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de su conducta. Dicen algunos que son ineptos para los negocios hombres que, como los monjes, salen de improviso de las tinieblas á la luz del día, y que no conviene tampoco elegirlos para que no se excite la ambicion de los demás; pero estos argumentos, que podrian ser satisfactoriamente contestados, no creemos propio de este lugar ni aprobarlos ni refutarlos. ¿Hay acaso algo en lo humano que esté completamente exento de vicio?

CAPITULO II.

De los obispos.

Podriamos escribir un largo discurso sobre cuánto sirve para que esté tranquila la república y abunde en todo género de bienes el cultivo de la religion cristiana, en que vienen comprendidas la adoracion de las cosas del cielo y todas las ceremonias de la Iglesia.

No con pocas, con muchísimas razones podriamos probar que es la religion un fuerte vínculo para unir estrechamente los ciudadanos con el jefe supremo del Estado, que solo permaneciendo la religion incólume pueden parecer santas las leyes y subsistir las leyes nacionales, que estando en decadencia la religion, decaen tambien y vienen á gran ruina todos los intereses del Estado. Podriamos además probar cuan latamente se quisiese, y para esto no deberiamos seguir sino á Lactancio, que agotó en este punto toda la fuerza de su ingenio, que esta religion es en nosotros una facultad natural, incapaz de ser destruida por arte ni fuerza alguna, del mismo modo que lo son las demás facultades del alma de que gozamos desde que nacimos; que el sumo bien del hombre no está sino en el sincero culto de la majestad divina; que del mismo modo que en el cielo hemos de adorar á Dios en la tierra con el labio, con el entendimiento, con el cuerpo, y que mientras vivimosla presente vida, constituidos en sacerdotes de este vasto templo, hemos de entonar incesantes cánticos de alabanza y contemplar el inmenso campo de la naturaleza. Opinion es esta que podemos hacer probable y cierta con solo considerar que cuando sentimos el alma vencida por el dolor y abrumada bajo el peso de la ansiedad y del cuidado, no experimentamos mayor alivio que el que nos proporcionan la contemplacion de Dios y la naturaleza, las alabanzas del Señor, y para decirlo en una palabra, el culto religioso. Mas omitimos estas y otras muchas cosas de este género, y vamos ahora á lo que es propio de la materia que hemos reservado para este capítulo. En nuestros tiempos y en todos sabemos que hubo ministros especiales, llamados sacerdotes, para los cargos religiosos, sacerdotes que constituyen ahora junto con los demás administradores de cosas sagradas el cuerpo á que acostumbramos á dar el nombre de Iglesia, limitando la significacion de esta palabra á designar aquella parte del pueblo cristiano consagrada á cuidar de las cosas religiosas. Habiendo visto despues que no puede separarse la religion del gobierno sin la ruina de entrambos, del mismo modo que no puede separarse el alma del cuerpo; en todos los tiempos y en todas las naciones se ha procurado que los sacerdotes vivan íntimamente unidos con los empleados civiles

