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por sus embajadores; en Barcelona se concluyó, do vino el desposado con grande acompañamiento. Lo que se pretendia principalmente y lo que capitularon en este casamiento fué que el rey de Aragon ayudase á su yerno para cobrar lo de Nápoles. En Perpiñan otrosí el Rey dió su consentimiento para que se hiciesen los desposorios entre María, reina de Sicilia, y don Martin, señor de Ejerica, sobrino del Rey, hijo de don Martin, su hermano, duque de Momblanc. Vino tambien el Papa en ellos; que por ser aquel reino feudo de la Iglesia se requeria su beneplácito. En Cerdeña se volvió á las revueltas pasadas á causa que Brancaleon Doria, sin tener cuenta con el asiento tomado y olvidado del perdon que le dieron, por principio del año 1391 acudió á las armas con voz de libertar la gente que tenian oprimida; color con que granjeó á lo ginoveses, y muchos de los isleños se le arrimaron descosos de novedades y cansados del gobierno de Aragon. Hizo tanto, que se apoderó de Sacer, la ciudad mas principal de aquella isla, y de otros pueblos y castillos. Para atajar estos daños mandó el Rey hacer gente de nuevo, y por un edicto que hizo pregonar en Zaragoza ordenó á todos los que estuviesen heredados en aquella isla acudiesen á la defensa con las armas. En este mismo año el papa Clemente dió el capelo á don Martin de Salva, obispo de Pamplona, prelado en aquellos tiempos señalado en virtud y grave, que fué el primer cardenal que aquella iglesia tuvo.

CAPITULO XV.

De los principios de don Enrique, rey de Castilla. Cuando el rey don Juan de Castilla cayó con el caballo, como queda dicho, hallóse á su lado el arzobispo don Pedro Tenorio, persona de consejo acertado y presto. Mandó que á la hora se armase una tienda en el mismo lugar de la caida. Puso gente de guarda, hombres de confianza y callados. Hacia fomentar y cubrir de ropa el cuerpo del Rey, y en su nombre ordenaba se hiciesen rogativas y plegarias en todas las partes por su salud, por demás por estar ya difunto y sin alma, todo á propósito de entretener la gente, y con mensajeros que despachó á las ciudades, prevenir que no resultasen revueltas, por los humores y pasiones que todavía, aunque de secreto, duraban entre los nobles, eclesiásticos y gente popular. A veces publicaban que el Rey se hallaba mejor y siempre fingian recados de su parte. Pero como el semblante del rostro no decia con las palabras, y muchas veces los de palacio se apartasen á hablar y comunicar entre sí, no pudo por mucho tiempo encubrirse el engaño. La primera que acudió al triste espectáculo fué la reina doña Beatriz, despojada antes del reino de su padre, y al presente del marido, sin hijos algunos con cuya compañía aliviase sus trabajos, su viudez y su soledad. El sentimiento bien se puede entender sin que la pluma le declare. El príncipe don Enrique, alterado con la muerte de su padre, partió de Talavera, pero reparó en Madrid acompañado de su hermano el infante don Fernando. Allí el Arzobispo, que todo lo meneaba, dió órden que los estandartes reales se levantasen por el nuevo Rey, y que le pregonasen por tal y le publicasen, primero en una junta de grandes,

