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mado Augustobriga, movida por el ejemplo de Aranda, que no léjos le cae, se entregó tambien á la infanta doña Isabel. El sentimiento del Rey se dobló, y en particular del conde de Medinaceli, á quien tenia hecha merced de aquel pueblo. En esta misma sazon don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, que acompañó en esta jornada á la Infanta, convocó para aquella villa de Aranda un concilio provincial de los obispos sus sufragáneos. Despachó sus edictos y cartas en esta razon; acudieron los obispos y arciprestes de toda la provincia sin otro gran número de personas, así eclesiásticas como seglares. La voz corria que se juntaban para reformar las costumbres de los eclesiásticos, muy estragadas con vicios y ignorancias por la revuelta de los tiempos. Puédese sospechar que el principal intento fué afirmar con aquel color la parcialidad de Aragon y granjear las voluntades de los que allí se hallasen. A los 5 de diciembre promulgaron cuatro decretos solos, que fueron estos: «Los obispos en público siempre anden con roquete. Cada cual de los sacerdotes por lo menos diga misa tres ó cuatro veces al año. Los eclesiásticos no asienten al servicio ni lleven gajes de ningun señor fuera del Rey. Los beneficios curados y las dignidades no se provean á ninguno que no sepa gramática.» Apenas habian despedido el Concilio, cuando el rey don Fernando llegó á Almazan y Berlanga. Allí el conde de Medinaceli y Pedro de Mendoza, señor de Almazan, mucho le festejaron. Dende pasó á Aranda; con su presencia pretendia dar calor á sus aficionados y adelantar su partido. Fallecieron en este mismo año en Castilla el almirante don Fadrique y el maestre de Alcántara don Gomez de Cáceres y Solís, á quien sucedió, como que

da dicho, don Juan de Zúñiga. En Francia finó otrosi Nicolao, hijo de Juan, duque de Lorena. Quedaba todavía en vida Renato, su abuelo, cuyo nieto, hijo de una hija suya, llamado asimismo Renato, sucedió en el ducado de Lorena por parte de su abuela materna, mujer que fué del mismo Renato. Este nuevo duque de Lorena alcanzó gran renombre, mas que por otra cosa por una famosa batalla que ganó de los flamencos cerca de Nanci, ciudad de aquel su estado, en que quedó vencido y muerto Cárlos, duque de Borgoña, que llamaron el Atrevido. Juan, conde de Armeñaque, despues que se huyó á España, como queda dicho, nunca entró en gracia de su Rey ni dél se hizo confianza. Por este despecho con ayuda y gentes del duque de Borgoña hizo guerra en la Guiena, y en ella prendió la persona de Pedro de Borbon, gobernador de aquel ducado, por trato que tuvo con los suyos. Este insulto ofendió mucho mas al dicho Rey, mayormente que no le quiso soltar antes de ser restituido en su villa de Lectorio, de que el tiempo pasado le despojaron. El Cardenal albigense con gentes que le dieron recobró á Lectorio y le echó por tierra; y al mismo Conde, sin embargo que se le rindió á partido, le hizo morir. Dió este caso mucho que decir, si bien los pareceres eran diferentes; todos concordaban comunmente en que tenia muy merecido aquel desastre y castigo. Sus delitos y desórdenes eran muy feos; uno en particular y muestra de su soltura, que con bulas falsas del Papa en razon de dispensar con él, se casó con su misma hermana, y della se aprovechó; torpeza vergonzosa y afrenta digna y merecedora por justo juicio de Dios de aquella su muerte desgraciada.

LIBRO VIGÉSIMOCUARTO.

CAPITULO PRIMERO.

La infanta doña Isabel se reconcilia con el Rey, su hermano.

