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danos de Granada que si, dejadas las armas, quisiesen entregarse, serian tratados de la misma manera que los demás que se le habian rendido. Movió este aviso á ambas las parcialidades para que, sosegados los odios, tratasen de lo que á todos tocaba, tanto mas, que el rey Moro sabia muy bien que el rey don Fernando, aunque de palabra se mostraba por él, todavía mas querria pretender para sí, y que no desistiria hasta tanto que se viese apoderado de aquella ciudad. Los alfaquíes y otras personas tenidas por venerables entre aquella gente no dejaban de exhortar, ya los unos, ya los otros á la paz, rogallos y amonestallos lo que les convenia, es á saber, que, ora pretendiesen volverá las armas, ora concertarse con los cristianos, un solo reparo les quedaba, que era tener ellos paz entre sí; si la discordia iba adelante, los unos y los otros se perderian. Con esta diligencia se tomó cierto acuerdo y se hizo cierto asiento entre los moros. Los fieles, sin embargo, entraron en la vega de Granada á robar y talar debajo la conducta del Rey, que la Reina se quedó en Moclin. Destruyeron y quemaron los sembrados con gran sentimiento de los ciudadanos, que temian no los tomasen por la hambre y necesidad. El príncipe don Juan acompañó en esta jornada á su padre, que para mas animalle le armó caballero en aquella sazon. Volvieron á Córdoba con la presa, contentos de la gran cuita en que los moros quedaban y con la esperanza que ellos cobraron de concluir con aquella empresa. El cuidado de la frontera quedó encomendado al marqués de Villena en recompensa de que en aquella jornada perdió á don Alonso, su hermano, y de una lanzada que por librar, como príncipe valeroso y que tenia gran experiencia en las armas, á uno de los suyos rodeado de moros le dieron, de que el brazo derecho le quedó manco. Apenas los moros se vieron libres deste miedo, cuando debajo de la conducta de Boabdil, ya declarado por enemigo de cristianos, acometieron el castillo de Alhendin, en que los nuestros poco antes dejaron puesta guarnicion, y tomado, le echaron por tierra. Este atrevimiento vengó el Rey con una nueva entrada que hizo para destrozar el panizo y el mijo, semillas tardías, en que solamente los de Granada tenian puesta la esperanza para sustentar la vida el año siguiente. Esta tala se hizo el mes de setiembre por espacio de quince dias. Por otra parte, los moros de Guadix se alborotaron, y tomadas las armas, pretendian matar á los que quedaron en el castillo de guarnicion. Salieron sus intentos vanos; acudió muy á tiempo el marqués de Villena; daba muestra de ir contra Fandarax, que estaba alzado contra Abohardil, pero revolvió sobre Guadix con buen número de gente de á pié y de á caballo. Entró dentro, y con color de querer hacer alarde de los moros, los sacó fuera de la ciudad y les cerró las puertas, con que de presente y para adelante se remedió aquel peligro. Tornó otra vez el rey don Fernando al fin deste año á dar la tala y destruir los campos de Granada. Al contrario Boabdil tenia puesto cerco sobre Salobreña, que le defendió Francisco Ramirez con gran esfuerzo y diligencia. Entendíase otrosí queria el rey don Fernando acudir á dar socorro; así el Moro fué forzado á alzar el cerco y volverse á Granada. Demás desto, porque los

vasallos de Abohardil andaban alborotados y no le querian obedecer, el rey don Fernando, conforme á lo capitulado, de grado vino en que se pasase en Africa con muchas riquezas y tesoros que le dió en recompensa de lo que dejaba.

CAPITULO XVI.

Del cerco de Granada.

