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var la salud pública. Resucitarán de nuevo en el pecho de nuestros valientes las antiguas virtudes militares, extinguidas mas bien por culpas de los tiempos que por culpas de los hombres; será nuestro nombre, como en otro tiempo, el terror de vecinas y apartadas regiones, y reprimida la audacia de nuestros enemigos, aumentarémos nuestra riqueza y dignidad y extenderémos hasta donde quepa nuestro vasto imperio. Ojalá nos concedan algun dia los cielos que nuestros príncipes sigan mejor camino, y desplegando fuerzas proporcionadas al mando, seamos mas felices, apiadado ya el cielo de nuestros errores y peligros.

CAPITULO VI.

El principe debe hacer la guerra por sí mismo.

Llevo ya dichas sobre la guerra muchas cosas, que no podrán tal vez merecer la aprobacion de nuestros hombres de Estado; mas creo aun deber añadir dos reglas, que no por apartarse del sentir del vulgo ni por dejar de ser conformes á nuestras actuales costumbres, son menos útiles y saludables para los individuos y los pueblos. Recorriendo la historia desde los mas remotos pueblos, observo que cuando se las ha seguido ha florecido la república y abundado en todo género de bienes, y cuando se las ha violado, ha venido á una completa ruina. A mi modo de ver, debe el príncipe, al ir á estallar una guerra, ceñir su espada y salir en busca de sus enemigos; á mi modo de ver, sus ejércitos deben estar siempre compuestos de sus propios súbditos, y nunca de extranjeros. Puédese á la verdad en esto pecar por ambos extremos, pues ni conviene que pase todo el tiempo en los campamentos ni que se exponga continuamente á los peligros el hombre de cuya vida dependen todas las clases del Estadoy la salud de todos; ni negaré, pues es innegable, porque está confirmado por muchos ejemplos antiguos y modernos, que en diferentes ocasiones fueron llamados á la sombra de nuestras banderas soldados de otras naciones. Sé además que es de príncipes prudentes buscar en cada nacion el arma en que mas sobresale; en una la caballería, la infantería en otra, en otra la destreza en tirar del arco ó de la honda, á fin de procurar por todos los medios posibles la integridad de su imperio y la derrota de sus enemigos; mas sé tambien que, como podrá ser esto ventajoso haciéndose con tacto y con medida, podrá ser perniciosísimo llevándolo, como se puede llevar, hasta el abuso.

Si el rey es débil y aborrece las armas, empiezan á tenerle en menosprecio, primero los soldados, mas tarde los ciudadanos todos, y es ya sabido que tras el desprecio viene el daño, pues la majestad de los reyes depende menos del poder y de la fuerza que de la opinion y el respeto de los hombres. Si, por lo contrario, sale el príncipe á ìa guerra y sale á los campamentos, le veneran como un dios sus súbditos, ó cuando menos como un héroe superior al resto de los hombres, corren con fervor al templo á rogar por su salud y su fortuna, muévense todos á su ejemplo á tomar las armas, juzga cada cual ilícito y vergonzoso permanecer en sus hogares y gozar en medio de los deleites cuando ven M-11.

que nada menos que su príncipe va al campo entre el polvo y el peligro por la salud de la república. A los ojos del príncipe cada soldado arrostra los mas graves peligros, y llega hasta juzgar impio dejar de emprender ningun trabajo ni de derramar su sangre por un monarca tal y por su patria. Las dificultades que se ocurren en la manera cómo se ha de llevar la guerra se resuelven con facilidad estando el príncipe presente; ausente él, ¿cuántas veces ha pasado ya la oportunidad de obrar antes que hayan podido resolverse? Las dificultades de la guerra son siempre del momento.

