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butasen honores divinos, y castigar con el mas cruel género de muerte á Calistenes que lo resistia, sino las adulaciones de muchos que con incesantes alabanzas aumentaban de dia en dia su temeridad y su locura? Scria largo ir refiriendo todos los ejemplos de una demencia semejante: un Caligula, un Domiciano y tantos otros; mas dejando aparte los extranjeros y viniendo á los que tenemos en nuestra patria, ¿ se eree acaso que Pedro el Cruel y Enrique IV y otros reyes de Castilla, infamia y mengua de España, llegaron á trastornar la república por otro camino que por el fraude de amigos fingidos que alababan sus dichos, sus hechos y sus proyectos como favorables á la felicidad del reino? Y en estos ha de haber obrado la adulacion con mucha mas fuerza, pues siendo príncipes ya de un carácter depravado y de ánimo mezquino, son mas impetuosos y no pueden ver las asechanzas de hombres agudos y sumamente astulos á fuerza de usar de fraudes y mentiras.

El que desea pues alcanzar la gracia de su príncipe es necesario, de toda necesidad, que goce de un ingenio grande y sobre todo vivo. No debe aprbarlo todo, no sea que se le tenga luego por un manifiesto adulador y pierdan la eficacia debida sus palabras. Debe de vez en cuando amonestar al príncipe y hasta reprenderle, á fin de engañar mejor bajo esta forma de amistad que permite generalmente ciertas libertades, mas siempre de manera que existan y se descubran fácilmente las huellas de la condescendencia aun en el fondo de las reprensiones en la apariencia mas amargas.

olvidado de su primera fortuna, trueca de repente la humildad en fausto y en orgullo, acumula grandes riquezas, aspira á los mas altos honores y destinos, y no los ha conseguido, cuando mira ya con desprecio á hombres que valen mucho mas, y con detestable perfidia ataca á los mismos que le allanarón el camino para llegar hasta los piés del trono. Nadie hay en un principio mas humilde que un adulador; pero luego que ve asegurada su fortuna, ¿quién de mas arrogancia que él ni mas orgullo? Si para engañar mejor á los hombres habia tomado cuando menos la apariencia de virtuoso У hombre honrado, disipado ya todo miedo, se quita la careta y se entrega á todo género de vicios. Desconocido por mucho tiempo y ahora de improviso noble y grande, no sabe dominarse ni enfrenar deseos encendidos y avivados por una larga falta de medios y recursos. Arde en voluptuosidad, bulle en placeres, se ostenta cruel, atrae al fondo de sus arcas las riquezas privadas y las públicas, pretende dominar solo en las fortunas de todos, y hacer que parezca que reina él solo, aunque con nombre ajeno. Todo lo acomoda á sus intereses; la salud del reino es para él una palabra que nada significa, y no mas que una palabra.

Por estas costumbres creo que es fácil conocer al adulador, y distinguirle del verdadero amigo; pero donde mas se le conoce es en sus amonestaciones y reprensiones, en que se vende tanto mas cuanto mas quiera afectar la sencillez y la amistad sincera, pues no imita tampoco el fraude á la verdad hasta el punto de que no se dejen traslucir las huellas de la ficción y de la mentira. Como que mide por su utilidad todos los deseos de su vida y no lleva mas objeto que alcanzar de cualquier modo que sea la gracia de su príncipe, procura siempre con mucha cautela que no pueda este resen

