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vasallo. No dejará de obrar un rey prudentemente si confirma con el ejemplo las leyes suntuarias, á fin de no dar pié á los ciudadanos para que tengan las demás leyes en desprecio; mas no me opondré tampoco á que las olvide, y no lo tendré á gran falta con tal que obedezca á las demás que procedan, ya de Dios, ya de los hombres. Guárdese cuanto pueda de seguir esa opinion vulgar, por la cual los que mas pueden creen indecoroso obedecer las leyes; por alto que se esté sobre los demás, se es siempre hombre, se es siempre miembro del Estado. No sin razon se vitupera, por otra parte, á cada paso la institucion ateniense del ostracismo; pues qué no hubiera sido mejor acostumbrar desde un principio á esos varones eminentes á vivir con los demás bajo el imperio de unas mismas leyes y recordarles que todos, altos, bajos ó de una clase media, eran parte integrante de una misma república y estaban unidos por un mismo derecho?

Anaxarco, que viendo á Alejandro en gran llanto y desconsuelo despues de haber muerto por su espada á Clito, ¿por qué te lamentas? dijo. Acaso ignoras ¡oh rey! que Temis y la justicia están sentadas al lado de Júpiter para sancionar al punto lo que tu corazon desee? Sostenian efectivamente que para los reyes no habia otro derecho que el de su propio gusto; y en esto se fundaron indudablemente el pueblo y el Senado romano cuando extendieron un decreto dispensando á Augusto de guardar las leyes. Oprimida esta república por las armas y el poder del César, no quedaba ya mas recurso que el de temer, fingir, adular de continuo al dictador supremo; y ¿qué de extraño que todo el pueblo, presa de un temor que nunca habia sentido, se allanase á las proposiciones de un adulador cualquiera? Pero ello es que hizo al príncipe independiente de las leyes, y con decretarle tal, le convirtió en tirano. Fué á la verdad Augusto clemente, benigno, generoso; mas ¿quién negará por esto que ejerció una completa tiranía sobre la república? Tirano es el que manda contra la voluntad de sus súbditos, tirano el que comprime con las armas la libertad del pueblo, tirano el que léjos de mirar principalmente por los intereses generales, no piensa mas que en su provecho y en el engrandecimiento del poder que villanamente ha usurpado; y ciego ha de ser el que no vea que todo esto y mas hicieron César y el emperador Augusto.

Se dirá quizás que es ridículo querer sujetar á las leyes é igualar con los demás á los que á todos aventajan en poder y en fuerzas. La ley, se añadirá, sanciona la igualdad, pues no consiste la equidad en otra cosa, y es claro que no puede cumplir con su objeto entre hombres que son completamente desiguales. ¿Por qué causa creeis que en Aténas condenaban al ostracismo á los ciudadanos que mas sobresalian, sino porque reputaban inicuo sujetarles á las leyes generales y pernicioso para la república consentir en que pudiesen por sí mas que las mismas leyes? ¿Cómo se ha de alcanzar, por otra parte, sujetar al imperio de las leyes al que no podemos detener con el temor de los juicios y el de los suplicios, al que dispone de armas, al que tiene en su mano todos los medios de defensa? ¿Servirian de algo las leyes si no fuesen establecidas por un poder mayor que el de los que han de obedecerlas? Hay además muchas leyes que obligan á la multitud y no pueden obligar á un príncipe, tales como las que moderan los gastos de los ciudadanos, reprimen el lujo, prescriben determinados trajes, prohiben á los hombres del pueblo el uso de las armas.