Podria decir sobre este punto mucho mas, pero creo mas oportuno trasladar las palabras del eminente filósofo Sinesio al emperador Arcadio. «Las palabras, dice, que salen de boca del rey despues que ha dejado su palacio le familiarizan con sus soldados, que llegan á ser entonces sus amigos y le constituyen, apenas ha bajado al campamento, inspector y juez de hombres, armas y caballos. Habla con el jinete sobre las condiciones del arma de caballería, y con el infante sobre la velocidad, viste sus armas con los que van armados, embraza el escudo con los que lo embrazan, dispara con el flechero dardos, y comunicados así los trabajos de uno y otro, forma en torno suyo una especie de sociedad llena de vida. Nace de aquí que no parezca hacer burla de ellos cuando llama á sus soldados camaradas, pues corresponden las palabras á los hechos. Pesado será tal vez el trabajo que te encomiendo, mas créeme, el cuerpo de un rey debe ser superior á la fatiga, y es ya cosa natural que el que se acostumbra á ella sienta mucho menos la molestia que produce, principalmente cuando contribuyen tanto á suavizarla los aplausos de muchos ciudadanos. El rey pues, bien ejercite su cuerpo, bien recorra simplemente el campamento, bien vaya armado, bien sin armas, está siempre como en un teatro, rodeado de una muchedumbre inmensa que constantemente tiene en él fija la mirada. Todo lo que hace á la luz del dia no solo merece el aplauso popular, sino que anda pronto en cantos que resuenan en todos los oidos. Nace además de esta familiaridad y trato del rey cierto amor fuertemente arraigado en el corazon de sus tropas, amor que es el mas firme y poderoso apoyo. ¿Hay acaso en el mundo un poder mayor que el que está escudado por ese amor del ejército ó del pueblo? ¿Quién, ni aun entre los particulares, obrará con mas seguridad que un rey, por el cual temen los ciudadanos sin temerle? Una nacion compuesta de hombres tales es imposible que deje avasallarse fácilmente por ásperas palabras y sí solo por la familiaridad y la dulzura. Llámalos Platon guardas del reino, y los compara con los perros por tener estos el suficiente conocimiento para distinguir siempre á sus amigos de sus adversarios.

»No hay ahora para qué decir cuán vergonzoso es que ios soldados no conozcan á sus reyes mas que por sus retratos. Pero no son estas las solas ventajas que resultan de este trato. Todo el ejército está compacto y unido y forma un solo cuerpo. Los ejercicios militares vendrán á ser entonces como cierto ensayo y preludio de la guerra, y los meros simulacros servirán de estudio para las verdaderas luchas. Podrá el rey nombrar por su nombre al general, al teniente general, á los

jefes de escuadron y de cohorte, al simple soldado raso, conocerá personalmente á ciertos veteranos, á quienes pueda confiar alguna parte de la administracion militar con utilidad del agraciado y con ventaja pública. Hace entrar Homero en batalla á cierto dios de los aqueos, y supone que da con su cetro en la cabeza de los jóvenes para inflamar mas y mas los ánimos á fin de que peleen con mayor ímpetu y no puedan dar tregua á pié ni mano. ¡Qué otra cosa puede significar aquello de «están arrebatados de furia los piés, están arrebatadas de furia las manos, cuán á su placer se arrojan á la lucha !» Añádese á esto que llamando el rey á cada uno por su nombre los enciende mas y mas por la pelea, haciéndoles mas efecto aquella palabra que el sonido de la mejor corneta. En la presencia del rey todos desean distinguirse, cosa tan útil en la guerra como en la paz, como nos demuestra el mismo Homero, que pinta á Agamenon llamando por su nombre al simple soldado, y persuadiendo á su hermano de que los vaya llamando, no solo por sus nombres, sino por el de sus mayores y los honre á todos y no se deje llevar de su orgullo. Todo lo cual no viene á ser mas que ir mentando á cada uno lo bueno que hubiese hecho ó le hubiese acontecido. ¿No ves pues cómo el gran poeta griego quiere que sea el rey panegirista hasta del último hombre de la plebe? ¿Y quién viéndose alabado por un rey ha de perdonar ni el inismo sacrificio de su vida? Con el frecuente roce conocerá además la vida y las costumbres de los soldados y qué es lo que puede confiar al cuidado de cada uno. El rey es artesano de guerras como el zapatero lo es de los zapatos, y si nos reiriamos con razon de este porque ignorase los instrumentos de su arte, no deberiamos reirnos menos del rey que no conociese á los soldados, que son sus instrumentos.>>

