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Aborrecido de Dios y de los hombres, sus propias maldades le sirven de tormento, porque el alma y la conciencia quedan laceradas por la crueldad y el miedo, del mismo modo que el cuerpo por los azotes y los demás castigos. A los que son objeto de la venganza del cielo, precipita el cielo á su ruina, quitándoles la prudencia y el entendimiento. En la historia antigua como en la moderna abundan los ejemplos y las pruebas de cuán poderosa es la irritada muchedumbre cuando por odio al príncipe se propone derribarle. Tenemos cerca de nosotros, en Francia, uno muy reciente, por el que podemos ver cuánto importa que estén tranquilos los ánimos del pueblo, sobre los que no es posible ejercer el mismo dominio que sobre el cuerpo. ¡Triste y memorable suceso! Enrique III, rey de aquella monarquía, yace muerto por la mano de un monje con las entrañas atravesadas por un hierro emponzoñado. ¡Qué espectáculo! Repugnante á la verdad y en muy pocos casos digno de alabanza. Aprendan, sin embargo, en él los príncipes; comprendan que no han de quedar impunes sus impios atentados. Conozcan de una vez que el poder de los príncipes es débil cuando dejan de respetarle sus vasallos.

Intentaba aquel, por carecer de descendencia, dejar el reino á su cuñado Enrique, manchado desde sú tierna edad con depravadas doctrinas religiosas, maldecido por los pontifices, despojado entonces del derecho de sucesion, por mas que ahora, cambiadas las ideas, sea rey de Francia. Sabida esta resolucion, gran parte de la nobleza, despues de haber consultado á otros príncipes nacionales y extranjeros, toma las armas por la religion y por la defensa de su patria, recibiendo de todas partes cuantiosos socorros. Guisa va al frente de los sublevados; Guisa, ese duque en cuyo valor descansaban en aquel tiempo las esperanzas y la fortuna de la Francia. Los reyes no mudan nunca de propósito; deseando Enrique vengar los nobles esfuerzos de los próceres, llama á Guisa á Paris con la seguridad y el intento de matarle; y cuando ve que no puede llevar á cabo su obra, porque enfurecido el pueblo toma en contra de él las armas, deja precipitadamente la ciudad; finge poco despues que ha mudado de pensamiento, y anuncia que quiere deliberar con todos los ciudadanos sobre lo que conviene á la salud del reino. Convocadas y reunidas ya las clases del estado en Blesis, ciudad que bañan las aguas del Loira, mata en su propio palacio al duque y al cardenal de Guisa, que no habian vacilado en asistir á la asamblea, fiando en lo sagrado de las palabras de su Príncipe; y luego para colmar tanta injusticia, imputa á los que son ya cadáveres crímenes de lesa majestad, de que no pueden defenderse, llevando el escándalo hasta el punto de aparentar que han sido muertos en virtud de la ley de alta traicion, es decir, con razon y por el rigor del derecho. No contento aun, prende á otros muchos, y entre ellos al cardenal de Borbon, que aunque de edad muy avanzada, tenia la justa esperanza de suceder á Enrique, fundada en el derecho de la sangre.

Conmovieron grandemente estos sucesos los ánimos de gran parte de la Francia, y se sublevaron muchas ciudades, destronando á Enrique y manifestándose dis

