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consta que en lo mas recio de aquella guerra civil hicieron diversas entradas y cabalgadas en tierra de cristianos, y aun tomaron la villa de Cañete, que está asentada á la frontera de aquel reino; muestra en aquella ocasion de ánimo muy grande y resolucion notable.

CAPITULO III.

De la rota que los moros dieron á los cristianos en los montes de Málaga.

Rey mozo era muerto, para tratar que la reina doña Ca-
talina, sucesora de su hermano, Casase con el principe
don Juan, hijo del rey don Fernando. Llevó órden que
con todos los medios posibles granjease á todos los que
le pareciese ser á propósito, mayormente que se valiese
de la parcialidad de los biamonteses, en cuyo poder es-
taba la ciudad de Pamplona y la mayor parte del reino;
que los reyes mas tenian el nombre de sello que au-
toridad alguna para mandar, si bien tenian puesto por
virey á monsieur de Abena, de nacion francés, perso-
na de gran prudencia y grande experiencia de nego-
cios. Madama Madalena, madre de la Reina, dió mues-
tras de alegrarse mucho con la embajada de Castilla,
quier fuesen verdaderas, quier fingidas. La respuesta
fué que ningun partido se le podia ofrecer mejor; que
por su parte no habria dificultad ninguna en efectuar
aquel casamiento. En Galicia el Condestable y el conde
de Benavente y los aliados de ambos andaban alborota-
dos; cada cual de las partes pretendia apoderarse de
los castillos de los obispos para desde allí hacer mal y
daño á los contrarios. El rey don Fernando por atajar
estos inconvenientes y bullicios mandó á don Hernan-
do de Acuña, su gobernador en aquellas partes, que
ganando por la mano se apoderase de aquellas fuerzas.
Resultó que como tuviese el Gobernador puesto cerco
sobre el castillo de la ciudad de Lugo, don Pedro de
Osorio, conde de Lemos, acudió con gentes en ayuda
de su hermano, que era obispo de aquella ciudad; oca-
sion de nueva guerra, que puso en necesidad al rey
don Fernando de salir de Madrid á los 11 de febrero del
año 1483. No paró hasta llegar á Galicia; queria con
su presencia dar asiento en todas las cosas. En el mis-
mo viaje le vino nueva de la muerte del conde de Le-
mos; dejó por su heredero á don Rodrigo, su nieto, el
cual su hijo don Alonso hobo fuera de matrimonio. Su
abuelo con dispensacion del Pontífice le legitimó, y
puso durante su vida en posesion de aquel estado. Re-
sultaron desto nuevos debates á causa que doña Juana,
hija del dicho Conde difunto, y casada con don Luis,
hijo del conde de Benavente, pretendia para sí aquel
condado. Andaban alborotados sobre el caso hasta
venir á las manos. El Rey, llegado á Galicia para sose-
gallos, les mandó que, dejadas las armas, cada uno si-
guiese su derecho por la via de justicia, con apercebi-
miento de maltratar al que no se allanase, si bien se
inclinaba mas á la parte que poseia, es á saber, al nieto
del difunto. Andaba ocupado en estos negocios en sa-
zon que los moros cerca de Málaga hicieron grande es-
trago en los nuestros, que fué el desman mayor que
sucedió en toda aquella guerra. Pedro Enriquez, ade-
lantado del Andalucía, recobrado que hobo con la ayu-
da del marqués de Cádiz á Cañete, villa de su estado,
procuró de reparalla, y deseaba vengarse de los mo-
ros; por otra parte, don Alonso de Aguilar y el maestre
de Santiago con un buen escuadron de los suyos, ani-
mados por algunas cosas que hicieron á su gusto, se
determinaron entrar en tierra de moros. Asimismo don
Juan de Silva, conde de Cifuentes, asistente de Sevi-