Este juicio de Sinesio debe de ser de tanto mayor peso cuanto que lo escribió por los tiempos en que el imperio romano bajaba precipitadamente á su ruina y se hundió del todo, principalmente por la cobardía de sus príncipes, que confiaban á sus generales los cuidados de la guerra, temiendo que no habian de ser felices, si abandonaban los muros de palacio. Tales eran las circunstancias de aquellos tiempos. Extinguido el genio militar de los romanos por los placeres y el nuevo aire que respirabau, corrompidos los pueblos á ejemplo de sus príncipes, y no acordándose mas que de pasar el tiempo en los banquetes satisfaciendo su gula, distaban mucho de pensar siquiera en los negocios de la guerra. Aconteció lo mismo con los reyes francos, que echados al fin de sus dominios, dejaron abierto el camino del trono á Pepino y á sus descendientes, en cuyas manos estaba ya la administracion del imperio, gracias á la desidia y flojedad de aquellos príncipes; ni cayeron tampoco por otro motivo los reyes moros de Córdoba, que vegetaban en sus palacios en medio del ocio y del deleite, delegando los cuidados de la guerra á sus hadgibes, que eran los verdaderos reyes. Tuvieron el mismo fin que los romanos los que quisieron imitar sus vicios.

En Roma empero se incurrió aun en otro error no menos lamentable. Llamaron para las guerras que te- nian en muchas partes á los soldados extranjeros y á los

bárbaros proponiéndoles grandes recompensas. ¿Era acaso poco peligroso traer á las provincias del imperio hombres de tan fieras naciones y tan distintos en idiomas, en costumbres, en instituciones y en el sistema de vida? ¿Cómo han de poder evitarse colisiones entre gentes de diversas costumbres y diverso pensamiento? Se sublevaron, y como era de esperar, fué despedazado miserablemente el imperio que mas habia florecido; y la misma Roma, la señora del mundo, fué saqueada é incendiada, vejada de mil modos, débil juguete de la inconstancia de las cosas humanas, terrible ejemplo para que aprendan en él los príncipes cuán imprudente es confiar la salud y la dignidad á gentes bárbaras y fieras! Mas séame tambien lícito trascribir sobre este punto las palabras de Sinesio al emperador Arcadio, aunque algo largas. «Debe el rey, dice, familiarizarse con sus soldados, mas principalmente con los que han salido de los campos y ciudades de las provincias sujetas al imperio, pues estos son los que han de defenderle, estos los que han de guardar la república y las leyes bajo cuya influencia se han desarrollado é instruido, estos los que Platon ha comparado con los perros. Guárdese el pastor de unir nunca con esos perros á los lobos, pues si aciertan á ser los perros débiles ó cobardes, es muy fácil que terminen los lobos por devorarles á ellos, al rebaño y al pastor mismo. No debe el legislador dar armas á hombres de quienes no tenga recibida ninguna prenda de amor, de hombres que no hayan nacido ni se hayan educado bajo sus mismas leyes. Es ya temeridad, no atrevimiento, entregarse á una ju ventud extranjera que se ha educado en otra parte y vive sin leyes ni costumbres; es ya temeridad, no atrevimiento, dejar de conocer que con esto tenemos pendiente de un hilo sutil sobre la cabeza el peñasco de Tántalo, pues los soldados extranjeros nunca dejarán de aprovechar cualquier coyuntura que se les presente para hacernos daño. Y tenemos ya sobre tan grave mal tristes preludios, y sufren los miembros de la república como los del cuerpo. No cabe reunir miembros extraños con miembros naturales, y por esto los emperadores, prudentes lo mismo que los médicos, son de parecer que se corten y se eliminen de la república y del cuerpo, si se quiere que los otros se conserven sanos. ¿Cuán grave mal no es ya que no tengamos dispuesto ejército alguno contra esa peste que nos amenaza, y licenciemos, por lo contrario, á los demás para que sea mas cierta nuestra ruina? ¿No seria acaso mas oportun que para combatir á los escitas llamásemos á las armas á todos los ciudadanos, haciendo que dejasen los labra dores el arado y la azada, los filósofos sus escuelas, los artesanos sus talleres, y sus teatros la plebe? No seria mas oportuno persuadirles á todos de cuánto importa que dejen por algun tiempo sus negocios, antes no debu la risa convertirse en llanto, haciéndoles ver que en nada es indecoroso manifestar sus fuerzas y que el valor militar ha sido siempre propio de la sangre y linaje de los hijos de Roma? Cuando sabemos que, ya en la re pública, ya en el hogar doméstico, la lucha es para el varon, para la mujer el cuidado de los negocios inte riores, ¿cómo hemos de poder consentir en que se confie á extranjeros precisamente el desempeño de las fun

