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principales. Miresele con descuido, y en lugar de jueces tendrá el pueblo lobos que le desgarren y le despedacen. Toda clase de calamidades cae sobre las naciones gobernadas por malos príncipes, por empleados venales y viciosos.

CAPITULO IV.

De los honores y premios en general.

Solon, uno de los siete sabios de la Grecia, y de entre los siete el único que dictó leyes á los pueblos, dijo que los estados se gobernaban tan solo por el premio y el castigo, por el temor y la esperanza. Aguijonca el temor á los ciudadanos y les hace mas celosos de su dignidad, al paso que la esperanza de premios y de honores estimula dia y noche á hombres de tanta fortaleza como de oscuro linaje, y los impele sin cesar á las mas altas virtudes. Suprimido el temor de la infamia, ¿quién entre los ciudadanos habia de querer arriesgar su vida para llevar a cabo alguna grande hazaña? Perdida la esperanza de crecer en dignidad, ¿quién ha de arriesgar su salud y su hacienda por la salud comun del reino? En esto como en todo ha de haber cierta templanza: ni queremos que el príncipe sea pródigo en dar honores, ni demasiado severo en el castigo. Procure ante todo tener unidas y sujetas todas las clases del Estado, de manera que tengan todos por seguro que ni la nobleza ni el oro, si faltan las virtudes, han de bastar para conseguir honores ni para evitar las penas impuestas por las leyes, ni se ha de consentir que por ser uno pobre ó de bajo nacimiento, sirva á nadie de presa ni juguete, ni ha de estar, por fin, cerrado para ninguna persona honrada el camino de la dignidad, la riqueza ni la gloria. Debe, á mi modo de ver, el príncipe proteger la aristocracia y dar algo á los nobles en consideracion á los esclarecidos méritos de sus antepasados; mas solo cuando al brillo de la cuna se añada el ingenio, el valor, la integridad y pureza de costumbres. Nada hay ciertamente mas vergonzoso que un noble de torpes inclinaciones y bajo ánimo; engreido con la gioria de sus mayores, consume en la liviandad y en la disolucion las riquezas de que fué heredero; confiado en los elogios que merecieron sus abuelos, languidece en la desidia y la pereza, aspirando á alcanzar con sus vicios el premio de las virtudes y á ocupar con su flojedad y cobardía los puestos debidos únicamente á varones esforzados y de vigoroso temple. Hombres tales deben ser rechazados por los príncipes, pues no solo se presentan manchados, sino que manchan tambien el esplendor de su linaje, y cuanto mas esclarecidos fueron los ascendientes, tanto mas son dignos de odio los que oscurecen con impuros deleites la nobleza que les fué legada. Y es generalmente tanta la locura y la temeridad de esos hombres, que muchos, ensoberbecidos con títulos que nada significan, desprecian á los hombres del pueblo por hábiles, fuertes y activos que sean, llegando hasta el punto de no reconocerles como sus semejantes; y cuantos mas honores tienen, mas codician, creyendo esos hombres viles y ambiciosos que son debidos á su nobleza los premios á que solo son acreedores la virtud y el mérito.