Es esto cierto; mas qué, ¿pretendemos acaso degradar á los reyes colocados en la cumbre del Estado ni confundirles con la muchedumbre? No hemos pensado siquiera nunca en que un príncipe pueda estar sujeto á todas las leyes siu distincion alguna; hemos creido tan solo y creemos firmemente que puede y debe estarlo á las que puede cumplir sin mengua de su dignidad y sin menoscabo de sus elevadísimas funciones, á las que, por ejemplo, determinan nuestros deberes generales, á las promulgadas sobre el dolo, sobre la fuerza, sobre el adulterio, sobre la moderacion de las costumbres, cosas todas en que no difiere el príncipe de su último

Han sostenido algunos filósofos que á los príncipes se les pueden imponer preceptos, pero no obligarles á que contra su voluntad los sigan. Hay en el Estado, dicen, una doble fuerza contra los que se resisten á obedecer las leyes; se manda y se reprime; podrá mandarse efectiva. mente al príncipe, mas ¿cómo reprimirle cuando pasando por la ley quiera satisfacer alguno de sus caprichos? Otros empero sostienen que lo mismo es aplicable á los reyes la facultad preceptiva que la coercitiva; y estoy á la verdad por ellos. Hemos seutado que un principe no puede dejar de cumplir las leyes sancionadas en Cortes por ser mayor el poder de la república que el de los reyes; y decimos ahora que si á pesar de nuestras instituciones y de la fuerza del derecho llegase á quebrantarlas, se le podria castigar, destronar y hasta, exigiéndolo las circunstancias, imponerle el último suplicio. No seré tan exigente tratándose de leyes dadas por él mismo, me contentaré con que las cumpla voluntariamente, y pasaré porque no se le impongan á la fuerza ni se le aplique por quebrantarlas pena alguna. Incúl quesele, sin embargo, desde su mas tierna edad, que él mas que sus mismos súbditos está obligado por la fuerza de las leyes, que falta gravemente contra la religion si se niega á ser defensor y guarda de las mismas, cosa que ha de alcanzar mas con el ejemplo que con el terror, maestro poco duradero de los deberes que nos están impuestos. Si se confiesa sujeto á las leyes, no solo gobernará mas fácilmente el reino, le hará mas feliz y refrenará sobre todo la insolencia de los grandes, que no se atreverán á creer propio de su alta dignidad ni el desprecio de las costumbres nacionales ni el respeto de las leyes. Menguará así la majestad del príncipe; mas lo que menguará será el desórden, inevitable cuando se concede la facultad de quebrantar las leyes nacionales. Respetar la ley, se añadirá, es de almas flojas y cobardes; mas no es sino de hombres depravados y rebeldes despreciarlas. ¿Qué mejor se dirá, por fin, que hacer lo que el antojo dicte? Mas no es sino di 'no de lástima que se quiera hacer lo que no es lícito, mas miserable aun que se pueda hacer lo que no es justo. Armada la ira con la espada, será perjudicial para sí y lo será para todos los ciudadanos. Quede pues sentado que la moderacion del príncipe que se cree sujeto á las

leyes, prefiriendo á su gusto lo verdadero y lo útil, además de ser decorosa para sí y decorosa para los ciudadanos, asegura con mayores y mas firmes fuerzas la salud de todo el reino y hace que sea fausto, feliz y duradero su reinado.

CAPITULO X.

El Principe no puede legislar en materias de religion.

Si es verdad que el príncipe no está dispensado de guardar sus propias leyes y las de la república, ¿quién se atreverá á concederle la facultad de alterar los ritos y ceremonias sagradas, reformar las leyes eclesiásticas ni determinar nada sobre los dogmas de nuestra religion católica? Si cada príncipe en su reino dejase á su arbitrio ó al de sus súbditos lo que debe sentirse y pensarse en materias religiosas, ¿cómo podria alcanzarse que hubiese armonía y unidad entre todas las naciones, de modo que no pensasen indistintamente el aleman y el español sobre Dios y la inmortalida del alma? Cómo podria alcanzarse que fuese uno mismo el parecer del francés y el del italiano, y el del siciliano y el del inglés, uno mismo el pensamiento y unas mismas sus palabras? ¿No habia de suceder en breve que fuesen tantas las opiniones religiosas esparcidas por el mundo, tan diversos los ritos sagrados, tan varia la forma de la organizacion eclesiástica como varios y diversos son los juicios de los hombres? Por esto se reconoció la necesidad de establecer una sola cabeza, á quien estuviesen confiadas la organizacion de la Iglesia, la conservacion de las antiguas ceremonias y la defensa de las leyes, cabeza á la cual obedeciesen todos los príncipes de la tierra y respetasen todos, principalmente los sacerdotes, libres por este motivo de la jurisdiccion de otros príncipes, conforme resolvieron nuestros antepasados conformándose con las misinas leyes dictadas por el cielo.