Los reyes por cosas que sobrevinieron fueron forzados á desistir por un poco de tiempo de la guerra de los moros y dar la vuelta al reino de Toledo. Por su ausencia encargaron la frontera de Ecija á don Pedro Manrique, al cual poco antes, de conde de Treviño, intitularon duque de Najara; á don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, dejaron por frontero en Jaen; á don Juan de Silva, conde de Cifuentes, encomendaron el gobierno de Sevilla, por muerte de Diego de Merlo, que falleció en aquel cargo á este tiempo. Compuestas las cosas en esta forma, se fueron á Castilla; llegaron á Madrid á la boca del invierno. En aquella villa se tuvieron Cortes á propósito de reformar con nuevas leyes las hermandades que se ordenaron los años pasados, como queda dicho, para que no usasen mal del poder y de la mano que tenian; querian otrosí que ayudasen para los gastos de la guerra. Acordaron de acudir para ayuda de la guerra de los moros, y se ofrecieron á proveer diez y seis mil bestias de carga para las vituallas y el bagaje de los soldados. Fuera desto el pontífice Sixto mandó contribuir á las iglesias con cien mil ducados por una vez; concedió asimismo la cruzada á todos los que á su costa fuesen á la guerra, por lo menos ayudasen con ciertos maravedís para los gastos, lo cual se tornó á conceder el tercer año adelante; y deste principio, que se continuó adelante, ya todos los años se recoge por este medio gran dinero para los gastos reales; camino que inventaron en aquella sazon personas de ingenio, y que por semejantes arbitrios pretenden adelantarse y ganar la gracia de los príncipes y ayudar á sus necesidades. Demás desto, tomaron de los cambios y de otros particulares gran suma de dineros prestada. Los aragoneses no querian recebir por virey á don Ramon Folch, conde de Cardona, que el Rey tenia señalado para este cargo; decian era contra sus fueros poner en el gobierno de su reino hombre extranjero. Hobo demandas y respuestas; mas al fin el Rey temporizó con ellos, y nombró por virey.á su hijo don Alonso de Aragon, arzobispo de Zaragoza. Las cosas de Portugal asimismo y las de Navarra ponian en mayor cuidado á los reyes. Recelábanse no se revolviese y armase tan fuera de sazon alguna guerra por aquellas partes. El rey de Portugal trataba de casar á doña Juana, su prima, hija de don Enrique, rey de Castilla, con el rey de Navarra don Francisco Febo, que á esta sazon aun no era muerto. Los de Navarra se inclinaban á la parte de Francia. Para ganar al rey de Portugal los Rey y Reina le despacharon á Lope Datouguia, portugués de nacion,lla, y á don Juan de Ortega, obispo de Coria. Al reino de Navarra fué Rodrigo Maldonado, en sazon que ya aquel

acometió á ganar á Zahara con la gente de á caballo de aquella ciudad. Esta su pretension no tuvo efecto. Despertólos empéro para que con ocasion de

la gente que junta tenian se concertasen todos estos capitanes, divididos en tres escuadrones, de hacer entrada en los campos de Málaga, tierra muy rica por los ingenios y trato de la seda. Cuidaban por esta causa seria la presa y cabalgada muy grande; el interés los punzaba, y mas á los soldados, que tienen el robo por sueldo y la codicia por adalid. El suceso fué conforme á los intentos que llevaban, y el remate muy triste. Hay cerca de Málaga unos montes, que llaman Ajarquia, fragosos y ásperos por las peñas y matorrales que tienen. Por aquella parte hicieron su entrada; talaron los campos, robaron gentes y ganados, pusieron fuego á las alquerías y á las aldeas, sin perdonar á cosa alguna, con tanto ánimo y denuedo, que algunos de nuestra gente de á caballo con el fervor de su mocedad no pararon hasta dar vista y llegar á las mismas puertas de Málaga; atrevimiento, no solo temerario, sino loco, con que irritados los ciudadanos de Málaga y juntamente los que inoraban en aquellas montañas, gente endurecida. por la aspereza de los lugares y embravecida por el daño, se apellidaron y se derramaron y los cercaron por todas partes. Quisieran los fieles retirarse, si les dieran lugar. Dos caminos se ofrecian para volver atrás; el mas llano por la ribera del mar era mas largo, y por el castillo de Málaga que está por aquella parte, y los esteros que por allí hace el mar, peligroso; el otro por do vinieron era mas corto, pero fragoso á causa de los bosques y montañas que se traban unas de otras, en especial hay dos montes, que de tal manera se cierran y encadenan, que hacen en medio un valle muy hondo, con un rio que pasa por medio y los divide en dos partes. Abajaron los nuestros á aquel valle llenos de miedo y embarazados con la presa que llevaban, cuando por una parte se vieron acometer por los moros que les venian á las espaldas, y por otra parte oyeron grande alarido de gente que les tenia atajado el paso, causa de mayor espanto; además del cansancio con que venian por el camino de dos dias y falta de comer, no podian pasar adelante, ni les era lícito volver atrás. Hirieron los moros y mataron muchos de nuestra gente con saetas y pelotas de arcabuces que les tiraban, como los que estaban muy ejercitados en la puntería y tirar al blanco. Venida la noche, fué mayor el miedo por la escuridad, que todo lo hace mas espantable, y por la grilería continua que los enemigos daban. Entonces el Maestre: «Hasta cuando, dijo, soldados, nos dejarémos degollar como reses mudas? Con el hierro y con el esfuerzo hemos de abrir camino; procurad á lo menos de vender caro las vidas y no morir sin vengaros.» Dichas estas palabras, comenzó á subir la cuesta, llegaron con dificultad á lo mas alto; allí fué la pelea mas brava, y la matanza en especial de los nuestros muy grande. Entre otros murieron personas muy señaladas por su linaje y hazañas. Al de Cádiz ciertas guias que halló encaminaron por senderos extraordinarios, y le pusieron en salvo por otra parte. El escuadron del conde de Cifuentes, que era el postrero, recibió mayor daño; él mismo y su hermano Pedro de Silva fueron presos y llevados á Granada. Parecia que todos pasmaban y que tenian entorpecidos los miembros sin podellos menear; de dos mil y setecientos de á caballo que lleva