puestas á pelear por la salud de la república. La principal fué Paris, que aventaja á todas las de Europa por sus riquezas, por su saber, por sus medios de instruccion, y sobre todo, por su grandeza. Considerable fué el incendio; pero los movimientos de la muchedumbre son como los torrentes; crecen con rapidez, duran poco tiempo. Estaban ya muy debilitados los impetus del pueblo, y acampado Eurique á cuatro millas de Paris, no sin esperanza de lavar con sangre la mancha que sobre su lealtad habia caido, cuando la audacia de un solo jóven fué á fortalecer de nuevo los abatidos ánimos, cambiando de repente la faz de los sucesos. Llamábase ese jóven Jacobo Clemente; era natural de una aldea de Autun, conocida con el nombre de Serbona, y estaba á la sazon estudiando teología en un colegio de domninicos, órden á que pertenecia. Habiendo oido de los teólogos que era lícito matar á un tirano, se procuró cartas de los que pudo entender estaban pública ó secretamente por Enrique, y sin tomar consejo de nadie, partió para los reales del Rey con intento de matarle el dia 31 de julio de 1589. Admitido sin tardanza por creerse que iba a comunicar al Rey secretos de importancia, le fueron devueltas las cartas que habia presentado citándole para el siguiente dia. Amaneció el 1.o de agosto, dia de San Pedro Advíncula, celebró el santo sacrificio, y pasó á ver á Enrique, que le llamó en el momento de levantarse cuando no estaba aun vestido. Luego que, cruzadas de una y otra parte algunas contestaciones, estuvo ya Jacobo cerca de su víctima, finge que va á entregarle otras cartas, y le abre de repente una profunda herida en la vejiga con un puñal envenena do que cubria con su misma mano. ¡ Serenidad insigne, hazaña memorable! Traspasado el Rey de dolor, hiere con el mismo puñal el ojo y el pecho de su asesino, dando grandes voces de: «Al traidor, al parricida.»>

Entran en esto los cortesanos conmovidos por lan inesperado suceso, y se ceban con crueldad y fiereza en multiplicar las heridas del ya postrado y exánime Clemente que, sin proferir una palabra, dejaba ver en su semblante cuán alegre estaba de haber ejecutado su intento, de evitar penas para las que hubieran sido quizá débiles sus fuerzas y dejar por fin redimida con su saugre su infortunada patria y la libertad del reino.

Herido el Rey, captóse el monje gran fama por ha ber expiado la muerte con la muerte, y sobre todo, por haberse ofrecido en sacrificio á los manes del duque de Guisa, pérfidamente asesinado. Murió siendo considerado por los mas como una gloria eterna de la Francia; murió cuando solo contaba veinte y cuatro años. Era de modesto ingenio y de no mucha robustez de cuerpo; mas indudablemente una fuerza superior aumentó la suya y fortaleció su alma. Llegó el Rey á la noche con grandes esperanzas de salud y sin recibir por esta razon los sacramentos, y exhaló su último suspiro á las dos de la madrugada, pronunciando aquellas paJabras de David: «He aquí pues que en la iniquidad fuí concebido y en el pecado me concibió mi madre." ¡Qué lástima ! Hubiera podido ser este Rey feliz si sus últimos actos hubiesen correspondido á los primeros, y se hubiese manifestado tan buen príncipe como se cree que lo fué bajo el reinado de su hermano Cár

los, siendo general en jefe de las tropas del Rey contra los rebeldes, conducta que le sirvió de escalon para subiral trono de Polonia por voto de los magnates de aquel reino. Mas cambiaron desgraciadamente sus hechos, y los crímenes cometidos en sus postreros años hicieron olvidar las glorias de su edad primera. No bien murió su hermano, fué llamado otra vez á su patria y proclamado rey de Francia; todo lo convirtió en juguete de su poderío. ¡Ay, no pareció sino que le habian levantado á la cumbre de la grandeza para que fuese mayor su caida! Así juega la fortuna ó una fuerza superior con las cosas de los hombres.