ciones que nos constituyen hombres? ¿Puede ya darse algo mas vergonzoso que poner en manos ajenas los cargos mas varoniles, los mas altos puestos de la milicia? Yo á la verdad no podria menos de sonrojarme si esos escitas saliesen muchas veces vencedores de nuestros enemigos; y entiendo, cosa que no ha de negar quien tenga uso de razon, que si varon y mujer no cumplen cada cual con los deberes propios de su sexo, ha de suceder forzosamente que en un momento dado se crean los escitas dueños de la república por tener las armas, y los que nunca las han manejado se vean precisados, si quieren salvar su libertad y su honor, á batirse con hombres que tienen por profesion ese mismo ejercicio de la guerra. Antes pues que esto suceda, debemos recobrar el valor de los antiguos romanos y acostumbrarnos á vencer por nosotros mismos, sin entrar en relaciones con los bárbaros. Privemos, en primer lugar, á los extranjeros de los empleos y honores que con gran mengua nuestra les han sido dados, honores que entre nosotros eran estimados en mucho. Creo que hasta deberiamos velar la faz de Temis, que preside el Senado, y la de Belona, que preside la guerra, para que no vieran que es hoy jefe de los que visten la clámide un hombre que lleva aun su capa de pieles, ni le oyesen deliberar sobre los altos negocios del Estado cerca del mismo cónsul, léjos del cual están hoy sentados los que mas merecian esta honra. Viste este jefe la toga para ir al Senado, y no bien ha salido de él, cuando volviendo á tomar sus pieles, hace burla entre los suyos de ese traje romano, considerándolo incómodo para manejar la espada. Tenemos grandes ejércitos, y no sé por qué fatalidad han venido al imperio romano jefes intrusos de ese linaje de bárbaros que gozan de grande autoridad, no ya entre los suyos, sino hasta entre nosotros. Nace este mal de nuestra propia desidia, y si no queremos que se agrave, hemos de temer mucho que no se vayan con ellos nuestros esclavos, pues pertenecen á esa misma raza. Hemos de prevenir el peligro, hemos de limpiar nuestros campamentos del mismo modo que limpiamos el trigo quitando la cizaña. ¿Será esto tan dificil cuando los romanos aventajan á los escitas, no solo en ingenio, sino en valor y fuerza? Herodoto nos decia ya que los escitas eran cobardes, y así lo ha confirniado la experiencia; en todas partes tenemos esclavos de esa raza. Sin patria, sin hogar, arrojados del país en que nacieron, bajaron en nuestros mismos tiempos al imperio, no como conquistadores, sino como suplicantes, y nos dieron en cambio de nuestros sentimientos de humanidad para con ellos el pago de todo beneficio que se olvida. Hicieron pagar caro el error á tu padre, y volvieron otra vez con sus mujeres á rogarle que fuese con ellos benigno. Tu padre los levantó por segunda vez, les dió armas, les confirió los derechos de ciudadanos, les hizo partícipes de todos los bienes del imperio, les dió hasta una parte de la propiedad romana. Sírveles ahora esa humanidad de tu padre para que tengan ocasion de reirse de nosotros, sin que esto sea aun lo peor que nos sucede. Pueblos que confinan con ellos y son diestros en el manejo de armas y caballos bajan á nuestro imperio con iguales esperanzas, no tolerando que se les niegue lo que hemos concedido á otros de menos