despues por las plazas y calles de aquella villa, alegría destemplada con cuita y pena por haber perdido un buen rey, y el que le sucedia, demás de su poca edad, tener el cuerpo muy flaco, por donde vulgarmente le llamaron el rey don Enrique el Doliente, y fué deste nombre el tercero. Acudieron á porfía los señores de todo el reino á hacelle sus homenajes, besalle la mano, ofrecer á su servicio personas y estados. Muchos, como es ordinario, con la mudanza del príncipe y del gobierno se prometian grandes esperanzas; que tal es el mundo, unos suben, otros bajan, y mas en ocasiones semejantes. Halláronse presentes á la sazon don Fadrique, duque de Benavente, don Pedro, conde de Trastamara, los maestres de las órdenes don Lorenzo de Figueroa, de Santiago; don Gonzalo Nuñez de Guzman, de Calatrava, don Martin Yañez de la Barbuda, de Alcántara, don Juan Manrique, arzobispo de Santiago y chanciller mayor de Castilla. Don Alonso de Aragon, marqués de Villena, se hallaba en Aragon, do se fué el tiempo pasado mal enojado con el Rey difunto por agravios que alegaba. Ofrecióse volver á Castilla y hacer el reconocimiento debido á tal que le restituyesen en el oficio de condestable que tenia antes. Vinieron en lo que pedia el Rey y la Reina, conformándose en esto con lo que hizo su padre, que le dió aquella preeminencia; sin embargo, él no vino por impedimentos que le detuvieron en Aragon. Concluida la solemnidad susodicha, acudieron á Toledo para sepultar el Rey, segun que él lo dejó dispuesto, en la su capilla real. Hiciéronle las honras y enterramiento con toda representacion de tristeza y de majestad; juntáronse tras esto Cortes en Madrid de los prelados, nobleza y procuradores de las ciudades. Pretendian dar órden en el gobierno por la edad del Rey, que no pasaba de once años y pocos dias mas. Andaba en la corte doña Leonor, hija única de don Sancho, conde de Alburquerque. El dote y sus haberes y rentas eran de guisa, que el pueblo la llamaba la rica hembra; muchos ponian los ojos en este casamiento; entre los demás se adelantaba su primo hermano el duque de Benavente. Engañóle su esperanza, ganósela, y fuéle antepuesto el infante don Fernando. Desposáronlos, mas con condicion que en el matrimonio no se pasase adelante hasta tanto que el Rey tuviese catorce años. El intento era que si muriese antes de aquella edad, el Infante con el reino sucediese en la carga de casar con la reina doña Catalina, segun que en los asientos que se tomaron con el duque de Alencastre quedó todo esto cautelado. Juró los desposorios la novia por ser de diez y seis años; el infante don Fernando por lo dicho y por su poca edad no juró. Al tiempo que en las Cortes se trataba de asentar el gobierno del reino, durante la minoridad del nuevo Rey, por dicho de Pero Lopez de Ayala, de quien traen su descendencia los condes de Fuensalida, se supo que el rey don Juan los años pasados otorgó su testamento. Acordaron que antes de pasar adelante se hiciese diligencia. Revolvieron los papeles reales y sus escritorios, en que finalmente hallaron un testamento que ordenó en Portugal al mismo tiempo que estaba sobre Cillorico, segun que de suso queda declarado. Leyóse el testamento, que causó varios sentimientos en los que presentes se hallaron. Ofen