Deben tambien concederse no pocos honores á los ricos, pues son de grande auxilio al príncipe en todos los apuros de la república, y pueden promover grandes conflictos si no se les obliga con beneficios; mas no por esto creemos tampoco que deba apreciarseles solo por sustesoros, si no los emplean en cosas útiles ni cultivan las virtudes propias de los hombres. Si así sucediera, no se haria mas que sancionar la avaricia, el orgullo, la baj za de ánimo, y seria muy de temer que el pueblo solo creyese felices á los que gozan de pingües rentas y de vastas propiedades. Yacerian entonces los pobres en su profunda miseria sin esperanza de salir nunca de ella; así que desesperados se habian de arrojar un dia contra los ricos, provocar escisiones, injurias, latrocinios, levar á una total ruina la república, despedazada sin cesar por facciones y por opuestos bandos. Si pues desea el príncipe atender á su diguidad y á la salud del reino, uo deberá hacer nunca el menor aprecio ni de la nobleza ni de la fortuna si no van acompañadas de la prudencia y de la justicia; prestará, por lo contrario, todo su apoyo á la virtud y al ingenio donde quiera que existan, y reservándo e siempre la facultad de deliberar, no temerá los vanos alaridos de hombre alguno ni se alterará por las ofensas que reciba. ¿Quién ha de haber tan fuerte por sus riquezas ni tan esclareci do por su linaje, que llegue á imponerle leyes ni pueda atreverse á apartar al príncipe de premiar las virtudes de los demás hombres? Honrar la virtud en todas las clases y elevarla á las mas altas dignidades, manifestar con hechos que nada vale tanto á sus ojos como el esplendor de la justicia y la excelencia del alma en el cultivo de las virtudes ha de ser el firme propósito de todo principe que quiera excitar una honrosa emulacion entre los ciudadanos, para que aspiren á porfía á ser virtuosos, y desee, como debe descar, que le amen sus súbditos y le miren, si no como una especie de divinidad, cuando menos como uno de esos héroes de que nos hablan los anales de los primeros siglos. Así y solo asi logrará tener á su lado innumerables súbditos de pecho fuerte y ánimo esforzado, què estén dispuestos á derramar su sangre y hasta dar su vida por la patria y por sus reyes. El que cultiva la virtud, el que aventaje á los demás en ese noble empeño, ese es el que, á mi modo de ver, ha de merecer mas del amor del principe, ese el que ha de ser mas noble. No ha de encontrar cerrada la puerta á ningun honor ni á ningun premio por altos que estos sean, importando poco que sea españoló italiano, siciliano ó belga, con tal que pertenezca á nuestro vasto imperio. El buen rey ha de amar con cariño á sus súbditos, ha de premiarles con los mismos honores, ha de excitar su amor propio con las mismas esperanzas. ¿Cuándo le ha de faltar así quien defienda su dignidad y su corona? Acordes todas las voluntades, unidas todas las fuerzas, ¿qué enemigos podrá temer ni qué caprichos de la suerte? Un imperio basado sobre la equidad y defendido por el amor de sus súbditos no solo es eterno, está destinado siempre à crecer y ensanchar sus fronteras. No tendrá entonces el principe necesidad de numerosas tropas que le guarden ni de guarniciones que ocupen militarmente sus ciudades y provincias; no tendrá entonces necesidad de invertir en esto todas las