No sosegaban las pasiones entre los grandes y nobles de Castilla. El partido de Aragon todavía se adelantaba en fuerzas y reputacion. El maestre de Santiago no se descuidaba en allegar riquezas, poder y vasallos y apercebirse de los mayores reparos que pudiese. Crecia con el aumento la codicia de tener mas; dolencia ordinaria y sin remedio. El miedo le aquejaba grandemente si los aragoneses viniesen á tener el mando y el gobierno, que á él seria forzoso partir mano de gran parte de su estado, como de herencia que fué de aquellos infantes de Aragon y por el mismo caso de sus hijos. Por este recelo pretendió desbaratar el casamiento de los príncipes don Fernando y doña Isabel, y al presente intentaba lo mismo del que tenian concertado entre don Enrique de Aragon y la princesa doña Juana. Representaba para entretener grandes dificultades. La

capacidad del Rey era tan corta, que no entendia estas si las entendia, disimulaba; tal era su poquetramas; dad. En particular deseaba con el alcázar de Madrid juntar el de Segovia. Parecíale si lo alcanzaba tendria en su poder como con grillos al Rey, y para todo lo que podia suceder se aseguraria mucho por este camino. Este era su mayor deseo; solo y principalmente Andrés de Cabrera por la privanza que tenia con el Rey y ser persona de grande ingenio, y que no fiaba de las promesas que le hacia el Maestre, bien que eran muy grandes, le hacia resistencia; de donde resultaron sospechas y se aumentaron entre ellos los disgustos. Cada cual trataba de usar de maña y derribar al contrario, como personas que eran el uno y el otro sagaces y as tutas. El Maestre tenia mas poder y fuerzas; Andrés de Cabrera fué mas venturoso y acertado. Puso todas sus fuerzas y la mira en reconciliar á doña Isabel con el rey don Enrique, su hermano. Venia muy á propósito para esto la ausencia de su competidor; que su hijo

el marqués de Villena por su edad no era persona de tantas mañas y astucia. Al contrario, don Andrés asistia mucho con el Rey, y con servicios que le hacia conforme al tiempo le ganaba de cada dia mas la voluntad. Sucedió que cierto dia tuvo comodidad para persuadille con muchas palabras mandase llamar á la infanta doña Isabel, y diese lugar para que le visitase; cosa que decía seria saludable para la república, y para el Rey en particular provechosa y honesta. Añadió que ninguno ignoraba dónde iban á parar los intentos del Maestre, que era con la revuelta del reino acrecentar las riquezas de su casa; codicia y ambicion intolerable. «De su poca lealtad y firmeza dan muestra claramente, aunque yo lo calle, las alteraciones graves y largas de que él mismo ha sido causa, como hombre que es compuesto de malicias y engaño. Bien veo que el amor de la Princesa impide esto, y que parece cosa indigna despojar su inocente edad de la herencia paterna. Verdad es esto; pero si va á decir verdad, ¿cómo podrémos persuadir al pueblo desenfrenado en sus opiniones que sea vuestra hija? Los príncipes prudentes no deben pretender en la república cosa alguna de que los vasallos no son capaces. No se puede hacer fuerza á los corazones como á los cuerpos; y los imperios y mando se conservan y caen conforme á la opinion de la muchedumbre y conforme á la fama que corre. Mas en esto, sea lo que fuere, ¿por ventura para dotar á la hermana y á la hija no bastarán las riquezas grandes deste nobilísimo reino, repartidas conforme al concierto que se hiciere entre ambas? Que si parece cosa pesada diminuir la majestad del reino y sus fuerzas, muy mas grave será enredarle con una guerra civil y despeñarle en los daños perpetuos que della resultaran. Este sin duda = es el camino ó ningun otro hay para excusar tantos males; en que si hay alguna cosa contraria á los intentos particulares, entiendo se debe disimular por el deseo de la paz y amor de la patria. Cuantos males hayan de resultar de la discordia civil, es razon considerarlo con tiempo y con eficacia evitarlos. » Movióse con este razonamiento el ánimo del rey don Enrique, como persona que fué por toda la vida de una maravillosa inconstancia en sus acciones y consejos, indigno del nombre de Rey y afrenta de la silla real. Pasó adelante Andrés de Cabrera, y en otras ocasiones que se le presentaron por su buena diligencia y amonestaciones persuadió al Rey hiciese llamar á su hermana. Hecho esto, dió órden que dona Beatriz de Bobadilla, su muger, se partiese para la villa de Aranda, y para que todo fuese mas secreto, disfrazada, en un jumento y traje de aldeana. Hízose así: habló ella con la infanta dona Isabel y la persuadió que sin dar parte á nadie se fuese lo mas presto que pudiese á Segovia. Avisóle de la aficion que el Rey, su hermano, la mostraba; y que si se trocase estaria en el alcázar segura para que nadie la hiciese agravio. Decia que dado que corriese cualque peligro, en cosas grandes era forzoso aventurarse. En aquella ocasion convenia usar de presteza, que cualquiera detenimiento seria dañoso, pues muchas veces en poco espacio se hacen grandes mudanzas. Concertado el negocio, doña Beatriz se volvió á su marido; en pos della á poca distancia la princesa doña Isabel entró