EL PADRE JUAN DE MARIANA. díales sobre todo la cláusula en que nombraba por tutores del Príncipe hasta que tuviese quince años á don Alonso de Aragon, condestable, á los arzobispos de Toledo y de Santiago, al maestre de Calatrava, á don Juan Alonso de Guzman, conde de Niebla, á Pedro de Mendoza, mayordomo mayor de la casa real, y con ellos á seis ciudadanos de Burgos, Toledo, Leon, Sevilla, Córdoba, Murcia, uno de cada cual destas ciudades sacado por voto de sus cabildos. Como no se podian nombrar todos, los que dejó de mentar se sentian ellos ó sus aliados. Altercóse mucho sobre el caso. Algunos pocos querian que la voluntad del testador se cumpliese; los mas juzgaban se debia dar aquel testamento por ninguno y de ningun valor, para lo cual alegaban razones y testigos que comprobaban habia descontentado al mismo lo que con aquella priesa sin mucha consideracion dispuso. Este parecer prevaleció, si bien el arzobispo de Toledo no vino en que el testamento se quemase, por causa de ciertas mandas que en él hacia á la su iglesia de Toledo, que pretendia eran válidas, puesto que las demás cláusulas no lo fuesen. Tomado este acuerdo, salieron nombrados por gobernadores del reino el duque de Benavente, el marqués de Villena, el conde de Trastamara, señores todos de alto linaje y muy poderosos. Arrimáronles los arzobispos de Toledo y de Santiago, los maestres de Santiago y de Calatrava. De los diez y seis procuradores de Cortes decretaron que los ocho por turno, de tres en tres meses, se juntasen con los demás gobernadores con igual voto y autoridad. Lo parte de la junta decretase eso quedase por asentado que la mayor y valedero. No contentó al arzobispo de Toledo esta traza; en público alegaba que la muchedumbre seria ocasion de revueltas, de secreto le punzaba la poca mano que entre tantos le quedaba en el gobierno. Pretendia se acudiese á la ley del rey don Alonso el Sabio, en que ordena que en tiempo de la minoridad del rey los gobernadores sean uno, tres, cinco ó siete. Este era su parecer; mas vencido de las importunidades de los grandes, mezcladas á veces con amenazas, vino en lo decretado. Mandaron que en adelante no corriese cierto género de moneda, sino en cierta forma, que se llamaba Agnus Dei, y era como blancas, y por las necesidades de los tiempos se acuñara de baja ley. Don Alonso, conde de Gijon, tenia preso en el castillo de Almonacir el arzobispo de Toledo por órden del Rey; temia él las revueltas de los tiempos, hizo instancia que le descargasen de aquel cuidado. Pasáronle á Monterey, y encomendaron al maestre de Santiago le guardase hasta tanto que con maduro consejo se decidiese su causa. En Sevilla y en Córdoba el pueblo se alborotó contra los judíos de guisa, que con las armas sin poder los jueces irles á la mano dieron sobre ellos, saquearon sus casas y sus aljamas, y los hicieron todos los desaguisados que se pueden pensar de una canalla alborotada y sin freno. Apellidábalos con sus sermones sediciosos que hacia por las plazas, y atizaba su furor Fernan Martinez, cediano de Ecija. Deste principio cundió el daño despues por otras partes de España. En Toledo, Logroño, Valencia, Barcelona á los 5 de agosto del año adelante, como si hobieran aplazado aquel dia, les robaron sus haciendas y saquearon las casas; tan grande era el odio

ar

y la rabia. Muchos de aquella nacion se valieron de la máscara de cristianos contra aquella tempestad, que se bautizaron fingidamente; forzaba el miedo á lo que la voluntad rehusaba. Pero esto avino despues. Acostumbraban á juntarse en cierta iglesia de Madrid los procuradores del reino y los otros brazos. Entraron en la junta con armas el duque de Benavente y el conde de Trastamara, acompañados de gente que dejaron en guarda de aquel templo y como cercado. Esta demasía sintió el arzobispo de Toledo de suerte, que el dia siguiente se salió de la corte la via de Alcalá, y dende fué á Talavera. Solicitaba por sus cartas desde estos lugares á los pueblos y caballeros á tomar las armas y librar el reino de los que con color de gobierno le tiraniza ban. Dió noticia de lo que pasaba al papa Clemente, á los reyes de Aragon y de Francia; que la violencia de unos pocos tenia oprimida la libertad de Castilla; que en las Cortes del reino no se daba lugar á la razon, antes prevalecia la soltura de la lengua y las demasías; las banderas campeaban en palacio, y en la corte no se veia sino gente armada, la junta del reino no osaba chistar, ni decian lo que sentian; antes por el miedo se dejaban llevar del antojo de los que todo lo querian mandar y revolver, hombres voluntarios y bulliciosos; que la postrimera voluntad del rey don Juan, que debieran tener por sacrosanta, era menospreciada, con la cual si no se querian conformar, por haber hecho aquel su testamento de priesa y con el ánimo alterado, velo con que cubrian su pasion, ¿qué podian alegar para no obedecer á las leyes que sobre el caso dejó establecidas un príncipe tan sabio como el rey don Alonso? ¿Si le querian tachar de falta de juiciò ó gastado con sus trabajos y años? Concluia con que no creyesen era público consentimiento lo que salia decretado por las negociaciones y violencia de los que mas podian; pedia acudiesen con brevedad al remedio de tantos males y á la flaca edad del Rey, de que algunos se burlaban y hacian escarnio, y en todo pretendian sus particulares intereses, sin tener cuenta con el pro y daño comun; que esto les suplicaba por todo lo que hay de santo en el cielo la mayor y mas sana parte del reino. El de Benavente poco adelante por desgustos que resultaron y nunca suelen faltar, á ejemplo del Arzobispo, se salió de la corte y se fué á la su villa de Benavente sin despedirse del Rey. Comunicóse con el arzobispo de Toledo; pusieron su alianza, y por tercero se les allegó el marqués de Villena, si bien ausente de Castilla. Los que restaban con el gobierno despacharon á todos sus cartas y mensajes, en que les requerian que, pues era forzoso juntar Cortes generales del reino, no faltasen de hallarse presentes. Ellos se excusaron con diversas causas que alegaban para no venir. De parte del papa Clemente vino por su nuncio fray Domingo, de la órden de los Predicadores, obispo de San Ponce, con dos cartas que traia enderezadas la una al Rey, la otra á los gobernadores. La suma de ambas era declarar el sentimiento que su Santidad cipe poderoso y de aventajadas partes. Que aquella destenia por la muerte desgraciada del rey don Juan, prin— gracia era bastante muestra de cuán inconstante sea la bienandanza de los hombres y cuán quebradiza suprosperidad. Sin embargo, los amonestaba á llevar con buen