Es tambien, por otra parte, de advertir que no merecen ser contados en el número de los aduladores todos los que viven con los príncipes y alaban sus hechos, sus discursos y aun sus proyectos; muchas veces pues se ven obligados á transigir con lo que en su interior califican de pernicioso y necio. Hay muchos hombres apo-tirse ni de sus amonestaciones ni de su manera de decados que no quieren que se falte, pero que no tienen bastante fuerza de voluntad para resistir al que delinque; hay otros que, desesperando ya de alcanzar algo, por mas que les repugne la maldad, no se atreven á provocar la cólera de los que son dueños y árbitros de la vida y de la muerte. Para que se distinga mejor el adulador pernicioso del amigo verdadero y del palaciego cauto ó tímido es preciso que nos hagamos cargo de la conducta que lleva y del objeto á que incesantemente aspira. Es, en primer lugar, el adulador de una avaricia inmensa, no hay riquezas que puedan satisfacer su sed y su codicia. Agitale luego la ambicion que no le da lugar ni tregua; se humilla para alcanzar lo que desea, modifica cien veces su carácter, si ve que ha de hacerse con oro, con poder y con honores; no piensa nunca en conservar su dignidad ni su decoro; se prosterna á los piés de los poderosos, se muestra obsequioso y servidor de los que son queridos de sus reyes; no perdona trabajo, no perdona bajeza alguna, con tal que, reconciliado y unido con estos, pueda abrirse paso hasta la cámara del príncipe. Si corresponde el éxito á la esperanza, despliega entonces su habilidad, acomete al monarca con claras y manifiestas tramas, ó si no se siente aun fuerte, mina ocultamente el terreno para que apenas pueda conocerse su malicia. Ha vencido ya al príncipe y le tiene engañado con sus malas artes: ¡ah! entonces,

nunciar los vicios; así que, dispone todas sus palabras de manera que la misma reprension venga á convertirse en alabanza. Podria citar muchos ejemplos de esta adulacion artificiosa, pero me limitaré á los que ofrece el emperador Tiberio, sucesor de Augusto, durante cuyo reinado estuvo en su mayor apogeo la disimulacion y la adulacion mas torpe. Oponíase fraude á fraude, y á la mentira del cortesano la ficcion del príncipe. Aconteció un dia que al entrar aquel emperador en el Senado se levantó uno de sus aduladores manifestando en muy alta voz que los hombres libres habian de hablar con libertad y no callar nunca lo que pudiese ser de utilidad para la salud de la república. Hubo, al oir estas palabras, un silencio profundo, y estuvieron suspensos los ánimos de todos hasta oir lo que decian, que, como era natural, se esperaba habia de ser grande y atrevido. «Oye, César, exclamó entonces aquel, hé aquí en lo que todos te culpamos, sin que nadie se atreva á decirlo en tu presencia: estás consumiendo tu vida en continuos cuidados y trabajos; ¿cómo no consideras que ha de morir lo que no goza de descanso?» Declamó sobre este punto mucho y muy ridículamente, tanto, que Casio Severo, ofendido por la vaciedad de sus palabras: « Esta libertad, añadió, es la que mata al hombre.» Así lo leemos en Plutarco. Ennio, caballero romano, se habia atrevido á hacer del príncipe una estatua de plata, y

Tiberio probibió que se le acusase de crímen de lesa majestad en el Senado. Ateyo Cápito, afectando deseo de libertad y celo por la salud pública, pretendió tambien un dia que no debia quitarse al Senado la facultad de deliberar ni dejar impune, tan gran delito si se mostraba el César lento en remediar sus apuros por no molestar ni gravar á los súbditos de su vasto imperio, vanidad y deseo de agradar ciertamente vergonzoso, que nos ha dejado consignado Tácito con su elocuente pluma. Mas he de referir aun, sacada del mismo autor, una adulacion mas torpe y mas indigna. Hablábase en el Senado de los funerales de Augusto recientemente muerto. Decretábansele grandes honores, estando el sucesor presente, acordándose, entre otras cosas, que se levantase un arco de triunfo donde se escribiesen los títulos de las leyes que él habia promulgado, y los nombres de las naciones que habia vencido. En esto se levantó Mesala Valerio, y añadió que debiese renovarse anualmente el juramento de fidelidad que habia de prestarse á Tiberio. Preguntado luego por este si habia manifestado aquella opinion porque él se lo hubiese encargado, contestó que lo habia hecho espontáneamente, y que en cosas que perteneciesen al bien de la república .no escuchaba nunca sino la voz de su conciencia, aunque supiese que habia de atraerse con ella la cólera del príncipe. No faltaba ya sino esta especie de adulacion, no faltaba ya sino que aun cuando se aparentase amonestar ó reprender, no se llevase mas objeto que el de aumentar la alabanza y granjearse la gracia del rey con el ánimo dispuesto á toda clase de servidumbre.

