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ser ineficaz y nulo. Distinguieron los grandes filósofos | de la antigüedad tres clases de justicia, la legal, la conmutativa ó mercantil y la distributiva. Consiste la legal en la obediencia á las leyes, y es evidente que estando sancionadas por esta todo lo bueno, dentro del círculo de la justicia legal vienen comprendidas todas las virtudes, dentro de la injusticia legal todos los vicios. Supongamos ahora que en una ciudad ó un pueblo están todos los ciudadanos llenos de manchas, que son villanos, crueles, impíos, que están atentando sin cesar contra la fortuna, contra la vida, contra el honor de las familias, que no tienen ni jefe que los gobierne ni ley que los mande ni castigo que pueda cortar sus pasos; ¿podrémos creer nunca que esos hombres han de poder subsistir por mucho tiempo? No necesitarán á la verdad quien les empuje para que perezcan y bajen al fondo de su ruina. ¿Qué puede haber mas bárbaro ni mas cruel que el hombre cuando no tiene leyes á que obedezca ni tribunales que tema? Qué estrago habrá que no haga? ¿A quién respetará por su inocencia? Si modera sus malos instintos, es ó porque teme el castigo ó porque se lo mandan sus creencias religiosas; quitémosle esas creencias, y lo verémos todo envuelto en liviandades, en robos, en asesinatos.

Está pues visto que sin la justicia no es posible que subsista la república ni florezca imperio alguno, en vista de lo cual los antiguos levantaron templos á la justicia como una diosa, segun asegura Augusto, comprendiendo que así como se gobierna la tierra por voluntad de Dios, así sin ayuda de la justicia no es posible que subsistan ni las ciudades ni los imperios. En las sagradas escrituras se recomienda tambien muchas veces ante todo la justicia á cuantos están al frente de los negocios públicos. Cuide pues el rey principalmente de defender la inocencia y vengar el crímen, cosa que ha sido siempre muy recomendada á nuestros príncipes, que, gracias á su amor á la justicia, han podido elevar el reino á la grandeza en que hoy le vemos. Podriamos citar muchos ejemplos de cuán celosos se han manifestado siempre los monarcas españoles en castigar los crímenes, mas no referirémos sino uno, que valdrá por todos. Cierto soldado noble, de los que en España llaman infanzones, confiado en la distancia ó tal vez en las alteraciones de aquellos tiempos, robó en Galicia todos los bienes á un labrador honrado. Súpolo Alfonso el Emperador, y á él y al gobernador de la provincia les mandó que reparasen aquellos daños. No quiso el infanzon obedecer, y el Rey disimuló por lo pronto la cólera que le devoraba. No descansaba empero hasta expla

¿Qué no sucederia tambien si desapareciese de entre los hombres la justicia conmutativa. Se extingui-yarla; así que, dejados á un lado todos los demás ne

ria la buena fe entre los hombres, perecerian todas las leyes y derechos comerciales. Abolido el cambio mútuo de productos, la sociedad seria imposible, y viviriamos todos inquietos, congojosos, sin que nosotros fiáramos de nuestros hijos, ni nuestros hijos de sus padres. ¿Porqué pues ha sido constituida la sociedad, sino porque no bastándose uno á sí mismo para procurarse los elementos necesarios de la vida pudiéramos suplir la escasez con el recíproco cambio de lo que cada cual tuviese y le sobrase? En el cuerpo de los séres animados observamos que los miembros se ayudan mútuamente en sus funciones, estableciéndose tambien entre ellos una especie de comercio tan necesario para las sociedades, que si llegase á abolirse, difícilmente habria nada mas triste ni mas sujeto á daños que la vida humana.

Lo que sucede con el corazon humano nos indica tambien suficientemente que debe haber una equitativa distribucion de premios y de honores, que es lo que constituye la última clase de la justicia. Si el espíritu, la sangre y la vida no se difundiesen desde el corazon por todos los demás miembros, guardando cierta proporcion segun lo que cada uno merece ó necesita, sino que se concentrasen, por lo contrario, en unos pocos, no podria conservarse la vida, que consiste en el juego armónico de todas las partes que nos constituyen hombres; y es ya indudable que sucederia lo mismo si por no existir diferencia de clases ni dignidades, estuviese todo mezclado y confuso, igualdad que seria la mayor de las desigualdades, pues aunque la justicia exija esa igualdad misma, no la exige sino en una proporcion acomodada á las diferencias naturales. Y á la verdad, ¿cómo podrian consentir los ciudadanos en que obtuviese todos los cargos y honores de la república el que tuviese menos prudencia, menos virtud, menos ingenio?

gocios, disfrazado de particular para que el criminal pudiese descubrir menos sus intentos, se trasladó desde Toledo á Galicia, sitió de repente el palacio del infanzon, mandó seguirle el alcance cuando le vió huyendo por temor del castigo, y le hizo ahorcar en frente de su misma casa. Príncipe grande y eminente, que con un solo hecho dió autoridad al imperio, aseguró contra todo género de ultrajes la inocencia, vengó la maldad de un hombre orgulloso y arrogante, inmortalizó, por fin, su nombre. Con estos y otros ejemplos semejantes de severidad se ha alcanzado que en España reine la justicia de un modo mas absoluto que en ninguna otra nacion del mundo. Armados hoy los magistrados de leyes, de autoridad y del favor del pueblo, tienen unidas y trabadas entre sí por cierto derecho comun todas las clases del Estado.

