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la ignorancia de los que pecaron engañados por el fraude que artificiosamente les urdieron? Es la misma voz de la naturaleza, ese sentido comun de los hombres el que no puede menos de vituperar al que envenene hasta sus mas implacables enemigos. Acúsase á cada paso á Cárlos, rey de Navarra, llamado el Cruel, por haber enviado secretamente envenenadores contra el conde de Fox, el rey de Francia y los duques de Berri y Borgoña. Sean estos hechos verdaderos, sean fingidos, que es lo mas creible, lo cierto es que apoderado de ellos el insensato vulgo, le cubrió de infamia y excitó contra él el odio de españoles y franceses.

A mi modo de ver pues, ni deben administrarse al enemigo medicamentos nocivos, ni emponzouar en daño suyo los alimentos destinados á su subsistencia. No creo que pueda echarse mano de este medio sino cuando el que haya de morir no se vea obligado á beber el veneno y á llevarle por sí mismo á la médula de sus huesos, sino que por ser tan grande la fuerza del tósigo, baste para acabar con él que se le dén en una silla ó en una parte cualquiera de su traje, como veo que han hecho muchos reyes moros. Al efecto han enviado no pocas veces al enemigo vestidos de montar, sillas de armas, tanto, que si no miente la fama, así mataron á Enrique de Castilla, que recibió estando enfermizo unos elegantes borceguíes, y no bien los calzó, emponzoñados los piés, no gozó de un momento de salud hasta perder la vida. Juzef, rey de Granada, murió tambien á los trenta dias de haber recibido del de Fez un vestido de púrpura bordado de oro; y es casi indudable que estaba el vestido envenenado, porque sus miembros todos no manaban sino pus, y tenian la carne, no ya corrompida, sino consumida. ¿De qué murió años despues Mahomad de Guadix, rey nazarita, sino de haber vestido una camisa emponzoñada, segun era pública voz y fama, en tiempos de Enrique III de Castilla? Fernando García, despues de haber abjurado las erradas creencias mahometanas, escribió todo esto al infante de Antequera, que fué despues rey de Aragon, y le advirtió que se recelase mucho de los regalos de gran precio que le habia enviado Juzef, pues los moros con capa de amistad se deshacian muchas veces de sus enemigos.

Muy infamemente obran por cierto los que así nos engañan con obsequios y sin que les hayamos dado motivo provocan nuestra ruina, ó aun habiéndosele dado, atentan contra nosotros despues de una sincera reconciliacion, despues de haber celebrado tal vez un pacto de alianza. Mas no espere nunca el tirano que se hayan reconciliado con él los ciudadanos si no ha variado de costumbres; tema hasta á los que vayan á ofrecerle dádivas; recuerde que es lícito atentar de cualquier modo contra su existencia, con tal que no se le obligue á que sabiéndolo ó ignorándolo, se mate con su propia

mano.

CAPITULO VIII.

¡Es mayor el poder del rey, ó el de la república? Vamos á entrar ahora en una cuestion grave, de muchas fases y embrollada, cuestion tanto mas trabajosa y molesta, cuanto que para resolverla no hay aun abierta

por los pasos de nadie senda ni camino. ¿Es mayor la autoridad del rey ó la de toda la república? Materia es esta á la verdad, no solo difícil, sino resbaladiza y peligrosa, pues cualquiera que sea la opinion que emitamos, se nos puede achacar ó á que hemos querido adular á los príncipes, ó á que no ha podido detenernos el espíritu de la dignidad real para ofender á los que son casi árbitros de nuestra vida y nuestra muerte; y nos quedan de todos modos escasas esperanzas de adelantar en fama ni en fortuna. Las cosas fortalecidas por el tiempo primero se rompen que se corrigen, y es propio de nuestra condicion, no solo amar nuestras faltas y lunares, sino hasta querer que otros los amen. Siguiendo una opinion, podemos parecer débiles y amigos de captarnos el favor del príncipe, aceptando la otra temerarios y dementes. Como quiera que sea, creemos no deber entrar en la cuestion, pues en nada se afecta tanto la suerte de la república como en aumentar ó disminuir la autoridad del príncipe.