de modo que no formen cuerpos distintos los que son, propiamente hablando, miembros pares de un mismo cuerpo. Ya se ha dicho en otro lugar que en los primeros siglos solia estar unido en una sola cabeza el cargo de rey y de pontífice. Entre los hebreos, todos los hijos primogénitos de todas las familias es tambien sabido que eran por este mismo hecho sacerdotes, razon por la cual el apóstol san Pabio acusa de profanacion á Esaul por haber vendido este derecho á su hermano Jacob, fundándose en que vendió un poder y un ministerio sagrados. Moises fué el primer legislador que se atrevió á mudar esta costumbre, á pesar de estar tan universalmente admitida, pues confió á Aaron el gobierno espiritual, y guardó para sí la administracion de la república. Subsistió esta constitucion de Moises en tiempos de los jueces y de los reyes, mas no de modo que los sacerdotes estuviesen enteramente inhibidos de entender en el gobierno del pueblo, pues vemos no pocas veces fueron algunos á la vez pontífices y jefes del Estado. Por las mismas causas que á Moises y aun por otras mayores, pues el pueblo cristiano habia de aventajar á los demás en el culto religioso, estableció Cristo, hijo de Dios, que en la nueva Iglesia, mas santa por estar constituida á la manera de la del cielo, estuviesen enteramente separados los dos cargos, dejando á los reyes el poder de gobernar la república que habian adquirido sus antepasados y confiando exclusivamente á Pedro y á los demás apóstoles y obispos que le sucedieron el cuidado de la religion y la administracion de todas las cosas á ella anejas, sin que por eso pretendiese que estuviesen estos enteramente retraidos del gobierno temporal ni los declarase para él completamente inhábiles. Vemos pues, y nos vemos obligados en este lugar á repetirlo, que en muchas naciones ya desde tiempos muy antiguos han sido concedidos á los sacerdotes vastos estados y grandes riquezas, de que si llegan á abusar, solo para ostentar un necio aparato y conquistar los aplausos de la muchedumbre, obran ciertamente muy mal, pues destinan á abusos distintos lo que les ha sido dado para que alivien la miseria de los pobres y ayuden á sacar la república de gravísimos apuros. Es gran necedad querer apreciar la naturaleza de las cosas por los abusos de los hombres.

En las Cortes del reino, en que se delibera sobre la salud pública, han acostumbrado además muchos pueblos á dar un puesto preferente á los obispos. Proponíanse nuestros antepasados, varones muy prudentes, que estuviesen tan unidas entre sí todas las clases de la república, que no mediase entre ellas diferencia ni pudiesen hombres profanos alterar las costumbres religiosas ni destruir la república á su antojo. Conviene confiar el cuidado de la república á los sacerdotes y darles honores y magistraturas para que miren por la salud pública como conviene á su estado, y con el mismo celo defiendan los derechos y la libertad de la Iglesia y la incolumidad de nuestra religion santísima, que, como la razon exige, no ha de consentirse en que sea nunca violada por hombres maliciosos y profanos. En otras naciones donde se están promoviendo las antiguas creencias religiosas, ¿ignoramos acaso cuán útil ha sido que hayan tenido mano en el gobierno de la re

pública y hayan gozado de grandes señoríos las altas diguidades eclesiásticas, contra cuya cabeza se ha desencadenado esa tempestad terrible? ¿A qué se debe sino á su cuidado y celo que no haya perecido todo en medio de tanto furor de innovar y de tan calamitosos tiempos? Están en un error, y en un error gravísimo, los que, recordando los primeros siglos de la Iglesia, creen .que seria muy útil á la república y á la salud de todos que se obligase á los prelados á abdicar, á ejemplo de los apóstoles, todas sus riquezas, todos sus dominios y todos sus destinos temporales. Están pues ciegos esos hombres que no ven en cuántos males se caeria y cuánto no seria el desenfreno de la plebe y cuánto no serian tenidos en desprecio los sacerdotes si se les quitase de repente esos medios de que ahora disponen con tanta ventaja suya y ventaja de su reino? Si quitándoles la riqueza hubiesen de ser mas virtuosos, tal vez deberiamos aprobar el parecer de aquellos; mas tal como están los hombres y los tiempos, serian aun mayores los vicios, como podemos juzgar por las naciones en que los sacerdotes viven mezquinamente, pues léjos de ser estos mejores, afean á cada paso su conducta y se atraen el desprecio del pueblo con gran mengua de la religion cristiana.