ánimo pérdida tan grande, y con su prudencia y conformidad atender al gobierno del reino y soldar aquella quiebra. Lo cual harian con facilidad, si pospuestas las aficiones y pasiones particulares, pusiesen los ojos en Dios y en el bien comun de todos, cosa que á todos estaria bien, y como padre se lo encargaba, y de parte de Dios se lo mandaba. Trató el Nuncio, conforme el órden que traia, de concertar aquellas diferencias que comenzaban entre los grandes. Habló ya á los unos, ya á los otros, pero no pudo acabar cosa alguna. La llaga estaba muy fresca para sanalla tan presto. Vinieron en la misma razon embajadores de Francia y de Aragon. Lo que sacaron fué que se renovaron las alianzas antiguas entre aquellas coronas, y de nuevo se juraron las paces. Los embajadores de Navarra que acudieron asimismo, demás de los oficios generales del pésame por la muerte del padre y del parabien del nuevo reino, traian particular órden de hacer instancia sobre la vuelta de la reina doña Leonor á Navarra para hacer vida con su marido y ofrecer todo buen tratamiento y respeto, como era razon y debido. Alegaban para salir con su intento las razones de suso tocadas. La Reina á esta demanda dió las mismas excusas que antes. Era dificultoso que el Rey acabase con su tia, mayormente en aquella edad, lo que su mismo hermano no pudo alcanzar. En este medio el arzobispo de Toledo juntaba su gente con voz de libertar el reino, que unos pocos mal intencionados tenian tiranizado. La gente se persuadia queria con este color apoderarse del gobierno, conforme á la inclinacion natural del vulgo, que es no perdonar á nadie, publicar las sospechas por verdad, echar las cosas á la peor parte, demás que comunmente le tenian por ambicioso y por mas amigo de mandar que pedia su estado y la persona que representaba. Acometieron segunda y tercera vez á mover tratos de conciertos entre los grandes de Castilla; el suceso fué el que antes, ninguna cosa se pudo efectuar por estar tan alteradas las voluntades y tan encontradas. Los procuradores del reino que asistian al gobierno se recelaron de alguna violencia. Parecióles no estaban seguros en Madrid por no ser fuerte aquella villa; acordaron de irse á Segovia en compañía del Rey. El conde de Trastamara, uno de los gobernadores, pretendia ser condestable de Castilla. Para salir con su intento, alegaba que el rey don Juan antes de su muerte le dió intencion de hacelle aquella gracia, testigos no podian faltar ni favores ni valedores. A los mas prudentes parecia que no era aquel tiempo tan turbio á propósito para descomponer á nadie, y menos al marqués de Villena, si le despojaban de aquella dignidad. Dióse traza de contentar al de Trastamara con setenta mil maravedís por año que le señalaron de las rentas reales, y eran los mismos gajes que tiraba el Condestable por aquel oficio, con promesa para adelante que si el marqués de Villena no viniese en hacer la razon y apartarse de los alborotados, en tal caso se le haria la merced que pedia, como se hizo poco despues. Arrimáronse al arzobispo de Toledo, demás de los ya nombrados, el maestre de Alcántara y Diego de Mendoza, tronco de los duques del Infantado, señores hoy dia muy poderosos en rentas y aliados. Juntaron mil y quinientos caballos y tres mil y quinientos de á pié.