Pasaron los reyes el invierno en Sevilla; llegada la primavera, volvieron á la guerra. La Reina con sus hijos se quedó en Alcalá la Real para acudir á todo y proveer de lo necesario, y en breve, como lo hizo, pasar adelante y ser participante de la honra y del peligro de aquella empresa. Acudieron los grandes; los concejos y comunidades de las ciudades enviaron compañías de soldados á su sueldo, con que y las demás gentes el rey don Fernando en tres dias llegó á vista de Granada un sábado, á 23 de abril, año de nuestra salvacion de 1491. Asentó su campo y sus reales á los ojos de Guetar, que es una aldea legua y media de Granada. Desde allí envió al marqués de Villena con tres mil de á caballo para correr los montes que allí cerca están. Prometióle de seguille él mismo con la fuerza del ejército para socorrelle si los moros de aquellos montes, gente endurecida en las armas, ó los de la ciudad por las espaldas le apretasen. Cumplió la promesa; adelantóse hasta llegar á Padul, y rechazó los moros que salieron de la ciudad para cargar el escuadron del Marqués. Con tanto, el Marqués pudo ejecutar fácilmente el órden que llevaba sin tropiezo; quemó nueve aldeas de moros, y cargado de mucha presa, se volvió para el Rey. Pareció que conforme aquel principio seria lo demás. Acordaron de pasar juntos adelante y hacer la tala en lo mas adentro de la sierra. Hizose así; todo sucedió prósperamente. Dieron sacomano, quemaron y abatieron otras quince aldeas. Demás desto, buen golpe de moros de á pié y de á caballo; que por ciertos senderos en lugares estrechos y á propósito pretendian atajar el paso á los nuestros, fueron desbaratados y echados de allí. La presa fué muy grande por estar aquella gente rica á causa que de las guerras pasadas no les habia cabido parte, ni de sus daños, y por ser la tierra á propósito para proveerá la ciudad de bastimentos, era forzoso procurar no lo pudiesen hacer. Concluidas estas cosas sin recebir algun daño y sin sangre, dentro de tres dias volvieron los soldados alegres al lugar de do salieron. En aquel puesto fortificaron sus reales con foso y trinchea por entonces. Pasaron alarde diez mil de á caballo y cuarenta mil infantes, la flor de España, juntada con grande cuidado, gente de mucho esfuerzo y valor. En la ciudad asimismo se hallaba gran número de gente de á pié y de á caballo, soldados de grande experiencia en las armas, dos los que escaparan de las guerras pasadas. La muchedumbre de los ciudadanos poco podian prestar, gente que comunmente bravean y se muestran feroces en tiempo de paz, mas en el peligro y á las puñadas cobardes. La ciudad de Granada por su sitio, grandeza, fortificacion, murallas y baluartes parecia ser inexpugnable. Por la parte de poniente se extiende una vega como de quince leguas de ruedo, muy apacible y muy fértil, así de sí misma, como por la mucha sangre que en ella

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se derramara por espacio de muchos años, que la engrasaba á fuer de letame, y por regarse con treinta y seis fuentes que brotan de aquellos montes cercanos, mas fresca y provechosa de lo que fácilmente se podria encarecer. Por la parte de levante se empina la sierra de Elvira, en que antiguamente estuvo asentada la ciudad de Illiberris, como lo da á entender el mismo nombre de Elvira; la Sierra Nevada cae á la banda de mediodía, que con sus cordilleras trabadas entre sí llega hasta el mar Mediterráneo; sus laderas y haldas no son muy ásperas, y así están muy cultivadas y pobladas de gentes y casas. La ciudad está asentada parte en llano, y parte sobre dos collados, entre los cuales pasa el rio Darro, que al salir de la ciudad se mezcla y deja su agua y su nombre en Jenil, rio que corre por medio de la vega y la baña por el largo. Las murallas son muy fuertes con mil y treinta torres á trechos, muy de ver por su muchedumbre y buena estofa. Antiguamente tenia siete puertas; al presente doce. No se puede sitiar por todas partes por ser muy ancha y los lugares muy desiguales. Por la parte de la vega, que es lo llano de la ciudad y por do la subida es muy fácil, está fortificada con torres y baluartes. En aquella parte está la iglesia mayor, mezquita en tiempo de moros de fábrica grosera, al presente de obra muy prima, edificada en el mismo sitio. Por su majestad y grandeza muy venerada de los pueblos comarcanos, señalada é ilustre, no tanto por sus riquezas, cuanto por el gran número y bondad de los ministros que tiene. Cerca deste templo está la plaza de Bivarrambla y mercado, ancho docientos piés, y tres tanto mas largo; los edificios que la cercan tirados á cordel, las tiendas y oficinas cosa muy hermosa de ver, la calle del Zacatin, la Alcaicería. De dos castillos que tiene la ciudad, el mas principal está entre levante y mediodía, cercado de su propia muralla y puesto sobre los demás edificios; llámase el Alhambra, que quiere decir roja, del color que la tierra por allí tiene, y es tan grande, que parece una ciudad. Allí la casa Real y monasterio de San Francisco, sepultura del marqués don Iñigo de Mendoza, primer alcaide y general. Las zanjas deste castillo abrió el rey Mahomad, llamado Mir; prosiguieron la obra los reyes siguientes; acabóla de todo punto el rey Juzef, por sobrenombre Bulhagix, como se entiende por una letra que se lee en arábigo sobre la puerta de aquel castillo en una piedra de mármol, que dice se acabó aquella obra en tiempo de aquel Rey, año de los moros 747, conforme á nuestra cuenta el año del Señor de 1316. Este mismo Rey hizo la muralla del Albaicin, que está en frente deste castillo. El gasto fué tal, que por no parecer á la gente bastaban sus rentas y tesoros, corrió fama que se ayudó del arte del alquimia para proveerse de oro y plata. Entre estos dos castillos del Alhambra y del Albaicin está puesto lo demás de la ciudad, el arrabal de la Churra y calle de los Gomeles por la parte del Alhambra; por la opuesta la calle de Elvira y la ladera de Zenete, de mala traza Jo mas; las calles angostas y torcidas, por la poca curiosidad y primor que tenian los moros en edificar. Fuera de la ciudad el Hospital Real y San Jerónimo, sumptuoso sepulcro del gran capitan Gonzalo Fernandez. Refieren tenia sesenta mil casas, número descomunal que