Es indudable que en tiempos muy antiguos dependieron los negocios relativos à la religion de príncipes encargados á la vez de administrar lo civil y lo sagrado. Consta ya por las escrituras que Noe, Melchisedech y Job ofrecieron sacrificios con sus propias manos, y que con el nombre de sacerdotes no se designaba sino á los próceres del reino. Leemos en Jenofonte que Ciro, rey de los persas, inmoló víctimas á los dioses; sabemos que en Aténas y hasta entre los romanos llenaban los reyes las funciones de los sacerdotes. En Aténas cuando se aclamó por rey á Codro, se le aclamó á la vez rey y pontifice; en Roma, despues de expulsado Tarquino, para celebrar los sacrificios que acostumbraban á ofrecer los mismos príncipes y para que no pudiese nunca el pueblo echar de menos los reyes, se creó uno para las cosas religiosas, declarándole, sin embargo, sujeto á la autoridad del pontífice, á fin de no dañar la libertad, por la cual principalmente procuraban. Vino tras la república el imperio, y volvió á conferirse el cargo á los césares, á quienes solian enviar los pontífices las insignias sacerdotales para revestirle de su dignidad y manifestarles que quedaban admitidos en el colegio de los sacerdotes, costumbre que, segun Zozimo, no fué rechazada por los emperadores cristianos hasta los tiem

pos de Honorio, que fué el primero en creerlo indeco

roso.

Podriamos citar otros muchos ejemplos, mas creemos necesario omitirlos. Observábase esta práctica para que el culto religioso estuviese siempre bajo el patrocinio de la república y del príncipe, viviesen muy unidos los magistrados y los sacerdotes y no hubiese en toda la nacion mas que una cabeza. Ya Moises empero mudando esta costumbre, delegó por voluntad de Dios á su hermano Aaron la administracion de los negocios religiosos, reservándose tan solo el cuidado de gobernar el pueblo, resolucion digna á la verdad de tan grande hombre, pues prevenia el caso de que no bastasen las fuerzas de uno solo para uno y otro ramo, siendo tan grande el cúmulo de asuntos religiosos y tan urgente y variada la celebracion de las antiguas ceremonias. Fué todavía mayor el motivo que para ello hubo despues que bajó Cristo á la tierra en carne humana, y separando por completo el poder civil del religioso, confió á Pedro y sus sucesores el cuidado de la Iglesia, y á los reyes y á los príncipes el poder que habian recibido de sus antepasados, no, sin embargo, de suerte que prohibiese del todo á los prelados y á los demás sacerdotes el acceso á las riquezas y los destinos civiles, como han pretendido en todos tiempos hombres de depravadas intenciones, sin hacerse cargo de que, llenos aquellos del espíritu de Dios, podian con el mismo brillo de las altas dignidades temporales llevar la majestad de la religion á mayor auge y engrandecimiento. Y ¿quién podrá vituperar ahora esta division admitida ya por todas las naciones á que se extiende el nombre cristiano?

Separados absolutamente entrambos poderes, se ha de procurar con ahinco que uno y otro estado estén unidos por los lazos del amor y de la correspondencia mutua, cosa á la verdad muy fácil si á los honores y cargos de uno y otro no se cierra la entrada á individuos de ambas clases, pues conciliadas así las voluntades, al paso que los altos sacerdotes procuraran por la salud de la república, los grandes del reino y los altos funcionarios civiles tomaran con mayor esfuerzo sobre sí el cuidado de defender y sostener la religion cristiana, teniendo estos y aquellos la esperanza de engrandecerse á sí á los suyos con mas grandes honores y riquezas. El primer interés del príncipe debe ser pues conciliar y poner en armonía entrambas clases, para que no sea una calamidad pública su disentimiento, á cuyo objeto admitirá á los sacerdotes á entender en los negocios del Estado, como hicieron ya nuestros antepasados convocando para las Cortes del reino á los obispos y no dando por valedera cosa alguna de importancia, si no estuviese confirmada con el expreso consentimiento de los mismos, costumbre que no sé por qué ha de haber caido en desuso en nuestros tiempos. ¿Es acaso justo arriesgar la salud del Estado ni la integridad de la religion nacional en la cabeza de un solo principe, sobre todo estando rodeado de hombres corrompidos? Es acaso justo confiar al antojo de cortesanos y magistrados civiles lo que deba ser de las ceremonias, de las leyes y de las instituciones sagradas? Léjos de nosotros tan gran peligro, peligro que ha de ver quien