valor, de menos generosas prendas. Dicese que es dificil arrojar ya de nosotros tan inmundas heces; mas créeme, menguará la dificultad si aumentas el número de tus soldados, si excitas el valor de los romanos, si te dejas caer con ímpetu y con grandeza de alma sobre este aluvion de bárbaros. No les quedará entonces otro recurso que cultivar nuestros campos ó marcharse por donde vinieron, y anunciarán á cuantos habitan mas allá del Istro que no es ya fácil poner los piés en los dominios de Roma, que hay ahora en ellos un emperador noble, jóven y esforzado, capaz aun de castigar á los que los han invadido hasta ahora impunemente.>>

Esto y algunas cosas mas, que en obsequio de la brevedad omitimos, escribió Sinesio al emperador Arcadio cuando hubo tomado las riendas del gobierno des pues de la muerte del gran Teodosio, consejos todos que, si se hubieran considerado seriamente, hubieran sido bastantes para detener por mucho tiempo, con remedios oportunos, la caida de aquella gran república. Dieron entonces los bárbaros algunas treguas; mas luego, tomadas otra vez las armas, invadieron las provin cias del imperio y no pararon del todo hasta verlo del todo vejado y humillado, devastadas casi todas las na ciones que lo componian. Lo pasado no es ya suscepti ble de mudanza, esta es, como sabemos, una de las tristes condiciones de la naturaleza humana; mas yo me daria por satisfecho con que, escarmentando en cabeza ajena, siguiéramos una política mas saludable para los negocios de la guerra. No pretendo que se rechace del todo de nuestros tercios á los soldados extranjeros, pues sé que en nuestros tiempos no puede haber un ejército bueno y poderoso que no esté compuesto de soldados de distintas naciones. Sobresale una nacion en tirar el arco, otra en manejar el caballo, otra es mas fuerte para venir á las manos y pelear cuerpo á cuerpo con la espada. El príncipe prudente recoge tropas de una y otra y aprovecha esa misma diversidad de pueblos para sostener una noble emulacion entre sus soldados. Pretendo sí que el príncipe debe emplear las fuerzas extranjeras de modo que tenga puesta su mayor esperanza en el amor y en las armas de los suyos. Sírvannos de prueba muchos y graves ejemplos de calamidades ajenas; no debemos confiar nunca en los extranjeros hasta el punto de que no tengamos en nuestro campamento mas apoyo y fuerzas propias que extrañas, como viene á decirnos Tito Livio haciéndose cargo de hechos semejantes. Voy ahora á terminar diciendo que no sin razon se pinta la justicia con una espada desnuda en la mano, y ni sin razon se la pone entre Marte y Minerva. Quiso con esto indicarse que la justicia necesita principalmente para su guarda de la sabiduría y de las armas, y es para mí indudable que si existieran ambas cosas, cumpliria mucho mejor con el cargo que pesa sobre sus hombros. Es claro que en un imperio tan dilatado no puede asistir á todas las guerras, mas debe procurar con mucha maña que no se promuevan muchas á la vez, que no se acometa uno sin tener antes vencidos á los otros, y habiendo á la vez guerras exteriores en países fronterizos y en naciones remotas, ha de entender en las primeras por sí, ha de confiar las otras á sus generales.

CAPITULO VII.

De los tributos.