Soy tambien de parecer que á los príncipes y magistrados de la república, con tal que sean de reconocida probidad y prudencia, se les haga partícipes de los honores y riquezas eclesiásticas, dándose dignidades y beneficios, ya á ellos mismos, ya á sus hijos y parientes, segun sean las inclinaciones de cada uno. Movidos por esta esperanza y por el valor de esa recompensa, sentirán mas amor por el órden sacerdotal y defenderán con mas celo los derechos y riquezas de la Iglesia, al paso que si así no se hace, de seguro han de causarle trastornos y producirle ruina. Enajenadas sus voluntades, darán á entender fácilmente al príncipe que los tesoros de la Iglesia, que dicen estar estancados, podrian servir para aliviar la riqueza de la república y cubrir los gastos de la guerra, principalmente ahora que está tan apurado el erario y tan abrumado el pueblo bajo el peso de los tributos y nacen de dia en dia tantas y tan graves dificultades. Neciamente pues ciertos teólogos de fama y de esclarecido ingenio excluyen completamente de los honores eclesiásticos aquella clase de ciudadanos, fundándose en que no sirven para sacerdotes por no saber predicar al pueblo ni estar versados en los ritos y ceremonias religiosas. Mientras no les falten otras circunstancias, seria fácil suplir por medio de otras estas graves faltas, pues no habrá mas que encargar la enseñanza del púlpito á los predicadores, que afortunadamente abundan. De otro modo, tendriamos que quejarnos de Valerio, obispo de Zaragoza, que no pudo nunca predicar al pueblo por ser tartamudo; tendriamos que quejarnos de otro Valerio, obispo de Hipona, que por ser griego de nacion, delegó este cargo de enseñar á san Agustin, que era á la sazon solo presbítero; tendriamos que quejarnos de los pontífices romanos que en muchos siglos apenas han subido una que otra vez al púlpito. No podemos pues admitir de ningun modo que se rechace de los cargos de la Iglesia á los jurisconsultos porque sostengan hombres

amigos de cuestiones que no sirven para el desempeño de las cosas sagradas. Tenemos en contra de esta idea la costumbre de todas las naciones, robustecida por el uso de mucho tiempo, costumbre que no debemos reprobar á nuestro antojo. Por los decretos de los concilios de Trento, no solamente los teólogos sino tambien los jurisconsultos, han sido reputados dignos de ponerse al frente de las iglesias. ¿ Habrá ahora alguno tan confiado en sí mismo que se atreva á resistir á la fuerza de tan grandes autoridades? Yo á la verdad convengo en que, dadas circunstancias iguales, sirven mucho mas para el gobierno de la Iglesia los teólogos, que los jurisconsultos, y en que por lo tanto deben ser elegidos en mayor número aquellos que estos. Los mismos que pretenden con largos discursos que han de ser preferidos los jurisconsultos á los teólogos convienen en que los teólogos son mucho mas aptos para refutar á los herejes, por no dejar de dia ni de noche las sagradas escrituras, debiéndose por lo tanto apreciar en mas, ya cuando crecen las herejías y amenazan destruir con nuevas opiniones las verdaderas creencias religiosas, ya hablándose de países vecinos á los de los herejes, caso en que es muy de temer que el mal se propague á manera de peste, y extendiéndose el incendio de unos techos á otros, dañe á los pueblos descuidados y faltos de prelados entendidos que puedan atajarlo. Si es esto verdad, como no lo dudamos, será tambien preciso confesar que los obispos han de ser sacados entre los teó!ogos, hoy mas que nunca, pues son tantas las herejías que pululan en la Iglesia cristiana, que creo que desde los tiempos de Arrio no ha habido en punto á religion mayores disidencias, y vivimos en un país que linda con la Francia y no tiene mucho mas léjos el reino de la Gran Bretaña. Será difícil encontrar remedio cuando se encuentre agravada la enfermedad; y conviene que todos y cada uno de los ciudadanos estén perfectamente instruidos en la doctrina de Jesucristo y sepan y entiendan de cuánta importancia es obedecer á la Iglesia, enseñanza que es solo propia de teólogos, como acreditan las sagradas escrituras y los escritos de los escritores ascéticos, ya antiguos, ya modernos. Hemos concedido que un obispo puede delegar algunas veces á otros el ministerio de la predicacion, mas ¿quién dudará, quién podrá negar que entre los demás cargos sacerdotales este es el principal y el que Jesucrito encargó con mayor eficacia á los obispos cuando mandó á los apóstoles, cuyos sucesores son nuestros prelados, que fuesen á enseñar su doctrina á todas las naciones? ¿N quién ha de negar que nadie puede cumplir con mas ventaja este cargo que el que habiendo tomado sobre sí el cuidado y la direccion espiritual de los pueblos se proponga enseñarles por sí mismo? La silla del obispo no lleva el nombre de trono ni de tribunal, sino de cátedra, y esto es, á no dudarlo, para que se acuerde de que su mas principal deber es la enseñanza, y no ostentar el aparato del príncipe ni hacer las veces de juez, debiendo estar siempre convencido de que seria mas útil para la república y aun para sí mismo que si algo hubiese de delegar á varones prudentes, fuesen todas las funci)nes anejas á su cargo, menos la de enseñar é instruir á su rebaño. Si nuestros varones confian á otros la facul