en el alcázar de Segovia á 28 de diciembre, principio del año del Señor de 1474. Sabida su venida, los ánimos de todos se alteraron, así de los ciudadanos como de los cortesanos, unos de una manera, otros de otra, conforme á la aficion que cada uno tenia. El marqués de Villena por sospechar algun engaño y tratado, en un caballo muy de priesa y con mucho miedo se fué á recoger á Ayllon, que es un pueblo por allí cerca. El rey don Enrique en el bosque de Balsain se entretenia en el ejercicio de la caza cuando le vino esta nueva. Acudió luego á Segovia y fué á visitar á su hermana. Las muestras de alegría con que se saludaron y abrazaron fueron grandes, tanto con mayor aficion, que de mucho tiempo atrás no se vieran. Gastaron mucho tiempo en hablar en puridad. Por la despedida la infanta doña Isabel encomendó sus negocios á su hermano y su derecho, que dijo entendia ser muy claro. Respondió el Rey que miraria en lo que le decia. Desta manera se despidieron ya muy tarde. El dia siguiente cenó el Rey en el alcázar con su hermana, y el tercero la Infanta salió á pasear por las calles de la ciudad en un palafren que él mismo tomó de las riendas para mas honralla. Ningun dia amaneció mas claro, así para aquellos ciudadanos como para toda España, por la cierta esperanza que todos concibieron de una concordia muy firme, despedido el miedo que por la discordia tenian de grandes males. Aumentóse esta esperanza y confir móse con que el mismo rey don Fernando, de Turuégano, do estaba alerta y á la mira por ver en qué paraba esto, vino tambien á Segovia movido de la fama de lo que pasaba y persuadido por las cartas de su mujer. El dia de los Reyes, don Enrique, don Fernando y doйa Isabel salieron á pasear juntos por la ciudad, que fué un acompañamiento muy lucido y espectáculo muy agradable para los ojos de todos. Despues del paseo yantaron juntos y á una mesa en las casas obispales, en que Andrés de Cabrera les tenia aparejado un banquete muy regalado. Diego Enriquez del Castillo dice que comió con ellos don Rodrigo de Villandrando, conde de Ribadeo, en virtud de un privilegio que se dió á su padre, como arriba queda dicho, que todos los primeros dias del año se asentase y comiese á la mesa del Rey. Alzadas las mesas, hobo música y saraos, y por remate trajeron colacion de conservas varias y muy regaladas. La alegría de la fiesta se enturbió algun tanto con la indisposicion del rey don Enrique, que le retentó un dolor de costado de tal manera, que le fué forzoso irse á su palacio. Lo que sucedió acaso, como lo juzgan los mas prudentes; el vulgo, inclinado siempre á lo peor y que en todo y con todos entra á la parte, lo echaba á que le dieron algo; opinion y sospecha que so aumentó por la poca salud que en adelante siempre tuvo, y la muerte, que le sobrevino antes de pasado el año. La perpetua felicidad de aquellos príncipes, don Fernando y doña Isabel, y la grandeza de las cosas que hicieron dan bastante muestra que por lo menos si hobo alguna cosa no tuvieron ellos parte; ni es de creer diesen principio á su reinado con una tan grande maldad como sus contrarios les achacaban. Los odios encendidos que andaban y la grande libertad que se veia en decir unos de otros mal, dieron lugar á sospechar

esta y otras semejantes fábulas. Hiciéronse por la salud del Rey muchas procesiones, votos, rogativas y plegarias para aplacar á Dios, con que mejoró algun tanto por entonces de aquel accidente.