Hé aquí las mañas de esos hombres necios, tan fáciles de conocer, que basta querer para evitarlas. El príncipe, sobre todo cuando ha entrado ya en edad, puede distinguirla de continuo, sin que jamás se engañe. Ve que uno de sus cortesanos es de depravadas costumbres, que habla para agradarle, aun cuando parezca reprender sus vicios, que desea aumentar al infinito sus honores y sus riquezas y los de su familia, ¿cómo ha de creerle de sencillo carácter ni pensar que mire con interés su dignidad y la salud del reino? Cómo no ha de calcular, por lo contrario, que está fingiendo para engañar á los incautos y que no abriga en su corazon sino el fraude y el dolo ni tiene mas prendas que la astucia, la ficcion y la mentira? Un solo remedio hay para este mal, y es que no se admita en palacio sino á varones de reconocida probidad y fama, ni se dé entrada á los demás por mucho que parezcan sobresalir en destreza, en prudencia y en ingenio. Desde sus mas tiernos años va inoculándose en el príncipe un odio profundo á esa clase de hombres; procúrese que aborrezca, al par de los aduladores, los parásitos, ni se deje vencer. por sus caricias. Manifiéstesele la necesidad de esta conducta con sólidas razones, con ejemplos y con frecuentes pláticas, persuadasele de que son aquellos hombres la mas perniciosa peste de la república, la ruina de las costumbres, el torbellino y las borrascas de la patria, los trastornadores de las mas santas leyes, los destructores de la paz, los perturbadores de todos los afectos de la probidad y de la vida, el monstruo horrible y grande que debemos aplacar con todo género de sacrificios y arrojar del palacio para que con su envenenado soplo no

contamine cruelmente el cuerpo de la república desde las plantas hasta la cabeza.

CAPITULO XII.

e las demás virtudes del príncipe.

Sepan y entiendan los príncipes que hablan para ellos como para los demás hombres los preceptos dados por los filósofos acerca de cada virtud y las decisiones de los teólogos sobre la naturaleza de nuestros recíprocos deberes. Procuren en lo posible que cuanto mayores son sus facultades y mas alto el lugar que ocupan, tanto mas aventajen á todos en probidad y en las demás prendas de la vida. El que ha de alumbrar á todo un pueblo para que le siga, no es lícitó que se revuelque en la inmundicia ni en el cieno de los vicios; ciña antes al cuerpo su espada, rodéese de tropas y aterre al enemigo, vístase de virtudes, adórnese con la hermosura de la honestidad y la justicia y cautive el amor de sus vasallos. Ponga en esto mayor confianza y créalo de mas realce para su dignidad que verse rodeado de alabardas y del faustuoso aparato de su palacio y de su corte. Sea parco en el comer y en el beber para que no le reduzca la glotonería á la condicion del bruto, y obstruido el estómago no deba ocupar gran parte del tiempo en cuidar de la salud del cuerpo, niesta ocupacion pase á ser para él tan grave como los misinos cuidados del gobierno. Huya de la liviandad, no se deje corromper por los placeres de la impúdica Vénus. Guárdese, sobre todo, de armar asechanzas contra el pudor ajeno, maldad infame y cruel, que no es posible ejecutar sin atraerse el odio del pueblo ni ofender á muchos. Luche con tanto ardor contra los placeres y deleites de la vida como contra sus mas temibles enêmigos interiores. ¿Será acaso justo que se manche con el estupro ni ataque el honor ajeno el que ha de castigar y refrenar con leyes y con penas el libertinaje de sus súbditos?