rentas del Estado ni de exigir de dia en dia á los pueblos nuevos tributos ni de agotar los recursos de los particulares. El amor de los ciudadanos valdrá entonces tanto como sus mayores tropas. ¿Qué importa que haya de consumir alguna parte de su tesoro en distribuir premios? Si honran á cada cual segun sus méritos, sin atenderá si son empleados eclesiásticos ó civiles los que se hacen acreedores á la liberalidad del príncipe, ¿no tendrá acaso tantos agentes de su poder ni tantos militares esforzados cuantos sean los ciudadanos que haya en el imperio? Lo que mas provocó la decadencia y ruina de Aténas y de Esparta fué su fatal costumbre de mirar como hijos á sus conciudadanos y tratar como esclavos á los pueblos que habian conquistado con sus poderosas armas. No pudieron esos pueblos sobrellevar por mucho tiempo una condicion tan inicua y fan contraria á los sentimientos de humanidad, y acabaron al fin con sus orgullosos vencedores. Y advierto que sucedió lo mismo á los romanos, que si perdieron el cetro del mundo, no fué tampoco sino porque, proponiéndose contener mas con el miedo que con el amor á los que habian vencido con la espada, tuvieron que invertir todos los recursos del imperio en mantener las legiones con que ocupaban las provincias, y ni aun así podian subsistir por tener enajenados los ánimos de tantas naciones y no ser posible ejercer sobre los ánimos la coaccion que es tan fácil ejercer sobre los cuerpos. Mas prudentemente, á mi modo de ver, decia á menudo Aníbal que aquel era cartaginés que sabia herir esforzadamente á los enemigos de Cartago. Estas son las palabras que deben repetir los príncipes. El que sepa obligar á la fuga al enemigo, el que con indomable esfuerzo sepa romper una linea de batalia, el que sepa, en una palabra, despreciar la muerte, ese es mi compatriota, ese es para mi el noble. Supongamos aliora que numerosas tropas enemigas nos provoquen á la guerra y vienen á devastar nuestras provincias; si hemos de reunir ejércitos á la sombra de nuestras banderas, ¿ confiarémos nuestra salud y dignidad á varones esforzados y de temple vigoroso, por mas que sean extranjeros y plebeyos y hayan nacido en un lugar oseuro, ó á nobles débiles y afeminados, mas notables por la virtud de sus antepasados que por su propio valor ni por sus propios méritos? ¿Podrémos acaso dudar de que en momentos de peligro deben ser preferidos á todos, los hombres fuertes y valientes, cualquiera que sea la familia ó nacion á que pertenezcan? ¿Qué cosa mas absurda que hombres en cuyo valor y virtud estriba principalmente la salud pública y la dignidad del príncipe sean tenidos en menos que aquellos de cuya debilidad y cobardía hemos de desconfiar en los graves trances de la re-pública? Qué mas indigno que amontonar honores en esas heces del pueblo y despreciar y consentir en que continúen pobres y sin gloria los que se aventajan en virtud á todos? ¿Puede darse mayor injusticia que negar á la virtud de los presentes lo que se concede á la de los pasados? Se citará quizás á Salomon, á aquel sabio rey de los judíos que nunca consintió en que los extranjeros sirviesen mas que para cubrir los gastos públicos; dispuso en cambio que los suyos fuesen soldados, sí, pero nunca tributarios; mas esa fué una nacion supersti

ciosa y enemiga de los demás pueblos, cosa que al fin no dejó de ser tambien su ruina. Pero hay mas, yo no pretendo tampoco que no haya diferencia alguna entre las provincias del imperio ni que se dejen los reinos últimamente conquistados sin guarnicion alguna; pretendo solo que se engrandezca con honores á los que sobresalgan en virtudes, porque sé que de este modo será grande el amor que profesen muchos á su príncipe, y los malos no dejarán de estar contenidos por el temor como si estuviesen sujetos con cadenas.

Entre los provinciales además no ha de haber un solo hombre que pueda repugnarle, ninguno que deba merecer un desprecio como si fuera de linaje de esclavos. Dése á cada uno segun su probidad y su prudencia, y si tanto conviniere, establézcanse colegios en las provincias donde tengan cabida los hombres innobles y estén como excluidos de aquella sociedad y separados de los demás y señalados hasta cierto punto con la infamia de los pueblos, institucion que en este momento no me atrevo ni á aprobar ni á desechar del todo. Debe proponerse firmemente el príncipe no permitir nunca que hombres ambiciosos lleguen bajo el pretexto de piedad á los altos puestos del Estado, con perjuicio y mengua de los mejores, ni consienta en que por vagos rumores del vulgo sean degradadas familias enteras. Las notas de infamia no deben ser eternas, y es preciso fijar un plazo, fuera del cual no deban pagar los descendientes las faltas de sus antepasados llevando en la frente las mismas manchas que sobre estos recayeron. Ni es de tanta importancia esta institucion que no pueda dejar de aplicarse á varones, insignes por otra parte en probidad, en méritos y en letras. Pues qué no ha de haber para ellos compensacion alguna, no hemos de poder quebrantar para ellos la ley ó la costumbre que tenemos adoptada? No disimulamos acaso muchas veces vicios mayores? ¿Por qué no hemos de disimular estos, no siendo tampoco tan grandes que no puedan ser contrabalanceados por las prendas del alma ó las del cuerpo? Todas las familias que mas brillan hoy por su esclarecido linaje tuvieron principios bajos y oscuros; si se hubiese cerrado la puerta de la aristocracia á los plebeyos, ¿tendriamos hoy nobleza? ¿Qué justicia habria en que cortasemos á todos los demás el camino por donde sus antepasados subieron á los mas altos puestos? ¿Tenemos acaso que arrepentirnos de que hayan pasado al número de los nobles varones insignes de otros países, y aun de religion distinta, cuyos nombres callarémos para que no odie nuestra generacion á sus descendientes? Los nobles nuevamente creados envejecerán tambien, y lo que hoy podemos sostener con antiguos ejemplos, servirá tambien de ejemplo dentro de dos ó mas generaciones.