Con esta gente acudieron á Valladolid, do el Rey era ido; hicieron sus estancias á la ribera del rio Pisuerga, que baña aquel pueblo y sus campos, y poco adelante deja sus aguas y nombre en el rio Duero. La reina doña Leonor de Navarra, de Arévalo en que residia, acudió para sosegar aquellos bullicios y atajar el peligro que todos corrian si se venia á las manos, y el daño que seria igual por cualquiera de las partes que la victoria quedase. Puso tanta diligencia, que, aunque á costa de gran trabajo é importunacion, alcanzó que las partes se hablasen y tratasen entre sí de tomar algun asiento y de concertarse. Juntáronse de acuerdo de todos en la villa de Perales en dia señalado personas nombradas por la una y por la otra parte. Acudió asimismo la misma Reina, hembra de pecho y de valor, y el nuncio del papa Clemente para terciar en los conciertos. El principal debate era sobre el testamento del rey don Juan, si se debia guardar ó no. El arzobispo de Santiago con cautela preguntó en la junta al de Toledo si queria que en todo y por todo se estuviese por aquel testamento y lo que en él dejó ordenado el rey don Juan. Detúvose el de Toledo en responder. Temia alguna zalagarda, y en particular que pretendian por aquel camino excluir y desabrir al duque de Benavente, que no quedó en el testamento nombrado entre los gobernadores del reino. Finalmente, respondió con cautela que le placia se guardase, á tal que al número de los gobernadores allí señalados se añadiesen otros tres grandes, es á saber, el de Benavente, el de Trastamara y el maestre de Santiago, gran personaje por sus gruesas rentas y muchos vasallos. Que esto era conveniente y cumplidero para el sosiego comun que tales señores tuviesen parte y mano en el gobierno. Vinieron en esto los contrarios mal su grado, no podian al hacer por no irritar contra sí tales personajes. Acordaron que para mayor firmeza de aquel concierto y asiento que tomaban se juntasen Cortes generales del reino en la ciudad de Burgos, para que con su autoridad todo quedase mas firme. En el entretanto se dieron entre sí rehenes, hijos de hombres principales, es á saber, el hijo de Juan Hurtado de Mendoza, mayordomo mayor de la casa real, de quien descienden los condes de Montagudo, marqueses de Almazan, el hijo de Pero Lopez de Ayala, el hijo de Diego Lopez de Zúñiga, el hijo de Juan Alonso de la Cerda, mayordomo del infante don Fernando. Con esta fraza por entonces se sosegaron aquellos bullicios, de que se temian mayores daños.

CAPITULO XVI.

Que se mudaron las condiciones deste concierto.

Con esta nueva traza que dieron quedó muy válido el partido del arzobispo de Toledo, tanto, que se sospechaba tendria él solo mayor mano en el gobierno que todos los demás que le hacian contraste, lo uno por ser de suyo muy poderoso y rico, que tenia mucho que dar, lo otro por los tres señores tan principales que se le juntaban, como granjeados por su negociacion. Así lo entendian el arzobispo de Santiago y sus consortes; por este recelo buscaban algun medio para desbaratar aquel poder tau grande. Comunicaron en