CAPITULO II.

De la muerte del maestre don Juan Pacheco.

Luego que el Rey convaleció, se comenzó á tratar de concertar aquellos príncipes y hacer capitulaciones para ello. Pedia doña Isabel que todos los estados del reino la jurasen por heredera, pues tenia derecho para ello. Si esto se hacia, que ella y su marido perpetuamente estarian á obediencia del Rey. Ofrecia otrosí que por seguridad daria su hija en rehenes para que estuviese como en tercería en el alcázar de Avila y en poder de Andrés de Cabrera. Por el contrario, el conde de Benavente pedia con instancia que la princesa doña Juana casase con don Enrique de Aragon. Sentido de la burla que hicieron á su primo, amenazaba que si esto no se hacia, desbarataria el asiento que se pretendia tomar entre los dos reyes y pondria impedimento para que no pasase mas adelante, como el que podia mucho por andar al lado del rey don Enrique y agradarle mas por el mismo caso que esto pedia. Los otros grandes no eran de un parecer ni de una misma voluntad. Los cortesanos y palaciegos parte favorecian á doña Juana, los mas şe inclinaban á doña Isabel, y mas los que tenian mas cabida y mas privanza en la casa real, cosa que mucho ayudó á mejorarse su partido. Todos se gobernaban | por aficion sin hacer mucha diferencia entre lealtad y deslealtad. En particular la casa de Mendoza se comenzó á inclinar á esta parte, señores muchos en número, muy poderosos en riquezas y en aliados. Por el mismo caso el arzobispo de Toledo comenzaba á divertirse y aficionarse á la parcialidad contraria de dona Juana, de quien le parecia se podian esperar mayores premios y mas ciertos. El rey don Enrique se hallaba muy dudoso de lo que debia hacer. El maestre don Juan Pacheco con cartas que de secreto le envió le persuadia que de noche se apoderase de la ciudad y prendiese y pusiese en su poder á don Fernando y á doña Isabel, pues se le presentaba tan buena ocasion de tenerlos como dentro de una red metidos en el alcázar; para efectuallo le prometia su ayuda y su industria. Cosa tan grande como esta no pudo estar secreta ni desbaratarse por fuerzas humanas el consejo divino y lo que del cielo estaba determinado. Luego pues que se supo lo que se trataba, don Fernando se fué arrebatadamente á Turuégano. La infanta doña Isabel se quedó en el alcázar de Segovia, resuelta de ver en qué paraban aquellos intentos y no dejar la posesion de aquel alcázar nobilísimo en que tenian los tesoros y las preseas mas ricas de la casa real, y de donde entendia tomaria principio y se abriria la puerta para comenzar á reinar; hembra de grande ánimo, de prudencia y de constancia mayor que de mujer y de aquella edad se podian esperar. Despues que el rey don Enrique y don Fernando se apartaron, se tornaron á juntar por un nuevo accidente. Fué así, que el conde de Benavente alcanzó del rey don Enrique los años pasados con la revuelta de los tiempos