Debe pues cuidar ante todo el príncipe de que no sea nunca postergada la virtud tratándose de elecciones, pues si es aquella manifiesta, servirá de espejo y de estímulo á los varones eminentes. Bien se trate de hacer

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llevados de una codicia inmensa y de una ambicion sin límites, para extender con perjuicio nuestro sus dominios. Debe á la verdad el príncipe dirigir todos sus actos á la tranquilidad de la república, celebrar alianzas, ya con los pueblos vecinos, ya con los mas remotos, no tomar las armas sino cuando tenga ya en su casa la guerra ó deba vengar atroces injurias; mas debe en cambio compensar su tardanza en resolverse á hacer uso de la espada por la grandeza de su aparato militar y su celeridad en desplegarle. Mantendrá para esto en tiempo de paz una infantería y caballería numerosas, y cubrirá de fuertes escuadras ambos mares, cosa que indudablemente le ha de servir de mucho para aumentar su majestad y aterrar al enemigo. Tendrá bien provistos sus almacenes militares y sus arsenales para que no debamos pedir recursos á otras partes cuando nos apremien las necesidades de la guerra; se hará, mientras esté aun tranquilo el reino, con armas y caballos; no se olvidará nunca eu la paz de los negocios de la guerra si quiere vivir seguro contra todo género de ataques.

ciudadanos que han sido olvidados por su príncipe. ¿Es acaso un mal poco grave que se procure debilitar las excelentes facultades de una gran parte de los pueblos conquistados á fin de que no puedan moverse sin peligro de infamia, y detenidos por este temor como por una sombra uo se encarguen nunca con ánimo firme y resuelto de los negocios de la república ni en tiempo de paz ni en tiempo de guerra? Es poco pernicioso hacer que fraccionada en bandos la república esté sin cesar oprimida por el increible odio de la mayor parte de los ciudadanos, odio de que á la primera ocasion que se presente ha de nacer la guerra civil y la discordia? Se podria tal vez sin peligro privar de toda clase de honores á los que llevasen sobre si aquellas manchas si fuesen pocos en número; mas hoy, que está ya confundida y mezclada la sangre de todas las clases del Estado, seria sumamente arriesgado, pues tendriamos en nuestra patria tantos enemigos cuantos quedasen excluidos de los negocios públicos, no por sus faltas, sino por las de sus mayores. Es solo propio de tiranos sembrar la discordia entre los súbditos para que nunca puedan conspirar juntos por sacudir la tiranía; los reyes legítimos dirigen siempre su principal cuidado á que unidas entre si por el amor todas las clases del reino, trabajen de consuno para rechazar las invasiones de los enemigos, vengar las injurias y defender la guerra, venga de donde viniere, con el objeto de sostener la dignidad del príncipe y conservar la salud pública. No hay mejor medio, ya para volver á calentar la sangre de familias ilustres debilitadas por continuos deleites y renovar en ellas las costumbres de sus antepasados, ya para provocar enlaces entre genios pacíficos y hombres de un carácter militar y duro, que dejar abierta al valor la puerta por donde se ha de llegar á las mayores riquezas y á los principaJos puestos del Estado. Con este solo hecho, no solo se premiaria la virtud, se renovaria y se haria echar nuevos retoños á nuestra aristocracia, que de puro vieja se enmohece como todas las cosas de los hombres.

CAPITULO V.

Del arte militar.