tre sí lo que se debia hacer en aquel caso. Acordaron de procurar con todas sus fuerzas de poner en libertad al conde de Gijon para contraponelle á los contrarios y á la parte del de Toledo. Decian que la prision tan larga era bastante castigo de las culpas pasadas, cualesquier que ellas fuesen. Parecia muy puesta en razon esta demanda, y así, con facilidad se salió con ella. Sacáronle de la prision, y lleváronle á besar la mano al Rey, que le mandó restituir su estado. La revuelta de los tiempos le dió la libertad que á otros quitara; ansí van las cosas, unos pierden, otros ganan en semejantes revoluciones. Juntáronse las Cortes en Búrgos, segun que lo tenian concertado. Comenzóse á tratar del concierto puesto entre las partes. El arzobispo de Santiago, como lo tenian trazado, dijo que no vendria en ello si no admitian al conde de Gijon por cuarto gobernador junto con los tres grandes que antes señalaron, pues en nobleza y estado á ninguno reconocia ventaja. Mucho sintió el arzobispo de Toledo verse cogido con sus mismas mañas. Altercaron mucho sobre el caso. Los procuradores de las ciudades, divididos, no se conformaban en este punto, como los que estaban negociados por cada cual de las partes. Temíase alguna revuelta no menor que las pasadas. Para atajar inconvenientes acordaron de nombrar jueces árbitros que determinasen lo que se debia hacer. Señalaron para esto á don Gonzalo, obispo de Segovia, y Alvar Martinez, muy eminentes letrados en el derecho civil y eclesiástico. No se conformaron ni fueron de un parecer por estar tocados de los humores que corrian y ser cada uno de su bando. Continuáronse los debates, y duraron hasta el principio del año que se contaba 1392, en que, finalmente, á cabo de muchos dias y trabajos otorgaron con el dicho arzobispo de Santiago que todos los cuatro grandes de suso mentados tuviesen parte en el gobierno junto con los demás. Dieron asimismo traza que entre todos se repartiese la cobranza de las rentas reales. Para lo demás del gobierno cada seis meses por turno gobernasen los que cinco de diez que eran, y los demás por aquel tiempo vacasen. Parecióles que con esta traza se acudia á todo y se evitaba la confusion que de tantas cabezas y gobernadores podia resultar. Tomado este asiento, parecia que toda aquella tempestad calmaria y se conseguiria el deseado sosiego. Regaláronse estas esperanzas por un caso no pensado. Dos criados del duque de Benavente dieron la muerte á Diego de Rojas volviendo de caza, que era de la familia y casa del conde de Gijon. Entendióse que aquellos homicianos llevaban para lo que hicieron órden y mandato de su amo. Desta sospeclia, quier verdadera, quier falsa, resultó grande odio en general contra el Duque. Representábaseles lo que se podia esperar en el gobierno y poder del que á los principios tales muestras daba de su fiereza y de su mal natural. Alteróse pues la traza primera, y por orden de las Cortes acordaron que el testamento del Rey se guardase, mas que en tanto que el marqués de Villena y conde de Niebla, llamados por sendas cartas del Rey, no viniesen, el arzobispo de Toledo tuviese sus veces y entrase en las juntas con tres votos. Todo se enderezaba á contentalle para que no

revolviese la feria. Al duque de Benavente y conde de Gijon, en recompensa del gobierno que les quitaban, les señalaron sendos cuentos de maravedís cada un año durante su vida. Concedieron otrosí al arzobispo de Toledo que él solo cobrase la mitad de las rentas reales; de que por su mano se hiciese pagado de los gastos que hizo en levantar la gente en pro comun del reino; que así lo decia, y aun queria que los demás otorgasen con él. El tiempo de las treguas asentadas con Portugal espiraba, y era mala sazon para volverá la guerra; el Rey mozo, las fuerzas muy flacas. Acordaron los gobernadores se despachasen embajadores que procurasen se alargase el tiempo, que fueron las cabezas Juan Serrano, prior de Guadalupe, primero obispo de Segovia, é ya de Sigüenza, y Diego de Córdoba, mariscal de Castilla, de quien decienden los condes de Cabra. El conde de Niebla Juan Alonso de Guzman para asistir al gobierno partió de su casa. Con su ida se levantó en Sevilla una grande revuelta. Diego Hurtado de Mendoza, con la cabida que tenia en el nuevo Rey, pretendió que le nombrasen por almirante del mar. No se podia esto hacer sin descomponer á Alvar Perez de Guzman, que tenia de atrás aquel cargo. El conde de Niebla, quier de su voluntad, quier negociado, quiso mas granjear un nuevo amigo, que podia mucho en la corte, que mirar por la razon y por su deudo Alvaro de Guzman. Esta fué la ocasion del alboroto, porque él descompuesto se juntó con Pero Ponce, señor de Marchena, y ambos se apoderaron de Sevilla con daño de los amigos y deudos del conde de Niebla, ca los echaron todos de aquella ciudad, escándolos que por algun tiempo se continuaron. A la sazon el Rey se hallaba en Segovia, ciudad fuerte por su sitio y para con sus reyes muy leal. Allí volvieron los embajadores que se enviaron á Portugal. El despacho fué que el rey de Portugal no daba oidos á aquella demanda de alargar el tiempo de las treguas, antes queria volver á las armas, confiado demás de las victorias pasadas en la poca edad del rey de Castilla y mas en las discordias de sus grandes, ocasion cual la pudiera desear para mejorar sus haciendas. El de Benavente otrosí por la mala cara con que en la corte le miraban y la mala voz que de sus cosas corria, junto con la privacion del gobierno, mal contento se retiró á su casa y estado; y aun se sonrugia que se comunicaba con el de Portugal y aun traia inteligencias de casar con doña Beatriz, hija bastarda de aquel Rey, con gran suma de dineros que en dote le señalaban. Daba cuidado este negocio, por ser el Duque persona de tantas prendas, señor de tantos vasallos, y que tenia su estado á la raya de Portugal. Avisado de lo que se decia, se excusó con el agravio que le hicieron en quitalle el casamiento que tuvo por hecho de doña Leonor, condesa de Alburquerque ; y aun se dijo que esta fué la ocasion de la muerte que hizo dar á Diego de Rojas, que no terció bien en aquella su pretension. Todavía ofrecia, si mudado acuerdo se la daban, trocaria por aquel casamiento el de Portugal. Tiene la necesidad grandes fuerzas; acordaron los gobernadores por el aprieto en que todo estaba de venir en lo que pedia. Señalaron á Arévalo, villa de Castilla, para que las bodas se celebrasen. Cosa maravillosa; lue