apenas se puede creer. Lo que pone mas maravilla es lo que los embajadores de don Jaime el Segundo, rey de Aragon, se halla certificaron al pontífice Clemente V en el concilio de Viena, es á saber, que de docientas mil almas que á la sazon moraban en Granada, apenas se hallaban quinientos que fuesen hijos y nietos de moros. En particular decian tenia cincuenta mil renegados y treinta mil cautivos cristianos. De presente sin duda hay en aquella ciudad veinte y tres parroquias y colaciones. Del número de vecinos por la grande variedad no hay que tratar, mayormente que en esto siempre la gente se alarga. Tambien es cierto que en tiempo de los reyes moros las rentas reales que se recogian de aquella ciudad y de todo el reino llegaban á setecientos mil ducados, gran suma para aquel tiempo, pero creible á causa de los tributos é imposiciones intolerables. Todos pagaban al rey la setena parte de lo que cogian y de sus ganados. Del moro que moria sin hijos, el rey era su heredero; del que los dejaba, entraba á la parte de la herencia y llevaba tanto como cualquiera dellos. Este era el estado y disposiciones en que se hallaban las cosas de Granada. El cerco entendian iria á la larga; así la Reina con sus hijos vino á los reales, ca el rey don Fernando venia resuelto de poner el postrer esfuerzo y no desistir de la empresa hasta sujetar aquella ciudad. Con este intento hacia de ordinario talar los campos á fin que los de la ciudad no tuviesen cómo se proveer de vituallas; y en el lugar en què se asentaron los reales hizo edificar una villa fuerte, que hasta hoy se llama de Santa Fe. La presteza con que la obra se hizo fué grande, y todo se acabó muy en breve. Dentro de las murallas tenian sus tiendas y alojamientos repartidos por su órden, sus cuarteles con sus calles y plazas á cierta distancia con una traza admirable. Eu el mismo tiempo diversas bandas de gente que se enviaban á robar, muchas veces escaramuzaban con los moros que salian contra ellos de la ciudad. En una refriega pasaron tan adelante, que ganaron á los moros la artillería, prendieron á muchos, y forzaron á los demás á meterse en la ciudad. El denuedo de los cristianos fué tal, que se arriscaron á llegar á la muralla de mas cerca que antes solian y apoderarse de dos torres que servian á los contrarios de atalayas y de baluartes por tener en ellas puesta gente de guarnicion. El alegría que por estos sucesos recibieron los del Rey se hobiera de destemplar por un accidente no pensado. Fué así, que á 10 de julio, de noche, en la tienda del Rey se enrprendió fuego, que puso á todos en gran turbacion por el miedo que tenian de mayor mal. Los alojamientos por la mayor parte eran de enramadas, que por estar secas corrian peligro de quemarse, la Reina acaso se descuidó en dejar una candela sin apagar; así, la tienda del Rey como las que le caian cerca comenzaron de tal manera á abrasarse, que no se podia remediar. El Rey sospechó no fuese algun engaño y ardid de los enemigos que se querian aprovechar de aquella ocasion. En los ánimos sospechosos aun lo imposible parece fácil. Salió en público desnudo embrazada una rodela y su espada. Para prevenir que los moros con tan buena ocasion no acometiesen los reales, el marqués de Cádiz se adelantó con parte de la caballería, y estuvo toda la noche alerta en un puesto por do los ino