Se ha dicho ya lo que parece se debe hacer acerca de Ja distribucion de honores y eleccion de magistrados, sentando aquellas reglas que nos han sugerido la lectura y la experiencia. Creo deber tratar ahora del arte militar, en cuyo apoyo descansan las mas santas leyes, las artes todas y las fortunas privadas y las públicas, pues mal podria el Estado ser por mucho tiempo feliz ni abundar en todo género de bienes si no estuviese defendido por armas y guarniciones poderosas y gran número de fortísimas legiones. De otro modo no seria fácil enfrenar la audacia ni la temeridad de los ciudadanos corrompidos, que desgraciadamente abundan siempre en todas las ciudades y provincias, y á no estar contenidos por el temor, provocan siempre innovaciones, deseando trocar su pobreza por la riqueza de otros y tener con qué satisfacer su gula, su voluptuosidad, su amor al juego, señores indomables del hombre; ni será fácil que detengan las invasiones é injurias de sus enemigos cuando nos ataquen por todas partes y nos saqueen

Alegará quizás alguno en contra de esto la pobreza del erario, insuficiente para cubrir tan grandes y perpetuos gastos; expondrá cuán molesto y perjudicial es gravar con nuevos tributos á los pueblos para las atenciones de la guerra; manifestará cuán inútil es aterrar á los extranjeros si ha de enajenar el príncipe por otra parte los ánimos de los ciudadanos, y para vengar las injurias de los enemigos crear muchos mas en el interior del reino. Si los gastos de la guerra son mucho mayores que los de las rentas, reales, y la guerra no cesa nunca, ¿qué mayor calamidad puede haber para la república, pues no hemos de acabar jamás con los enemigos y acabamos en cambio con la riqueza de los contribuyentes? Si hay alguna parte del imperio que pueda conservarse con estos gastos, ¿por qué la hemos de sostener á tanta costa? Por qué no la hemos de separar como un miembro inútil buscando para esto una razon plausible?

Peligros son estos á la verdad que hemos de evitar con todas nuestras fuerzas, procurando persuadir al principe de que en medio de la escasez en que vivimos no hay ninguno que pueda sostener la guerra á sus expensas. O ha de verse atajado en mitad del camino ó irritar á sus súbditos con gravísimos impuestos si no adopta un medio en que pueda hacer la guerra con gastos no pequeños, pero cuando menos tolerables. Es preciso que tanto el ejército como la armada y todos los utensilios militares puedan mantenerse en tiempo de paz con las rentas ordinarias sin necesidad de arrancar un suspiro á los ciudadanos, pues de otro modo han de surgir graves peligros, bien se deje sin defensa al reino, bien se atente de dia en dia contra las riquezas de los particulares con inmoderadas cargas y tributos. No permita, en primer lugar, que estén ociosas sus tropas; encadene unas con otras las guerras, para lo cual no le han de faltar nunca causas legítimas, pudiendo siempre reclamar, ya de las naciones vecinas, ya de otras mas apartadas, derechos que cayeron en desuso ó vengar nuevas injurias. Mas qué, dirá acaso alguno, ¿crees tú que hemos de preferir la guerra á la paz? Serás enton

