de cerca y observaban particularmente la casa del Príncipe de la Paz. Entre once y doce salió de ella, muy tapada, Dofña Josefa Tudó, llevando por escolta a los guardias de honor del Generalísimo; quiso una patrulla descubrir la cara de la dama, la cual resistiéndolo, excitó una ligera reyerta, disparando al aire un tiro uno de los que estaban presentes. Quién afirma fué el oficial Tuyols, que acompañaba a Doña Josefa, para que vinieran en su ayuda; quién el guardia Merlo, para avisar a los conjurados. Lo cierto es que éstos lo tomaron por una señal, pues al instante un trompeta, apostado al intento, tocó a caballo, y la tropa corrió a los diversos puntos por donde el viaje podía emprenderse. Entonces, y levantándose terrible estrépito, gran número de paisanos, otros transformados en tales, criados de Palacio y monteros del Infante don Antonio, con muchos soldados desbandados, acometieron la casa de Don Manuel Godoy, forzaron su guardia, y la entraron como a saco, escudriñando por todas partes y buscando en balde el objeto de su enfurecida rabia. Creyóse por de pronto que, a pesar de la extremada vigilancia, se había su dueño salvado por alguna puerta desconocida o excusada, y que, o había desamparado a Aranjuez, u ocultádose en Palacio. El pueblo pene. tra hasta lo más escondido, y aquellas puertas, antes sólo abiertas al favor, a la hermosura y a lo más brillante y escogido de la corte, dieron franco paso a una soldadesca desenfrenada y tosca, y a un populacho sucio y desaliñado, contrastando tristemente lo magnífico de aquella mansión con el descuidado arreo de sus nuevos y repen. tinos huéspedes. Pocas horas habían transcurrido cuando desapareció tanta desconformidad, habiendo sido despojados los salones y estrados de sus suntuosos y ricos adornos, para entregarlos al des. trozo y a las llamas. Repetida y severa lección que a cada paso nos da la caprichosa fortuna en sus continuados vaivenes. El pueblo, si bien quemó y destruyó los muebles y objetos preciosos, no ocultó para sí cosa alguna, ofreciendo el ejemplo del desinterés más acen drado. La publicidad, siendo en tales ocasiones un censor inflexible, y uniéndose a un cierto linaje de generoso entusiasmo, enfrena al mismo desorden, y pone coto a algunos de sus excesos y demasías. Las veneras, collares y todos los distintivos de las dignidades supremas a que Godoy había sido ensalzado, fueron preservados y puestos en manos del Rey; poderoso indicio de que entre el populacho había personas capaces de distinguir los objetos que era conveniente res petar y guardar, y aquellos que podían ser destruídos. La Princesa de la Paz, mirada como víctima de la conducta doméstica de su marido, y su hija, fueron bien tratadas y llevadas a Palacio, tirando la multitud de su berlina. Al fin, restablecida la tranquilidad, volvieron los soldados a sus cuarteles, y para custodiar la saqueada casa se pusieron dos compañías de guardias españolas y valonas, con alguna más tropa, que alejase al populacho de sus avenidas. La mañana del 18 dió el Rey un decreto exonerando al Príncipe de la Paz de sus empleos de Generalísimo y Almirante, y permitiéndole escoger el lugar de su residencia. También anunció a Napoleón esta resolución, que en gran manera le sorprendió. El pueblo, arrebatado de gozo con la novedad, corrió a Palacio a victorear a la familia real, que se asomó a los balcones, conformándose con sus ruegos. En nada se turbó aquel día el público sosiego sino por el arresto de Don Diego Godoy, quien, despojado por la tropa de sus insignias, fué llevado al cuartel de guardias españolas, de cuyo cuerpo era Coronel; pernicioso ejemplo, entonces aplaudido y des pués desgraciadamente renovado en ocasiones más calamitosas. Parecía que desbaratado el viaje de la real familia, y abatido el Príncipe de la Paz, eran ya cumplidos los deseos de los amotinados; mas todavía continuaba una terrible y sorda agitación. Los Reyes, temerosos de otra asonada, mandaron a los Ministros del Despacho que pasasen la noche del 18 al 19 en Palacio. Por la mañana, el Príncipe de Castel-Franco y los Capitanes de guardias de Corps, Conde Villariezo y Marqués de Albudeite, avisaron personalmente a SS. MM., de que dos oficiales de guardias, con la mayor reserva, y bajo palabra de honor, acababan de prevenirles que para aquella noche un nuevo alboroto se preparaba, mayor y más recio que el de la precedente. Habiéndoles preguntado el Marqués Caballero si estaban seguros de su tropa, respondieron, encogiéndose de hombros, que sólo el Príncipe de Asturias podía componerlo todo». Pasó entonces Caballero a verse con S. A., y consiguió que, trasladándose al Cuarto de sus padres, les ofreciese que impediría, por medio de los segundos jefes de los cuerpos de Casa Real, la repetición de nuevos alborotos, como también el que mandaría a varias personas, cuya presencia en el Sitio era sospechosa, que regresasen a Madrid, disponiendo al mismo tiempo que criados suyos se esparciesen por la población para acabar de aquietar el desasosiego que aún subsistía. Estos ofrecimientos del Príncipe dieron cuerpo a la sospecha de que en mucha parte obraban de concierto con él los sediciosos, no habiendo habido de casual sino el momento en que comenzó el bullicio, y tal vez el haber ido después más allá de lo que en un principio se habían propuesto. 