ros habian forzosamente de pasar. La turbacion y ruido | cion, engaño y asechanzas. Que Boabdil y los princifué mayor que el peligro y que el daño; así, el dia siguiente volvieron á las talas. Los dias adelante asimismo diversas compañías fueron á los montes á robar. No dejaban reposar á los enemigos, ni les quedaba cosa segura, si bien en todas partes se defendian valientemente, irritados con la desesperacion, que es muy fuerte arma. La cuita de los moros por todo esto era grande, tanto, que cansados con tantos males, y visto que nunca aflojaban, se inclinaron á tratar de partido. Bulcacin Mulch, gobernador y alcaide de la ciudad, salió á los reales á tratar de los conciertos y capitular. Señaló el Rey para platicar sobre ello á Gonzalo Fernandez de Córdoba, que despues fué gran capitan, y á Hernando de Zafra, su secretario. Ventilado el negocio algunos dias, finalmente fueron de acuerdo y pusieron por escrito estas capitulaciones, que se juraron por ambas partes á 25 de noviembre. Dentro de sesenta dias los moros entreguen los dos castillos, las torres y puertas de la ciudad. Hagan homenaje al rey don Fernando, y juren de estar á su obediencia y guardalle toda lealtad. A todos los cristianos cautivos pongan en libertad sin algun rescate. Entre tanto que estas condiciones se cumplen, dén en rehenes dentro de doce dias quinientos hijos de los ciudadanos moros mas principales. Quédense con sus heredades, armas y caballos; entreguen solamente la artillería. Tengan sus mezquitas y libertad de ejercitar las ceremonias de su ley. Sean gobernados conforme á sus leyes, y para esto se les señalarán de su misma nacion personas con cuya asistencia y por cuyo consejo los gobernadores puestos de parte del Rey harán justicia á los moros. Los tributos de presente por espacio de tres años se quiten en gran parte, y para adelante no se impongan mayores de lo que acostumbraban de pagar á sus reyes. Los que quisieren pasar á Africa puedan vender sus bienes, y sin fraude ni engaño se les hayan de dar para el pasaje naves en los puertos que ellos mismos nombraren. Concertaron otrosí que á Boabdil restituyesen su hijo y los demás rehenes que el tiempo pasado dió al Rey, pues entregada la ciudad y cumplido todo lo al del asiento, no era necesaria otra prenda ni seguridad. En cumplimiento los trajeron del castillo de Moclin en que los tenian para se los entregar. Hobo la iglesia de Pamplona á los 12 de setiembre César Borgia, por muerte de don Alonso Carrillo, su prelado.

CAPITULO XVII.

De un alboroto que se levantó en la ciudad. Concertóse la entrega de Granada con las capitulaciones que acabamos de contar; lo cual todo puso en cuentos de desbaratarse cierta ocasion que avino, ni muy ligera ni muy grande. El vulgo, y mas de los moros, es de muy poca fe y lealtad, mudable, amigo de alborotos, enemigo de la paz y del sosiego, finalmente poco basta para alteralle. Un cierto moro, cuyo nombre no se refiere, como si estuviera frenético y fuera de sí, con palabras alborotadas no cesaba de persuadir al pueblo que tomase las armas. Decia que debajo de capa de amistad y de mirar por ellos les tramaban trai