En constituir la república y promulgar leyes se toma ordinariamente la fortuna la mayor parte como por derecho propio; el pueblo no se guia siempre desgraciadamente por la prudencia ni por la sabiduría, sino por los primeros ímpetus de su alma, razon por qué juzgaron algunos sabios que sus hechos mas merecian ser tolerados que alabados. A mi modo de ver, puesto que el poder real, si es legítimo, ha sido creado por consentimiento de los ciudadanos y solo por este medio pudieron ser colocados los primeros hombres en la cumbre de los negocios públicos, ha de ser limitada desde un principio por leyes y estatutos, á fin de que no se exceda en perjuicio de sus súbditos y degenere al fin en tiranía. Así hallo que lo hicieron entre los griegos los lacedemonios, que segun Aristóteles, solo confiaron á sus reyes los cuidados de la guerra y la administracion de los negocios religiosos; así hallo que lo han hecho en tiempos mas modernos los aragoneses, severos y resueltos para defender sus libertades, y sobre todo, convencidos de que á pequeñas concesiones es debida casi siempre la disminucion y pérdida de nuestros derechos naturales. Crearon los aragoneses un magistrado intermedio entre el rey y el pueblo, una especie de tribuno, llamado vulgarmente en estos tiempos el justicia mayor, el cual, armado de leyes y de autoridad, y sobre todo, del amor del pueblo, habia de tener, como tuvo, hasta hace poco circunscrito dentro de ciertos límites el poder arbitrario de los reyes. Nombraban generalmente para tan difícil y espinoso cargo uno de los hombres de mas categoría, á fin de que no pudiese venderles si algun dia sin saberlo el rey creyesen oportuno reunirse para defender la libertad y asegurar la existencia de sus leyes. En estas naciones y en las que se les parezcan nadie ha de dudar por cierto que es mayor la autoridad de la república que la de los príncipes, porque de otro modo, ¿en qué podrian fundar el derecho de enfrenar el poder y resistir á la voluntad de los reyes? Mas en otras provincias donde es menor la autoridad del pueblo que la de sus monarcas es dudoso y por consiguiente cuestionable si se ha de establecer el mismo principio y considerarle provechoso para la salud comun de la república. Está

de tener el mismo poder que tienen los señores en sus respectivos pueblos, los obispos en sus diócesis y otros muchos magistrados que podriamos citar cuan abundantemente quisiésemos y callamos por considerarles ya de un mismo género? ¿Quién puede, por otra parte, negar que la república haya podido sin restriccion de ninguna clase poner en manos del príncipe todo el poder de que estaba dotada por los derechos de la naturaleza? ¿No podian haberlo hecho con la intencion de que fuese mayor y mas respetada la autoridad del principe, mayor la necesidad de obedecer en los pueblos, menor la ocasion de rebelarse, cosas todas en que estriba la tranquilidad pública y la salud de todos? ¿Qué otra cosa es la majestad de los reyes que la salvaguar dia de la felicidad comun y de la paz del reino?

