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DON JOSÉ ECHEGARAY

1833-1917

Nacido y muerto en Madrid. Dedicóse algún tiempo a la política y fué Ministro en más de una ocasión. Pero su verdadero campo fueron siempre las ciencias exactas, en las que llegó a alcanzar grande y bien merecida autoridad dentro y fuera de España, no obstante el mucho tiempo que las defraudó durante largos períodos de su vida, absorto en la composición de obras dramáticas, que le dieron fama ruidosa, aunque efímera y poco envidiable; ya que el entusiasmo que por el momento despertaron se debió más a la pericia artística de grandes actores para quienes tuvo la suerte de escribir, y al estragado gusto del público, que a su solidez literaria y positivo valor estético.

Los dramas de Echegaray fueron admirable y definitivamente juzgados por Don Marcelino Menéndez y Pelayo (Historia de los Heterodoxos Españoles, t. 3.o, pág. 814, Madrid, 1881), donde califica a su autor de entendimiento grande y robusto, pero no dramático».

Mas si como dramaturgo está muy lejos Echegaray de figurar entre los de primera fila, como vulgarizador de teorías científicas y hábil expositor de toda clase de inventos físico-matemáticos, se muestra, no sólo técnico profundo y clarividente, sino también escritor facilísimo y de cristalina transparencia, en quien se aunan maravillosamente el entendimiento y ciencia del sabio, y la bien ordenada fantasía y primor en el decir del verdadero poeta.

En esta clase de escritos, tan útiles para los no especialistas, ha abierto un camino nuevo, que ojalá siguiesen cuantos escriben en publicaciones dedicadas a la vulgarización de las ciencias, y ha enriquecido la patria literatura con una especie más de composiciones del género didáctico que le hacen acreedor a un puesto distinguido en la historia de las letras españolas en el siglo XIX.

DE CIENCIA POPULAR»

Dos inventos novisimos.

Una tendencia irresistible me domina: la de buscar en todo los más opuestos extremos. No puedo pensar en una montaña, sin imaginarme que al pie de esta montaña hay un abismo. Toda nota, despierta en mí la nota que forma la octava; octava alta u octava baja. No comprendo la luz, sin un fondo de negrura en que se destaque.

Esta tendencia será buena o mala, no lo discuto; pero es, como es. Y, sin duda por eso, al buscar asuntos para esta crónica, se me han ocurrido dos de los más contradictorios: en el uno, hay que subir al cielo, o, por lo menos, hay que subir mucho; en el otro, hay que bajar a los mares tormentosos. En el primero, por nuevo contraste, se llega a lo cómico, quizá a la caricatura; en el segundo, por nuevo contraste también, se bordea lo trágico bajo la forma más prosaica.

Y no por lo dicho crea el lector que se trata de dramas ni comedias; trátase de dos inventos novísimos, como vamos a ver en seguida.

La industria busca siempre al consumidor, y le ha buscado, de algunos años acá, bajo una forma de la cual se ha usado y se ha abusado hasta lo infinito, por más que, según se dice, vaya en decadencia; bajo la forma de anuncio.

Se anunciaba en todas partes, y toda superficie era buena para anunciar: las paredes o los muros de los edificios, las vallas de los solares, el interior de los tranvías, las anunciadoras especiales, los escaparates de las tiendas, los telones de teatros, la cuarta plana de los periódicos, hasta los carruajes, hasta los mozos de cordel se convertían en máquinas ambulantes de anuncios y paseaban car teles y banderas por toda la población; hasta en los mecheros de gas se formaban letreros y anuncios luminosos.

Pues he aquí que, agotadas las superficies y todos los medios de publicidad, se ha ocurrido recientemente ir a fijar anuncios en el cielo, o, si no en el cielo, un poco más abajo, en las nubes que flotan por la atmósfera. Superficie más extensa no ha podido imaginarse, y desde luego tiene la ventaja de que no se necesita engrudo para fijar el cartel.

Este nuevo invento, este sistema de publicidad en las nubes, data de la Exposición de Chicago, donde todas las noches un proyector eléctrico fijaba en el cielo nebuloso el número de personas que habían visitado la Exposición durante el día.

Y una vez ocurrida esta idea, parece la idea más sencilla y más natural del mundo. Es la linterna mágica en gran escala, con un lienzo o una sábana inmensa, tendida allá en el espacio.

No otra cosa es la invención en que me ocupo. Un arco voltaico, un reflector y una lente que recoge la luz y la mandan a las nubes en haz más o menos abierto. Y un dibujo, recortado en cartón, de los números, de las letras o de las figuras que se quieren lanzar al espacio, y que se intercala en el haz de rayos luminosos para proyectar en sombra y en campo de luz la figura, el contorno o el anuncio que se desea ver en la gran pantalla de las nubes.

La idea hizo prosélitos; el sistema se transportó a New York, y los paseantes y los desocupados de Brooklyn han estado leyendo anuncios durante ocho meses en aquel cielo entoldado; porque, a decir verdad, cuando no lo está, desaparece el flotante telón y el anuncio con él.

El porvenir es brillante para los aficionados a la publicidad, aunque no lo es tanto para la estética de la atmósfera. Porque, figurémonos lo que sería convertir el cielo azul con sus sublimes profundidades y sus luces pálidas de noches misteriosas, en una inmensa bóveda tapizada con toda clase de anuncios, desde los que mandan los inventores de píldoras y jarabes, hasta los que tienden las funerarias y las casas de préstamos.

Afortunadamente, hay una esperanza, y es, que estos anuncios son muy caros; sólo el gasto de fluído eléctrico representa unos diez y ocho reales por hora.

A primera vista, hay otra esperanza, y es, que el cielo esté despejado; pero siempre había el recurso de crear nubes artificia. les por medio del vapor de agua o de bombas que produjeran mucho humo.

Esta invención, según parece, no es nueva, pues afirma Figuier, que ya en el año 90, dos navíos ingleses cambiaron, hallándose a distancia de 100 kilómetros, algo así como una serie de telegramas celestes por la combinación de destellos eléctricos.

De aquí puede resultar una aplicación seria e importantísima para comunicaciones telegráficas en el mar.

Y ahora damos un salto y bajamos al mar desde las pobres nubes, embadurnadas de carteles, a los que, seguramente, no les faltará ni siquiera el sello móvil.

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