pales de la ciudad solo tenian nombre de moros, que
de corazon favorecian á los contrarios. «Yugo de per-
petua esclavonía es el que ponen sobre vos y sobre
vuestros cuellos; mirad bien lo que haceis, catad que
os engañan y se burlan de vos. Que si es cosa pesada
sufrir las miserias, cuitas y peligros presentes, mayor
mengua será por no sufrir un poco de tiempo los tra-
bajos trocar los menores y breves males con los que
han de durar para siempre y son mas pesados. Mas
¿qué seguridad dan que nos guardarán lo que prometen
y la palabra? No trato de los bienes que con la misma
vanidad dicen nos los dejarán, como si los nuevos ciu-
dadanos se hobiesen de sustentar de otras heredades.
¿Por ventura ignorais cuánta sed tienen de vuestra
sangre? ¿Dejarán de vengar los padres y parientes que
en gran parte han perdido en el discurso destas guer-
ras? No quiero tratar de lo pasado; un año ha que nos
tienen cercados, y si nos han aquejado, ellos no ban
sufrido menores daños. Muchas veces han quedado
tendidos en el campo, y no menos han estado ellos cer-
cados dentro de sus estancias que nos en la ciudad, y
aun para defenderse han tenido necesidad de edificar
un nuevo pueblo. Serian insensibles y de piedra si en-
tregada la ciudad no hiciesen las exequias de sus muer-
tos con derramar vuestra sangre,
de que
están muy
sedientos á manera de fieras muy bravas. La verdad es
que no somos hombres, y si lo somos, sufrámonos un
poco, que Dios nos ayudará y nuestro profeta Malo-
ma. Las profecías antiguas y las estrellas nos favorecen,
pero si mostramos esfuerzo; que contra los cobardes
las piedras se levantan. Si decís que hay falta de man-
tenimiento, con repartille por tasa y hacer cala y cata
de lo que los particulares tienen escondido, nos pode-
mos entretener muchos dias, y acabadas todas las vi-
tuallas, ¿qué inconveniente hay que nos sustentemos
de los cuerpos y carne de la gente flaca que no son á
propósito para pelear? Diréis seria cosa nueva, grande
y espantable maldad. Respondo que si no tuviésemos
ejemplo de los antiguos que se valieron desto en se-
mejante peligro, yo juzgaria seria muy bueno dar prin-
cipio y abrir camino para que nuestros descendientes
en otro tal aprieto nos imitasen. Mi resolucion es que
si no podemos evitar ni excusar la muerte, excusemos
siquiera los tormentos y afrentas que nos amenazan.
Yo á lo menos no veré tomar, saquear y poner á fuego
y á sangre mi patria, ser arrebatadas las madres, las
doncellas, los niños para ser esclavos y para otras des-
honestidades. Que si os contenta esto mismo, sed hom-
bres, tomad las armas, desbaratad este mal concierto.
No debeis usar de recato ni dilacion, donde el dete-
nerse es mas perjudicial que el resolverse y arrojarse.»>
Predicaba estas cosas con ojos encendidos, con rostro
espantable y á gritos por las calles y plazas, con que
amotinó veinte mil hombres, que tomaron las armas
y andaban como locos y rabiosos. No se sabia la causa
del daño ni lo que pretendian, que hacia mas dificul-
toso el remedio. Boabdil, llamado el rey Chiquito, por
no tener ya autoridad ninguna y temér en tan gran
revuelta no le perdiesen el respeto, se estuvo dentro
del Alhambra. La muchedumbre y canalla tiene las aco-