Sobre la hazaña del monje no todos opinaron de una misma manera. Muchos la alabaron y le juzgaron digno de la inmortalidad; otros mas prudentes y eruditos le vituperaron, negando que un particular pudie e matar á un rey, proclamado por consentimiento del pueblo y ungido y consagrado, segun' costumbre, por el ólio santo. Importa poco, decian, que las costumbres de este Rey se hayan depravado; importa poco que haya degenerado su poder en tiranía; los libros sagrados, la misma historia del cristianismo manifiestan que no hay nunca razon para matar á los reyes. ¡Cuánta no fué en los antiguos tiempos la maldad de Saul, rey de los judíos! Cuán libertina no fué su vida, cuán depravadas sus costumbres! Agitada su frente por infames pensamientos, no vacilaba sino cuando obraban con fuerza en él los remordimientos de su conciencia. Destronado él, habia de pasar la corona á David, y David, no obstante, á pesar de saber cuán injustamente reinaba, á pesar de verle sumergido en la locura y en el crimen, á pesar de tenerle una y otra vez bajo su poder, á pesar de que parecia asistirle cierto derecho, ya para vindicar el mando, ya para defender su salud propia, contra la cual estaba aquel atentando de mil modos sin tener jamás motivo, á pesar de que le veia siempre siguiendo con mala intencion sus pasos, no solo no se atrevió nunca á matarle y le perdonó siempre sus injurias, sino que hasta mató como impio y temerario al jóven amalecita que le asesinó viéndole vencido en la batalla, eclado sobre su propia espada y deseando que otro acabase de quitarle su enojosa vida. No por ser Saul un tirano, creyó este prudente Rey que era digno de perdon el que se atrevió á atentar contra un príncipe consagrado por la mano de Dios desde el momento de haber sido ungido. Es además sabida la crueldad que desplegaron los emperadores romanos en los primeros tiempos de la Iglesia contra los que profesaban la religion de Cristo. Hacian horrorosas carncerías en todas las provincias, agotaban en el cuerpo de los fieles el mayor lujo posible de tormentos, se cebaban en ellos cono Dino fieras acosadas por el hambre. ¿Quién empero creyó jamás que hubiese derecho para vengarse ni para enfrenarles con las armas? ¿No se sostuvo, por lo contrario, que era preciso oponer la resignacion á la crueldad, al crímen la obediencia? ¿No dijo san Pablo que resistir á la voluntad de un magistrado era resistir á la voluntad de Dios? Y si no se consideraba lícito poner las manos en un pretor por inicuo y temerario que fuese, ¿ha de serlo matar á los reyes por estragadas que sean sus costumbres? ¿Ignoramos acaso que Dios y la república los M-11,

han colocado en la cumbre del imperio para que sean respetados por sus súbditos como hombres de condicion superior, como divinidades de la tierra? Los que intentan además mudar de príncipe saben acaso si en lugar de procurar un bien á la república le procuran mayores y mas terribles males? No es fácil derribar un gobierno sin que haya graves alteraciones y sean muchas veces los mismos autores de la rebelion las víctimas. Los ejemplos históricos abundan. ¿De qué aprovechó á los siquimitas la conjuracion fraguada contra Abimelech para vengar, segun querian, á los setenta hermanos que este habia sacrificado impía é inhumanamente, movido por la terrible y perniciosísima ambicion de mandar, á pesar de ser poco menos que bastardo? La ciudad fué completamente destruida, sembrado de sal el territorio que ocupaba, muertos de un solo golpe todos los ciudadanos. ¿De qué sirvió á Roma la muerte de Domicio Neron sino para llamar al trono á Oton y á Vitelio, dos tiranos que fueron tan perniciosos como él para la salud de la república? Si sc logró que fuesen menos sus estragos fué á costa de la vida misma del imperio.

Creen pues muchos en vista de tantos y tan terribles ejemplos que justo ó injusto debe sufrirse al príncipe reinante y atenuar con la obediencia los rigores de su tiranía. La clemencia de los reyes y de todos los jefes del Estado depende, dicen, no solo de su carácter, sino tambien del carácter de sus súbditos. Si el rey de Castilla don Pedro llegó á merecer el nombre de Cruel no fué tanto por su culpa como porque, intolerantes los magnates y ávidos de vengar á diestro y siniestro las injurias recibidas ó impuestas, le pusieron en la dura necesidad de reprimir tan temerario atrevimiento. Mas tal es la condicion de las cosas de este mundo. Las desgracias de la virtud las atribuimos al vicio, y acostumbramos á juzgar siempre de las cosas por sus resultados. ¿Qué respeto podrán tener los pueblos á su príncipe si se les persuade de que pueden castigar las faltas que cometa? Ora por motivos verdaderos, ora por motivos aparentes, se turbará á cada paso la tranquilidad de la república, el don mas apreciable que podemos recibir del cielo. Caerá sobre nosotros todo género de calamidades, se disputarán bandos opuestos el poder con las armas en la mano, males todos que ¿quién no creerá que deban evitarse, á no ser que esté falto de sentido comun ó tenga el corazon de hierro?