1 Tomadas aquellas determinaciones, no se pensaba en que la tranquilidad volvería a perturbarse, e inesperadamente, a las diez de la mañana, se suscitó un nuevo y estrepitoso tumulto. El Príncipe de la Paz, a quien todos creían lejos del Sitio, y los Reyes mismos camino de Andalucía, fué descubierto a aquella hora en su propia casa. Cuando en la noche del 17 al 18 habian asaltado sus umbrales, se disponía a acostarse, y al ruido, cubriéndose con un capote de bayetón que tuvo a mano, cogiendo mucho oro en sus bolsillos y tomando un panecillo de la mesa en que había cenado, trató de pasar por una puerta escondida a la casa contigua, que era la de la Duquesa viuda de Osuna. No le fué dado fugarse por aquella parte, y entonces se subió a los desvanes, y en el más desconocido se ocultó, metiéndose en un rollo de esteras. Allí permaneció desde aquella noche por el espacio de treinta y seis horas, privado de toda bebida y con la inquietud y desvelo propio de su crítica y angustiada posición. Acosado de la sed, tuvo al fin que salir de su molesto y desdichado asilo. Conocido por un centinela de guardas valonas, que al instante gritó a las armas, no usó de unas pistolas que consigo traía: fuera cobardía, o más bien desmayo con el largo padecer. Sabedor el pueblo de que se le había encontrado, se agolpó hacia su casa, y hubiera allí perecido, si una partida de guardias de Corps no le hubiese protegido a tiempo. Condujeronle éstos a su cuartel, y en el tránsito, acometiéndole la gente con palos, estacas y todo género de armas e instrumentos, procuraba matarle o herirle, buscando camino a sus furibundos golpes por entre los caballos y los guardias, quienes escudándole, le libraron de un trágico y desastroso fin. Para mayor seguridad, creciendo el tumulto, aceleraron los guardias el paso, y el desgraciado preso, en medio y apoyándose sobre los arzones de las sillas de dos caballos, seguía su levantado trote, ijadeando, sofocado y casi llevado en vilo. La travesía considerable que desde su casa había al paraje adonde le con ducían, sobre todo teniendo que cruzar la espaciosa plazuela de San Antonio, hubiera dado mayor facilidad al furor popular para acabar con su vida, si, temerosos los que le perseguían de herir a alguno de los de la escolta, no hubiesen asestado sus tiros de un modo incierto y vacilante. Así fué que, aunque magullado y contuso en varias partes de su cuerpo, sólo recibió una herida algo profunda sobre una ceja. En tanto, avisado Carlos IV de lo que pasaba, ordenó a su hijo que corriera sin tardanza y salvara la vida de su malhadado amigo. Llegó el Príncipe al cuartel adonde le habían traido preso, y con su presencia contuvo a la multitud. Entonces, diciéndole Fernando que le perdonaba la vida, conservó bastante serenidad para preguntarle, a pesar del terrible trance, si era ya Rey», a lo que le respondió: «Todavía no, pero luego lo seré». Palabras notables y que demuestran cuán cercana creía su exaltación al solio. Aquietado el pueblo con la promesa, que el Príncipe de Asturias le reiteró muchas veces, de que el preso sería juzgado y castigado conforme a las leyes, se dispersó y se recogió cada uno tranquilamente a su casa. Godoy, desposeído de su grandeza, volvió adonde había habitado antes de comenzar aquélla, y maltratado y abatido, quedó entregado en su soledad a su incierta y horrenda suerte. Casi todos, a excepción de los Reyes padres, le abandonaron: que la amistad se eclipsa al llegar el nublado de la desgracia. Y aquél, a cuyo nombre la mayor parte de la monarquía todavía temblaba, echado sobre una pajas y hundido en la amargura, era quizá más desventurado que el más desventurado de sus habitantes. Así fué derrocado de la cumbre del poder este hombre que, de simple guardia de Corps, se alzó en breve tiempo a las principales dignidades de la corona, y se vió condecorado con sus órdenes, y distinguido con nuevos y exorbitantes honores. ¿Y cuáles fueron los servicios para tantos valimientos? ¿Cuáles los singulares hechos que le abrie. ron la puerta y le dieron suave y fácil subida a tal grado de sublimada grandeza? Pesa el decirlo. La desenfrenada corrupción y una privanza fundada joh baldón! en la profanación del tálamo real. Menester sería que retrocediésemos hasta Don Beltrán de la Cueva para tropezar en nuestra historia con igual mancilla, y, aun entonces, si bien aquel valido de Enrique IV principió su afortunada carrera por el modesto empleo de paje de lanza, y se encaminó, como Godoy, por la senda del deshonor regio, nunca