tad de dirimir los pleitos de sus súbditos y practican lo mismo aun los mayores príncipes, & no ha deser mucho mas justo que lo hagan los prelados, movidos principalmente por el deseo de instruir á sus fieles y tratar con el pulso debido las cuestiones religiosas? ¿O es además natural que tomemos color de los lugares en que haya mos vivido mucho tiempo y de las ideas y sentimientos con que hayamos tenido mayor roce? Son verdes los lagartos porque viven siempre entre yerbas, y toman las ciervas el color de la tierra porque andan siempre entre rocas. Los teólogos, como que siempre están discutiendo acerca de las cuestiones divinas, y no dejan casi nunca de la mano las sagradas escrituras, tienen generalmente mas piedad, mas fervor, mas celo religioso; los abogados, como que siempre andan en disputas y pleitos de foro, hacen menos caso de las cosas de Dios, y es muy natural que adopten costumbres mas profanas. No quisiera injuriar particularmente á nadie; sé de muchos cuya probidad es reconocida y cuya piedad está ya acreditada con muchísimos ejemplos; hablo tan solo de lo que es en sí la profesion, procurando hacerine cargo del punto á que tienden las inclinaciones de esta clase de hombres y sus pensamientos y costumbres. Son poquísimos los jurisconsultos que se ordenan sin que les mueva á ello algun pingüe beneficio, del que puedan vivir cómoda y esplendorosamente.

Hay mas; si no es lícito crear obispos á los que no hayan pasado por los grados inferiores y no se hayan ejercitado en ellos conforme previenen los cánones, ¿cómo hombres profanos han de pasar de repente del foro á las prelacías y ser maestros de una doctrina que en ningun tiempo aprendieron ? No hay para qué decir si esto puede hacerse ó no sin peligro. En la guerra no nombramos general al que nunca vió al enemigo; en el mar no confiamos el timon del buque al que no tenga práctica en el arte de la navegacion; en la organizacion judicial hay sus grados para llegar á las mas altas magistraturas, y ¿ hemos de confiar el gobierno de la Iglesia á hombres que nada entienden en los negocios sagrados? Pondrémos al frente de las escuelas de virtud y de piedad cristianas al que nunca conoció un arte tan delicado y difícil? Estaban antiguamente sujetos á los obispos como maestros y doctores los monasterios de hombres en que se practicaban con el mayor rigor las mas altas y perfectas virtudes, y aun ahora hay no pocos conventos de monjas que están bajo la jurisdiccion de los prelados. No negamos que para regir é instruir á esas esposas del Señor son muchas veces ineptos los teólogos; ¿pero no han de serlo naturalmente mucho mas los jurisconsultos, que apenas pueden hacerse cargo de aquella disciplina y costumbres, pues ocupados constantemente en las causas y procesos del foro, apenas han abierto las sagradas escrituras de donde han de sacarse las reglas y preceptos necesarios para tan espinosa enseñanza? Sirven aun mucho menos los abogados para entender y resolverse en lo que toca á nuestros deberes, conocer la naturaleza y fuerza de cada pecado y determinar sobre ellos lo mejor y mas justo. Acerca de los dogmas de la religion ¡qué poco saben tambien ! ¿Quién se ha de atrever entre ellos á hablar de la naturaleza de Dios, de los ángeles, de la