Así hablan los que defienden al tirano; mas los patronos del pueblo no presentan menos ni menores argumentos. La dignidad real, dicen, tiene su origen en la voluntad de la república. Si así lo exigen las circunstancias, no solo hay facultades para llamar á derecho al rey, las hay para despojarle del cetro y la corona si se niega á corregir sus faltas. Los pueblos le han trasmitido su poder, pero se han reservado otro mayor para imponer tributo; para dictar leyes fundamentales es siempre indispensable su consentimiento. No disputarémos ahora cómo deba este manifestarse, pero consta que solo queriéndolo el pueblo se pueden levantar nuevos impuestos y establecer leyes que trastornen las antiguas; conste, y esto es mas, que los derechos reales, aunque hereditarios, solo quedan confirmados en el su

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cesor por el juramento de esos mismos pueblos. Es preciso además tener en cuenta que han merecido en todos tiempos grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué fué puesto en las nubes el nombre de Trasibulo sino por haber libertado á su patria de los treinta reyes que la tenian oprimida? Por qué fueron tan ponderados Aristogiton y Harmovio? Por qué los dos Brutos, cuyos elogios van repitiendo con placer las nuevas generaciones y están ya legitimados por la autoridad de los pueblos? Conspiraron muchos con éxito desgraciado contra Domicio Neron: ¿quién reprende su conducta?, Han merecido, por lo contrario, la alabanza de todos los siglos. Cayo, monstruo horrendo y cruel, sucumbió á las manos de Quereas, Domiciano á las de Estéban, Caracalla á las del yerno de Marcial, Heliogábalo, prodigio y deshonra del imperio que al fin expió sus crímenes con su propia sangre, á las lanzas de las guardias pretorianas. Y ¿quién, repetimos, vituperó jamás la audacia de esos hombres? El sentido comun es en nosotros una especie de voz natural, salida del fondo de nuestro propio entendimiento, que resuena sin cesar en nuestros oidos, y nos enseña á distinguir lo torpe de lo honesto.

Añádase á esto que el tirano es una bestia fiera y cruel, que adonde quiera que vaya, lo devasta, lo saquea, lo incendia todo, haciendo terribles estragos en todas partes con las uñas, con los dientes, con la punta de sus astas. ¿Quién creerá solo disimulable y no digno de elogio á quien con peligro de su vida trate de redimir al pueblo de sus formidables garras? Quién que no se han de dirigir todos los tiros contra un monstruo cruel que mientras viva no ha de poner coto á su carnicería? Llamamos cruel, cobarde é impio al que ve maltratada á su madre ó á su esposa sin que la socorra; y ¿hemos de consentir en que un tirano veje y atormente á su antojo á nuestra patria, á la cual debemos mas que á nuestros padres? Léjos de nosotros tanta maldad, léjos de nosotros tanta villanía. Importa poco que hayamos de poner en peligro la riqueza, la salud, la vida; á todo trance hemos de salvar la patria del peligro, á todo trance hemos de salvarla de su ruina.

Tales son las razones de una y otra parte. Consideradas atentamente, ¿ será acaso difícil explicar el modo de resolver la cuestion propuesta? En primer lugar, tanto los filósofos como los teólogos, están de acuerdo en que si un príncipe se apoderó de la república á fuerza de armas, sin razon, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida; que siendo un enemigo público y provocando todo género de males á la patria y haciéndose verdaderamente acreedor por su carácter al nombre de tirano, no solo puede ser destronado, sino que puede serlo con la misma violencia con que él arrebató un poder que no pertenece sino á la sociedad que oprime y esclaviza. No sin razon Ayod, despues de haberse captado con regalos la gracia de Eglon, rey de los moavitas, le mató á puñaladas; arrancó así á su pueblo de la servidumbre que pesaba sobre él hacia ya cerca de veinte años.