ban, fueron muertos ochocientos, y entre ellos tres hermanos del marqués de Cádiz, es á saber, Diego, Lope y Beltran, sin otros deudos suyos. El número de los cautivos fué casi doblado; entre ellos cuatrocientos de lo mas noble de España. Algunos pocos con el Maestre se salvaron por los desiertos y matorrales, que con afan llegaroná Antequera ; otros, cada cual segun le guiaba la esperanza ó temor, fueron á parar á diversas partes. Sucedió este desastre señalado á 21 de marzo, dia de san Benito, que por entonces de alegre se mudó en triste y desgraciado para España. La mengua se igualó al daño. El caudillo de los moros, llamado Abohardil, hermano del rey Alboliacen y gobernador de Málaga, con el buen suceso desta empresa ganó gran crédito y reputacion de esforzado y prudente entre los de su nacion y aun para con los cristianos.

CAPITULO IV.

Que el rey Mahomad Boabdil fué preso.

Los ánimos de los cristianos en breve se conhorlaron de la gran tristeza y lloro que les causó aquel desastre, por otro mayor daño que hicieron en los moros, con que su atrevimiento se enfrenó. Peleaban entre sí los dos reyes moros Albohacen y Boabdil con grande pertinacia y porfía; solamente concordaban en el odio implacable y deseo que tenian de hacer mal á los cristianos. Ponian la esperanza de aventajarse contra la parcialidad contraria en perseguir y hacer daño á los. nuestros, y por esta via ganar las voluntades y favor del pueblo. Por esto y por la victoria susodicha que ganó su padre, Boabdil en competencia se resolvió de acometer por otra parte las tierras de cristianos. Juntó un buen número de gente de á caballo y de á pié, así de los suyos como de la parcialidad contraria; hizo entrada por la parte de Ecija; llevaba intento y esperanza de apoderarse de Lucena, villa mas grande y rica que fuerte. Dióle este consejo Alatar, su suegro, persona que de muy bajo suelo, tanto, que fué mercero, á lo menos esto significa su nombre, por su gran esfuerzo pasó por todos los grados de la milicia y llegó á aquella honra de tener por yerno al Rey, además de las muy grandes riquezas que habia llegado; y estaba acostumbrado á hacer presas en tierra de cristianos, en particular en la campiña de Lucena. Diego Fernandez de Córdoba, alcaide de los Donceles, que era señor de aquel pueblo, junto con otros lugares que por allí tenia, luego que supo lo que los moros pretendian, advirtió á su tio el conde de Cabra del peligro que corria. A causa del estrago pasado quedaba muy poca gente de á caballo por aquella comarca, fuera de que los moradores de Lucena estaban amedrentados, y los muros no eran bastantes para resistir á los bárbaros. Llegaron los moros á 24 de abril. El Alcaide recogió los moradores á la parte mas alta del lugar. Fortificó otrasí con pertrechos, guarneció con soldados, que llegó hasta docientos de á caballo y ochocientos de á pié de los lugares comarcanos, lo mas bajo de la villa, por entender que los moros acometerian por aquella parte. Fué mucho el esfuerzo de los soldados, tanto, que los enemigos perdieron la esperanza de ganar la villa; mas