todo el mundo de acuerdo en que el rey es la cabeza y el jefe del pueblo y en que como tal tiene un poder supremo para la direccion de los negocios, bien se haya de declarar la guerra al enemigo, bien habiendo paz se hayan de otorgar nuevos derechos á los súbditos. Tampoco se duda, generalmente hablando, que el poder de mandar concedido á los príncipes es mayor que el de cada ciudadano y el de cada pueblo; mas entre los mismos que en esto convienen los hay, y no pucos, que niegan al rey el poder de oponerse á lo que resuelva la política ó sus representantes, varones de nota escogidos entre todas las clases del Estado. Tenemos, dicen, la prueba en nuestra misma España, donde el rey no puede imponer tributos sin el consentimiento de los pueblos. Empleará tal vez para alcanzarlo todos los recursos de su industria, ofrecerá premios á los ciudadanos, arrastrará á otros por medio del terror, les solicitará con palabras, con esperanzas, con promesas, cosa que no disputarémos ahora si está bien ó mal hecha; mas si resistiesen á todas estas pruebas, de seguro que se atenderá mas á la resolucion de los pueblos que á la voluntad del príncipe. Y qué, ¿no cabe acaso decir lo mismo cuando se trate de sancionar nuevas leyes, leyes que, como dice san Agustin, solo son tales cuando están promulgadas, confirmadas y aprobadas por las costumbres de los súbditos? No se ha de decir tal vez lo mismo cuando se ha de designar sucesor á la corona por el juramento de todos los brazos del Estado, sobre todo, si por no tener el príncipe descendencia ni colaterales ha de pasar el trono á otra familia? Supongamos además que está vejada la república por las depravadas costumbres del monarca, que degenera el poder real en una manifiesta tiranía; ¿seria acaso posible arrancar al príncipe la vida ni el gobierno si no se hubiesen reservado los pueblos mayor poder que el que delegaron á sus reyes? ¿Cómo podemos, por otra parte, suponer que los ciudadanos hubiesen querido despojarse de toda su autoridad ni trasferirla á otros sin restriccion, sin tasa, sin medida? ¿Para qué habrian de necesitar que tuviese un poder mayor que el de todos ellos un príncipe que estaba sujeto, como todo hombre, á depravarse y corromperse? ¿Habia de ser el feto de mejor condicion que el padre, el arroyo de mas importancia que la fuente de que nace? ¿Dispone la república de mayores fuerzas y de mayor número de tropas que el príncipe y no ha de tener tanto poder como este y aun mayor si entre los dos hubiese disidencia?

Veo con todo que no faltan varones muy aventajados y de gran fama de eruditos que hacen al rey superior á todos Ꭹ á cada uno de los ciudadanos. De otro modo, dicen, el gobierno seria mas bien popular que monárquico, puesto que los negocios capitales dependerian de la voluntad de muchos y aun de casi todos los individuos del Estado. De la sentencia de los reyes se podria además apelar á la república, libertad que si se otorgase, produciria en todo una gran confusion, impediria la accion de la justicia, sumergiria la nacion en un verdadero caos. ¿No ha de tener siquiera un monarca en su reino el mismo poder que tiene en su casa un padre, cuando, segun Aristóteles, no son las sociedades mas que la imagen y la geueralizacion de la familia? No ha

Así suelen hablar los que desean que se ensanche el poder real, y no consienten en que se le encierre dentro de ciertos límites. Así sucede efectivamente en algunas naciones donde ni se busca para nada el consentimiento de los súbditos, donde ni el pueblo ni la aristocracia son llamados nunca para deliberar sobre los negocios del Estado, donde hay necesidad de obedecer, sea justo, sea injusto, lo que el rey mandare; mas ¿ cabe siquiera abrigar la menor duda en que este poder es excesivo y en que está muy cerca de la tiranía, que, segun Aristóteles, llegó á ser una verdadera forma de gobierno entre naciones bárbaras? Yo no extraño que hombres sin uso de razon, sin prudencia, sio mas fuerza que la de su cuerpo hayan nacido para la esclavitud y, quieran ó no, obedezcan á los príncipes; mas yo no me refiero aquí á naciones bárbaras, hablo solo del gobierno que está entre nosotros vigente, del que seria justo que lo estuviese, del que creo seria la mejor y la mas saludable forma de gobierno. Empezaré por convenir en que el poder real es absoluto é indeclinable para todas aquellas cosas que, ya las costumbres, ya las instituciones, ya ciertas leyes, han dejado al arbitrio de los príncipes, tales como hacer la guerra, administrar justicia y crear jefes y magistrados. Concedo que en esto es su poder mayor que el de todos y cada uno de los ciudadanos, que no hay quien pueda oponerle resistencia ni quien tenga derecho para examinar la razon de su conducta, que está ya sancionado por la costumbre de todos los pueblos, y no cabe siquiera lugar á cuestionar, cuanto menos á revocar lo hecho. Creo empero que en otros negocios ha de ser mayor que la del príncipe la autoridad de la república, si ha llegado á ponerse de acuerdo sobre un mismo punto. A mi modo de ver, no puede el príncipe oponerse á la voluntad de la multitud, ni cuando se trata de imponer tributos, ni cuando se trata de derogar leyes, ui mucho menos cuando se trata de alterar la sucesion del reino. Estoy en que el príncipe en todas estas cosas y en otras que puedan haberse reservado los pueblos, ya por una constitucion particular, ya por la costumbre, no puede hacer mas que acatar la voluntad de sus súbditos, resignarse y callar. Creo aun inas, y es lo principal, creo que ha de residir constantemente en la república la facultad de reprimir los vicios de los reyes y destronarlos siempre que se hayan manchado con ciertos crímenes, é ignorando el verdadero camino de la gloria hayan