Si el príncipe empero fuese tal ó por derecho hereditario ó por la voluntad del pueblo, creemos que ha

de sufrirsele, á pesar de sus liviandades y sus vicios, mientras no desprecie esas mismas leyes que se le im pusieron por condicion cuando se le confió el poder supremo. No hemos de mudar fácilmente de reyes, si no queremos incurrir en mayores males y provocar disturbios, como en este mismo capítulo dijimos. Se les ha de sufrir lo mas posible, pero no ya cuando trastornen la república, se apoderen de las riquezas de todos, menosprecien las leyes y la religion del reino, y tengan por virtud la soberbia, la audacia, la impiedad, la conculcacion sistemática de todo lo mas santo. Entonces es ya preciso pensar en la manera cómo podria destronársele, á fin de que no se agraven los males ni se vengue una maldad con otra. Si están aun permitidas las reuniones públicas, conviene principalmente consultar el parecer de todos, dando por lo mas fijo y acertado lo que se estableciere de comun acuerdo. Se ha de amonestar ante todo al príncipe y llamarle á razon y á derecho; si condescendiere, si satisficiere los deseos de la república, si se mostrare dispuesto á corregir sus faltas, no hay para qué pasar mas allá ni para qué se propongan remedios mas amargos; si empero rechazare todo género de observaciones, si no dejare lugar alguno á la esperanza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey, que se dan por nulos todos sus actos posteriores. Y puesto que necesariamente ha de nacer de ahí una guerra, conviene explicar la mauera de defenderse, procurar armas, imponer contribuciones á los pueblos para los gastos de la guerra, y si así lo exigieren las circunstancias, sin que de otro modo fuese posible salvar la patria, matar á hierro al principe como enemigo público y matarle por el mismo derecho de defensa, por la autoridad propia del pueblo, mas legítima siempre y mejor que la del rey tirano. Dado este caso, no solo reside esta facultad en el pueblo, reside hasta en cualquier particular que, abandonada toda especie de impunidad y despreciando su propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte la república.

Se preguntará quizá qué debe hacerse cuando no hay ni aun facultad para reunirse, como muchas veces acontece; mas suponiendo que esté oprimido el reino por la tiranía, existe siempre la misma causa y de consiguiente el mismo derecho. No por no poderse reunir los ciudadanos debe faltar en ellos el natural ardor por derribar la servidumbre, vengar las manifiestas é intolerables maldades del príncipe ni reprimir los conatos que tiendan á la ruina de los pueblos, tales como el de trastornar las religiones patrias y llamar al reino á nuestros enemigos. Nunca podré creer que haya obrado mal el que secundando los deseos públicos baya atentado en tales circunstancias contra la vida de su príncipe. Hemos dado ya para esto una multitud de razones, y creemos que estas razones bastan.

Resuelta ya así la cuestion de derecho, no debe atenderse sino á la de hecho, es decir, á cuál merece ser tenido realmente por tirano. Temen muchos que con esta teoría no se atente á menudo contra la vida de los príncipes; mas es necesario que adviertan que no dejamos la calificacion de tirano al arbitrio de un par ticular ni aun al de muchos, sino que queremos que

le pregone como tal la fama pública y sean del mismo parecer los varones graves y eruditos. Es, por otra parte, aquel temor completamente infundado. De otro modo irian los negocios de los hombres si entre estos se encontrasen muchos de grande esfuerzo dispuestos á despreciar su salud y su vida por la libertad de la patria; mas desgraciadamente detiene á los mas el deseo de salvar sus dias, deseo que se opone á la realizacion de grandes y nobilísimos proyectos. Entre tantos tiranos como existieron en la antigüedad ¿cuántos podemos contar que hayan muerto bajo una espada regicida? En España apenas uno que otro, si bien debe esto atribuirse á la lealtad de los súbditos y á la clemencia de los príncipes que ejercieron humana y modestamen te el poder que le confiaron el consentimiento público y el derecho. Es siempre sin embargo saludable que estén persuadidos los príncipes de que si oprimen la república, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, están sujetos á ser asesinados, no solo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria de las genera ́ciones venideras. Este temor cuando menos servirá para que no se entregue tan fácilmente ni del todo á la liviandad y á las manos de sus corruptores cortesanos, para que cuando menos por algun tiempo ponga freno á sus furores. Podrá contenerle mucho este temor, y aun mas que este temor la persuasion de que siempre es mayor la autoridad del pueblo que la suya, por mas que hombres malvadísimos, solo para lisonjearle, afirmen lo contrario.