predestinacion, del libre albedrío, de la gracia? ¿Podrán nunca hablar de la dignidad de la virtud ni de la fealdad del vicio de modo que enciendan en el corazon de sus oyentes la llama de la piedad ni el odio á las faltas y delitos? Y ¿querrán luego ser preceptores de una religion que nunca aprendieron exactamente y ser nuestros guias por un camino que nunca hollaron, bien porque no pudieron, bien porque no quisieron? Añádase á esto que, dados á las costumbres de la curia y del palacio, gustan mucho de ostentar fausto y aparato de tal modo, que creyendo que esto sirve para aumentar su dignidad, van siempre por las plazas y calles públicas seguidos de un largo número de criados. Nombrados obispos, como que aumentan sus rentas, crecen tambien en vanidad y en locura con gran perjuicio de las rentas eclesiásticas destinadas por nuestros antepasados á mejores usos, y sobre todo con gran menoscabo de los pobres, para cuyo sustento y alivio fueron concedidas. No tengo necesidad de mas que de trasladar las palabras con que san Bernardo en su carta 42 acusa esa vanidad tan perniciosa. Alzan su voz los desnudos, la alzan los hambrientos y se quejan y exclaman: Decid, pontífices, ¿ de qué os sirve el oro en el freno de vuestros caballos? Lo que gastais es nuestro, lo que inútilmente derrochais nos lo quitais cruelmente. A costa de nuestra vida alcanzais esas riquezas superfluas, y nos falta para la satisfaccion de nuestras necesidades todo lo que empleais para vuestra vanidad y vuestro lujo.

Redúcese pues la cuestion á que debemos confiar el gobierno de las iglesias, ya á los teólogos, ya á los juris. consultos, y es sumamente útil para la república que se erijan obispos en las dos clases para que haya mayor union entre ellos y la Iglesia, para que segun es y ha sido en todos tiempos la condicion humana se entusiasmen con la esperanza del premio por la doctrina civil y la religiosa, para que en los concilios haya, por fin, varones de uno y otro estado, cosa que no puede menos de ser muy ventajosa para la república y la Iglesia. La probidad y la reconocida moralidad de un jurisconsulto, y sabemos de muchos que las tienen, es claro que he de tenerlas siempre por preferibles á la erudicion del teólogo si, por mucha que esta sea, no va acompañada de una vida ejemplar é íntegras costumbres. Mas en igualdad de circunstancias, creo tambien mas capaces á los teólogos para el gobierno de las iglesias por las razones que hace poco hemos expuesto. Y no se diga tampoco que los teólogos son ineptos para la direccion de los negocios, cosa que si con todo fuese cierta, no probaria sino que han de ser tenidos en mas aquellos conocimientos con que un obispo puede llenar mejor las principales funciones de su cargo. Si á la ciencia del derecho se añadiese la ciencia de la teología, ó el teólogo conociera, por lo contrario, el derecho eclesiástico, es evidente que estos habian de ser mas idóneos para el gobierno de las iglesias, como lo asegura con otros autores el abad Panormitano y lo declara la naturaleza misma de las cosas.

CAPITULO III.

Si los hombres malos deben ser completamente excluidos de los cargos del Estado.

