los sepultaron las olas.

Entonces, aquel hombre de hierro, que vió a la diezmada tripula. ción temblar ante la horrible obediencia, volvióse a su hijo, único que le quedaba, ídolo de su corazón y esperanza última de una gran familia, y díjole tan sólo:

-Señor Guardia Marina... a usted le toca.

El niño, con el hacha entre los dientes, trepó hasta la cofa, y porque la Virgen María le ayudó, cortó el cable...

Y en medio de ese profundo silencio que ata las lenguas y humedece los ojos, cuando lo sublime embarga el corazón y levanta el pecho con el temblor de un sollozo, volvióse Benhacel lentamente al viejo Duque, y añadió mostrándolo:

-Aquel Guardia Marina niño, era mi abuelo: el héroe, era su padre.

-El mío-prosiguió con una voz en que se notaban dejos del llanto, sirvió también a su Rey en la Armada Real, hasta el año sesenta y ocho...; en el mes de Setiembre, se arrancó los entorchados y rompió su espada... Yo, Señor, desenvainé la mía por primera vez en la batalla de Alcolea, y, fiel a las tradiciones de mi raza, vengo a ofreceros hoy como Grande, lo que ya os dí como soldado...

Y al llevar, diciendo esto, la mano derecha a la empuñadura de la espada, vieron todos que le faltaban en aquélla los dos dedos de en medio. Un casco de granada se los arrancó en Alcolea.

Benhacel calló, y en medio del homenaje más grande que pueden prestar la admiración y el respeto-el silencio-descubrióse, hincó una rodilla en tierra, y besó la mano del Rey: saludó después a los Grandes de uno y otro lado, y acompañado de su abuelo, fuése a colocar entre ellos. El viejo lloraba como un niño; uno le dijo:

-¡Llora el Almirante, y no lloró el Guardia Marina!...

Por desdicha no acabó aquí la ceremonia; el Secretario de la Real Estampilla abría de nuevo la puerta de la Saleta, y tornaba a anunciar:

-Señor... El Marqués de Sabadell.

El sainete comenzaba, y apareció entonces Villamelón, solemne, imponente, erguida la cabeza, tieso el torso ya algo panzudo, trayendo de la mano a Jacobo, que ofrecía el tipo de hombre más hermoso, elegante y señoril que pudiera imaginarse. Ajustaba su airoso talle la casaca encarnada de los Maestrantes de Sevilla, con sardinetas y charreteras de plata, y cruzaba su pecho de un lado a otro, una de esas grandes bandas que se crean para premiar el mérito y fomentar la virtud, y se usan para satisfacer vanidades o adornar buenos mozos; el calzón de punto blanco ceñía la bien formada pierna, y la alta y charolada bota y el tricornio con finí simo penacho blanco, completaban aquel pintoresco traje.

Cumplido el ceremonial, Villamelón abandonó la mano de su ahijado, y quedóse atrás en actitud señoril, pero estudiada, contem plando estático las grandes narices de Carlos III que tenía frente a frente, mirando de cuando en cuando con el rabillo del ojo a uno y otro lado, y diciendo para sus adentros:

-Mucho me miran... ¡Debo de estar hermoso!

Quedó Jacobo solo en medio de la antecámara, un poco cortado; mas al sentirse blanco de una atención que harto comprendió él no serle benévola, crecióse su orgullo y despertó su natural audacia, y lanzó en tornó una mirada, que quiso hacer altiva, y fué sólo insolente; quiso hacer serena, y fué sólo provocativa.

Los curiosos se apiñaban tras las cortinas, y Currita, en primera fila, devoraba a Jacobo con la vista; Martínez, a su lado, estrujado casi contra el quicio mismo de la puerta, no podía verle, mas prestaba oído atento, lleno de ansiedad, mordiendo con la cabezota baja el puño de su garrote.

Tras la mampara de la cámara, a espaldas mismas del Rey, sentíase el crujir de algunos trajes de seda; díjose después, que desde allí había presenciado la Reina la ceremonia.