Disminuidos los gastos de la guerra, como queda dicho, habrá lugar para aliviar á los ciudadanos abrumados ya por los impuestos y procurar que no deban inventarse todos los dias nuevos tributos, cosa que no debe hacerse nunca sin grave molestia y perjuiciode los pueblos. No conviene de ningun modo al príncipe tener enajenadas las voluntades de sus súbditos. En nada se gasta tanto, ora se deba administrar justicia á los pueblos, ora pagar del erario público á los empleados, ora remunerar á nacionales y extranjeros, segun sus méritos, ora cubrir las atenciones de palacio, aunque crecidísimas, como se gasta en las cosas de la guerra, bien se haya de defender la patria, 'bien retirar la frontera del imperio. ¡Qué de tesoros no se han de invertir! El mas rico erario es fácil que se agote. Si empero los grandes y las ciudades pagasen su escote suministrando armas y caballos y se adoptasen otros medios para que los ciudadanos corriesen á la sombra de nuestras banderas, no hay para qué decir si menguarian los gastos de la Corona. Es, por otra parte, mas pesado para los pueblos satisfacer una cantidad menor por via de tributo que gastar otra mucho mayor en los campamentos, donde puede usar de ellas á su antojo; y lo es aun mucho mas que quitándoles sus 'antiguas inmunidades, se les reduzca á ser simples tributarios del Estado.

Debe ante todo procurar el príncipe que eliminados todos los gastos superfluos, sean moderados los tributos; debe atender principalmente á que, como aconsejan todos los hombres que desean conservar su hacienda, ya que no sean menores los gastos públicos, no sean mayores que las rentas reales, á fin de que no se vea nunca obligado á hacer empréstitos ni á consumir las fuerzas del imperio en pagar intereses que han de crecer de dia en dia. Evite aun con mayor cuidado la fatal costumbre de vender por una cantidad alzada las rentas de un año, adjudicándolas á ricos capitalistas; guarde para sí mismo la ley que, segun Aristóteles, se observaba antiguamente en muchas ciudades, por la cual se prohibia que nadie vendiese su herencia por dinero. Recuerde tambien otra ley muy célebre que se atribuye á Oxes: «Nadie puede recibir dinero á interés dando su propiedad ni parte de su propiedad en hipo

teca.»>

Dividense las rentas reales en tres partes: las que proceden de sus bienes patrimoniales, cobradas parte en dinero, parte en fruto, están destinadas al sustento de la familia real y á la conservacion de todo el tren y servidumbre de palacio; las que proceden de los tributos ordinarios, cualquiera que sea el motivo de su existencia y los objetos sobre que gravitan, están destinadas á la administracion regular del Estado, al pago de los empleados, á la fortificacion de las ciudades, á la construccion de fortalezas y caminos públicos, al reparo de puentes y calzadas, al sustento de las tropas que sirven simplemente para la guarnicion del reino; las que proceden de los impuestos extraordinarios con que se grava á los pueblos en determinadas circunstancias

no pueden emplearse sino para el caso en que se vos venga encima una guerra ó tengamos que llevar nuestras armas á otro pueblo. Nuestro cuidado principal y mayor debe consistir, como hace poco se ha dicho, en que estén nivelados los gastos con los ingresos y vayan entrando las rentas á medida que vaya habiendo necesidad de verificar los pagos, á fin de que la república no se vea envuelta en mayores males por no poder satisfacer puntualmente sus obligaciones. Si los gastos de la Corona llegan á ser mucho mayores que los tributos, el mal será inevitable; habrá todos los dias necesidad de imponer nuevos tributos y se harán sordos los ciudadanos y se exasperarán los ánimos. De mucho podrá servir para aliviar el mal que, vengan de donde quiera las rentas, no menguen por la maldad de ciertos hombres que conocen todos los medios para adquirir dinero, y no reparan en fraude alguno para alcanzarlo, bien sean asentistas, bien recaudadores, peste la mas terrible que puede llegar á imaginarse ¡Cuán triste no es para la república y cuán odioso para los buenos ver entrar á muchos en la administracion de las rentas públicas, pobres, sin renta alguna, y verlos á los pocos años felices y opulentos! ¿Por qué no se les habia de exigir que diesen una cuenta exacta de su riqueza, quitándoles cuantas no tuviesen un origen justo y manifiesto? Romeo, aunque extranjero, admitido en la confianza de Ramon, gobernador de provincia, encontró medios legítimos con que triplicar las rentas, y viéndose al fin acosado por los criminales y llamado á dar cuentas, se contentó con vengar el ultraje que le hicieron retirándose con la misma alforja y cayado que habia venido de Santiago, sin que nunca haya podido saberse ni de dónde procedia ni á dónde pasó á concluir los dias de su vida. Si tuviésemos en nuestros tiempos unos pocos Romeos, no estaria de seguro tan exhausto el erario.