metidas primeras muy bravas; mas luego se sosiega, mayormente que estaba sin cabeza y sin fuerzas, y sus intentos por ende desvariados. Así, el dia siguiente, algun tanto sosegada aquella tempestad, pasó al Albai- | cin, do tenia la gente aficionada. Juntó los que pudo y hablóles desta manera: «Por vuestro respeto, no por el mio, como algunos con poca vergüenza han sospechado, he venido á amonestaros lo que vos está bien, de que es bastante prueba que con tener en mi poder el castillo del Alhambra, no quise llamar al enemigo y entregaros en sus manos, magüer que me lo teníades bien merecido. Ni aun antes de ahora en tanto que con vuestras fuerzas os defendíades ó esperábades socorro de otra parte, ni en tanto que en la ciudad duró la provision, os persuadí que tratásedes de paz. Bien confieso haber en muchas cosas errado, en fiarme del enemigo y en alzarme con el reino contra mi padre, pecados que los tengo bien pagados. Perdida toda la esperanza, hice asiento con el enemigo, si no aventajado, á lo menos conforme al tiempo y necesario. No puedo entender qué alegan estos hombres locos y sandios para desbaratar la paz que está muy bien asentada. Si de alguna parte hay remedio, yo seré el primero á quebrantar lo concertado; pero si todo nos falta, las fuerzas, las ayudas, la provision y casi el mismo juicio, ¿á qué propósito con locura, ó ajena si os descontenta, ó vuestra si venís en este dislate, quereis despeñaros en vuestra perdicion? De dos inconvenientes, cuando ambos no se pueden excusar, que se abrace el menor aconsejan los sabios, cuales yo me persuadiria sois los que presentes estáis, si el alboroto pasado no me hiciera trocar pareçer. Todo lo que teneis es del vencedor, la necesidad aprieta; lo que dejan debeis de pensar es gracia, y os lo hallais. No trato si los enemigos guardarán la palabra; yo confieso que muchas veces la han quebrantado. El hacer confianza es causa que los hombres guarden fidelidad, especial que para seguridad podemos pedir nos dén en relienes castillos ó personas principales; que con el deseo que el enemigo tiene de concluir la guerra, no reparará en nada.» Con este razonamiento los ánimos alterados del pueblo se sosegaron. Muchas veces, así los remedios de semejantes alteraciones como las causas, son fáciles. Qué se haya hecho del moro que amotinó el pueblo, no se dice; puédese entender que huyó. Consta que el rey Chiquito, avisado por el peligro pasado y por miedo que entre tanto que los dias que tenian concertados para entregar la ciudad se pasasen, podrian de nuevo resultar revoluciones y novedades, sin dilacion envió una carta al rey don Fernando con un presente de dos caballos castizos, una cimitarra y algunos jaeces. Avisábale de lo que pasara en la ciudad, del alboroto del pueblo, que convenia usar de presteza para atajar novedades, viniese aína, pues pequeña tardanza muchas veces suele ser causa de grandes alteraciones. Finalmente, que muy en buen hora, pues así era la voluntad de Dios, el dia siguiente le entregaria el Alhambra y el reino como á vencedor de su mano misma, que no dejase de venir como se lo suplicaba.

CAPITULO XVIII.

Que Granada se ganó.

