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escapar de los lobos que andaban entonces, aunque no tanto como ahora, en persecucion de las buenas letras.

Era alli pan quotidiano la burla del probabiliorismo en la ciencia de las costumbres, denigrado con el epiteto de jansenismo. El ergotismo y la cavilaciones escolásticas ocupaban el lugar de la pacifica leccion y meditacion de la divina Escritura y del estudio de los concilios y de los S S. Padres. Las órdenes mendicantes se gloriaban, como lo habian hecho antes los jesuitas, de ser tropas auxiliares de la curia romana: por medio de ellas iban cundiendo en el clero secular y en el pueblo las máximas de la dominacion universal de los papas aun en lo temporal de los reyes y de los reynos; para algunos era punto menos que heregia negar la infalibilidad del papa y no igualar su tribunal al de Jesu Cristo; esforzábanse muchos canonistas y teólogos á pintar la sede apostólica como unica fuente y origen de toda la autoridad y jurisdiccion eclesiástica, cuyos delegados son los obispos, o monaguillos, como decia cierto principe que habian quedado despues del concilio de Trento. La doctrina del origen divino de la potestad episcopal era mirada por algunos como sospechosa, por otros calificada de cismática, como la calificaron en Trento el cardenal Simoneta y los prelados lisongeros de la curia. Asi se hablaba del papa en los actos teológicos y canónicos de las eseuelas de España, como pudieran Rocaberti, Belluga y otros tales, llamándole obispo de los obispos, monarca universal y despótico de la Iglesia, oráculo infalible en las questiones de hecho y de derecho, y unico juez y maestro de la fe católica. Tan unico, que para ciertos abogados del curialismo era error intitular á los obispos jueces de la fe, citando como un texto de la Biblia las palabras de Cle

mente XI. en su breve de 31 de Agosto de 1706: Venerari et exequi discant (episcopi); non discutere, aut judicare præsumant: aprendan los obispos á venerar y obedecer; mas no presuman discutir ni juzgar. Cierto es que al mismo tiempo se oian declamaciones de algunos sabios contra las usurpaciones de la curia: que el gobierno resistia sus acometidas contra la potestad temporal: que no habia quien á cara descubierta sostubiese las falsas decretales. Mas entretanto se enseñaban en las escuelas de cánones instituciones vaciadas por aquel molde: por donde este acinamiento de falsedades exercia por lo general en los profesores de aquel reyno un imperio funestisimo, conservándose los estudios eclesiásticos de España en el estado á que algunos siglos antes habia reducido los de todo el occidente la universidad de Bolonia.

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En medio de estas tinieblas, cuyo horror no me espantaba aun entonces, procuraba inspirar á los alumnos de mi cátedra el tal qual desengaño en la lógica, en la moral y en la fisica que habia debido á Muñoz y á otro catedrático que succedió, llamado don Josef Matamoros, de la orden de Montesa, eclesiástico virtuoso y muy docto, á quien sobrecogió la muerte escribiendo una historia eclesiástica. Durante el curso ordené por encargo del obispo unas instituciones filosoficas, purgadas de la paja de aquella era; trabajo perdido, por que ni el obispo me las pidió luego, ni yo me convidé á dárselas. Algun remedio causó despues en la miseria de aquellos estudios el plan que trabajó para la universidad de Valencia el sabio canonigo don Vicente Blasco, mestro del infante don Gabriel: plan malogrado, por haberle faltado proteccion quando aşestó contra él sus tiros la enfurecida ignorancia.

CAPITULO II.

Viage á Madrid.—Amigos literatos.-Idea del reynado de Carlos III.-Campomanes.-Colegios mayores. Jesuitas.-Bula de la Cena.-Juicio imparcial. Causa del obispo de Cuenca.

De estos riesgos me preservó la providencia con las notas que puso á mis conclusiones el catedrático de cánones don Alejandro Ribas que entonces era provisor: y no tanto las notas, cuanto el haberme tratado en esto como juez y no como compañero y amigo, advertiéndome los reparos que á su juicio eran dignos de consideracion. Estrañé aun mas que esto, el que nada me hubiese prevenido el obispo á quien debia favor y confianza. Todo este cúmulo de incidentes presentándoseme de improviso me hicieron concebir la determinacion de dejar la cátedra. Motejáronme algunos en esto de precipitado; y acaso lo fui, por que tenia entonces veinte años, y poco mundo; pero lo cierto es, que á aquella resolucion poco meditada, debi el escapar de la tal atmósfera mórbida, en la qual he visto enfermar muchos de preocupaciones casi incurables.