no esté ciego, y procurar evitar quien no tenga la salud pública y la privada en menosprecio. Depravadas las costumbres de la nacion, ¿de quién podrá esperarse mejor el remedio, de hombres comunes y profanos, como son los procuradores de las ciudades, ó de las sumidades de la Iglesia? ¿Cuáles de los dos podrán cicatrizar mejor tan grande herida?

maldad y la impiedad, que levantan en todas partes la cabeza, y se cerrase el paso á los innovadores. No negaré que los sacerdotes puedan tambien depravarse; pero esto acontece con mucha menos frecuencia, y es sabido que si en Alemania y Francia ha quedado algo incólume, en medio de tanto afan por reformar y en tan desgraciados tiempos, se debe casi por entero á las fuerzas y al poder de los obispos. En España, muerto el rey Alfonso de Leon, hubiera podido sucederle dificilmente su hijo Fernando, que por su vida ejemplar mereció despues el nombre de Santo, á no haber sido por el socorro que le prestaron los obispos, á los que no pudo menos de parecer injusto que fuese excluido un hijo de la herencia de su padre. Los grandes estaban todos contra él y dispuestos á tomar las armas. Toca á los prelados, dice con esta ocasion el arzobispo don Rodrigo, no solo entender en los negocios de la

Debe además procurar el príncipe que queden inLactas las inmunidades y los derechos de los sacerdotes. No los sujete nunca á las penas civiles por mas que lo merezcan. No despoje nunca los templos del derecho de asilo, privilegio concedido por los antiguos reyes. Vale mas dejar sin castigo los crímenes que derogar leyes santificadas por los siglos. Tenga siempre presente que la impiedad no queda nunca impune. Sabemos que en tiempo del emperador Arcadio sirvió de gran perjuicio á Eutropio haber querido persuadir al príncipe que convenia derogar la ley relativa á la inmuni-religion, sino tambien en los de la república, y no solo dad de las iglesias, pues arrancado del templo á que se habia acogido para evitar la cólera del Emperador, pagó con la vida su consejo, á pesar de haber sido poco antos grande y feliz y prefecto y cónsul de la cámara del Príncipe, honor que en un principio habia pertenecido á los eunucos. Si hubiere en el órden sacerdotal hombres perniciosos y malvados, si la gente del pueblo abusase de los asilos para cometer maldades, diríjase enhorabuena el rey á los pontifices para que lo remedien, promuévalo, impúlselo, mas no se atreva nunca por su propia autoridad y poder á conculcar derechos sacrosantos, que para aumentar el culto y la majestad de la religion han sido otorgados sabiamente por los monarcas de otros tiempos. Cuanto mas dé á la religion, tanto mayores serán las riquezas, los honores y el poder que recibirán del cielo.