que le diese á Carrion, villa principal en Castilla la Vieja. Hecha la merced, la fortificó con muros y con reparos. Llevaba esto mal el marqués de Santillana á causa que aquella villa de tiempo antiguo estaba á su devocion por la naturaleza que la casa de Mendoza tenia en ella por los de la Vega y Cisneros, linajes incorporados en el suyo. Demás desto, movido por sus ruegos y lágrimas, persuadió al conde de Treviño que al improviso se apoderase con gente de aquella villa. Hizolo él como lo concertaron; para socorrerle el marqués de Santillana se partió de priesa de Guadalajara con golpe de soldados. El conde de Benavente para vengar por las armas aquel agravio hizo lo mismo desde Segovia, do le tomó la nueva. Con esto y por estar divididos los demás grandes y acudir con sus gentes, unos á una parte, otros á otra, corria peligro que sucediese algun desman señalado por cualquiera de las partes que la victoria quedase. Acudieron por diversas partes los reyes mismos, don Fernando para asistir al marqués de Santillana, bien acompañado por si fuesen menester las manos, don Enrique para poner paz, como lo hizo, que puestas sus estancias en medio de los dos reales contrarios y entre las dos huestes, apenas y con trabajo pudo alcanzar que dejasen las armas. El conde de Benavente se puso de todo punto en las manos del Rey. Dióle el arzobispo de Toledo en recompensa el lugar de Magan, y con tanto vino en que abatiesen el castillo de Carrion y le echasen por tierra, que era la principal causa porque aquel pueblo estaba alterado, y la villa volvió á la corona real. Hechas las paces, el de Santillana se vió con doña Isabel en Segovia; dende se volvió á Guadalajara, ya determinado de todo punto de tomar nuevo partido y seguir nuevas esperan zas, así él como los suyos. El rey don Enrique, despues de visitar á Valladolid y detenerse algun tanto en Segovia, á persuasion y por consejo del maestre don Juan Pacheco para comunicar y tratar cosas muy importantes, se partió para Madrid; tal era la voz. Hízole grande instancia, y al fin le persuadió que tratase de casar á la princesa doña Juana con el rey de Portugal, y que para poner esto en efecto se partiese, si bien tenia poca salud, hasta la raya de aquel reino. Este era el color que se tomó para este viaje. El mayor y mas verdadero cuidado del Maestre era de apoderarse de Trujillo; grande codicia y deseo de amontonar riquezas y estados. Conformáronse los moradores con la voluntad del Rey por tener el Maestre granjeada gran parte del regimiento y seguir el pueblo lo que la nobleza queria; solo el castillo por su fortaleza les era impedimento, que el alcaide Gracian de Sese no le queria entregar hasta tanto que le gratificasen lo que en él gastara, que era mucha parte de su hacienda, y le tomasen las cuentas. El rey don Enrique con la tardanza y por ser aquellos lugares malsanos y el tiempo poco á propósito, agravada la indisposicion, se volvió á Madrid. El Maestre, algo mejor de una enfermedad que asimismo le sobrevino, se hizo llevar á Trujillo en hombros. Llegó con este intento á Santa Cruz de la Sierra, que es una aldea dos ó tres leguas á la parte de mediodía de aquella ciudad. Trataba de persuadir al Alcaide que entregase la fortaleza y de ganalle, cuando en medio destas prá

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ticas murió de repente. La ocasion fué que se le hinchó una mejilla y un corrimiento, con que mucha sangre se le cuajó en la garganta, que le salia por la boca y por las narices. Dicen que á las postreras boqueadas ninguna otra cosa preguntaba á los que presentes tenia y le ayudaban á bien morir, salvo si quedaba entregado el alcázar; pensamiento poco á propósito para quien se hallaba tan cercano á la muerte; bien que sin duda fué gran persona, de mucho valor, de maña y ingenio notable. Tuvieron secreta su muerte hasta tanto que el alcázar se entregó. En recompensa dieron al alcaide Gracian el lugar de San Félix, en Galicia, por juro de heredad, dádiva para él muy desgraciada, porque en una revuelta, no se sabe por qué causa, los vecinos de aquel pueblo le apedrearon y mataron; venganza del cielo por dejarse granjear con dádivas, como el vulgo lo decia, muy inclinado á semejantes dichos y hablas y á creer y decir de ordinario lo peor.

CAPITULO III.

Cómo el rey don Fernando fué à Barcelona.