querido menos ser amados que temidos, y siendo al fin tiranos manifiestos, hayan pretendido imponer terror á las naciones.

No se ha permitido apelar del rey á la república, como se hace, sin embargo, en Aragon, ya porque es supremo el poder del rey para dirimir todas las contiendas civiles, ya porque habia de discurrirse un medio para castigar los delitos y terminar los pleitos, que de otro modo se alargarian hasta lo infinito. ¿Quién, por otra parte, podrá decir que haciendo superior la república á los reyes se convierta en popular la forma monárquica, cuando para la direccion de los negocios ni para ninguno de los ramos de la administracion pública se ha confiado el poder ni al pueblo ni á la aristocracia? No es tampoco para nosotros una dificultad lo que se nos dice respecto al padre de familia, á los varones y á los obispos, pues el primero ya sabemos que gobierna despóticamente á sus hijos, que son mas bien para él esclavos que súbditos, cosa que no puede suceder con los reyes que ejercen su imperio sobre pueblos libres; y los dos últimos importan poco que tengan un poder superior al de sus distritos y diócesis, habiendo sobre unos el poder del monarca, y sobre otros el del pontífice romano, los cuales podrán siempre corregir las faltas que entrambos cometieren. ¿Quién empero podrá corregir las del rey si no se deja poder alguno á la república? Pero hay mas; ya que incidentalmente hemos hablado de los pontífices, se nos permitirá observar que, á pesar de ser su autoridad casi divina, no puede inducirnos á que demos poderes ilimitados á los príncipes, pues hasta varones de grande erudicion y prudencia sujetan á los pontífices á las decisiones de un concilio general sobre los dogmas de nuestra religion y los de nuestra Iglesia, opinion que no me meteré aliora en averiguar si es justa ó injusta, pero que se apoya principalmente en que así sucede con los reyes. Los que por ver y juzgar las cosas de distinto modo hacen superior el poder pontificio al de toda la Iglesia reunida no niegan, por otra parte, que sea distinta la condicion del poder real, sino que distinguiendo de uno y otro poder, dicen que si bien hay razon para que los príncipes estén sujetos á la república, pues de ella recibieron la autoridad que tienen, no la hay para que lo estén los papas á la Iglesia, pues no reciben de ella su autoridad, sino de Jesucristo, que mientras estuvo en la tierra delegó á Pedro y sus sucesores un poder universal y omnimodo, bien para reformar las costumbres de los pueblos, bien para determinar cómo debemos sentir acerca de la religion y de los negocios religiosos. Creo que por esta distincion podemos claramente comprender que aun los que difieren en el modo de considerar la autoridad pontificia están de acuerdo en el modo de considerar la real, que es siempre para todos menor que la república.