A lo que se objetaba sobre el rey David, debemos contestar que no tenia este una causa bastante poderosa para matar á Saul, pudiendo, como podia, apelar á la fuga; que siendo Saul un rey establecido por el mismo Dios, si David le hubiese muerto para defenderse, hubiera debido atribuírsele á impiedad, no á amor á la república. Ni fueron, por otra parte, tan depravadas las costumbres de Saul que oprimiese tiránicamente á sus súbditos y quebrantase escandalosamente las leyes divinas y humanas, y se apoderase de la fortuna de los ciudadanos. Es cierto que la corona habia de pasar á David, pero cuando Saul muriese, y sin que esto le diese derecho para arrebatar al que aun reinaba elimperio junto con la vida. Ignoramos en qué podia fundarse san Agustin cuando en el cap. 17 de su libro contra Dimano estableció que David no quiso matar á Saul, á pesar de serle lícito.

-No es tampoco necesario esforzarse mucho para destruir la objecion de los emperadores romanos. Con la resignacion y la sangre de los fieles se echaban entonces los cimientos de la grandeza de la Iglesia, que ha llegado á extenderse hasta los últimos limites del orbe; cuanto mayor era la opresion, cuantas mas eran las victimas, tanto mas iba creciendo por un favor especial del cielo. No convenia por esta razon en aquellos tiempos que los fieles atentasen contra la vida de los príncipes, no convenía que hiciesen ni aun lo que estaba permitido por derecho y venia establecido terminantemente por las leyes; y aun refiriéndonos á aquellos tiempos hallamos que el noble historiador Zozoma, haciéndose cargo en el cap, 2.o del lib. vi de si era cierto que un soldado hubiese muerto al emperador Juliano, dice

claramente que, á serlo, mcrecia por este solo hecho el aplauso de las gentes.

Creemos, por fin, que deben evitarse los movimientos populares para que con la alegría de la muerte del tirano no se entregue la muchedumbre á excesos y sea de todo punto estéril un hecho de tanto peligro y trascendencia; creemos que antes de llegar á ese extremo y gravísimo remedio deben ponerse en juego todas las medidas capaces de apartar al príncipe de su fatal camino. Mas cuando no queda ya esperanza, cuando estén ya puestas en peligro la santidad de la religion y la salud del reino, ¿quién habrá tan falto de razon que no confiese que es lícito sacudir la tiranía con la fuerza del derecho, con las leyes, con las armas? Ejercerá quizás en algunos mucha influencia el hecho de haber sido condenada por los padres del concilio de Constanza la proposicion de que cualquier súbdito debe y puede matar al tirano, valiéndose, no solo de la fuerza, sino tambien de las asechanzas y del fraude. Este decreto empero no fué aprobado ni por el pontífice Martin V ni por Eugenio ni por sus sucesores, de cuyo asentimiento depende la fuerza legislativa de los concilios eclesiásticos; este decreto fué dado en una época de trastornos para la Iglesia, en una época en que tres pontífices á la vez se disputaban la silla de San Pedro; este decreto fué motivado por la exagerada doctrina de los husitas, segun la cual cabia destronar á los príncipes. por cualquiera crímen que hubiesen cometido, y tenia cualquiera facultades para despojarles del poder de que injustamente disponian; este decreto fué extendido finalmente con la idea de condenar la opinion de Juan le Petit, teólogo de Paris, que pretendia excusar el asesinato de Luis de Orleans, por Juan de Borgoña, sentando que es lícito que mate un particular á un rey que está ya cerca de la tiranía, cosa insostenible, sobre todo cuando hay de por medio un juramento y no se espera, como no esperó aquel, á que se pronuncien otros en contra del monarca.