Los Grandes alargaban las cabezas ansiosos de oir a Jacobo... Acababan de ver retratado cual en un espejo en el discurso de Benhacel lo que debe de ser un Grande, lo que significa aquel lema de la antigua hidalguía-nobleza obliga-, que no exige ciertamente que cada título de Castilla sea un genio, ni cada Grande de España un héroe, ni cada apellido ilustre un santo; porque ni el genio se hereda, ni la inteligencia se vincula, ni el heroismo es un pergamino, ni la santidad un mayorazgo. Pero que exige e impone con la fuerza imperiosa de un deber de conciencia, la obligación de considerar en la Grandeza una carga a la vez que un honor; de servir de ejemplo en los pensamientos, en las palabras, en las acciones y en las costumbres; de sostener la dignidad de las glorias que representa; de echar, como Breno, el peso de la espada o el peso de la inteligencia en la balanza en que oscilan la ruina y el esplendor de las naciones; de sentir algo más que voluptuosidades; de querer algo más que placeres; de saber defender un trono cuando se hunde, como en España el sesenta y ocho; de saber morir con un rey cuando le degüellan, como en Francia el noventa y tres...

Y entonces, reciente aún aquella impresión nobilísima que ele. vaba las inteligencias y movía los corazones, iban a ver en Jacobo lo que es esa misma Grandeza cuando refleja en un charco los rayos de su gloria, cuando el vicio la deslustra y la bajeza la empuerca, у el olvido de la propia dignidad la pone al servicio de un Martínez, que apoya en ella la pataza para encaramarse en lo alto, y darle después, una vez arriba, desde la cumbre de su insolencia, la más ignominiosa de todas las coces, la coz del asno...

Jacobo hablaba bien, y era la más mimada de todas sus vanidades la vanidad de su elocuencia; mas no osó, sin embargo, confiar su discurso a la memoria, y limitóse a leerlo, temeroso de pasar por alto alguno de los habilidosos rodeos con que procuraba sortear los grandes escollos que por todas partes le cerraban el paso.

Hízolo en efecto con notable maestría, en que creyeron descubrir algunos las macizas huellas del buey Apis, y cuando cesó de hablar, las miradas significativas de todos se cruzaron de uno a otro lado...

El hecho era cierto: Martínez y su mesnada cantaban la palinodia, y el Grande de España consorte era el encargado de hacer llegar el reverente clamor a los oídos del Monarca.

Alarmáronse los parciales del Gobierno, y el señor Fernández Gallego, que entre los curiosos andaba agazapado, frunció el acento circunflejo que sobre la nariz tenía, a la vista de aquella nube de bárbaros hambrientos que salían de los bosques talados de la Revolución, y amenazaban invadir las fértiles llanuras del Presupuesto, que ellos solos cultivaban. ¿Cuál sería la actitud del Monarca?...

Esto se preguntaban todos los ojos, y esto excitó todas las curiosidades, mientras los doce Grandes que aun quedaban por cubrir, leían sus discursos y terminaba la ceremonia.

Levantóse al fin el Rey, y con la cabeza descubierta dió una vuelta a la antecámara, hablando y saludando a todos los Grandes.

Nadie chistaba; había llegado el momento de conocer si el memorial de Martínez era acogido o rechazado, si era necesario pactar con los invasores o perseguirlos como a perro que huye con maza al son de almireces y cencerros, hasta los confines de sus bosques desiertos.

Hubo un mal síntoma: el Rey pasó ante Villamelón sin hablarle, haciéndole tan sólo un leve saludo; detúvose después un gran rato con el viejo Duque de Algar y su nieto, y llegó al fin a Jacobo que se hallaba de pie en pos de éstos. Hubiérase podido escuchar en la antecámara el vuelo de una mosca; percibir el rumor de la huella más callada, del paso mismo de la muerte.

Paróse el Rey ante Jacobo, y le miró sonriendo con cierta chusca malicia:

-¿Qué tal, Sabadell?... ¿Y su amigo de usted Martínez?... Me han dicho que le gustan mucho las violetas... Dígale usted que en la Casa de Campo las hay muy tempranas... Por allí iré yo el jueves; a las cuatro...

Y, sin añadir una palabra más, volvióle la espalda...

Harto había dicho sin embargo, y un resoplido inmenso resonó entonces tras la cortina de la izquierda, como el aliento de un pechazo comprimido, que al fin se desahoga: era el buey Apis, el Excmo. Martínez que hubiera soltado en aquel momento un relincho, como en sus expansiones de alegría los mozos de su tierra, y estrujado entre sus brutales brazos, como un Hércules que abrazara a un insecto, a su ilustre aliada Currita.

Ella, sin poder disimular tampoco el vivo gozo del triunfo, díjole imprevisoramente:

-Martínez... encargue usted el uniforme.

Y una vocecita burlona, que jamás se pudo averiguar de dónde había salido, contestó a su espalda:

-Con que vuelva del revés el de Don Amadeo, sale del paso sin gastos.

Quedaba aún la parte más pintoresca de la ceremonia, que había de ser para Jacobo la apoteósis del triunfo. Retirado el Rey a

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