No consienta pues nunca en que se quiten á los templos y á los obispos los pueblos y fortalezas que ahora tienen; privado el sacerdocio de autoridad y fuerza, ¿quién contrarestará los esfuerzos de hombres depravados para trastornar la república y convertir la religion en su juguete? Obran por cierto muy prudentemente los que en tiempos tranquilos piensan en la tempestad y en la borrasca. Supongamos que el Príncipe nos deja por sucesor un niño, y que, como suelen, tomen de esto ocasion hombres turbulentos para agitar y trastornar el reino. Supongamos, porque ¿quién siendo posible puede prohibírnoslo? supongamos que sea luego monarca de depravadas costumbres, esté contaminado de nuevas opiniones religiosas y pretenda alterar las instituciones y prácticas sagradas de la patria; supongamos, por fin, que por haberse conjurado los grandes, estalla una guerra civil y arde en todas partes la tea de la discordia; ¿convendrá acaso que el sacerdocio carezca de fuerzas y medios de defensa, ó convendrá, por lo contrario, que se le aumenten, á fin de que puedan resistir á la maldad y defender la santísima religion de Jesucristo? Tengo ciertamente en poco los males presentes al considerar los que podrian sobrevenirnos; y quisiera no solo que no se quitase á los obispos lo que le dieron los antepasados, sino que se entregasen á su lealtad los mas firmes altares Y baluartes para que quedasen sujetas como con grillos la

les toca, sino que conviene que así sea, ya porque, atendida su personalidad y su estado, han de defender con mas ahinco la equidad y la justicia, ya porque es mas fácil que no se dejen alucinar siendo de edad avanzada y teniendo tranquilizadas las pasiones, ya porque libres del cuidado de la esposa y de los hijos, que ha trastornado no pocas veces á los mas grandes hombres, pueden dirigir toda su atencion y su celo á procurar la salud de la república. Por esto creo yo que los reyes persas y otros príncipes admitieron en los antiguos tiempos para los cargos de sus palacios à hombres castrados; juzgaron y no sin razon, que, faltos de hijos, habian de profesarles mas amor y guardarles mas lealtad, como segun el parecer de algunos indica la significacion de la palabra eunuco.

Esté, por fin, persuadido el príncipe de que las riquezas de los templos, bien consistan en alhajas de oro y plata, bien en rentas, bien en fincas, bien en las primicias y los diezmos, sirven principalmente para los mismos pueblos. Es evidente que en esto, como en todo, ha de haber cierta moderacion y cierta regla; mas no crea nunca que estas riquezas sean perjudiciales, sino antes muy provechosas, para contener en sus deberes á los mismos sacerdotes y aumentar la majestad de la religion, de la cual depende la salud del reino. Vemos en todas las naciones en que el sacerdocio es pobre, ó vive por lo menos muy estrechamente, no solo tenido en menosprecio el culto de los templos, sino hasta envilecida la religion, y lo que es mas, depravadas y corrompidas las costumbres del estado religioso, cosa que no debemos extrañar, pues nos dejamos llevar de los sentidos, nos pagamos del esplendor y aparato de las cosas exteriores, y nos avergonzamos mas de nuestras faltas delante de personas graves y de costumbres intachables. No sin razon quiso Dios que entre los judios rebosasen de púrpura y oro el tabernáculo y el templo; no sin razon otorgó diezmos á los sacerdotes, cosas todas que ni Jesucristo ni los apóstoles vituperaron y condenaron como contrarias á las nuevas instituciones religiosas. Seria por de contado mejor si con solo la santidad de las costumbres y sin necesidad de aparato exterior pudiésemos conciliarnos para nosotros y para la religion el respeto de los pueblos; mas pues