Armese de circunspeccion y prudencia para que no le engañen sus cortesanos, que están acechando todas las ocasiones para cegarle y arrancar de sus manos honores y riquezas, tomando tal vez por-juguete á la inocencia ajena y abusando de la sencillez del hombre que verdaderamente vale. No se deje nunca desviar de las leyes de la equidad, no podrá mantener unidos á los altos con los bajos, ni con estos á los del órden medio si no los tiene á todos persuadidos de que mas pueden con él las prescripciones de la justicia que los afectos personales ni la privanza de los que le rodean. Seria indigno del nombre de rey el que, siendo por su condicion el brazo vengador de la justicia, consintiese en apartarse de la mas estricta equidad por poderosas que fuesen las razones que á esto le impeliesen. Esté ante todo convencido de que solo con el favor de Dios se fundan los imperios y crecen y abundan en todo género de bienes. Procure pues adorar á Dios con el mas puro culto, procure hacérsele propicio con virtuosas y frecuentes oraciones. Profese desde los primeros años la opinion de que solo por la Providencia divina se gobiernan las cosas humanas, y por lo tanto las naciones; confie mas para el buen éxito de sus negocios en

irritable duro. Sirve de mucho al iracundo familiarizarse con hombres de ánimo tranquilo; robustécense las fuerzas y la salud del cuerpo bajo un cielo benigno

EL PADRE JUAN DE MARIANA. la benevolencia de Dios y en los actos de piedad que en la astucia, en el poder y en la fuerza de las armas; crea firmemente que nunca ha de ser mayor su autoridad que cuando se sienta querido de Dios y guardado por su divino escudo. ¿Qué podria haber mas confuso ni mas pernicioso que la vida del hombre si se creyese que los sucesos de la tierra son todos fortúitos y no hay una Providencia superior que los dirija? Qué podria haber mas cruel que un hombre que. perdiese el temor de Dios y no se creyese sujeto á sus santas é inescrutables leyes? Qué estragos no causaria? Debe siempre procurarse el aumento del culto religioso, y es indudable que sirven mucho para esto las costumbres de los príncipes. Con su ejemplo mejor que con la severidad y con las leyes se afirman los pueblos en esta opinion eminentemente salvadora. Viendo pues que el que tanto puede implora el favor divino y está en el templo hincada la rodilla, extendidas las manos, bañados en lágrimas sus ojos implorando la misericordia del Altísimo; cómo han de dejar de hacer lo mismo, sobre todo cuando se encuentren en gravísimos apuros?

en

Mas sobre la religion hemos de hablar detenidamente en otra parte; hagámonos ahora cargo de las virtudes propias de un rey, virtudes de adornado en todos los actos de su vida. Ha de poner, que ha de mostrarse primer lugar, mucho cuidado en que ya desde sus primeros años sea inaccesible á la ira, enemigo de toda prudente resolucion y perturbadora de nuestro entendimiento, pasion impropia de todo hombre cuerdo, como manifiestan los mismos movimientos y gestos con que se declara, tales como los de torcer la boca, agitar violentamente los brazos, perder el color de los labios, levantar descompasadamente la voz, desgañitarse. Es ya este vicio en la vida privada indicio seguro de la ligereza de ánimo; mas nunca aparece tan feo como cuando se hace el compañero obligado del que ejerce el mando supremo en la república. Difícil es á la verdad mudar la condicion del hombre, principalmente cuando por su posicion tiene para todo una libertad ilimitada; difícil torcer del todo nuestras inclinaciones naturales; mas á fuerza de persuasion y de preceptos es indudable que puede corregirse la aspereza de carácter, sobre todo en los primeros años. Persuádase al príncipe que el 'dejarse vencer por la ira es la mayor prueba que pueda darse de un ánimo débil y abatido; manifiéstesele que son los mas propensos á ella los que menos fuertes son, ya por la edad, ya por el sexo, tales como el anciano, la mujer, el niño. Demuéstresele, por lo contrario, que es de ánimos grandes no irritarse ni darse por ofendido de una injuria. Las vanas é hinchadas olas se estrellan contra los peñascos, las grandes y generosas fieras no levantan siquiera la cabeza por oir ladrar á un perro. Los movimientos del ánimo demasiado vehementes y el excesivo calor en la palabra, no solo desdicen de hombres graves, son contrarios á la dignidad y al mando, porque sies implacable la ira, se atribuye á crueldad; si cede, á ligereza y blandura; que es sin embargo preferible. Reprímase al príncipe desde la infancia, y templará mucho la razon su impetuoso carácter; condesciéndase con sus antojos, y se hará de dia en dia mas