Se preguntará ahora tal vez si una nacion puede abdicar y dar al príncipe sin restriccion alguna todo el poder de que dispone; mas ni quiero detenerme mucho en este punto, ni es para mí de importancia que se opine del uno ó del otro modo, con tal que se me conceda que obraria la nacion muy imprudentemente si abjurase de esta suerte y para siempre sus tan sa

grados derechos. Estoy en que hasta el príncipe obraria temerariamente aceptando un poder por el cual pasan los súbditos de libres á esclavos, y ha de degenerar forzosamente en tiranía un gobierno creado para la salud del pueblo, gobierno que merece el nombre de monárquico solo cuando se encierra dentro de los límites de la moderacion y la prudencia, y se disininuye y corrompe casi del todo cuando le llevan al extremo aumentándole neciamente de dia en dia los que le dirigen y le tienen en su inexperta mano. Acostumbramos los hombres á inclinarnos á lo contrario, pero llevados mas de las falsas apariencias del poder que del poder mismo, pues no consideramos lo bastante, que solo es seguro aquel que impone límites á sus propias fuerzas. No sucede con el poder como con el dinero, que cuanto mas crece, tanto mas nos hace ricos, un príncipe tanto mas puede cuanto mas tiene en su favor el asentimiento de sus súbditos y sabe granjearse el amor de los pueblos procurándoles la satisfaccion de sus deseos; tanto menos cuanto mas' ha exacerbado en contra de sí las pasiones de los ciudadanos, gracias á las cuales irá siendo cada vez su autoridad mas débil. Justa y sabiamente habló Teopompo, rey de los lacedemonios, cuando despues de haber creado los eforos á manera de tribunos, para poner un freno á su propio poder y al de sus sucesores, al regresar á su casa entre los aplausos de la muchedumbre, oyendo. que su mujer le reprendia diciéndole que por su causa legaria una autoridad menor á sus hijos, menor será, contestó, pero mucho mas estable. Los príncipes que saben poner freno á su propia fortuna se gobiernan mas facilmente á sí y á sus súbditos, al paso que cuando se olvidan de las leyes de la humanidad y dejan de guardar la moderacion debida, cuauto mas alto suben, tanto mas grande es su caida.

Previendo nuestros antepasados como varones prudentes tan grave y tan comun peligro, adoptaron muchas y muy sabias medidas para que, contenidos constantemente los reyes dentro de los límites de la humildad y la justicia, no pudiesen ejercer nunca contra la nacion un poder ilimitado, de cuyo ejercicio pudiesen venirle grandes daños. Quisieron en primer lugar que no pudiesen los príncipes sancionar las cosas de mas importancia sin consultar antes la voluntad de la aristocracia y la del pueblo, exigiendo que al efecto se convocase á Cortes generales á hombres elegidos entre todas las clases del Estado, á los prelados de plena jurisdiccion, á los magnates y á los procuradores de los pueblos, costumbre antigua de Castilla que se conserva aun hoy en Aragon y en otros reinos, y quisiera que fuese restablecida en todo su vigor por varios príncipes. ¿Por qué se cree que han sido excluidos de nuestras Cortes los nobles y los obispos sino para que tanto los negocios públicos como los particulares se encaminen á satisfacer el capricho del rey y la codicia de unos pocos hombres? ¿No se queja ya á cada paso el pueblo de que se corrompe con dádivas y esperanzas á los procuradores de las ciudades, únicos que han sobrevivido al naufragio, principalmente desde que no son elegidos por votacion, sino designados por el capricho de la suerte, nueva depravacion de nuestras instituciones que

prueba el estado violento de nuestra república y la mentan hasta los hombres mas cautos, a pesar de que nadie se atreva á despegar el labio? Es preciso pensar en la tempestad mientras dura aun la bonanza, no sea que por falta de precaucion nos arrastre la borrasca, y derribadas todas las garantías de la república, giman las provincias, sobrevengan de dia en dia como en tropel muchas calamidades, deje de corresponder el éxito, tanto en la guerra como en la paz, á la grandeza del imperio y nos veamos por fin envueltos en un sin número de males.