Los franceses y aragoneses tenian diferencia y contienda sobre lo de Ruisellon y Cerdania. Los aragoneses pretendian recobrar aquellos sus estados; los franbceses se excusaban con que los tenian empeñados por el dinero que prestó su Rey al Aragonés y el que gas(aron en el sueldo de los soldados con que ayudaron en la guerra de Barcelona y aun no estaba pagado. No se conformaron; y así, las armas, que se dejaron por causa de las treguas que concertaron, las tornaban á tomar yá mover la guerra. El temor de los nuestros no era menor que la esperanza, por ser la guerra contra las riquezas de Francia y contra aquel Rey muy poderoso, sin estar sosegadas las pasiones de Castilla, de que asimismo resultaban muchas y grandes dificultades. Procuróse componer estas diferencias, y con este intento se enviaron embajadores á Paris para tratar de concierto, personas de gran cuenta. Estos fueron don Juan Folch, conde de Cardona, y Hugon de Rocaberti, castellan de Amposta ; para que tuviesen mas autoridad llevaron grande acompañamiento y repuesto. Pretendian dar razon por donde no parecia se debiese pagar el dinero que pedian, lo uno que los socorros de Francia para la guerra de Barcelona ni se enviaron á tiempo ni fueron de provecho; lo otro que contra las capitulaciones del concierto, Juan, duque de Lorena, fué ayudado con gentes de Francia. Volvíanse los embajadores sin concluir cosa alguna. Detuviéronlos en Leon contra el derecho de las gentes y las leyes divinas y humanas. Por quedar estos señores arrestados en Francia y como en relienes, los aragoneses no se atrevian por el peligro que sus personas corrian á hacer grande resistencia, maguer que por el mismo tiempo al principio del verano quinientos caballos franceses debajo de la conducta de Juan Alonso, señor de Aluda, entraron en son de guerra por la parte de Ruisellon, y juntándose con las demás guarniciones y gentes francesas, se pusieron sobre la ciudad de Elna, cuya parte mas baja desampararon á la hora los ciudadanos por ser flaca. El rey de Aragon en Barcelona tenia Cortes á los

catalanes. Allí se apercebia para la guerra, bien que se hallaba en lo postrero de su larga edad y doliente de cuartanas. Tenia sus fuerzas gastadas; determinó buscar socorros de fuera. Envióle el rey don Fernando de Nápoles, su sobrino, por el mar quinientos hombres de á caballo, pequeña ayuda para guerra tan larga. Don Fernando, su hijo, por el mes de junio se apoderó de Tordesillas, que es una buena villa en Castilla la Vieja. Los vecinos le llamaron para valerse de sus fuerzas contra Pedro Mendavia, alcaide de Castro Nuño, que hacia mal y daño por los pueblos y campos comarcanos con una compañía de salteadores, de los que en gran número andaban por todo el reino desmandados. Hecho esto y vuelto á Segovia, do quedó su mujer, avisado del peligro y poca salud de su padre, determinó irse á ver con él, como lo hizo. Púsose en camino á 2 de julio; de pasada visitó en Alcalá al arzobispo de Toledo, que estaba allí retirado. Pretendia con aquella cortesía quitalle el disgusto que tenia grande y ganalle si pudiese. Desde allí pasó á Guadalajara para visitar al tanto al marqués de Santillana y obligalle mas con esto. Llegó por sus jornadas á Zaragoza y á Barcelona, do halló á su padre, viejo de mucha prudencia y que nunca reposaba. Sucedieron á la misma sazon muy fuera de tiempo alteraciones en el reino de Valencia. Fué así, que Segorve y Ejerica, dos pueblos principales en aquella comarca, tomaron las armas y se alborotaron á un mismo tiempo. La porfia fué igual, los intentos contrarios; los de Ejerica para librarse del señorío de Francisco Sarsuela, que pretendian les tenia hechos grandes agravios y demasías, los de Segorve por conservarse contra la voluntad del Rey en la obediencia de don Enrique de Aragon. Fueron estas alteraciones mas largas que grandes, sin que en ellas sucediese cosa memorable mas de que al fin se hizo lo que el Rey quiso y era razon, que Segorve quedó confiscada, y Ejerica volvió á cuya antes era. Don Fernando en Barcelona consultaba con su padre sobre la guerra de Ruisellon, cuando le vino aviso de Castilla que el maestre de Santiago don Juan Pacheco era pasado desta vida á 4 de octubre. Por su muerte andaba mayor alboroto que nunca entre los grandes; muchos señores pretendian aquel maestrazgo; la diligencia era igual y la ambicion; los caminos diversos y el color que para su pretension cada cual alegaba. El de Alburquerque, el de Benavente, el de Santillana, el de Medina Sidonia confiaban mas en sus riquezas que en alguna otra cosa. Por votos de los caballeros fueron nombrados dos, cada cual en uno de los principales conventos de la órden, donde los caballeros, unos en una parte, otros en otra, se juntaron. En el de Leon fué elegido don Alonso de Cardenas, comendador mayor que era de Leon; en Uclés nombraron á don Rodrigo Manrique, conde de Paredes. El marqués de Villena por tener el favor del Rey y ser sus fuerzas muy grandes pretendia despojar los dos, y alegaba que el Pontifice en vida de su padre le hizo gracia de aquella dignidad; pero como quier que no presentase bulas ni testimonio alguno de la voluntad del Papa, los mas sospechaban era invencion á propósito de tener tiempo para usar de mayor diligencia y ganar del Papa aquella dignidad. Andaba en