puro; hácense mas humanas las fieras cuando viven con el hombre, pues con el frecuente roce cogen todos los dias algo de la naturaleza y condicion humana. Hágase principalmente observar que entre hombres buenos y moderados no se ofrecen casi nunca motivos de exasperar la ira. El que desde su mas tierna edad está acostumbrado á quebrantar su voluntad yá romper con sus deseos no es fácil que se irrite; mas el que no ha sido domado en la niñez es facilisimo que se deprave, aun cuando haya nacido con un carácter lleno de paz y dejado llevar de la ira hasta el punto de hacer cortar de dulzura. No dañó poco á Jaime de Aragon haberse públicamente la lengua al obispo de Gerona por haber violado el secreto que le habia confiado de que en daura, hecho impio que fué castigado con el anatema otros tiempos diera palabra de casamiento á Teresa Viy con una gran multa por el pontífice Inocencio.

Va unida la mansedumbre á la elocuencia, que es la jantes á la divinidad los príncipes, nunca mejor y mas mas excelente de las virtudes, la que más hace semealabados que cuando disimulan las faltas de los hom-. tigado todas las faltas cometidas, bace ya tiempo que la bres. No sin razon se ha dicho que si se hubiesen cashumanidad no existiria. Debe el príncipe acordarse de que es hombre, de que todos los hombres incurrimos en errores, de que el que no siente una pasion se deja delitos ni se muestra inexorable con las faltas ajenas, llevar de otra. No se esfuerza en averiguar todos los aborrece los hombres, y nunca debe ser mas alabada pues con verdad se dijo: el que aborrece el pecado, la clemencia que cuando son mas justos los motivos de ira. Debe á la verdad evitarse que no sea tanta tampo

la benignidad que todo el nervio de la severidad quede cortado, pues un castigo á tiempo es muchas veces preferible al deseo de aparentar clemencia. Hay para esto como para todo ciertos y determinados límites; mas será siempre mejor que el príncipe aparezca á conviniere castigar los crímenes, infandir temor, dar los ojos de la república dispuesto á ser benigno; y si algun ejemplo de severidad, procúrese que vean todos que se inclina solo al castigo y á la venganza impelido por la fuerza de las cosas, y en cuanto lo permitan las circunstancias se retraiga de tomar una parte directa en esos juicios y los entregue á otros magistrados. Platon, siguiendo la costumbre de los egipcios, quiere, con razon, que el rey sea una especie de sacerdote, y como tal no intervenga en negocios relativos al destierro, encarcelamiento ó muerte de los ciudadanos. Acostumbrese el príncipe desde su primera edad á mostrarse benigno con sus igualesy á no castigar con su propia mano á nadie, cosa que seria altamente vergonzosa. No imite la conducta de Pedro de Castilla, que mató con sus propias armas á Mahomat, rey de Granada, á pesar de ser inocen→ palabras; no imite la de Pedro de Portugal, que hirió te, y no contento con matarle, lo insultó con durísimas con su propia mano al obispo de Oporto, reo de adulterio. Léjos del príncipe esc feo destino de verdugo.

No debe tampoco el príncipe reprender a nadie con

descompasadas voces; antes si ve que se trata de castigar á alguno de sus compañeros ó de sus empleados de casa y corte, por merecido que sea el castigo, ha de procurar librarle de él, ya valiéndose de su autoridad, ya apelando á súplicas y ruegos, pues con tales y tan buenos principios adiestrará el ánimo para mayores y mas grandes cosas. Añada á la clemencia y mansedumbre la liberalidad, es decir, el deseo de hacer bien, si no á todos, á los mas, procurando ser como una divinidad á quien dirijan incesantes oraciones, y votos personas de toda edad, condicion y sexo, procurando ser una fuente abundantísima donde todos aspiren á beber en su adversidad honores y riquezas. Es claro que todos los tesoros del imperio no bastan para satisfacer á todos; mas con solo que ayude á muchos y reciba á todos con igual amor y con palabras blandas, logrará que su cortesía pase ya por un gran beneficio y sea toda dádiva, aunque pequeña, tenida por una muy singular y estimable gracia. Los que no vean satisfechos sus ruegos, echarán la culpa á los ministros, ó dirán cuando menos, atendida la benignidad del príncipe, que habrán faltado medios, pero no la voluntad de concedérsele. Servirá de mucho que el príncipe se acostumbre desde sus primeros años á otorgar mercedes á sus súbditos, pidiendo para esto dinero,que podrá repartir entre sus iguales, segun los méritos de cada uno, 6 emplear para aliviar una que otra vez con su propia mano la indigencia de sus súbditos. Movido por la dulzura de dar, será, al llegar á sus mejores años, mas y en mayores cosas dadivoso.