Por lo que llevamos dicho en los dos capítulos anteriores fácilmente comprenderá cualquiera que los hombres malos y cubiertos de infamia no pueden ser nunca llamados á administrar la república, por temor de que no inficionen con sus costumbres la provincia cuyo mando se les confie ni lleven consigo el mal y la calamidad de muchos. ¿Qué no han de hacer pues? Qué podrá detenerles? Cuando á la maldad se une el poder, ¿qué daño puede haber mas grave? Debe excluirse, en primer lugar, de los cargos públicos á esos hombres sórdidos que, movidos por la pasion del oro y solo por el oro, se entregan á los mayores fraudes y violan todas las leyes divinas y humanas. Acerca de esto no puede caber la menor duda, y lo damos ya en consecuencia por probado y admitido. La cuestion está ahora en qué debe hacerse con los que tienen faltas mucho menores y no tan divulgadas y reconocidas, en si deben ser admitidos á algunos cargos ó en si deben ser excluidos completamente de la administracion de los negocios públicos. Si se confieren pues destinos á hombres corrompidos, menguará el cultivo de las virtudes y será mucho menor el número de los ciudadanos probos. Puesta la virtud en lo arduo y erizado de dificultades, repugna á nuestros sentidos; y si no se nos excita con la esperanza de premios y de honores, es muy fácil que nos precipitemos al abismo atraidos por los dulces placeres de los vicios y experimentemos gran multitud de males, ora se entreguen los que gobiernan al deleite, ora se abrasen en sed de oro, ora adolezcan de cualquier otro vicio. Hay además en los súbditos cierta inclinacion á imitarles, y arrastrarán fácilmente tras sus faltas á los pueblos, en cuya depravacion no parece sino que han de sentir cierto consuelo. Se arrojarán esos mismos empleados á manera de lobos contra la hacienda, la fama y el pundonor de los ciudadanos sin que nadie se lo impida cuando esté el príncipe en países extranjeros ó distraido en otros negocios graves de gobierno; el llanto, el suspiro de los débiles no harán mella en sus sentidos ya embotados, y ¿cuánto mejor seria, ya para ellos mismos, ya para el pueblo, evitar tan graves faltas poniendo al frente de los destinos públicos hombres completamente virtuosos que castigarlas ya despues de cometidas? Por esto han sido tan celebradas las leyes de los persas, cuya principal fuerza consistía mas en prevenir los delitos que en aplicar duras penas á los que delinquian.

Son indudablemente de gran peso estas razones, y de seguro no ha de haber nadie que se atreva á negarlas; mas las hay tambien y muchas para probar que las magistraturas y la administracion del reino deben ser muchas veces confiadas á hombres malos y de mala vida. Para conservar la paz, que es á lo que deben dirigirse los esfuerzos de los príncipes, no hay, por ejemplo, medio mejor que elegir indistintamente entre todos los ciudadanos á los que deban hacerce cargo de los destinos del Estado, pues de otro modo, siendo tantos en número los malos, al verse completamente excluidos han

de atentar contra el órden, desear que se venga abajo el gobierno existente, trabajar porque sea destronado el príncipe, cosas todas en que hallan camino por donde salir de sus apuros. En hombres tales está siempre arraigada la débil esperanza de ver alterada y trastornada la paz pública. En el poder además muchos obran contra lo que de ellos se esperaba ó temia; otros se elevan y engrandecen segun el puesto que ocupan; otros, hombres apocados é ignorantes, se turban y se atontan; otros se sienten abrumados bajo el mismo peso de los negocios; otros, entrando en una vida activa, se olvidan de sus antiguos vicios y reforman su vida y sus costumbres. Nunca se juzga mejor de si está cascado ó entero un vaso que cuando se le ha llenado de agua; nunca mejor de si está ó no depravado el hombre que cuando se le ha otorgado el poder á que aspiraba. ¿Cómo se quiere, por otra parte, que un principe, ocupado ya en innumerables asuntos, tome sobre sí el cargo de averiguar las costumbres de cada uno de sus empleados, sobre todo hablándose de un tan vasto y dilatado imperio? ¿Es poco peligroso formarse idea de un hombre por rumores tal vez infundados abriendo así la puerta á delaciones y calumnias? ¿Ignoramos acaso que en los palacios hay hombres ambiciosos que, afectando la mayor probidad, pretenden llegar á la cumbre de los honores rebajando á los demás, cosa que no hay para qué decir si es ó no perniciosa? Refiérense las leyes solo á hechos consumados, nunca á los futuros, pues son siempre bajo muchos puntos de vista completamente inciertos. No es ni bueno ni justo atenerse á simples conjeturas, y ha de bastarnos ya que el príncipe castigue bajo el imperio de la ley y con aplauso de todo el reino al que de un modo ú otro delinca. Debemos, por otra parte, esperar que sucedan mejor las cosas de lo que en esta cuestion pintan nuestros adversarios.