seguian el partido de la princesa doña Leonor, y los agramonteses, de muy antiguo aficionados al servicio del rey de Aragon. El pueblo seguia el ejemplo de los principales en semejantes locuras y en hacerse unos á otros desaguisados.

CAPITULO IV.

De la muerte del rey don Enrique:

su pretension con poco recato; iba camino del Villarejo de Salvanés para hablar con el conde de Osorno, comendador mayor de Castilla; echáronle mano y lleváronle preso á Fuentidueña. Fué grande esta afrenta y resolucion; con que el rey don Enrique irritado, y por no parecer que el conde de Osorno obedeceria á sus mandatos, determinó acudir á las armas ; y dado que andaba con poca salud, se puso con gente sobre Fuentidueña. Acudiéronle los prelados de Toledo y de Búrgos, el de Benavente, el Condestable y el de Santillana, sin otros señores, todos deseosos de servir á su Rey y alterados contra un hecho tan atroz. Erales muy pesada la tardanza por irse agravando la enfermedad del Rey y ser el tiempo poco á propósito. Acordaron valerse de un engaño contra otro; esto fué que Lope Vazquez de Acuña, hermano del arzobispo de Toledo, á quien no menos pesaba que á los demás del agravio que se hizo al marqués de Villena, con muestra que queria tener habla con la mujer del conde de Osorno, la prendió á ella y á un hijo suyo, y los llevó á la ciudad de Huete. Con esta maña, vencido el ánimo de su marido, puso al de Villena en libertad. Desta manera se desbarataron los intentos del conde de Osorno, que por aquel camino y prision pretendia ganar la gracia de don Fernando, y con su ayuda quitar el maestrazgo de Santiago á todos los demás, mayormente que la princesa doña Juana se tenia en Escalona, apartada de su madre por su poca honestidad, y en poder del dicho marqués de Villena. Sabidas todas estas cosas en Barcelona, el rey don Fernando dejó el cuidado de la guerra á su padre, que pretendia luego marchar la vuelta de Ampúrias, y él se volvió á Zaragoza con intento, si las cosas de Castilla diesen lugar, juntar allí Cortes de los aragoneses para efecto de allegar dinero, de que tenian grande falta; tanto mas, que de cada dia acudian nuevas compañías de franceses, y estaban ya juntos sobre Elna novecientos caballos y diez mil infantes, con que el cerco de aquella ciudad se apretó de suerte, que por falta de mantenimientos y de todo lo necesario los cercados se rindieron un lúnes, á 5 de diciembre, á partido que la guarnicion de soldados y los capitanes saliesen libres, sin embargo que durante el cerco tuvieron entre sí mas diferencias que ánimo para contra los enemigos. Con la pérdida de Elna tenian gran miedo no se perdiese tambien Perpiñan, por caelle muy cerca y estar rodeada aquella villa por todas partes de guarniciones de enemigos, además que el mismo castillo de Perpiñan estaba en poder de franceses; por todo esto se recelaban que no se podria mantener largo tiempo. Fué este año memorable, particularmente en Sicilia, por el estrago grande que en las ciudades y pueblos se hizo de los judíos. La muchedumbre del pueblo sin saberse la causa como furiosos tomaban las armas, sin tener cuenta ni respeto á los mandatos y autoridad del virey don Lope de Urrea, ni aun enfrenallos la justicia que hizo de algunos de los culpados. Mataron muchos de aquella gente miserable, y les saquearon y robaron sus casas. Los moros de Granada á este tiempo tenian sosiego, , ni trataban los nuestros de hacelles guerra por la grande revuelta y alteracion en que las cosas se hallaban. En Navarra andaban alborotos entre los biamonteses, que