Désele bien á entender que nada hay mas regio que poder hacer beneficios á sus súbditos, tanto, que esta facultad viene á templar y sazonar los graves y enojosos cuidados del gobierno. Imite sin cesar á Dios, que ni de dia ni de noche deja de hacernos en todas partes beneficios, y hace brotar espontáneamente de la tierra yerbas y todo género de granos y de frutos, y cubre el suelo de árboles fructiferos, que pagan donde quiera tributo á la especie humana. A imitacion del mismo Dios, no debe atender á los frutos que recogerá de sus beneficios, sino á la hermosura de la beneficencia misma, haciéndose siempre cargo de que es preciso dar muclio á ingratos, y por consiguiente perder mucho para que llegue á colocarse bien un beneficio. Dé algunas veces antes que se lo pidan, y no demore nunca otorgar la merced solicitada, pues nada hay mas caro que lo que ha debido alcanzarse á fuerza de súplicas é importunidades. Sea, sin embargo, discreto en dar; reserve lo mas escogido para los mas dignos, y sea siempre mas frecuente que espléndido en sus dádivas, á fin de que no agote el erario público, que es la fuente misma de la liberalidad. Aun cuando esté dispuesto á negar, procure recibir siempre á todos con blandas y obsequiosas palabras, que no pueden en ninguna ocasion faltarle; así cuando menos creerán que si niega es contra su voluntad, y que si pudiese lo concederia con el mayor gusto. Es muy pernicioso acumular en uno solo ó en pocos todos los honores ó riquezas de que dispone, pues agotada la esperanza de alcanzar mayores obsequios, pierden aquellos su actividad, y no queda, por otra parte, con qué recompensar á otros, que serán mas merecedores.

Dé pues de manera que quede siempre á la esperanza de mayores dones si mayores servicios se recibieren do los ciudadanos. Con estas virtudes crece no poco la grandeza de alma de donde toman orígen, y conviene esto mucho al príncipe, que nunca parece peor que cuando es de alma pusilánime y mezquina.

Aprenda sobre todo el príncipe á despreciar vanos temores, luche con sus iguales, hable en presencia del pueblo, no huya de la luz, no se aisle del público, no se acostumbre á una vida retirada. Aprenda á refrenar, dirigir y revolver al indómito caballo, tire con otros el florete, hiera en la estacada al toro, al jabali en los bosques, acostumbre el oido al estrépito de las máquinas de guerra y al sonido del tambor y la corneta, procure guardar serenidad en medio del estruendo de la guerra. Corregirá asi con el frecuente ejercicio sus vicios naturales, y sobre todo la atrabilis, si por acaso levanta ante sus ojos sus variadas imágenes y espantosas figuras. No de otro modo creo que llegó á ser tan gran varon García, rey de Navarra, llamado el Trémulo porque al empezar la batalla se estremecia todo; echó fuera de sí el miedo, y se mostró al fin tan valiente y esforzado en todos los combates, que hay muy pocos que con él puedan siquiera compararse. Es el miedo la mejor señal de un ánimo abatido, así que desdice del todo de la dignidad del príncipe y es del todo contraria á la majestad de los reyes. Deben exponerse todos los esfuerzos posibles en alejarle y fijar con abinco en el ánimo del futuro monarca la idea de la infamia y mengua que consigo llevan, á fin de que rechace el miedo al miedo. Es sabido lo que sucedió con los condes de Carrion, que despues de haber pedido por esposas las hijas del Cid doña Elvira y doña Sol, y celebrado con regio aparato sus bodas en Valencia, fueron llevados á la crueldad por la ignominia con que manchó su frente un vergonzoso miedo, cosa que casi siempre hacen los cobardes. Educados aquellos jóvenes mas con halagos femeniles que con palabras y hechos propios de ánimos varoniles y dados á la guerra, no pudieron acreditar sus costumbres á los ojos de su suegro. Saltó un dia un leon de la jaula, no sé si por casualidad ó por intento, y fueron á esconderse vergonzosamente, y otro dia en una batalla que tuvieron con los moros temieron la lucha y apelaron á la fuga. Quedaron feos con tanta cobardía y tanto miedo, mas en lugar de haber procurado borrar con otros hechos de valor la deshonra que sobre ellos habia caido, se vengaron infamemente matando á sus esposas, crímen que fué mas tarde la causa de su ruina.