victoria los Reyes, que á la sazon se hallaban en Madrid, acordaron, partir entre sí los negocios, que eran muy grandes. La reina doña Isabel fué á la raya de Navarra para apresurar lo del casamiento de su hijo, por el gran deseo que tenían de impedir á los franceses la entrada en España y la posesion del reino de Navarra. El rey don Fernando se partió al Andalucía para cuidar de la guerra. Salió de Madrid á 28 de abril; llegado á Córdoba, se trató de hacer la guerra con mayores fuerzas y apercebimientos que antes, en especial que los moros por la prision del rey Chiquito se torna

por alguna gente que perdieron en el combate y otros que les hirieron, en venganza volvieron su rabia contra los olivares. Demás desto, Amete, abencerraje, con trecientos de á caballo dió la tala á la campiña de Montilla: Tenia este con el alcaide de Lucena Diego de Córdoba conocimiento y familiaridad á causa que los años pasados los abencerrajes echados de Granada, estuvieron en Córdoba mucho tiempo. Hecho pues lo que le encomendaron, vuelto á Lucena, convidó al Alcaide para tener habla con él, con intento, debajo de color de amistad, de ponelle asechanzas y engañalle. Un engaño fué burlado con otro. Dió esperanza el Alcairon á unir debajo de su rey Albohacen, que volvió al de de rendir el pueblo; con que entretuvo al enemigo hasta tanto que llegase el conde de Cabra. Como el Bárbaro supo que se acercaba, alzados sus reales, comenzó á retirarse la vuelta de su tierra con la presa, que era muy grande. Los cercados, avisados de lo que pasaba, salieron de la villa, acometieron á la retaguardia para impedilles el camino y entretenellos. Entre tanto como llegase el conde de Cabra, se determinó cargar á los enemigos, que iban turbados con el miedo, revueltos entre sí y sin ordenanza. Apenas los venideros creerán esto, que con ser los moros diez tantos en número, no pudieron sufrir la primera vista de los contrarios. Dios les quitó el entendimiento; y la fama, como de ordinario acontece, de que el número de los nuestros era mucho mayor los hizo atemorizar. Está un arroyo legua y media de Lucena en el mismo camino real de Loja; las riberas frescas con muchos fresnos, sauces y tarais, y á la sazon por las lluvias del verano llevaba mucha agua; la gente de á pié, pasado el arroyo, se pusieron en huida sin otro ningun cuidado mas de llevar la presa delante; la gente de á caballo, aunque atemorizada por la misma cansa, hizo rostro. El rey Bárbaro procuró animallos, dijoles: «¿Dónde vais, soldados? ¿Qué furor os ha cegado los entendimientos? ¿Por ventura estáis olvidados que estos son los mismos que poco há fueron vencidos por menor número de los nuestros? Tendréis pues vos y ellos en esta pelea los ánimos que suelen tener los vencedores y vencidos. Mirad por la honra, por vos mismos y por lo que dirá la fama. ¿Pensais que á las manos entorpecidas pondrán en salvo los piés?» Poco aprovecharon estas palabras. Marcharon á priesa los cristianos; acometió por el un costado don Alonso de Aguilar, que desde Antequera con cuarenta de á caballo y algunos pocos peones mezclados acudió á la fama del peligro. Los bárbaros, sea que sospechasen que el número era mayor, ó lo que yo mas creo, por habeHos amedrentado Dios, dieron las espaldas y se pusieron en huida. El Rey se apeó de un caballo blanco en que iba aquel dia, procuró esconderse entre los árboles y matas de aquel arroyo con deseo de escapar si pudiese. Halláronle allí tres peones, y él mismo porque no le matasen, dió aviso de quién era. Así le prendieron, y el Alcaide, que seguia el alcance, le mandó llevar á Lucena. El estrago que hicieron los nuestros hasta la noche en los que huian fué tal, que mataron mas de mil de á caballo, y entre ellos al mismo Alatar, viejo de noventa años, y como cuatro mil peones, parte quedaron muertos, parte presos; juntamente les quitaron la presa. Con el aviso desta