Para que la autoridad de la república no viniese á ser inútil por faltarle fuerzas, procuraron no menos prudentemente nuestros antepasados que dispusiesen de grandes riquezas y de mayor poder y de plena jurisdiccion sobre muchos pueblos y fortalezas, no solo los próceres del reino, sino tambien los obispos y los sacerdotes, que no pueden menós de ser una salvaguardia de la salud pública, como lo exige el amor á sus semejantes y las sagradas órdenes que tienen recibidas. Confirmó despues la experiencia que no se habian engañado, pues fueron no pocas veces los prelados los que mas defendieron la justicia y vengaron la religion nacional de todo ultraje; y es de esperar que impondrian á cuantos se atreviesen á agitarse en menoscabo y mengua de la patria. Están en un error, y en un error gravísimo, cuantos creen que ha de despojarse á los eclesiásticos de su jurisdiccion temporal y sus riquezas, por ser para ellos una carga inútil y nada conforme con la naturaleza de su estado. ¿Cómo no han considerado que no puede continuar la salud de la república estando débil su mas noble parte? Cómo no han considerado que los obispos, no solo son los jefes de las iglesias, sino tambien los primeros personajes del Estado? Cómo no consideran que pretendiendo reformar así las instituciones, trastornan todos los fundamentos de la libertad y conculcan todos los principios de gobierno? Estoy tan léjos de convenir con ellos, que antes creo que para evitar mayores peligros deberia darse á los prelados mayor autoridad, concedérseles mayor jurisdiccion, confiárseles importantes fortalezas. De no, ¿qué recurso nos queda cuando la salud pública, la santidad de la religion y la fortuna de todos se expongan en las manos de un hombre que apenas tenga conciencia de sí mismo entre los continuos aplausos de sus cortesanos, la turba de los aduladores que siempre le rodean, y los inmoderados deleites á que sin cesar se entrega? que está cercado de demasiados peligros para que no se vicie, se corrompa y se deprave? Ya debilitado el clero, ¿hemos de confiar la suerte de la religion y del Estado á seglares, tales como los que viven en los palacios de los príncipes? Se estremece uno al pensar en los males que podrian nacer de esta reforma. Sabiamente quiso Aristóteles, no solo que fuese mayor la autoridad del Estado, sino que lo fuesen tambien sus fuerzas, palabras que por lo notables no podemos dejar de continuar en esta misma página. Es tambien cuestionable si el rey debe tener á su lado fuerzas con que pueda obligar al mal á los rebeldes, ó si debe ejercer de otro modo la autoridad que le han confiado. Aun cuando tenga pues su poder limitado por las leyes, de modo que nada pue

da hacer por su propia voluntad, sino por lo que esas mismas leyes le prescriban, necesitará indudablemente de fuerzas para defenderlas. Quizás empero convenga que solo las tenga para ser superior á muchos y á cada uno de los ciudadanos, no para serlo á la nacion entera. Los antiguos por lo menos median por esta regla las guardias que habian de dar á los jefes de sus ciudades, jefes que llamaban esimnetas ó tiranos. Cuando pidió Dionisio tropas para la defensa de su persona, hubo quien pensó que no habia menos razon para darlas á cada uno de los siracusanos.