ces uno de los mas ardientes enemigos del género humano, pues no hay cosa mas terrible que la guerra, que abrasa, saquea y devasta campos, pueblos y ciuda des; nada mas apreciable que la paz, merced á la cual se embellecen las ciudades y florecen todas las artes útiles, todas las que sirven para el recreo y el ornato de la vida. No estoy tan destituido de razon que pueda preferir la guerra á la paz, sabiendo, como sé, que solo se hace con razon la guerra cuando tiene esa misina paz por objeto, y sé que se ha de buscar, no la guerra en la paz, sino la paz en la guerra; mas digo sí y sostengo que no puede ser duradera la paz interior si no medimos nuestras armas con los extranjeros, teniendo, como hemos de teuer, siempre para ello una causa justa y razonable. No debemos consentir nunca en que el soldado languidezca en la inaccion; debemos antes querer que se procure, ya por tierra, ya por mar, pingües despojos, caiga de rebato sobre la frontera de otros pueblos y saquee las ciudades, principalmente la de los impios, á fin de que enriquecido con el botin, no exija crecidos sueldosni recompensa alguna, persuadido de que están ya suficientemente pagados sus trabajos y se dé por satisfecho con que al concluir el tiempo de servicio pueda colgar de algun templo sus armas y tenga de qué sustentar su vida con honradez y con decencia. Lo primero que ha de procurar el príncipe es que la guerra halle en sí misma su alimento. No por otro motivo el cónsul Caton al venir por primera vez á España inandó la arınada á Francia y prohibió que le siguieran sus soldados estipendiarios. Propúsose, en primer lugar, que no teniendo sus soldados la esperanza de poder regresar á su patria sino vencedores, peleasen con mayor esfuerzo por la salud y la dignidad de la república; en segundo lugar, que viviesen del botin del enemigo, pues podian vivir de él si no eran cobardes y como tales indignos de la vida y del nombre romano. Y no salieron por cierto fallidas sus esperanzas, pues, gracias á esta medida, desplegaron sus soldados en aquella guerra la mayor actividad posible.

Creo además, no solo que se ha de conceder, sino que se ha de mandar á los súbditos que mantengan armas y caballos á proporcion de su reuta y su fortuna; creo que se les ha de obligar á que ejerciten las artes de la guerra, á que, bien á pié, bien á caballo, peleen entre sí y se disputen el premio del salto, el tiro, la Jucha y la carrera, tirando además al blanco, ya con dardos, ya con armas de fuego. Podria señalar premios públicos, trajes, piedras preciosas, anillos para el que acertare ó saliere vencedor en la pelea, y alcanzaria, á no dudarlo, grandes resultados. En el amor y en la destreza de los ciudadanos, no en los soldados mercenarios ni en servicios comprados, debe hacer consistir el principe la defensa de su diguidad y la conservacion de la salud del reino.

Ejercitados ya en estos simulacros, creo que se les pueda hacer pasar á verdaderas luchas. Permiten nuestras leyes y era antes costumbre, sin que se sepa ahora el motivo por qué ha caido en desuso, que los particulares, reuniendo en comun sus fuerzas, armasen por su cuenta galeras y naves de ligero porte, con que ejercian la piratería arrojándose feroces y formidables contra las playas ha

bitadas por la gente impía. Cuando nuestros enemigos se permiten esa facultad y todos los años infestan sus piratas entrambos mares, cuando tan á menudo nos provocan, cuando nos están robando nuestras naves, ¿hemos de prohibir tan terminantemente á nuestros ciudadanos que hagan otro tanto con ellos? Sabemos que siglos atrás los catalanes, á pesar de ser una provincia corta, tuvieron con poderosas escuadras el imperio de los mares y aterraron y llevaron no pocas veces sus armas, no solo al Africa y á ́la Italia, sino tambien á remotísimas naciones. ¿Creemos acaso que se les ha agotado su antiguo valor? Hemos de consentir en que se extingan del todo condenándoles al ocio y á la falta de ejercicio? Permítase pues si no ya á cada hombre en particular, cuando menos á cada nacion y provincia de España, que defienda á sus expensas sus costas é invada cuando quiera las playas enemigas. De este modo cuando lo exija la necesidad y nos amenace la guerra, nos será mas fácil organizar con esas escuadras provinciales una armada poderosa, gracias á la cual podamos abatir al enemigo y conquistarnos el imperio de la tierra. Este es nuestro parecer, parecer que tenemos ya formado hace muchos años, y que ojalá fuese tan bien recibido como hijo es de un ánimo sincero y de un deseo ardiente de ayudará la patria.