Oidos así el pro y el contra, y viendo en una y en otra parte no pocas dificultades, no podia menos de admirarme de que en asuntos de tanta trascendencia disientan tanto de los filósofos príncipes cuyos hechos merecen á cada paso singulares alabanzas. Están tanto los filósofos como los teólogos contestes en que no debe darse destino alguno sino á personas conocidas y abonadas; y consta, sin embargo, que muchos príncipes han elegido hombres de costumbres no muy puras, no solo ya para el servicio de palacio, cosa que podria perdonárseles, sino tambien para la administracion de las ciudades y hasta para el gobierno de las provincias. No hay sino volver los ojos y echar una mirada por todos los estados que componen nuestro reino, no hay sino recordar lo que ha pasado en los presentes y en los pasados tiempos; ¡cuán pocos hemos de encontrar que no hayan adolecido de uno que otro vicio! Unos se entregan desenfrenadamente á satisfacer su gula, otros á enriquecerse con la fortuna ajena, otros á convertir en provecho propio las rentas del Estado, todos tienen mas ó menos sus achaques. Si por lo menos esos vicios estuviesen ocultos á los ojos de los pueblos, mas están los mas á la vista de todo el mundo y son perniciosísimos, tanto por sus resultados inmediatos como por su mal ejemplo. Poner de acuerdo príncipes y filósofos es verdaderamente difícil, mas hemos de ver si cabe conci

liar de algun modo las razones aducidas por una y otra parte.

Por de contado no convendré nunca en que se elija para los cargos sacerdotales otros hombres que los que gocen de una reputacion sin tacha y tengan muy á prueba su conducta; ya en la cuestion anterior manifesté que deberia proclamárseles antes de la eleccion á fin de que pudiese cada cual denunciar y acusar sus menores faltas y delitos. De otro modo, no hay para qué confirmar con ejemplos los males que se ocasionan á la Iglesia, á la misma religion, al pueblo. Mas ¿cómo se ha de poder negar, por otra parte, que deban confiarse los negoeios de la guerra á varones esforzados, aunque no muy integros? Cómo he de negar que pueda hacerse lo mismo hablándose de otros empleados de menos importancia, tales como abastecedores, administradores de obras públicas, alguaciles, corchetes, procuradores del fisco y asentistas? ¿Por qué no han de poder elegirse estos entre los buenos y los malos con tal que tengan la suficiente inteligencia para el desempeño de su cargo? ¿Nos metemos acaso en si son ó no buenos ciudadanos los que nos calzan, los que nos construyen la casa donde vivimos, los que nos forjan las armas ó los instrumentos de labranza? ¿No nos basta acaso saber que entienden bien su oficio? Seria efectivamente de desear que fuesen buenos y honrados todos los que han de ser brazos del poder del príncipe; mas en el estado actual de cosas, estragadas como están las costumbres y abundando, como abundan, los hombres corrompidos, no podemos consentir en que se imponga al príncipe la pesada carga de ir á investigar las ocultas faltas de los hombres, cosa que ni él podria alcanzar ni toleraria fácilmente el pueblo.