Para hacer ver por fin cuánta fué en otros tiempos la autoridad del Estado y cuánta sobre todo la de la nobleza, daré un ejemplo, con el cual pienso poner fin á esta cuestion gravísima. Cercaba el rey Alfonso VIII en la Celtiberia la ciudad de Cuenca, situada en un lugar muy escabroso y áspero, y por esta misma razon uno de los mas firmes baluartes del imperio moro. No habia dinero para los gastos de la guerra, y escaseaban por consiguiente las vituallas. Parte el Rey precipitadamente á Búrgos, y pide á las Cortes que, pues ya estaba el pueblo cansado de pagar tributos, pagase cada noble para sostener la guerra cinco maravedíses de oro. Alegaba que no podia presentarse una ocasion mas oportuna para acabar con los infieles. El autor de esta medida habia sido Diego de Haro, señor de Vizcaya; mas se encontró una resistencia decidida en el conde de Lara, que salió de las Cortes con gran parte de los nobles, dispuesto a sostener con las armas el privilegio que habian conquistado sus mayores con la punta de la espada, y aseguraba y juraba que no consentiria en que por esta puerta entrase el Rey á tiranizar la nobleza ni á vejarla con nuevos tributos, diciendo y sosteniendo que no era de tanta importancia vencer á los moros para dejar que se envolviese la república en tan grave servidumbre. Asustado el Rey, desistió de su propósito, y en conmemoracion de tan grande triunfo resolvieron los nobles obsequiar con un banquete anual á los condes de Lara, para que constase la importancia de su resolucion, pasase como un monumento á la posteridad y sirviese de ejemplo á fin de que en ninguna ocasion sc consintiese en ver menguados en lo mas intimo los derechos de los ciudadanos. Quede pues establecido que miran por la salud de la república y la autoridad de los príncipes los que circunscriben la autoridad real dentro de ciertos límites, y la destruyen los vanos y falsos aduladores que quieren ilimitado el poder de los reyes. Desgraciadamente en los palacios hay siempre gran número de esos últimos, que sobresalen en favor, en autoridad, en riquezas, peste que siempre será condenada, y es muy probable que siempre exista.

CAPITULO IX.

El príncipe no está dispensado de guardar las leyes.

Ardua y difícil empresa es contener dentro de los límites de la moderacion el poder grande y eminente de los príncipes, difícil persuadirles de que, corrompidos por la abundancia y engreidos con los vanos discursos de los cortesanos, no han de creer á propósito para conservar su dignidad ni para aparecer mas grande á

los ojos de los pueblos aumentar ilimitadamente sus riquezas y su poder, y dejar de estar sujetos á la autoridad de la república. Conviene que se hagan cargo de que sucede todo lo contrario, pues nada como la moderacion da fuerzas á los reyes, y estarian mucho mas asegurados en sus tronos si tuvieran encarnada en sí la idea de que los príncipes nunca gobiernan mejor que cuando sirven primero á Dios, por cuya voluntad se dirigen las cosas de la tierra y se levantan y caen los imperios; despues al pudor y al decoro, bienes con que alcanzamos la ayuda de ese mismo Dios y nos granjeamos el amor de los pueblos, de cuyas manos depende la marcha de las cosas, y finalmente, á la fama pública y á lo que ha de decir de ellos la posteridad despues de siglos, pues es de grandes almas aspirar, como los séres celestiales, á inmortalizar el nombre. El desprecio de la fama lleva consigo el de las virtudes, y son tanto mas altos los deseos cuanto mas eminentes los ingenios; pues los hombres de ánimo humilde desconfian, y contentos de lo presente, no cuidan jamás de lo futuro. Porque así lo entendieron los antiguos, divinizaban despues de muertos á los príncipes que habian prestado eminentes servicios á la patria. Necio y vano parece á la verdad que les levantasen estatuas y les dedicasen templos, sobre todo cuando esta costumbre, que no partia de tan mal origen, degeneró en la locura de tributar los mismos honores á príncipes corrompidos por los vicios, sin esperar siquiera que muriesen; mas aun en medio de esa depravacion, se ve claramente que servia de mucho para excitar á ser virtuosos á los sucesores, pues el amor á la gloria alimenta el amor á la equidad y á las virtudes.

Tenga sabido, por fin, el príncipe que las sacrosantas leyes en que descansa la salud pública han de ser solo estables si las sanciona él mismo con su ejemplo. Debe llevar una vida tal, que no consienta nunca que ni él ni otro puedan mas que las leyes, pues estando contenido en ellas lo que es lícito y de derecho, es indispensable que el que las viola se aparte de la probidad y la justicia, cosa á nadie concedida, y mucho menos al rey, que debe emplear todo su poder en sancionar la equidad y en vindicar el crímen, teniendo siempre en ambas cosas puesto su entendimiento y su cuidado. Podrán los reyes, exigiéndolo las circunstancias, proponer nuevas leyes, interpretar y suavizar las antiguas, suplirlas en los casos en que sean insuficientes, mas nunca trastornarlas á su antojo, ni acomodarlo todo á sus caprichos y á sus intereses, sin respetar para nada las instituciones y las costumbres patrias, falta ya solo de tiranos. Los príncipes, aunque legítimos, no deben obrar jamás de modo que parezcan ejercer su dignidad independientemente de las leyes. ¿Cómo han de ser honrados y obedientes los súbditos si sancionan los príncipes con sus licenciosas costumbres la perversidad y la desvergüenza? Hacen mas fuerza en los hombres los ejemplos que las leyes, y suele reputarse digno imitar las leyes de los príncipes, bien sean estas malas, bien saludables. Ha de alcanzar poco el rey que solo promulga de palabra sus edictos y las leyes de sus antepasados, destruyéndolas y trastornándolas luego por completo con sus propios vicios. Un príncipe no dispone de mayor po