Podrán disminuirse tambien los gastos de la guerra si se distribuyen con mas prudencia los honores que en España son tenidos en mayor aprecio. No se conceda la cruz de ninguna órden sino al que, cuando menos, haya trabajado dos años por la república, ya en el ejército, ya en la armada; obliguese á los que la hayan recibido á pasar otro tanto tiempo en la milicia con un sueldo módico, que podria muy bien sacarse de las rentas de cualquiera de las órdenes. Concédanse premios militares á estos hombres segun exijan sus méritos y permitan las circunstancias; lo malo, lo perjudicial, lo que debemos evitar á costa de cualquier sacrificio está en que las gracias inventadas y destinadas por nuestros antepasados para recompensar los trabajos de los conciudadanos vayan á parar precisamente en poder de cortesanos afeminados que no atacaron ni vieron nunca al enemigo. Si no bastan los honores ya creados, ¿por qué uo hemos de crear otros para excitar el valor de nuestros hombres del pueblo como hizo Alfonso XI creando la órden de la Banda? Es la banda una cinta de color encarnado, ancha de cuatro dedos, que rodeaba el cuerpo, bajando desde el hombro derecho por debajo del brazo izquierdo; y no se concedia la insigne honra de llevarla sino á los que por espacio de diez años, cuando menos, hubiesen servido, ya en los palacios, ya en los campamentos. Habia caido casi en desuso aquella órdeu de caballería, cuando Juan de Castilla, nieto de Alfonso, inventó otra distincion, que consistia en una paloma pendiente de un collar de oro para estimular, ya á los palaciegos, ya á los grandes, á nobles y precluros hechos.

Pero hay aun mas, ¿por qué no se habian de confiar ciertos empleos civiles, principalmente cuando no se requiere mucha ciencia para su desempeño, á soldados de experiencia que no sirven ya para las fatigas de la guerra? Por qué no se les ha de conceder beneficios y

rentas eclesiásticas con beneplácito de los pontífices romanos si los hay entre ellos muy notables por su probidad y por la severidad de sus costumbres? Por qué pidiéndolo ellos no se han de hacer tambien concesiones, en gracia á sus méritos, á sus deudos y parientes?

El honor y la esperanza son los que sustentan las artes militares, y suele ser tenaz el ánimo del hombre cuando le inflaman grandes esperanzas.

Considero tambien, y esto es lo mas importante, que deben elegir los principes para el servicio de su palacio á los soldados mas esforzados y valientes, medio efica císimo para excitar el arrojo de los ciudadanos y al mismo tiempo oportunísimo para que los reyes, hablando y conversando frecuentemente con aquellos, pudiesen adoctrinarse en las cosas de la milicia y hacerse insensiblemente hombres esforzados, arrogantes, capaces de arrostrar y despreciar los peligros y la muerte. Me confirma en esta idea el ejemplo de David, de aquel rey felicísimo y fuerte que las sagradas escrituras proponen como modelo y espejo de los mejores principes. Escogió este rey los varones mas esforzados, no solo para el gobierno de los pueblos, sino tambien para la administracion del culto; decretó, como atestiguan las mismas escrituras, que los principales capitanes del ejército fuesen haciendo alternativamente y por meses el servicio de palacio, sin que por esto dejasen de estar encargados de una gran parte de las tropas reales. Sabiduría verdaderamente admirable y prudencia sobrehumana. No es á la verdad de extrañar que halagados así sus soldados, unciesen bajo su yugo muchas naciones, á pesar de ser tan cortas las rentas del Estado y tan estrechos los límites del reino; no es de extrañar que pudiese ya dejar el mismo David á su hijo Salomon un imperio que tuvo por fronteras la del Egipto, las de la Mesopotamia y las orillas de rios tan apartados como el Eufrates y el Nilo, cosa que venia ya anunciada en antiguas profecias. ¿No tenemos, por otra parte, en nuestro favor la opinion del prudente filósofo Aristóteles, segun el cual habian de ser elegidos los sacerdotes de entre los soldados y los senadores, quedando del todo excluidos para tan alto cargo todos los que ejerciesen artes viles ó mercenarias mas que consagrasen sus brazos al cultivo de la tierra? Pero yo digo aun mas; yo digo que gran parte de los senadores deberian ser elegidos de entre los soldados para que todos los que ejercen la profesion de las armas emprendiesen con mayor brio los trabajos de la guerra, y ya hechos senadores y elevados á las mas altas magistraturas, defendiesen con la mayor constancia los intereses particulares y los intereses públicos.