to que no nos permiten ya tanta gloria las circunstancias de los tiempos, los que pretenden despojar las iglesias de sus alhajas y arrebatar la riqueza á los sacerdotes ¿no trabajan para que se les tenga en menos, sea mas escasa la moderacion, siendo insignificante el peligro, leve el daño y el pudor ninguno? Con las riquezas de los sacerdotes vive, por otra parte, gran multitud de pobres, causas por que principalmente les han sido dadas. Seria verdaderamente de desear que las gastasen con mas templanza y con mas fruto, y no seré yo á la verdad quien niegue que algunos, y no pocos, abusen de ellas para daño de sus semejantes; mas tambien digo que comparándolas con las de los legos, son indudablemente para el Estado mucho mas útiles y beneficiosas. Al que piense de otro modo le pondré ante los ojos las espantosas rentas de los grandes, y no me negará que consumen las mas en comidas opíparas y superfluas, en perros de caza y en una turba de criados, entregada completamente al ocio, cosa que, á decir verdad, es de resultados escasísimos. Por mas que se diga, no sucede esto con las riquezas de los templos, pues aun donde peor se invierten, sirven para el alimento de muchos pobres, y ya en tiempo de guerra, ya en tiempo de paz, producen considerables beneficios para la república. No deseo sino que se considere á qué están principalmente aplicadas las rentas nada exageradas de los monasterios. Viven con ellas un gran número de personas, hijas todas de padres honrados, y muchas de padres ricos y nobles. Contentas con poco, se sustentan comiendo y bebiendo pobremente á fin de que puedan ser socorridos los pobres de los pueblos vecinos, que son las mas de las veces en gran número. Si esas mismas rentas se diesen á cualquier profano, es triste decirlo, pero se agotarian fácilmente y con escasos frutos por destinarlas solo á la gula y los placeres =y distribuir una insignificante parte entre unos pocos criados y unos pocos hijos. Los que pues fundándose en que son inútiles las riquezas y las rentas de los templos pretenden que han de ser destinadas à mejores usos, engañados por su propia opinion, no hacen mas que procurar un gran mal á la república, de tal suerte, que yo no creo que debamos buscar la salud enquitárselas, sino en hacer que sirvan para su antiguo objeto y para ayuda de los menesterosos, para lo cual no podrá dudar que hayan sido dadas el que haya leido y examinado la historia de los antiguos tiempos.

Las alhajas de los templos, las rentas, el oro y la =plata acuñados se conservan allí como en un sagrado depósito para las mas apuradas circunstancias de la república. Cuando nos provoca, por ejemplo, á la guerra un enemigo feroz y formidable por sus victorias, cuando la contienda recae sobre nuestra religion, no creo vituperable que el Estado eche mano de esas riquezas para defender la salud pública, pues leo que varones de tanta piedad como san Ambrosio, san Cirilo de Jerusalen y otros destinaron los vasos sagrados de los templos para la redencion de los cautivos. Hace poco mas de un siglo, en el año 1477, recuerdo tambien que las Cortes de Medina del Campo concedieron á Fernando el Católico para que pudiera detener los esfuerzos y las armas de Alfonso de Portugal que tomase por via

de préstamo la mitad del oro de las iglesias, obligándose lealmente á devolverla por entero cuando estuviese ya tranquila la república. La majestad de la religion no se oscurece porque se le quite el oro que posee; se aumenta, por lo contrario, cuando se le aplica á usos saludables: se animan los particulares á ofrecer los bienes á porfia viendo que no faltan subsidios seguros para las circunstancias graves y difíciles. Los sacerdotes y rentas de la iglesia de Toledo vinieron á la grandeza en que los vemos, grandeza con la cual no puede compararse la de ninguna otra iglesia del mundo, no por otra razon y motivo que por ese uso oportuno y saludable de las muchas riquezas que poseen. Hubo siglos atrás en España una tan terrible carestía de víveres, que pueblos enteros quedaban á cada paso desiertos, descuidado completamente el cultivo de los campos. Rodrigo Semen, arzobispo de Toledo, contribuyó tanto á aliviar la miseria pública, ya con sus riquezas, ya con las que recogió, merced al fervor de sus arengas, que Alfonso, rey de Castilla, otorgó nuevamente el señorío de muchos pueblos á aquella santa iglesia, considerando que el oro estaba allí depositado como en un erario público, y decretó que sus prelados fuesen cancilleres natos del reino, dignidad que despues de la real era la mayor que se conocia en el Estado. No se disminuye pues así ni la majestad ni la riqueza de los templos, antes se aumenta destinándolas á la salud del reino.