señorío de Granada, dado que muchos de los ciudadanos, aunque sin cabeza, todavía perseveraban en su primera aficion, personas á quien ofendia la vejez, crueldad y avaricia de aquel Rey. Juntaron los nuestros á toda diligencia seis mil de á caballo y hasta cuarenta mil infantes; con este ejército volvieron á la guerra. Iba por su caudillo el mismo rey don Fernando; hizo destruir los arrabales de filora, y tomó por fuerza y echó por el suelo á Tajara, pueblo cerca de Granada, en cuya batería don Enrique Enriquez, tio del Rey y mayordomo de la casa real, fué herido, y para curalle le enviaron á Alhama. Despues desto llegaron á la vega de Granada, en que hicieron grande destrozo, quemaron y talaron todo lo que hallaban, y para mayor seguridad de los gastadores, asentaron los reales en un puesto fuerte, desde donde los enviaban guarnecidos de soldados y con escolta á hacer daño en los campos comarcanos, con tanto menor peligro suyo y mayor perjuicio de los enemigos. El rey Albohacen, por no fiarse de los ciudadanos, no se atrevió á salir de la ciudad, solo algunos pocos soldados se mostraban por los campos con intento de prender á los que se desmandasen y pelear á su ventaja. Envió otrosí aquel Rey desde Granada sus embajadores; prometia si le entregaban á Boabdil, su hijo, que daria en trueque al conde de Cifuentes y otros nueve de los mas principales cautivos que tenia; otras condiciones ofrecia para hacer confederacion, pero insolentes y demasiadas. Era de su natural feroz, y ensoberbeciale mas la victoria que poco antes ganara. El rey don Fernando rechazó las condiciones, ca decia no ser venido para recebir leyes, sino para dallas, y que no habia que tratar de paz en tanto que no dejaba las armas. Los nuestros eran aficionados á Boabdil; el favor y la misericordia tienen á las veces ímpetus vehementes. El marqués de Cádiz y otros no cesaban de persuadir al Rey que le pusiese en libertad; que por este medio sustentase los bandos y parcialidades entre aquella gente, cosa muy perjudicial para ellos y muy á propósito para nuestros intentos. Acabadas pues las talas y puesta guarnicion en Alhama, y por cabeza don Iñigo Lopez de Mendoza, conde de Tendilla, con órden, no solo de defender el pueblo, sino tambien de hacer salidas y robar las tierras comarcanas, el rey don Fernando volvió á Córdoba. Allí por su mandado trajeron el Rey preso del castillo de Porcuna, pueblo que los antiguos llamaron Obulco. Como él se vió en presencia del Rey, hincó la rodilla y pidióle la mano para besalla. Abrazóle el Rey y hablóle con mucha cortesía. Parecióle era justo tenelle respeto y honralle

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pagar y entretener los soldados moneda de cartones, de una parte su firma, y por la otra el valor de cada cual de las monedas, con promesa de trocallas con buena moneda y legal pasado aquel aprieto y necesidad; traza notable y usada de grandes personajes. Este año, á 15 de noviembre, dió el Papa el capelo al obispo de Girona don Juan de Melguerite, embajador por su Rey en aquella corte. Escribió de los reyes de España una breve historia, que intituló Paralipomena; pocos meses gozó de aquella dignidad. Yace sepultado en Roma en nuestra Señora del Pópulo.