En resúmen, otorguense los principales premios y honores á los soldados, pues los hombres tenemos en mas las esperanzas que el dinero, y arrostramos de mucha mejor gana los peligros cuando confiamos en que la victoria ha de poner fin á nuestros sufrimientos. Aplaudimos tambien la institucion ateniense, por la cual se encargaba el Estado de las esposas é hijos de los soldados muertos en batalla. Si estuviera públicamente destinada para este uso una parte de las rentas eclesiásticas y cada uno de los mas ricos templos viniese á ser otro Pritaneo, ¿qué no se podria hacer en bien de esas

familias desgraciadas? Procúrese, por fin, que todos los ciudadanos estén persuadidos de que cuanto mas trabajaren por la república tanto mas serán tenidos por nobles, por ingenuos, no sirviéndoles nunca de obstáculo las faltas ni la infamia de sus antepasados para alcanzar los mas altos honores y elevarse á los mas altos puestos.

No creo que se valiesen de otros medios los principes españoles de otros tiempos para extender tanto su imperio, á pesar de lo humilde de su erario y de lo cercanas que estaban sus fronteras; ¿cómo de otro modo hubieran podido llevar sus armas vencedoras á otras naciones despues de haber arrojado de toda España á los infieles sarracenos? Si los grandes ejércitos de moros y africanos sucumbieron al valor de nuestros soldados, no debemos atribuirlo sino á que, animados estos con la esperanza de alcanzar grandes premios, á pesar de ser todos hombres de bajo nacimiento, se arrojaban fieros y formidables como leones contra las cerradas columnas de los enemigos, y rompian las mas espantosas líneas de batalla, impelidos ardientemente por el mismo desprecio de los peligros y el amor de su querida patria. Hé aquí cómo aun con escasas rentas vemos que se han llevado á cabo, así por mar como por tierra, tan arriesgadas y vastísimas empre sas. No contaban á la verdad los príncipes solo con su dinero para hacer la guerra, contaban principalmente con sus soldados voluntarios. Los barones, segun su renta y su fortuna, les acompañaban al campo con cierto número de caballos; los concejos de las ciudades les suministraban á sus expensas numerosas legiones de infantes. ¿Por qué en nuestros tiempos y ya en los de nuestros padres ha debido alterarse una institucion tan oportuna y ventajosamente adoptada por nuestros principes y pueblos? ¿Será tal vez que desconfian los principes de sus ciudadanos, cosa que no dejaria de ser un grave daño para la salud de la patria? Quieren hoy los¦ reyes hacer la guerra á su propia costa, y esto es punte menos que imposible, principalmente cuando todos los agentes del poder están robando á porfía de las rentas reales, con grande mengua y riesgo de toda la repú blica.

Conviene tambien dar las armas mas á los ciudadanos de una misma nacion que á los extranjeros, pues las fuerzas propias son las mas seguras, y esto puede alcanzarse con menores gastos y mayores ventajas. Por este camino y solo por este Alejandro Magno y despues los romanos pusieron el yugo á diferentes gentes y naciones. Desconfiar de los súbditos, tener desarmada la nacion y comprar luego con oro un ejército extranjero no es propio de reyes, es solo propio de tiranos. No tiene este camino ninguna salida buena, y estoy en que es preciso volver á la política de los antepasados. Procúrese, que así los grandes como el pueblo, puedan usar de las armas y recobrar el temple de alma que perdieron. Procúrese que las riquezas de las ciudades dejen de emplearse en espectáculos públicos y sean destinadas 1 á mejores usos. Procúrese que hasta en tiempo de paz haya en España tropas suficientes para sostener y llevar la guerra á otras naciones. Si así se hiciere, no faltarán en todos tiempos numerosos y esclarecidos varones que sepan conservar su propia dignidad y conser

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