Este es pues mi parecer, hijo de un ánimo sincero, en que puedo, como hombre, engañarme. Si alguien supiese mas y me diese en contra de él mejores razones, se lo agradeceré en el alma. Pláceme empero concluir este capítulo con las palabras del tribuno Flavio, que convencido de conspirador contra Domicio Neron y preguntado cómo pudo olvidar su juramento: «Te aborrecia, dijo; no tuviste un soldado mas fiel que yo mientras mereciste ser amado; empecé á odiarte despues que fuiste parricida de tu madre y de tu esposa, despues que te hiciste auriga, cómico é incendiario. » ¡Alma verdaderamente militar y de varonil esfuerzo!

CAPITULO VII.

Si es lícito envenenar á un tirano.

Tiene el malvado en su interior su propio verdugo, su misma conciencia le sirve de suplicio. No tendrá ningun enemigo exterior, pero de seguro que la misma depravacion de su vida y de sus costumbres ha de hacerle amargos sus mayores placeres y amarga hasta la satisfaccion de sus caprichos. ¡Qué vida tan triste y miserable la del que se ve obligado á quemar con ascuas su barba

rece mas digno del hombre vencer á los enemigos con los recursos de la razon y la prudencia sin verter la sangre del ejército que con el uso de las fuerzas físicas, en que nos llevan ventajas otros muchos séres anima-> dos. Lo que es para mi cuestionable si es lícito matar al enemigo público y al tirano, palabras para mí sinónimas, con veneno y yerbas ponzoñosas, pregunta que años atrás me hizo cierto príncipe en Sicilia en época que estaba explicando en aquella isla teología. Sabemos que ha habido de esto muchos casos, y estamos persuadidos de que si llevase alguno intencion de matar al príncipe y viese abierto este camino para lograr su intento, no habia de dejarlo por el parecer de los teólogos, ni habia por esto de trocar el veneno por la espada, principalmente siendo mayor el peligro y mayor la esperanza de la impunidad, y no debiendo disminuirse en nada, sino antes bien aumentarse el alborozo público, porque muerto el enemigo capital, quedase con vida el autor y salvador de las libertades públicas. Nosotros, sin embargo, no hemos de considerar lo que han de hacer los hombres, sino qué es lo que nos está concedido por las leyes de la naturaleza. ¿Qué importa que se emplee el hierro óel veneno, sobre todo cuando se ha concedido ya que pueda apelarse al dolo y á toda clasede asechanzas? Tenemos además para colonestarlo muchos ejemplos antiguos y modernos de tiranos que han sucumbido á este género de muerte. Es ciertamente difícil propinar venenó á un príncipe que está cercado de su servidumbre, investigar las comidas que son para él mas sabrosas, asaltar el alcázar y la inmensa inole del palacio real; mas si se ofreciese ocasion oportuna, ¿quién habrá tan perspicaz y de tan agudo ingenio que pretenda distinguir entre ambos géneros de muerle?