Procure además el príncipe que hombres ociosos con el vano título de diseñadores, cronistas y sacerdotes de cámara cobren pingües sueldos anuales haciendo servir la república de presa y juguete, y sin que le dén en cambio utilidad alguna. Procure que los grandes no invadan codiciosamente la república ni puedan entregarse con ella privadamente á gastos excesivos. Es muy digna de alabar en esto la conducta de Enrique III de Castilla, rey de mucha grandeza de alma y de una prudencia superior á sus años, que supo rescatar con un sólo hecho las rentas ocupadas por los próceres del reino. Era aun menor de edad cuando residia en Búrgos, ciudad de Castilla la Vieja, donde acostumbraba á divertir el tiempo en la caza de codornices. Un dia volvió á palacio muy tarde rendido de cansancio y de fatiga, y viendo que nada habia dispuesto de que él comiese, interrogó sobre este punto á su mayordomo, de cuya boca tuvo que oir, no solo que no habia dinero en palacio, sino que no habia ya ni crédito. Ocultó por de pronto el Rey el dolar que esto le inspiraba, y mandó empeñar la capa y comprar carne de carnero, con la cual y las codornices que llevaba tuvo que pasar todo aquel dia. Oyo mientras estaba comiendo que eran de mucho mejor condici los grandes, pues todos los dias se daban unos á otras espléndidos banquetes y no cuidaban sino de rivalizer

á porfía en el esplendor y lujo de la mesa. Acertaba á darse aquella noche una cena en casa de Pedro Tenorio, arzobispo de Toledo. Va de incógnito el Rey, ve que rebosa todo de placer y de alegría, oye que concluido el banquete empieza á referir cada cual las rentas que percibe de su patrimonio y lo que retira todos los años de las rentas reales. Al dia siguiente, deseoso ya el Rey de vengarse, finge que está gravemente enfermo y que va á hacer su testamento. Sábenlo los grandes y van precipitadamente á palacio, donde son admitidos al instante, dejando á la puerta sus criados como el Rey habia dispuesto. Pasan hasta muy tarde sin verle y empiezan á admirarse ya de la tardanza, cuando se les presenta el Rey armado de punta en blanco y espada en mano. . Quedaron todos aterrados al verle, y él en tanto, manifestándose lleno de ira, les pregunta con torvo semblante cuántos reyes han conocido en Castilla. Contestan unos que dos, otros que tres, otros que cuatro, segun la edad que cada cual tenia; y Enrique, ¿cómo puede ser cierto, replica, cuando yo siendo tan jóven he conocido ya mas de veinte? Admirábanse todos de oirle y tenian en suspenso sus ánimos esperando adonde iria á parar con sus palabras, cuando, vosotros, vosotros todos, les dijo, sois los reyes; habeis ocupado mis fortalezas y mis tesoros y me habeis dejado un nombre vano, me habeis dejado la pobreza y la miseria. ¿Hay acaso motivo para que os sirvamos de juguete? Mas yo pondré freno á vuestra audacia haciéndoos saltar á todos la cabeza. Manda al punto que se preparen y traigan los instrumentos del suplicio, llama con firme y levantada voz á los ministros de su venganza y á seiscientos soldados que tenia ocultos. Atónitos de miedo los demás, dobla la rodilla el arzobispo de Toledo, que era de mejor temple de alma, y con abundantes lágrimas pide perdon de sus pasadas faltas y hace con este acto de humildad, que los demás sigan su ejemplo. Perdónales el Rey viéndoles aturdidos y oyendo sus sentidas súplicas; mas no por esto les deja salir en dos meses de palacio, tiempo suficiente para obligarles á que le hiciesen entrega de sus rentas y sus fortalezas. Accion digna deun gran rey, accion notabilísima con que pudo dejar grandes tesoros á su hijo sin arrancar un suspiro á sus ciudadanos ni sublevar contra sí ninguna queja, accion digna de ser imitada por sus descendientes para refrenar la audacia y la codicia de los grandes.