como á rey, dado que fuese bárbaro y su prisionero. Trataron de concertarse; finalmente, se hizo con estas condiciones que Boabdil diese en relienes á su hijo mayor con otros doce hijos de los mas principales moros para seguridad que no faltaria en la devocion, obediencia y homenaje del rey de Castilla; mandáronle otrosí que pagase cada un año doce mil escudos de tributo, y viniese á las Cortes del reino cuando fuese avisado; demás desto, que por espacio de cinco años pusiese en libertad cuatrocientos esclavos cristianos. Con esto le otorgaron libertad y licencia de quedarse en su secta y le enviaron á su tierra. El rey don Fernando, puestas nuevas guarniciones por aquellas partes y señalado Luis Fernandez Portocarrero para que en lugar del maestre de Santiago tuviese el gobierno de Ecija y cargo de aquella frontera, se partió de Córdoba para do la Reina le esperaba. En la misma sazon mil y quinientos moros de á caballo y cuatro mil de á pié, debajo la conducta de Bejir, gobernador de Málaga, rompieron por la campiña de Utrera; mas fueron rechazados por el esfuerzo de Portocarrero y del marqués de Cádiz, que les salieron al encuentro, y los desbarataron cerca de Guadalete con grande estrago que en ellos hicieron. Para memoria de aquel servicio se despachó un privilegio en que se concedió á los marqueses de Cádiz para siempre jamás que todos los años hobiesen el vestido que los reyes vistiesen el dia de nuestra Señora de Setiembre, premio muy debido á sus hazañas y lealtad, mayormente que dentro del mismo mes, no solo desbarató á los moros, como queda dicho, sino tambien recobró á Zahara, que la tomó de sobresalto. Fueron los reyes don Fernando y doña Isabel á la ciudad de Victoria; tenian poca esperanza de efectuar aquel casamiento que pretendian. Madama Madalena á persuasion del rey de Francia, su hermano, se excusaba con la edad de los novios, que era muy desigual, ca el Principe era niño, y su hija casadera. Decia que semejantes casamientos pocas veces salen acertados. En aquella ciudad el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles por mandado de los reyes fueron recebidos solemnemente, y para mas honrallos en compañía del cardenal de Toledo don Pero Gonzalez de Mendoza les salieron al encuentro toda la nobleza y todos los prelados; honra que muy bien se les empleaba. En particular hicieron merced al conde de Cabra de cien mil maravedís de juro por toda su vida. Concediéronle otrosí que á sus armas antiguas añadiese y pintase en su escudo la cabeza de un rey coronado, y al derredor por orló nueve banderas en señal de otras tantas que ganó de los moros cuando de sobre Lucena se retiraban, todo á propósito de gratificar aquel servicio, y despertar á otros á emprender cosas grandes por la patria y por la religion. Cayóse con las aguas del invierno de repente gran parte de la muralla de Alhama; los soldados por miedo trataban de desamparar aquella plaza. El conde de Tendilla con prudente y presto consejo hizo tender un lienzo en toda aquella abertura, pintado de tal manera, que parecia no faltar cosa alguna; con esto antes que el enemigo advirtiese el engaño y fuese avisado de lo que pasaba, tuvieron lugar de reparar lo caido y asegurarse. Hizo otrosi por la grande falta de diuero para

ros

CAPITULO V.

De las cosas de Navarra.

Los navarros no sosegaban; demás de las parcialidades antiguas, al presente, por el poco caso que hacia la gente de los que gobernaban, los odios tenian menos enfrenados y reprimidos, sin que se pudiese entre ellos asentar una paz firme y duradera. Muchas veces se dejaron las armas, y muchas las tornaron á tomar. Estaban las cosas de tal manera trabajadas, que apenas se pudieran reparar con una larga paz, cuando se emprendió de otra parte una nueva guerra. Juan, vizconde de Narbona, tio de la reina doña Catalina, pretendia aquel reino con achaque que cuando murió la reina doña Leonor, su madre, él debia suceder como pariente mas cercano que los nietos, además que no podia mujer heredar aquella corona; concluia que contra derecho y justicia aquella señora tomó la posesion de aquel reino. Esto decia y alegaba; la verdadera causa del daño era el poco caso que hacia de la Reina por ser mujer y por su poca edad; que de otra suerte, ¿qué derecho podia pretender, pues constaba que muchas veces los nietos se preferian á los hijos menores, y aquel reino recayó en hembras diversas veces? La mudanza de los príncipes y sus muertes dan ocasion á semejantes pretensiones, y la insaciable codicia de reinar no se mueve por alguna razon ni se enfrena. No tenia esperanza de alcanzar por bien y por via de justicia su pretension; con las armas hizo que todo el condado de Fox le reconociese por se ñor, castillos y pueblos, parte de su voluntad, parte por fuerza. Los mas favorecian sus intentos por la memoria que tenian de los señores pasados y por el miedo y odio de sujetarse por medio del casamiento de la Reina á algun señor extranjero. Para sosegar estos bullicios tenian necesidad de mayores fuerzas, y las cosas. pedian algun varon que las gobernase. Pareció apresurar el casamiento de la Rein, sobre que resultaron nuevas dificultades. Madama Madalena, su madre, se inclinaba á la casar en Francia. Los navarros pretendian tener por costumbre que se tratase y determinase en los estados y Cortes del reino del casamiento de sus reyes; que los matrimonios que sin dalles parte ó contra su voluntad se efectuaban, siempre salieron desgraciados; en particular los moradores de Tudela protestaron que si de otra forma se hiciese, se entregarian al rey don Fernando, el cual á la sazon en Tarazona tenia Cortes de Aragon por principio del año 1484, sin que haya sucedido cosa memorable, sino que los catalanes al principio rehusaron de hallarse en ellas. Alegaban que,