No se ensoberbezca, por fin, el príncipe al ver el fausto de su palacio ni al recibir el homenaje de sus criados, que le adoran casi como un dios sobre la tierra. No desprecie nunca á los ciudadanos ; aprenda á vivir con sus iguales bajo un mismo derecho, ya haya de tratar de cosas serias, ya buscar expansion en el juego; nada se arrogue nunca en virtud de los poderes que le están confiados. Aborrezca con toda su alma la costumbre de los persas, que se prosternan ante sus príncipes y les tributan honores debidos solo á los dioses, no lo consienta ni lo tolere nunca, por mas que le digan sus aduladores que la majestad real es la salvaguardia del imperio, que

los hombres mas eminentes han de aspirar á lo mas alto, que es de ánimos mezquinos repudiar los honores que se le tributen. Acuérdèse siempre de que no hay nada mas terrible que esas torpes adulaciones. Próximo Ciro á la muerte, quiso dar sus mejores preceptos á sus hijos, y aseguró que se habia ceñido tanto á las costumbres de su patria, que habia cedido siempre el paso, el asiento y el uso de la palabra á los mayores de edad, bien fuesen estos sus hermanos, bien sus últimos súbditos. A buen seguro que no hubiera caido tan pronto aquel imperio si hubiesen seguido sus hijos este aviso y no se hubiesen dejado corromper por la adulacion y los placeres. Teodosio el Grande llamó á Roma á Arsenio para que instruyera á sus hijos en las artes liberales, y habiéndole un dia visto de pié delante de sus hijos, mandó, encendido en ira, que los hijos estuviesen de pié y su profesor sentado, y le dió amplias facultades para que les castigase siempre que le pareciese justo, encargándole que no cerrase sus ojos sobre sus menores fallas. Si sus hijos hubiesen sido educados conforme á este precepto, ¿se cree tampoco que hubiera venido abajo por su culpa el imperio romano? Ha de conservar cuidadosamente el príncipe la majestad real, pero ha de estar persuadido de que los imperios descansan mas en la opinion pública que en las fuerzas, y si ha de creerme á mí, no adoptará nunca costumbres extranjeras. Cuantos mas grandes obsequios exija de sus inferiores, con tanto mayor respeto ha de tratarles, sobre todo si son estos sacerdotes, á quienes nunca dará á besar su mano ni consentirá en que le hablen de rodillas. Cuantas mas consideraciones guarde á la religion, tanto mas será amparado por Dios, y asegurará su gobierno y se granjeará el amor de sus súbditos, á quienes nada cautiva tanto como los hábitos y costumbres religiosas. Hablarémos en otro Jugar sobre este punto y explicarémos cuánta necesidad tienen de la religion los príncipes, mas antes es preciso que nos ocupemos en la gloria.

CAPITULO XIII.

De la gloria.