Acerca de los que han de componer la familia del príncipe ó han de ser gobernadores de las ciudades, se me han ofrecido ya mas dudas. Si el príncipe es entrado en años y tiene larga experiencia, no ha de ser muy difícil que elija sus empleados, pues no habrá tampoco gran peligro en que estén depravados los que se van á consagrar á su servicio; mas si es jóven, si no tiene aun formadas sus costumbres, es evidente que debe procederse con mucho cuidado para que no se familiarice ni se roce con personas de dudosa conducta, si no se quiere que se contamine en breve con los vicios de cuantos le rodean. Pues qué, ¿se cree que han de resultar pocos males de que el príncipe en su palacio tenga hombres viciosos y corrompidos por los que han de ser sus oidos y sus ojos? Por esto no podemos menos de encarecer la conducta de Alejandro Severo y la sagacidad de Constancio. Alejandro no hablaba siquiera con quien no fuese una virtud reconocida, por temor de que con su aliento no inficionase sus santísimas costumbres. No habia aun abrazado Constancio nuestra religion, mas tenia á su servicio muchísimos cristianos, y deseando averiguar un dia en quién podia poner mas su confianza, fingió que queria restaurar en su palacio el culto de los dioses, desterrando de su lado y despojando de todos sus honores á los que no renegasen de Cristo y volviesen á abrazar las aras de los ídolos. Con esto logró desenmascarar á muchos cuyas ideas no estaban aun muy firmes respecto á la verdadera piedad y caridad

cristianas. Mas muchos persistieron en su religion, prefiriendo la salud de su alma al favor y á los honores de su príncipe. Explorados así los ánimos de sus servidores, hizo lo contrario de lo que habia dicho. Apartó de sí á los que habian abandenado á Cristo, fundándose en que mal podia poner su confianza en hombres que eran infieles á su Dios, y tuvo por sus mas fieles y firmes amigos á los que no habian vacilado un solo punto en arrostrar su cólera. ¿Por qué no ha de poder un príncipe con este ó con otros medios semejantes poner á prueba las costumbres de sus criados? Aborrezca como la peste al que se le ofrezca por consocio, por instrumento de sus torpes pasiones, aun cuando así no haga este mas que satisfacer sus pretensiones y deseos; ponga, por lo contrario, todo su afecto y toda su confianza en el que se niegue á procurarle impuros deleites y en oprimir y castigar al inocente, teniendo en mas la honradez y las leyes de Dios que la gracia de su principe.

Estoy tambien en que no se elija por magistrados sino á varones íntegros y aun despues de haber sido proclamados, pues es de gran trascendencia su conducta. Segun obraron, podrán inducir fácilmente á los demás, ya á la virtud, ya al vicio; y es indudable que si están depravados han de violar á cada paso la justicia para la satisfaccion de sus placeres. Si no son íntegros los hombres á quienes está confiada la fortuna, el honor y la salud de cada ciudadano, ¿qué calamidad puede haber que no caiga sobre la frente de los pueblos?

Se ha dicho que esto será una pesada carga para el príncipe; mas tenga el príncipe á su lado personas de confianza, y por ellos podrá enterarse fácilmente de la conducta de los demás súbditos. Si por distintos lugares sabe que son idóneos los candidatos que se le presentan, ¿qué inconveniente ha de hallar en nombrarles? Y no es tan difícil saber lo que sienten de un hombre los que le rodean. Fíjese seriamente el príncipe en lo que diga de cada cual la fama, y se engañará muy pocas veces; atienda sobre todo mas al testimonio del pueblo que al de los magnates. Los hombres del pueblo suelen ser mas sinceros en sus juicios; los magnates dicen generalmente, no lo que sienteni aconseja la verdad, sino lo que mas favor puede procurarles y serles útil. Recomiendan mas eficazmente al que les da esperanzas de mayor provecho. No vacile nunca el príncipe en delegar ninguna de sus facultades al que estando en el poder persevera íntegro y honrado, sin que pueda con él ninguna clase de dádivas ni aun las que mas directamente puedan contribuir á su engrandecimiento y riqueza; no vacile tampoco en llamar al seno de su familia al que ya en su casa sepa mostrarse parco, enfrenar sus deseos, reprimir á los suyos, mostrarse activo en los negocios, oir atentamente á cuantos se le acercan y consagrar sus horas á la piedad y al culto. ¿Qué negocio arduo ha de haber que no pueda ser confiado á hombres de esta clase?

Nunca he pensado, por otra parte, en que la carga que pesa sobre los hombros del príncipe deba ser ligera; he creido siempre que entre los cuidados anejos al mando, este de elegir á los magistrados habia de ser uno de los

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