conforme á sus fueros, no era lícito llamallos fuera de
su provincia, pero al fin se conformaron con la volun-
tad del Rey. En el entre tanto doña Catalina, reina de
Navarra, se casó con Juan de Labrit, hijo de Alano,
persona muy noble, y que tenia grandes estados en
Francia, es á saber, lo de Perigueux, lo de Limoges, lo
de Dreux, sin otros pueblos y señoríos. Deste casa-
miento resultaron nuevas alteraciones en Navarra. El
rey don Fernando, con intento de aprovecharse del tem-
poral turbio para ensanchar su estado y vengar la poca
cuenta que dél se tuvo, al contrario de lo que antes hizo,
él se quedó en aquella comarca, y envió á la Reina á la
Andalucía para aprestar lo necesario para continuar la
guerra de los moros. Las cosas no daban lugar á des-
cuidarse, ca tenian aviso que todavía el poder de Albo-
hacen iba en aumento, y que tenia debajo de su obe-
diencia casi toda aquella nacion; que su hijo apenas
dentro de la ciudad de Almería que la tenia por suya, y
con poca gente que se le arrimaba, conservaba el nom-
bre de rey. La principal causa desta mudanza era que
aquella gente le aborrecia como renegado, por lo menos
aficionado á los cristianos. Los predicadores que su
padre envió por todas partes no cesaban de maldecille
y declaralle al pueblo por blasfemo y descomulgado. De
nuestra parte las gentes de Córdoba y de Sevilla, en nú-
mero de mas de diez mil hombres, por el mes de abril,
por toda la campiña de Málaga, talaron las mieses que
estaban ya para segarse, con que pusieron grande es-
panto, y con los grandes daños que hicieron, se satis-
ficieron en el mismo lugar del que se recibió el año
pasado. Sobre todo pretendian y confiaban que los mo-
ros, cansados con tantos males, en fin se vendrian á suje-
tar, pues de Africa no les venia socorro ninguno, á lo me-
nos de importancia, sea por estar aquella gente embara-
zada en sus guerras, sea porque los nuestros con sus
armadas, como señores que eran del mar, no daban lu-
gar á los contrarios de rebullirse. Esto dió ocasion y avi-
lenteza á los ginoveses para que debajo de la conducta
de un cosario llamado Jordieto Doria, trabajasen las ri-
beras de Cataluña y de Valencia, que se hallaban sin
armada. Robaron, quemaron y mataron todo lo que
hallaban. Fueron los ginoveses antiguamente competi-
dores por el mar de los catalanes, y al presente les dió
lugar para desmandarse cierta discordia que resultó en
aquella ciudad, y la poca autoridad que por esta causa
aquella república tenia. Fué así, que á Pedro Fregoso,
duque de aquella señoría, echó de la ciudad y despojó
de su dignidad Paulo Fregoso, arzobispo de Génova y
cardenal, sin tener consideracion al parentesco que los
dos tenian. Cargábale que llamaba á los duques de Mi-
lan para entregalles aquella ciudad. Erales al pueblo
muy pesado que los milaneses, malos antes de sufrir,
volviesen á gobernallos; además que por haber gusta-
do una vez la libertad, no podian llevar el señorío de
ninguno, puesto que fuese muy blando, ni sabian tem-
plarse en sus pasiones. Lo que resultó fué que se apa-
rejó á costa de aquel reino en Valencia una nueva ar-
mada, y por su capitan Mateo Escrivá, á propósito de
reprimir el orgullo de los cosarios y defender nuestras
riberas. Demás desto, las cosas eclesiásticas andaban
tambien revueltas en aquellos estados y corona; para