Apele, sin embargo, el príncipe á esos tesoros sagrados solo cuando sea gravísimo el apuro y no tenga ya á quién pedir recursos despues de haber intentado todo género de medios. No le es lícito tocarlos cuando no ha gravado aun con impuestos á los pueblos, cuando no ha violado aun las inmunidades de los grandes. Estando consagrados á Dios, habiendo sido recibidos de antepasados cuyos testamentos nadie puede alterar con derecho alguno, habiendo permanecido siempre libres de toda carga, ¿seria justo que echase mano de ellos antes que de los particulares? Si los tuviesen aun sus antiguos dueños, á buen seguro que el príncipe los respetaria; ¿no seria pues grande su maldad si los arrebatase ahora á las iglesias donde están cubiertos y defendidos por la misma santidad del templo? ¿Cómo se ha de atrever, por otra parte, á tocar los bienes de las viudas y los huérfanos sin que recuerde el castigo de Heliodoro? Los tesoros de los templos merecen ser respetados bajo un doble aspecto; primero por estar aplicados á socorrerá los pobres, los pupilos y las viudas, y luego por ser considerados templos y sacerdotes como pupilos y necesitar de tutela y sobre todo de la proteccion del príncipe; ¿ quién en vista de tales consideraciones ha de ser tan temerario que conciba siquiera el intento de usurparlos? Deben además los reyes abstenerse de semejantes medidas para evitar las murmuraciones del vulgo, que no son de poca importancia para que salgan bien ó mal los negocios del Estado. El pueblo aborrece como impío al que dispone de los objetos consagrados al culto de Dios y de los santos, se cree obligado á expiar irremisiblemente ese delito, y no vacila en atribuir á castigo del cielo cualquier contratiempo que á la sazon ocurra. Por esto Fernando el Santo, estando en el cerco de Sevilla extremadamente falto de

recursos, se negó terminantemente á remediar sus apu-
ros con las riquezas de los templos, como se lo aconse-
jaban algunos para que no tuviese que abandouar la
empresa con grave mengua del nombre cristiano. Mas
confio, repitió muchas veces, en las oraciones de los
sacerdotes que en todo el oro encerrado en sus iglesias.
Eu recompensa de tanta moderacion y piedad se le en-
tregó al otra dia Sevilla bajo las capitulaciones anterior-
mente estipuladas. Juan I de Castilla salió, por lo con-
de ser
pesar
trario, vencido en la Aljubarrota, á
mucho
menor el número de sus enemigos; y lo fué, segun la
opinion pública, solo por haber destinado á los gastos
de aquella guerra las ofrendas de nuestra Señora de
Guadalupe, á que no podia tocar sin cometer un crímen
á los ojos de Dios y de los hombres. Así dicen que ven-
gó la Virgen tamaño ultraje y aseguró la riqueza de su
templo.

Para que un principe pueda disponer con derecho, de los tesoros sagrados, no solo deben ser muchos y muy graves sus apuros, debe consultar antes la voluntad del pontifice romano y obtener el consentimiento del clero, práctica que no sé por qué ha debido caer en desuso despues de haberse observado escrupulosamente en los antiguos tiempos. Los obispos empero no deben tampoco oponer por su parte una extremada resistencia, han de procurar con todas sus fuerzas ayudar á la república y al príncipe y ofrecerles generosamente sus riquezas y las de sus templos. Sobre ser este uno de los mejores usos á que pueden destinarlas, ¿no seria raro que no quisiesen contribuir en nada á evitar un peligro comun, y preten diesen que solo los demás habian de hacer para ello sacrificios? Sabemos que en tiempo de san Ambrosio pagaron tributo á los emperadores cristianos las fincas eclesiásticas, y es preciso evitar que por negarse decididamente á toda clase de gravámen se recurra al extremo de echar mano de esas riquezas con consentimiento y aun sin consentimiento de los sacerdotes. Debe, por otra parte, procurarse en cuanto sea posible que no venga á ser perpetuo y obligatorio el subsidio concedido en circunstancias dadas; que luego de remediados los apuros y conjurado el peligro, queden intactos los derechos y libertades eclesiásticas, y se destinen otra vez á sus usos naturales los bienes de los templos. Para esto seria tal vez mejor que en vez de contribuir con dinero á los gastos públicos, se encargase el clero de suministrar víveres ó de equipar á su costa el ejército ó la armada; pues de este modo no podria el príncipe, despues de alcanzada la paz, aplicar sus subsidios á otras necesidades ó caprichos, ni seria fácil que gravase con nuevas exacciones á los templos á cada dificultad que en el seno de la república surgiese.