remontó su vuelo a tan desmesurada altura, teniendo que partir su favor con Don Juan Pacheco, y cederlo a veces al temido y fiero rival. Don Manuel Godoy había nacido en Badajoz, en 12 de Mayo de 1767, de familia noble, pero pobre. Su educación había sido des. cuidada; profunda era su ignoracia. Naturalmente dotado de cierto entendimiento, y no falto de memoria, tenía facilidad para enterarse de los negocios puestos a su cuidado. Vario e inconstante en sus determinaciones, deshacía en un día y livianamente lo que en otro, sin más razón, había adoptado y aplaudido. Durante su Ministerio de Estado, a que ascendió en los primeros años de su favor, hizo convenios solemnes con Francia, perjudiciales y vergonzosos: primer origen de la ruina y desolación de España. Desde el tiempo de la escandalosa campaña de Portugal mandó el ejército con el título de Generalisimo, no teniendo a sus ojos la ilustre profesión de las armas otro atractivo ni noble celo que el de los honores y sueldos; nunca se instruyó en los ejercicios militares; nunca dirigió ni supo las maniobras de los diversos cuerpos; nunca se acercó al soldado ni se informó de sus necesidades o reclamaciones; nunca, en fin, organizó la fuerza armada, de modo que la nación, en caso oportuno, pudiera contar con un ejército pertrechado y bien dispuesto, ni él con amigos y partidarios firmes y resueltos: así, la tropa fué quien primero le abandonó. Reducíase su campo de instrucción a una mezquina parada que algunas veces ofrecía delante de su casa, a manera de espectáculo, a los ociosos de la capital y a sus bajos y, por desgracia, numerosos aduladores; ridículo remedo de las paradas que en París solía tener Napoleón. Tan pronto protegía a los hombres de saber y respeto, tan pronto los humillaba. Al paso que fomentaba una ciencia particular, o creaba una cátedra, o sostenía una mejora, dejaba que el Marqués Caballero, enemigo declarado de la ilustración y de los buenos estudios, imaginase un plan general de instrucción pública para todas las uni versidades, incoherente y poco digno del siglo, permitiéndole también hacer en los códigos legales omisiones y alteraciones de suma importancia. Aunque confinaba lejos de la corte y desterraba a cuantos creía desafectos suyos o le desagradaban, ordinariamente no llevaba más allá sus persecuciones, ni fué cruel por naturaleza; sólo se mostró inhumano y duro con el ilustre Jovellanos. Sórdido en su avaricia, vendía, como en pública almoneda, los empleos, las magistraturas, las dignidades, los obispados, ya para sí, ya para sus amigos, o ya para saciar los caprichos de la Reina. La Hacienda fué entregada a arbitristas más bien que a hombres profundos en este ramo, teniéndose que acudir a cada paso a ruinosos recursos para salir de los continuos tropiezos causados por el derroche de la corte y por gravosas estipulaciones. Desembozado y suelto en sus cos. tumbres, dió ocasión a que entre el vulgo se pusiese en crédito el esparcido rumor de estar casado con dos mujeres; habiéndose dicho que era una Doña María Teresa de Borbón, prima carnal del Rey, que fué considerada como la verdadera, y otra Doña Josefa Tudó, su particular amiga, de buena índole y de condición apacible, y tan aficionada a su persona, que quiso consignar en la gracia que se le acordó de Condesa de Castillo Fiel, el timbre de su incontrastable fidelidad. Conteníale a veces en sus prontos y violentos arrebatos. Godoy en el último año llegó al ápice de su privanza, habiendo recibido con la dignidad de Grande Almirante el tratamiento de Alteza, distinción no concedida antes en España a ningún particular. Su fausto fué extremado; su acompañamiento espléndido; su guardia, mejor vestida y arreada que la del Rey. Honrado en tanto grado por sus Soberanos, fué acatado por casi todos los grandes y principales personajes de la monarquía. ¡Qué contraste verle ahora, y comparar su suerte con aquella en que aún brillaba dos días antes! Situación que recuerda la del favorito Eutropio, que tan elocuente. mente nos pinta uno de los primeros Padres de la Iglesia Griega: «Todo pereció, dice; una ráfaga de viento soplando reciamente despojó aquel árbol de sus hojas y nos le mostró desnudo y conmovido hasta en su raíz... ¿Quién había llegado a tanta excelsitud? ¿No aventajaba a todos en riquezas? ¿No había subido a las mayores dignidades? ¿No le temían todos y temblaban a su nombre? Y ahora, más miserable que los hombres que están presos y aherrojados, más necesitado que el último de los esclavos y mendigos, sólo ve agudas armas vueltas contra su persona, sólo ve destrucción y ruina, los verdugos y el camino de la muerte». Pasmosa semejanza, y tal, que en otros tiempos hubiera llevado visos de sobrehumana profecía. Encerrado el Príncipe de la Paz en el cuartel de guardias de Corps, y retirado el pueblo, como hemos dicho, a instancias y en virtud de las promesas que le hizo el Príncipe de Asturias, se |