todo era necesaria la presencia del rey don Fernando.
El caso pasó desta manera: por la muerte del maestre
de Montesa Luis Dezpuch, persona en aquella era de
gran fama, prudencia y valor, bien así como cualquier
otro de los muy nombrados, los caballeros de aquella
órden pusieron en su lugar á don Filipe Boil. Alegaba
contra esta eleccion el rey don Fernando que el sumo
Pontífice le concediera una bula, en que disponia que
sin su voluntad no pudiese ser elegido de nuevo ningun
maestre; las voluntades de los reyes son vehementes, así
fué necesario que, depuesto el nuevo electo, sucediese
en su lugar don Filipe de Aragon, sobrino del Rey, hijo
de don Cárlos, príncipe de Viana, que, aunque señalado
por arzobispo de Palermo, se contentó de trocar aquella
dignidad con el maestrazgo de Montesa. Demás desto,
el pontifice Sixto por la muerte de don Iñigo Manrique,
arzobispo de Sevilla, dió aquella iglesia al cardenal Ro-
drigo de Borgia, cosa que sintió mucho el rey don Fer-
nando, hasta mandar prender a Pero Luis, duque de
Gandía, hijo que era de aquel Cardenal; torcedor con
que al fin alcanzó que, revocada la primera gracia, don
Diego de Mendoza, obispo que era de Palencia, fuese
hecho arzobispo de Sevilla por contemplacion de su
hermano el conde de Tendilla y de su tio el cardenal de
España. Por esta eleccion don Alonso de Búrgos, que
era obispo de Cuenca, pasó al obispado de Palencia; á
Cuenca don Alonso de Fonseca, obispo de Avila; el
obispado de Avila se dió á fray Hernando de Talavera,
prior en Valladolid de nuestra Señora de Prado. Desta
manera en España los reyes pretendian fundar el dere-
cho de nombrar los prelados de las iglesias. La revuelta
que andaba en Italia fué causa que en muchas cosas se
disimulase con los príncipes; y aun en esta misma sa-
zon se emprendió entre los venecianos y neapolitanos
una nueva guerra. La ocasion fué ligera; la alteracion
grande por acudir los demás príncipes de Italia, unos á
una parte, otros á otra. El principio y causa desta guer-
ra fué que los venecianos pretendian maltratar á Hér-
cules, duque de Ferrara, y los de Nápoles acudieron á
su defensa por estar casado con una hija de don Fer-
nando, rey de Nápoles. En lo mas recio desta guerra
falleció el papa Sixto á 12 de agosto. Sucedióle el car-
denal Juan Bautista Cibo, natural de Génova, con nom-
bre que tomó de Inocencio VIII. En el mismo tiempo pa-
só otrosí desta vida don Iñigo Davalos, hijo del condes-
table don Ruy Lopez Davalos. Tuvo este caballero gran
cabida con los reyes de Nápoles; alcanzó grandes rique-
zas, y fué muy señalado, bien así como cualquier otro,
en las armas. De su mujer Antonela, hija de Bernardo,
conde de Aquino y marqués de Pescara, dejó muchos
hijos; el mayor se llamó don Alonso y le sucedió en el
marquesado; demás dél á Martin, Rodrigo y Iñigo, que
fué marqués del Vasto; fuera destos á Emundo y una
hija, llamada doña Costanza, personas de quien des-
cienden muchos principes de Italia. En especial don
Fernando, marqués de Pescara, hijo de don Alonso,
con sus muchas hazañas que obró en tiempo de nues-
tros padres y con su valor hinchó á Itália y á todo el
mundo con su fama, ca fué grande caudillo en la guerra,
y se pudo comparar con muchos de los antiguos.. Iñigo
Davalos fué padre de don Alonso, marqués del Vasto,

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