Creo dignas estas advertencias de ser consideradas y seguidas, ya por los reyes, ya por los sacerdotes, pues de no, será tan fácil que el clero suspire tarde por su libertad arrebatada y por sus menguadas riquezas como aquel príncipe alegue las necesidades y los apuros del erario. Pueden á la verdad citarse muchos y muy graves casos, y está la historia llena de ejemplos de monarcas que tuvieron que echar mano de los tesoros de la Iglesia, aun pasando por alto á los que obra

ron por su propia autoridad, tales como, entre los de
otras religiones, Marco Craso, Neyo Pompeyo, Autioco,
Nabucodonosor y Heliodoro; y entre los cristianos, Ur-
raca, reina de Castilla, bija de Alfonso VI, que murió
en el mismo umbral del templo cuyas riquezas habia
usurpado, Cárlos Martel, prefecto del palacio de los
francos, Astiulfo, rey de los lombardos, Federico, em-
perador de Alemania, y otros innumerables que tuvie-
ron desgraciado fin por haber ocupado por sí y ante si
lo que estaba consagrado al culto. Es fama que Pe-
dro IV de Aragon murió á los seis dias de haber recibi-
do un bofeton de manos de santa Tecla en castigo de
haberse atrevido á violar los derechos de la catedral
de Tarragona. Sancho, otro rey de Aragon, usurpó
tambien sin consultar la voluntad de nadie los bienes
de los sacerdotes y de los templos, hecho que parecian
excusar en cierto modo la estrechez del erario, los
terribles gastos de la guerra y la facultad que le habia
otorgado el pontifice Gregorio VII para cobrar, inver
tir y destinar á lo que quisiese los diezmos y tributos
de las iglesias recientemente construidas ó arrebatadas
de manos de los moros. Ejemplo noble de humildad y
de piedad cristiana; se esforzó poco despues en alejar
de sí la expiacion que temia, pidiendo públicamente
perdon en una iglesia de Roda, consagrada á san Victor,
junto al altar de san Vicente, donde se presentó humil-
demente vestido y movió á piedad con sus copiosos
llantos y gemidos; ceremonia á que asistió Ramon Dal-
mao, obispo de aquella ciudad, encargado por el mis-
mo monarca de restituir á quien correspondiese los
bienes usurpados. ¿No es á la verdad de adınirar que
ahora príncipes cuyos ejemplos son desgraciadamente
imitados se apoderen de las riquezas de los templos
sin que se les salten nunca las lágrimas ni se estre-
mezcan ante el desgraciado fin que les espera? Estaba
el mismo Sancho en el sitio de Huesca, cuando acer-
cándose á los muros, murió traspasado en el sobaco por
una saeta disparada desde lo alto del adarve. Fué va◄
ron de grandes prendas, ya de ánimo, ya de cuerpo;
pero se hizo aun mas célebre por aquel solo crímen, á
que le impulsó desgraciadamente la codicia. El pueblo,
como de costumbre, no atribuyó la causa de tan in-
fausta muerte sino á la usurpacion de los bienes ecle-
siásticos.

Concedió de nuevo el pontífice Urbano II á Pedro, hijo de Sancho, y á sus sucesores que pudiesen ir cobrando los diezmos y rentas de las iglesias nuevas ó de las tomadas á los moros, con tal que no fuese silla de ningun obispo. Era tanto el deseo de extirpar de una vez á los infieles, que no se consideró el mal que podia resultar en lo futuro de tan gran condescendencia. Confiado en ella Alfonso, hermano de Pedro y marido de la reina Urraca, y aconsejado además por el rey de Portugal, ocupó para cubrir los gastos de la guerra el oro de las iglesias, que no podia tocar sin llamar sobre sí la cólera del cielo. San Isidoro y otros santos tomaron á su cargo vengar aquella injuria, y la vengaroo cumplidamente, despojándole en Fraga, no solo del reino de Castilla que tenia en dote, sino de su misma mujer y aun de su vida, despues de haberle castigado cou calamidades que pesaron sobre todo el reino. No

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