sea

go que otorgaron con su deseo, se volvió atrás, porque á las veces lo que mucho apetecemos alcanzado nos enfada, ó lo que yo mas creo, temia debajo de muestras de querelle contentar alguna zalagarda. Apretóse con esto el negocio de Portugal. El arzobispo de Toledo por atajar el daño que desto podia resultar fué á toda priesa á verse con el Duque. Confiaba en su autoridad y en las prendas de amistad que habia de por medio. Ofrecióle, si mudaba partido, de casalle con hija del marqués de Villena, y en dote tanta cantidad como en Portugal le prometian. Muchas razones pasaron; la conclusion fué que el Duque no salió á cosa alguna; excusóse que el gran poder de sus enemigos le tenia en necesidad de valerse del amparo de extraños. El Arzobispo, visto que sus amonestaciones no prestaban, dió la vuelta por Zamora para prevenir que Nuño Martinez de Villaizan, alcaide del alcázar, y que tenia en su poder la torre de San Salvador, no pudiese entregar aquella fuerza al duque de Benavente, como vehementemente se sospechaba, y sobre ello la ciudad estaba alborotada y en armas. Llegado el Arzobispo, lo compuso todo; diéronse relienes de ambas partes, y en particular el Alcaide para mayor seguridad entregó aquella torre fuerte á quien el Arzobispo señaló para que la guardase. Eran entrados los calores del estío cuando vino nueva cierta que los embajadores que fueron de nuevo á Portugal se juntaron con el prior de San Juan, que vino de parte de su Rey á Sabugal á la raya de los dos reinos; por mucha instancia que hicieron no pudieron alcanzar que las treguas se prorogasen. Ardian los portugueses en un vivo deseo de volver á las manos y no dejar aquella ocasion de ensanchar su reino y mejorar su partido. El primero que salió en campaña fué el duque de Benavente, que acompañado de quinientos de á caballo y gran número de infantes hizo sus estancias cerca de Pedrosa, no léjos de la ciudad de Toro. Grande era el aprieto en que Castilla se hallaba, los grandes discordes, la guerra que de fuera amenazaba. En Granada otrosí se alborotaron los moros en muy mala sazon. Falleció por principio deste año Mahomad, que siempre se preció de hacer amistad á los cristianos. Sucedióle su hijo Juzef, otro que tal, en tanto grado, que en vida de su padre á muchos cristianos dió libertad sin rescate. Esta amistad con los nuestros le acarreó mal y daño. Tenia cuatro hijos, Juzef, Mahomad, Ali, Hamet. Mahomad era mozo brioso, amigo de honra y de mandar. No tenia esperanza, por ser hijo segundo, de salir con lo que deseaba, que era hacerse rey, si no se valia de malicia y de maña. Para negociar la gente y levantalla comenzó de secreto á achacar á su padre y cargalle de que era moro solo de nombre, en la aficion y en las obras cristiano. Por este modo muchos se le arrimaron, unos por el odio que tenian á su Rey, otros por deseo de novedades. Destos principios crecieron las pasiones de tal suerte, que estuvo la ciudad en gran riesgo de ensangrentarse y tomar los unos contra los otros las armas. Hallóse presente á esta sazon un embajador del rey de Marruecos, moro principal y de reputacion por el lugar que tenia, y su prudencia muy aventajada. Púsose de por medio y procuró de sosegar