y su cabello por temer como el tirano Dionisio la mano de un barbero! ¡Qué placeres pueden ser los del que como Clearco, tirano del Ponto, han de esconderse como una serpiente en el fondo de un arca para vivir tranquilos y conciliar el sueño! ¿De qué le serviria el imperio á aquel rey de Argos, llamado Aristodemo, que tenia abierta la puerta de su cuarto sobre unos grandes arcos y al alcanzarla mandaba quitar la escala con que habia subido? ¿Puede darse mayor desventura que la del que no puede confiar en nadie ni aun en sus amigos y criados? A cualquier ruido se estremece, cualquiera sombra le espanta, y le parece siempre que está viendo al pueblo reunido y airado contra su persona. ¡ Vida por cierto bien miserable la del que puede proporcionar un glorioso nombre á su asesino! Porque no puede ya cabernos duda de que es glorioso exterminar de la sociedad humana á esos infames y perniciosos monstruos. Córtanse los miembros gangrenados para que no inficionen el resto del cuerpo, y con hierro tambien deben ser cortadas de la república esas terribles fieras que pueden provocar su ruina. Justo es que tema el que da que temer á los demás. ¡Ay, cuánto mas saludable no seria que el temor que abrigase fuese siempre mayor que el que él inspira! No corresponde nunca el apoyo que dan las fuerzas, las armas y las tropas al peligro que hay en excitar el odio de los pueblos, que amenaza siempre con la ruina á los mas altos príncipes. Se esfuerzan todas las clases del Estado en arrancarles de los terribles excesos de la maldad y la bajeza; y creciendo de dia en dia el odio, ó apelan manifiestamente á la sedicion, tomando en público las armas por creer justo y grande sacrificar en aras de la patria la vida que debemos á la naturaleza, medio con que no pocos tiranos sucumbieron, ó rodeándose de las mayores precauciones emplean las asechanzas y el fraude conjurandose en secreto para ver si arriesgando la vida de uno solo ó de muy pocos, salvan la república. Si salen entonces con bien de su empresa, son tenidos durante toda su vida al par de los mas grandes héroes ; si mal, caen como víctimas propicias á los dioses y á los hombres, y merecen por su noble esfuerzo la memoria de la posteridad entera.

Es ya pues innegable que puede apelarse á la fuerza de las armas para matar al tirano, bien se le acometa en su palacio, bien se entable una lucha formal y se esté á Jos trances de la guerra. Mas ¿cabrá tambien echar mano de asechanzas, como llevamos dicho que hizo Ayod matando al rey de los moavitas despues de haberse descartado de testigos, captándose con dádivas y fingidas palabras atribuidas á Dios la voluntad y la gracia de su víctima? Es á la verdad mayor virtud y de ánimos mas grandes manifestar abiertamente el odio y acometer públicamente al enemigo del Estado; pero no de menor prudencia buscar medios indirectos y hasta pérfidos para alcanzar el objeto sin riesgo ó á lo menos con el menor peligro y el menor daño posible. Francamente hablando, no puedo menos de alabar á los lacedemonios que sacrificaban un gallo blanco á Marte, dios de la guerra, como la engañada antigüedad creia, cuando habian ganado una victoria á la sombra de sus estandartes, y un corpulento toro cuando por pura astucia, fundándose en que pa

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No puedo negar la gran fuerza de estos argumentos, ni me extraña que llevados por su solidez consideren algunos conforme á la equidad y al derecho matar al tirano ó á un enemigo público enviando secretamente contra el, ya envenenadores, ya asesinos. Debemos empero empezar observando que entre nosotros no está ya en vigor la costumbre por la cual en Aténas y en Roma se envenenaba á los reos condenados á muerte. Se ha reputado entre nosotros cruel y sobre todo ajeno de las costumbres cristianas obligar á un hombre, por mas cubierto que esté de crímenes, á quitarse la vida por su propia mano, bien atravesando con un puñal sus entrañas, bien tomando emponzoñadas la comida ó la bebida, cosas las dos igualmente contrarias al derecho natural y á las leyes de la humanidad, por las cuales nos está prohibido atentar contra nuestra propia existencia. Como pues hemos dicho que pueda matarse al enemigo armándole asechanzas, decimos ahora que es injusto envenenarle. ¿Qué importa que se le propine el veneno ignorándolo ó sabiéndolo, si el asesino no puede de ningun modo ignorar que emplea un género de muerte contrario á la naturaleza, y es sabido que la culpa de un crimen cometido por ignorancia pesa siempre sobre sus autores? ¿De qué le servió á Laban que su yerno Jacob aceptase de su hermano á Lia, ignorando que esta no fuese Raquel, con quien se habia casado? De qué puede servir á otros para sincerarse

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