Esta carta llegó á los reales el dia de año nuevo, la cual como el rey don Fernando leyese, bien se puede entender cuánto fué el contento que recibió. Ordenó que para el dia siguiente, que es el que en Granada se hace la fiesta de la toma de aquella ciudad, todas las cosas se pusiesen en órden. El mismo, dejado el luto que traia por la muerte de su yerno don Alonso, principe de Portugal, vestido de sus vestiduras reales y paños ricos, se encaminó para el castillo y la ciudad con sus gentes en ordenanza y armados como para pelear, muy lucida compañía y para ver. Seguíanse poco despues la Reina y sus hijos, los grandes, arreados de brocados y sedas de gran valor. Con esta pompa y repuesto al tiempo que llegaba el Rey cerca del alcázar, Boabdil, el rey Chiquito, le salió al encuentro acompañado de cincuenta de á caballo. Dió muestra de quererse apear para besar la mano real del vencedor; no se lo consintió el Rey. Entonces, puestos los ojos en tierra y con rostro poco alegre: «Tuyos, dice, somos, Rey invencible; esta ciudad y reino te entregamos, confiados usarás con nosotros de clemencia y de templanza.» Dichas estas palabras, le puso en las manos las llaves del castillo. El Rey las dió á la Reina, y la Reina al Príncipe, su hijo; dél las tomó don Iñigo de Mendoza, conde de Tendilla, que tenia el Rey señalado para la tenencia de aquel castillo y por capitan general en aquel reino, y á don Pedro de Granada por alguacil mayor de la ciudad, y á don Alonso, su hijo, por general de la armada de la mar. Entró pues con buen golpe de gente de á caballo en el castillo. Seguíale un buen acompañamiento de señores y de eclesiásticos. Entre estos los que mas se señalaban eran los prelados de Toledo y de Sevilla, el maestre de Santiago, el duque de Cádiz, fray Hernando de Talavera, de obispo de Avila electo por arzobispo de aquella ciudad, el cual, hecha oracion como es de costumbre en accion de gracias, juntamente puso el guion que llevaba delante de sí el cardenal de Toledo, como primado, en lo mas alto de la torre prin-. cipal y del homenaje, á los lados dos estandartes, el real y el de Santiago. Siguióse un grande alarido y voces de alegría, que daban los soldados y la gente principal. El Rey, puestos los hinojos con grande humildad dió gracias a Dios por quedar en España desarraigado el imperio y nombre de aquella gente malvada y levantada la bandera de la cruz en aquella ciudad, en que por tanto tiempo prevaleció la impiedad con muy hondas raíces y fuerza. Suplicábale que con su gracia llevase adelante aquella merced y fuese durable y perpetua. Acabada la oracion, acudieron los grandes y señores á dalle el parabien del nuevo reino, é hincada la rodilla, por su órden le besaron la mano. Lo mismo hicieron con la Reina y con el Príncipe, su hijo. Acabado este auto, despues de yantar, se volvieron con el mismo órden á los reales por junto á la puerta mas cercana de la ciudad. Dieron al rey Chiquito el valle de Purchena, que poco antes se ganó en el reino de Murcia de los moros, y señaláronle rentas con que pasase, si bien no mucho despues se pasó á Africa ; que los que

se vieron reyes no tienen fuerzas ni paciencia bastante para llevar vida de particular. Quinientos cautivos cristianos, segun que tenian concertado, fueron sin rescate puestos en libertad. Estos en procesion luego el otro dia despues de misa se presentaron con toda humildad al Rey. Daban gracias á los soldados por aquel bien que les vino por su medio. Alababan lo mucho que hicieron por el bien de España, por ganar prez y honra y por el servicio de Dios; llamábanlos reparadores, padres y vengadores de la patria. No pareció entrar en la ciudad antes de estar para mayor seguridad apoderados de las puertas, torres, baluartes y castillos; lo cual todo hecho, el cuarto dia adelante, por el mismo órden que la primera vez, entraron en la ciudad. En los templos que para ello tenian aderezados cantaron himnos en accion de gracias; capitanes y soldados á porfía engrandecian la majestad de Dios por las victorias que les dió unas sobre otras y los triunfos que ganaron de los enemigos de cristianos. Los reyes don Fernando y doña Isabel con los arreos de sus personas, que eran muy ricos, y por estar en lo mejor de su edad y dejar concluida aquella guerra y ganado aquel nuevo reino, representaban mayor majestad que antes. Señalábanse entre todos, y entre si eran iguales; mirábanlos como si fueran mas que hombres y como dados del cielo para la salud de España. A la verdad ellos fueron los que pusieron en su punto la justicia, antes de su tiempo estragada y caida. Publicaron leyes muy buenas para el gobierno de los pueblos y para sentenciar los pleitos. Volvieron por la religion y por la fe, fundaron la paz pública, sosegadas las discordias y alborotos, así de dentro como de fuera. Eusancharon su señorío, no solamente en España, sino tambien en el mismo tiempo se extendieron hasta lo postrero del mundo. Lo que es mucho de alabar, repartieron los premios y dignidades, que los hay muy grandes y ricos en España, no conforme á la. nobleza de los antepasados ni por favor de cualquier que fuese, sino conforme á los méritos que cada uno tenia, con que despertaron los ingenios de sus vasallos para darse á la virtud y á las letras. De todo esto cuánto provecho haya resultado, no hay para qué decillo; la cosa por sí misma y los efectos lo declaran. Si va á decir verdad, ¿en qué parte del mundo se hallarán sacerdotes y obispos ni mas eruditos ni mas santos? ¿Dónde jueces de mayor prudencia y rectitud? Es así, que antes destos tiempos pocos se pueden contar de los españoles señalados en ciencia; de aquí adelante ¿quién podrá declarar cuán grande haya sido el número de los que en España se han aventajado en toda suerte de letras y erudicion? Eran el uno y el otro de mediana estatura, de miembros bien proporcionados, sus rostros de buen parecer, la majestad en el andar y en todos los movimientos igual, el aspecto agradable y grave, el color blanco, aunque tiraba algun tanto á moreno. En particular el Rey tenia el color tostado por los trabajos de la guerra, el cabello castaño y largo, la barba afeitada á fuer del tiempo, las cejas anchas, la cabeza calva, la boca pequeña, los labios colorados, menudos los dientes y ralos, las espaldas anchas, el cuello derecho, la voz aguda, la habla presta, el ingenio claro, el juicio