los bullicios y pasiones que comenzaban. Avisóles del riesgo que todos corrian, si el fuego de la discordia civil se emprendia y avivaba entre ellos, de ser presa de sus enemigos, que estaban alerta y á la mira para aprovecharse de ocasiones semejantes. En una junta en que se hallaban las principales cabezas de las dos parcialidades les habló en esta sustancia: «Los accidentes y reveses de los tiempos pasados os deben enseñar y avisar cuánto mejor os estará la concordia, que es madre de seguridad y buenandanza, que la contumacia, mala de ordinario y perjudicial. No el valor de los enemigos, sino vuestras disensiones han sido causa de las pérdidas pasadas, muchas y muy graves. ¿Qué podrémos al presente esperar, si como locos y sandios de nuevo os alborotais? Toda razon pide que el hijo obedezca á su padre, sea cual vos le quisiéredes pintar. Hacelle guerra, ¿qué otra cosa será sino confundir la naturaleza y trocar lo alto con lo bajo? ¿Por qué causa no juntaréis antes vuestras fuerzas para correr las tierras de cristianos? ¿Cuál es la causa que dejais pasar la buena ocasion que de mejorar vuestras cosas os presenta la edad del rey de Castilla, las discordias de sus grandes, además del miedo y cuidado en que los tiene puestos la guerra de Portugal?»> Con estas pocas razones se apaciguaron los rebeldes, y el mismo Mahomad prometió de ponerse en las manos de su padre. Acordaron tras esto de hacer una entrada en el reino de Murcia, como lo hicieron por la parte de Lorca, en que talaron los campos é hicieron grandes presas de hombres y de ganados. Eran en número de setecientos caballos y tres mil peones. Siguiólos el adelantado de Murcia Alonso Fajardo, y si bien no llevaba mas de ciento y cincuenta caballos, les dió tal carga y á tal tiempo, que los desbarató, degolló muchos dellos, finalmente, les quitó la presa que llevaban; gran pérdida y mengua de aquella gente, con que España quedó libre de un gran miedo que por aquella parte le amenazaba; lo cual fué en tanto grado, que el rey de Aragon, á quien este peligro menos tocaba, por acudir á él deshizo una armada que tenia en Barcelona aprestada para sosegar los movimientos y alborotos que de nuevo andaban en Cerdeña, á causa que Brancaleon Doria sin respeto de los negocios pasados con las armas se apoderaba de diversos pueblos y ciudades. Verdad es que los moros, castigados con aquella rota y temerosos de la tempestad que se les armaba por la parte de Aragon, con mas seguro consejo acordaron pedir treguas al rey de Castilla; que fácilmente les concedieron por no embarazarse juntamente en la guerra de Portugal y en la de los moros. Hallábase el Portugués muy ufano por verse arraigado en aquel reino sin contradicion, por las muchas fuerzas y riquezas que tenia, y mas en particular por la noble generacion que le nacia de doña Filipa, su mujer, que en cuatro años casi continuados parió cuatro hijos: primero á don Alonso, que falleció en su tierna edad; despues á don Duarte, que sucedió en el reino de su padre, y en este mismo año á 9 de setiembre nació en Lisboa don Pedro, que fué adelante duque de Coimbra, y dende á diez y seis meses don Enrique, duque de Viseo y maestre de Christus, y que fué muy aficionado á la astrología, de la cual ayudado y de

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