Mas pueden aun escogitarse otros medios para aliviar la miseria pública. Impónganse solo módicos tributos sobre los artículos de primera necesidad, el vino, el trigo, la carne, los vestidos de lana y lino, principalmente cuando no haya en ellos una delicadeza extremada; grávese, por lo contrario, con lo que en esto se disminuya los artículos de puro recreo y lujo, los aromas, el azúcar, la seda, el vino generoso, la carne de pluma y otros muchos que, léjos de ser necesarios para la vida, no hacen mas que afeminar los cuerpos y corromper los ánimos. Favoreceríase así á los pobres, de que hay en España tan gran número, se pondria freno al desenfrenado lujo de los ricos, se evitaria que disipasen sus tesoros en los placeres de la mesa, y ya que esto no se alcanzase, se haria redundar cuando menos su Jocura en favor de la república. No se estrujaria así á

los pobres dando con esto pié á nuevos y graves trastornos, ni se permitiria que aumentasen excesivamente su poder y sus riquezas los que están ya opulentos, pues aumentado el precio de los objetos de lujo, habian de tener mucho mayores gastos. Son las dos cosas que pretendemos evitar á cual mas perniciosas, como dejaron probado grandes filósofos y su misma naturaleza indica. No por otra razon merece grandes elogios, entre los emperadores romanos, Alejandro Severo, jóven de muy santa vida si hubiese abrazado la religion criştiana.

Quisiera tambien que se observase la misma regla en los artículos extranjeros, sobre los cuales creo que deben imponerse grandísimos tributos, ya para que salga menos numerario del reino, ya para que con la esperanza del lucro viniesen á España los que los fabrican, con lo que se aumentaria la poblacion, tan útil para aumentar, ya la riqueza del príncipe, ya la de todo el reino.

Deben, por fin, los reyes no ser pródigos en hacer mercedes ni en decorar su palacio, si no quieren agotar la misma fuente de su liberalidad, que es el erario público. Han de encaminarlo todo al esplendor y grandeza del imperio, sin consentir en que se les pueda tachar jamás de avaros ni de mezquinos; procediendo con tino y cuidado y dejando de ser dadivosos con los que no lo merecen, podrán mirar indudablemente por su dignidad y buen nombre sin necesidad de disipar temerariamente sus riquezas. Es preciso que estén bien persuadidos de que no conviene gravar con grandes tributos la nacion española, árida en gran parte por la falta de aguas y por sus hórridas escabrosidades y peñascos, principalmente hacia el norte, pues hacia el mediodía es mejor el terreno y mas benigno el clima. No es raro que en verano por las grandes sequías escaseemos de víveres hasta el punto de que la cosecha no llegue á cubrir los gastos del cultivo; ¿será entonces poco terrible que venga el fisco á gravar la calamidad pública con nuevos ni mas onerosos tributos? Hay luego que considerar que en España los labradores, pastores y cuantos viven del cultivo de la tierra pagan religiosamente los diezmos á la Iglesia; si han de dar, por otra parte, otro tanto al propietario los que solo tienen sus campos en arriendo, ¿qué les ha de quedar para que vivan y satisfagan las exigencias del erario? Y á mí cuando menos me parece justo que á quienes mas ha de aliviar y proteger es á los ciudadanos, de cuya industria y trabajos depende el sustento de todas las clases del Estado.

los

No es por cierto menos intolerable que inmunidades concedidas á nuestros antepasados y respetadas en las épocas de mayores apuros para las repúblicas, en épocas que nuestros reyes tenian que sostener continuas guerras con muy módicas rentas, vengan á ser violadas y disminuidas precisamente ahora que el imperio de nuestros reyes se extiende mucho por el continente, y en los mares apenas tiene por limite los límites del orbe. No fueron acaso otorgadas á nuestros mayores por haber vencido á nuestros enemigos con su valor y con sus armas, y haber contribuido poderosamente á constituir ese vasto imperio de que tanto nos envanece

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