Agravábase de cada dia la dolencia del rey don Enrique, que de algun tiempo atrás le traia trabajado; y con el movimiento de aquel viaje que hizo y los cuidados pesados y desabridos se hizo mortal. Ordenaron los médicos que volviese á Madrid. Confiaban que con aquellos aires mejoraria; ni la bondad del cielo muy saluda. ble de que goza aquella villa ni muchos remedios que le aplicaron fueron parte para que aflojase el dolor del costado, antes se embraveció de manera, que perdida la esperanza y recebidos los sacramentos como buen cristiano, á 11 de diciembre, dia domingo, á la segunda hora de la noche rindió con reposo el alma, al fin del año cuarenta y cinco de su edad. Reinó veinte años, cuatro meses, veinte y dos dias. No otorgó algun testamento; solo hizo escribir algunas cosas á Juan de Oviedo, su secretario, de quien mucho se fiaba. Nombró por ejecutores de lo que ordenaba al cardenal de España y al marqués de Villena. Preguntado por fray Pedro de Mazuelos, prior de San Jerónimo de Madrid, que le confesó en aquel trance, á quién dejaba y nombraba por sucesor, dijo que á la princesa doña Juana, que dejó encomendada á los dos ejecutores de su testamento, y junto con ellos al de Santillana, al de Benavente, al Condestable y al duque de Arévalo, de quien mas que de otros hacia confianza. Su cuerpo por la larga dolencia estaba tan flaco, que sin embalsamalle le depositaron en San Jerónimo de Madrid. El enterramiento y honras que le hicieron no fueron muy grandes ni tampoco muy pequeñas. Despues, en cumplimiento de lo que él mismo mandó á la hora de su muerte, le sepultaron en la iglesia de Guadalupe, junto al sepulcro de su madre. Fué este Príncipe señalado en ninguna cosa mas que en la manera torpe de su vida, en su descuido y flojedad, faltas con que desdoró mucho su reinado. No dejó hijo alguno varon, y fué en la línea y alcuña de los varones que decendieron del rey don Enrique el Bastardo el postrero como en el tiempo y cuento, así bien en la fama. Punto asaz de advertir, y que hace maravillar sea la inconstancia de las cosas tan grande como se ve, y su mudanza tal, que no solo mueren los hombres, sino tambien se acaba el vigor y fuerza de los linajes, y mas en la sucesion de los príncipes, en que convenia mas continuarse. Cada uno de los particulares estamos sujetos á esto; las propiedades y virtud asimismo de las plantas, yerbas y animales en comun tienen sus nacimientos y aumentos, y en fin se envejecen y faltan. Tuvo el rey don Enrique, tronco y principio deste linaje, el natural muy vivo, y el ánimo tan grande, que suplia la falta del nacimiento. Don Juan, su hijo, fué persona de menos ventura, y de industria y ánimo no tan grande ni valeroso. Don Enrique, su nieto, tuvo el entendimiento encendido y altos pensamientos, el corazon capaz del cielo y de la tierra; la falta de salud y

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