Llegado á Madrid en Agosto de 1780, me hospedó Muñoz en su casa: era entonces cosmógrafo mayor de Indias. El qual, examinadas mis conclusiones, y las notas de Ribas, contribuyó á que el consejo real diese licencia para su impresion por medio del ministro Nava que era entonces su gobernador; anciano respetable por su ciencia y por su prudencia, y por el buen uso que hacia de su selecta biblioteca; al qual se deben las grandes y cómodas obras que hoy disfrutan los enfermos en las aguas de Trillo. Habiéndome persuadido Muños que permaneciese en Ma

drid, me facilitó el trato y la amistad de los literatos que tenia entonces la corte, especialmente de Blasco que vivia con él, de don Francisco Cerdá, celebre abogado, escritor de varias obras, y que llego á formar una de las mayores bibliotecas de España: de don Ignacio de Ayala, catedrático de poética de los reales estudios, autor de la Historia de Gibraltar, y uno de los mejores poetas latinos que tubimos en el siglo pasado: de Don Miguel Casiri, bibliotecario del rey, autor de la Biblioteca Arabico Escurialensis: del M. Risco, continuador de la España Sagrada: del P. don Pedro Montoya, del oratorio del Salvador, uno de los mas ilustrados teólogos y canonistas de aquel tiempo: del M. Fr. Raymundo Magi, mercenario, que fue obispo de Guadix: del docto capellan de honor y predicador del rey don Antonio Tavira, que fallecio siendo obispo de Salamanca; y sobre todo, del sabio bibliotecario mayor don Francisco Perez Bayer, á quien me reconozco deudor de mi tal cual aficion à las lenguas orientales.

Llegué á Madrid en la ultima época del venturoso reynado de Carlos III. que subio al trono por muerte de su hermano Fernando VI. á 10 de Agosto de 1759, y falleció á 17 de Noviembre de 1788. Llámole venturoso, no porque crea serlo el que degenera de su primitiva institucion, sino porque aquel principe con su prudencia y con el consejo de los buenos ministros que habia elegido y supo conservar, puso al reyno en camino de prosperidad y de gloria.

Era entonces fiscal del consejo y cámara de Castilla y director de la academia de la historia don Pedro Rodriguez Campomanes, (despues Conde) el cual con su singular talento é inmensa lectura llegó á adquirir un rico caudal en varias clases de literatura. Añadia á estas prendas gran

facilidad en escribir, tino en los juicios, entereza en sostener la verdad contra todo género de intereses personales y de preocupaciones. Tenia émulos, como los tiene donde quiera el mérito; conocialos él, y los trataba con humanidad, admitiendo á algunos de ellos en la reunion de literatos que tubo siempre en su casa.

Conocia á fondo á la corte de Roma, jamas dio cuartel a sus exorbitantes pretensiones; en ciertos lances jugó las armas de su piadosa doctrina para combatirlas de frente. Otras muestras dio de su ilustracion en el tratado de la regalia de amortizacion: en el dictamen fiscal en el expediente del obispo de Cuenca: en las respuestas fiscales sobre la ereccion de pueblos en Sierra Morena, sobre la extincion de los gitanos, y otros grandes negocios que pasaron por su mano en aquella época. Entre esta clase de escritos merece especial mencion su dictamen sobre la tasa de granos, en que rayó muy alto, respeto de los conocimientos manifestados por otros economistas naturales y estrangeros. Siendo aun fiscal publicó tambien el Periplo de Hannon, la historia de los templarios, la industria y educacion popular con varios apéndices. Dejó ademas un sin numero de MSS. obra de su incansable aplicacion. Este gran literato, á quien debi singulares honras, fue protegido siempre por Carlos III. principe apreciador del mérito, y constante en no dar oidos á sus perseguidores. Esta proteccion le valió para no ser atropellado por el tribunal del santo oficio. Delatáronle á él muchas veces como filósofo moderno, que en el diccionario del fanatismo equivalia á incrédulo, impio, materialista y ateista. No dejó de valerle tambien el ser estas delaciones muy vagas, y faltas de apoyo en hechos o dichos singulares; y ademas, la mejora que se iba experimentando en las opiniones

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