Diónos el cielo muchos bienes que podrian labrar nuestra ventura, mas nosotros necios é ingratos abusamos de ellos para ejecutar maldades, despreciar á Dios y procurar nuestra ruina y la de muchos, cosa por cierto bien indigna de nosotros y extremadamente lamentable. ¿Qué cosa puede haber ya mejor que esa facultad, por la cual nos distinguimos de las fieras y medimos los espacios del cielo y de la tierra? Gozamos de razon y de libertad, facultades por las que nos acercamos mucho á la naturaleza divina, y lejos de servirnos de cila para el bien, las convertimos en mal, aventajándonos algunas veces en crueldad á los mismos séres irracionales. Tenemos un cuerpo de diguas y excelentes formas, cuyas partes están todas hermosamente armonizadas, cuerpo que, como declara su misma posicion, ha sido destinado á contemplar el cielo. ¡Cuántos, sin embargo, y son los mas, se arrastran por el suelo, consagrándolos solo á los deleites y revolcándose en el cieno de los vicios! Hemos recibido de la naturaleza cierto

instinto religioso, por el cual nos sentimos movidos á reconocer la naturaleza divina y á venerarla con el mas puro y piadoso culto; y la locura de los hombres ha hecho luego que de aquel mismo impulso de la naturaleza hayan brotado terribles supersticiones que esparcidas por todo el mundo, han entorpecido y cegado por mucho tiempo innumerables naciones. No hay bien por grande que sea ni don tan insigne que la maldad humana no convierta muchas veces en deformidad y ruina. Necia y temerariamente obra quien aprecia las cosas de esta vida por nuestros abusos y no por su naturaleza propia. Debemos contar en este número todos los afectos de nuestra alma, el amor, la ambicion, la ira, el temor, la esperanza, dadas por la naturaleza para que anduviésemos en busca de lo saludable, allanáramos todo género de obstáculos, conserváramos nuestro estado con hechos conformes á la índole especial de nuestra vida. ¿ Esos mismos afectos no los convertimos acaso muchas veces en crímenes y en actos que destruyen nuestra misma existencia? Del amor nacen perniciosísimos deseos; de la ambicion, el afan por acumular riquezas, sin atender para nada á la virtud, sin reglas, sin medida; de la ira, injurias, ultrajes y hasta asesinatos; con el temor y la esperanza ó se entibian los ímpetus del alma para aspirar á cosas grandes, ó nos hacemos crueles y soberbios. ¡Cuán poco saben apreciar las cosas los que sin atender á que están depravados por culpa de los hombres, condenan estos afectos y se esfuerzan en que hemos de arrancarlòs y extirparlos de la vida humana! Vemos un árbol lleno de vida que extiende por todas partes sus frondosos ramajes, ¿lo arrancarémos y no lo castigarémos antes con el hierro? Tenemos un caballo indómito y brioso: pudiendo aplacarle y domarle con el látigo y el freno, pudiéndole acostumbrar á que lleve en sus lomos al jinete, ¿ hemos tampoco de matarle? Está llagado uno de nuestros miembros, ¿le cortarémos sin que hayamos agotado antes todos los remedios del arte? Es necesario de toda necesidad que en todas las épocas de la vida sepamos distinguir lo honesto y lo saludable de lo que es en sí vicioso. Mas no nos hemos propuesto hablar aquí de un asunto de tanta trascendencia; nos basta dejar consignado que es preciso que desde los primeros años dirijamos nuestros impulsos naturales y los llevemos de manera que sirvan para hacernos bue nos y templados, no malos ni dados á ilícitos placeres: Si los desarraigáramos del todo seria mucho de temer que se entorpecieran y languidecieran nuestra activi dad y nuestra alma, á la cual sirven como de estímulo y de espuela. Sin un amor sincero, sin afecciones, sin amigos, ¿qué podria haber mas triste que la vida humana? ¿Quién, por otra parte, ha de tener un corazon de hierro para no encenderse en ira ni aspirar á la venganza viendo tiranizada su patria y su familia? Dejo aun pasar por alto muchas cosas, cuya explicacion seria larga y enojosa. Vamos ahora á lo que constituye el principal objeto de este capítulo.

El amor á la gloria es natural en el hombre y existe en todos, porque ¿quién podrá haber tan humano ni tan fiero que no medite infinitos proyectos para adquirir el aplauso de sus semejantes? Está tan arraigado en

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