der que el que tendria el pueblo entero si fuese el gobierno democrático, ó el que tendrian los magnates si estuviesen concentrados en ellos los poderes públicos; no debe pues creerse mas dispensado de guardar sus leyes que el que lo estarian los individuos de todo el pueblo ó los próceres del reino, con respecto á las disposiciones que por su delegado poder hubiesen ellos mismos sancionado. Muchas leyes además no son dadas por los príncipes, sino establecidas por la autoridad de la república, cuya autoridad y cuyo imperio, así para mandar como para prohibir, son mayores que los del príncipe, á ser cierto lo que en la cuestion antecedente resolvimos. A leyes tales, no solo creemos que deban obedecer los reyes, sino que estamos además persuadidos de que no pueden derogarlas sin el expreso consentimiento de las Cortes, debiéndose contar entre aquellas las de la sucesion real, las de la religion y las de los tributos.

No se creyeron independientes de las leyes Zaleuco ni Carondas, rey aquel de la Locria, este de Tiro. Al saber el primero que su hijo habia cometido adulterio, le sujetó al fallo de los tribunales; y á pesar de haberle estos condonado la pena con que se castigaba á los adúlteros, que era la de arrancarles los ojos, se arrancó primero uno suyo, y mandó arrancar luego otro al hijo, satisfaciendo así con noble moderacion á la humanidad y á los magnates y dejando así sancionada la autoridad de las leyes. Carondas habia dado una ley prohibiendo que se entrase con espada en la asamblea, y habiéndose olvidado un dia de dejar la suya por acabar de llegar del campo cuando se convocaban los comicios, no bien le recordaron la ley, cuando se arrojó contra la punta de su acero. Aprendan los príncipes en estos raros ejemplos, encarnen bien en sí mismos los preceptos que de ellos se desprenden, y procuren aventajar á todos en bondad y en templanza. Dén á las leyes la obediencia que exigen de sus súbditos, amen con ardor las instituciones y las costumbres patrias, no adopten nunca hábitos insólitos ni extraños, adoren á Dios como le adore su pueblo, vistan como vista, hablen como hable; y además de dar una prueba de gravedad y de constancia, dejarán convencidos á todos de su amor al reino. No crean nunca lícito lo que si llegasen á imitar los demás ciudadanos podria ó habria de llevar consigo la ruina de las leyes y la de la patria. Crea perjudicialísimas las palabras de los cortesanos, que solo para lisonjearle le hacen superior á la ley y á la república, dueño absoluto de lo que posee cada uno de sus súbditos, árbitro supremo del derecho que reducen tan solo á obedecer la voluntad del príncipe, siguiendo en esto al calcedonio Trasímaco, que definia el derecho y la equidad por lo que convenia á los intereses y al gusto de los reyes. Aborrezca la vergonzosa ligereza de los magos, de esos hombres que preguntados por el persa Cambises si podia por las leyes del reino contraer matrimonio con una hermana de que estaba perdidamente enamorado, negaron que le fuese lícito atendido el derecho patrio, y afirmaron á la vez que podia permitirse esa libertad por existir una ley que daba facultades á los reyes para hacer lo que quisiesen. ¡Oh hombres nacidos para esclavos! No haga tampoco caso de

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