grave y acertado, la condicion suave y cortés y clemente con los que iban á negociar. Fué diestro para las cosas de la guerra, para el gobierno sin par, tan amigo de los negocios, que parecia con el trabajo descansaba. El cuerpo no con deleites regalado, sino con el vestido honesto y comida templada acostumbrado y á propósito para sufrir los trabajos. Hacia mal á un caballo con mucha destreza; cuando mas mozo se deleitaba en jugar á los dados y naipes; la edad mas adelante solia ejercitarse en cetrería, y deleitábase mucho en los vuelos de las garzas. La Reina era de buen rostro, los cabellos rubios, los ojos zarcos, no usaba de algunos afeites, la gravedad, mesura y modestia de su rostro singular. Fué muy dada á la devocion y aficionada á las letras ; tenia amor á su marido, pero mezclado con celos y sospechas. Alcanzó alguna noticia de la lengua latina, ayuda de que careció el rey don Fernando por no aprender letras en su pequeña edad; gustaba empero de leer historias y hablar con hombres letrados. El mismo dia que nació el rey don Fernando, segun que algunos lo refieren, en Nápoles cierto fraile carmelita, tenido por hombre de santa vida dijo al rey don Alonso, su tio: «Hoy en el reino de Aragon ha nacido un infante de tu linaje ; el cielo le promete nuevos imperios, grandes riquezas y ventura; será muy devoto, aficionado á lo bueno, y defensor excelente de la cristiandad. » Entre tantas virtudes casi era forzoso, conforme á la fragilidad de los hombres, tuviese algunas faltas. El avaricia de que le tachan se puede excusar con la falta que tenia de dineros y estar enajenadas las rentas reales. Al rigor y severidad en castigar, de que asimismo le cargan, dieron ocasion los tiempos y las costumbres tan estragadas. Los escritores extraños le achacan de hombre astuto, y que á veces faltaba en la palabra, si le venia mas á cuento. No quiero tratar si esto fué verdad, si invencion en odio de nuestra nacion; solo advierto que la malicia de los hombres acostumbra á las virtudes verdaderas poner nombre de los vicios que le son semejables, como tambien al contrario engañan y son alabados los vicios que semejan á las virtudes; además que se acomodaba al tiempo, al lenguaje, al trato y mañas que entonces se usaban. Emparentó con los mayores príncipes de todo el orbe cristiano, con los reyes de Portugal y Inglaterra, y duques de Austria. Tenia deudo con otros muchos, ca era tio de madama Ana, duquesa de Bretaña, hermano de su abuela materna, primo hermano de don Fernando, rey de Nápoles, tio mayor de doña Catalina, reina de Navarra, hermano asimismo de su abuela. En esto cargan sobre todo lo al al rey don Fernando, que sin tener respeto al parentesco, solo por la demasiada codicia de ensanchar sus estados los años adelante echó á esta señora y á su marido del reino que heredaron de sus antepasados, y les forzó á retirarse á Francia; otros le excusan con color de religion y con la voluntad del sumo Pontífice que así lo mandó, de que todavía resultaron grandes y largas alteraciones. Enrique Labrit, hijo destos señores, pretendió recobrar el reino de sus padres con mayor porfía que ventura; tuvo en madama Margarita, hermana que era del rey Francisco de Francia, una hija y heredera de sus estados, llamada Juana, que

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