Se dirá tal vez que es de necios dañarse á sí para servir á los demás, y que es innato en todos los animales el deseo de conservar y sostener la vida, aun cuando sea con perjuicio de tercero. Si despues de un naufragio, se pregunta, viéramos salvarse en una tabla un hombre mucho mas débil que nosotros, ¿qué deberiamos hacer para ser justos, morir á fin de no violar la justicia & echar de la tabla al otro para salvarnos? Si despues de una derrota viésemos á un hombre del mas bajo pueblo montado en un caballo lleno de heridas, ¿deberémos dejarnos matar para no perjudicarle ó le arrojarémos del caballo, á fin de salvarnos del peligro y guardarnos para mejores ocasiones? Sino hace lo último, es un necio; si deja de hacerlo, un hombre justo; casos sobre los cuales pudiéramos extendernos cuanto mejor nos pareciese.

Los que así hablan, sin embargo, ignoran el verdadero camino de la verdad, pues observan la inclinacion natural de los demás animales á conservar su vida á toda

costa, y no consideran que el hombre ha de defender además los derechos de la sociedad, sin la cual es imposible que subsistan, y que para conservar estos derechos debe forzosamente arriesgarse á ciertos peligros, por ser siempre preferible la consideracion del bien público á la de los intereses personales. No parece, por otra parte, sino que los que así discurren creen que la muerte destruye completamente al hombre, idea de que nace este error con otros muchos. Es claro pues que si nada somos despues de la muerte, por nada hemos de mirar tanto como por la vida; mas claro es tambien que si nos espera una vida mejor, será de hombres sabios despreciar lo presente, cuya privacion ha de ser despues recompensada por la inmortalidad del alma. Considérese pues bajo el punto de vista que se quiera, el varon bueno y prudente no cometerá nunca fraudes ni obrará en perjuicio de tercero, por mas que puedan quedar ocultos sus hechos, ni aceptará tampoco bajeza alguna por el simple deseo de conservar la vida, todo lo cual no solo viene sancionado por nuestras leyes, sino tambien por las costumbres y escritos de las demás naciones. Temistocles en Aténas manifestó á la asamblea despues de la fuga de Jerjes que sabia un medio muy eficaz para ensanchar el imperio de la repú blica, pero que no convenia divulgarlo. Pidió que se seDalase una persona á quien pudiese comunicarlo, y se designó al objeto á Aristides, varon que se distinguia entre sus conciudadanos por la fama de su rectitud y su justicia. Luego que supo este que el pensamiento de Temistocles consistia en incendiar la armada de los lacedemonios, sus aliados, que estaba á la sazon en Gitea, se presentó á la asamblea y manifestó que el proyecto de Temistocles era útil, pero de ningun modo justo. Alzóse de repente una voz general en la muchedumbre diciendo que lo injusto no podia ser útil, y se convino en abandonarlo, cosa nada extraña, pues es tanto el brillo de la virtud, que hasta alumbra los ojos de los ignorantes para que nunca crean deber separar la utilidad de la justicia ni lo que es ventajoso de lo que aconsejan la razon y el derecho. Y si esto hacian los antiguos, ¿qué no deberémos hacer nosotros, á cuyo entendimiento ha bajado la luz del cielo, y en cuyo corazon se ha impreso el deseo y la esperanza de ser inmortales? Qué importa que sea uno robado, oprimido, exterminado, que carezca de todo, que se le corten las manos, que se le hagan saltar los ojos? Vivirá, sin embargo, la virtud y florecerá y no perderá nunca su debido premio. Vivirá en lo presente contenta con su propio brillo, recibirá en lo futuro una merced mayor del Dios supremo, que no la niega nunca al que sigue el camino de la justicia.

CAPITULO XII.

De la lealtad.

Con la justicia va siempre unida la lealtad; no puede ser justo el que no duda en violar su palabra. Debe pues el príncipe guardarla para que sus súbditos no le sean nunca perjuros bajo ningun pretexto, ni aun provocado por la perfidia ajena debe faltar por su comodidad á un compromiso. Sea constante en guardar su palabra, sea siempre verdadero, fiel, tenga siempre mas confianza

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en la sinceridad que en la astucia y el engaño. Procure con todas sus fuerzas que hagan lo mismo, bien los empleados civiles, bien los de su palacio; tenga por cosa vergonzosísima transigir con las exigencias del momento, decir lo que no siente, llevar una cosa en el pecho y ostentar otra en la frente. No sin razon los romanos pusieron la estatua de la Fe junto á la de Júpiter; quisieron indicar con esto cuán querido era al padre de los dioses que se guardase la lealtad y se castigase la perfidia, cuán difícil que sin la buena fe pudiesen subsistir y ser gobernados los imperios. Mas acerca de la buena fe del príncipe hemos ya hablado mucho en otro capítulo y mucho tambien en otro sobre quiénes han de ser elegidos para magistrados. Debemos hacernos cargo ahora de los hombres en que pueden deponer los príncipes su confianza, de los que merezcan ser sabedores de los secretos de Estado, de los que mejor puedan desempeñar los negocios difíciles de la república. Diré y no me cansaré nunca de repetir que importa poco que un príncipe tenga todas las virtudes, la buena fe, la constancia, la honestidad, la templanza, si para guardar y defender la república no procura que todos sus empleados y hasta los que están á su particular servicio se aventajen en las mismas virtudes á todos sus aliados y sus súbditos. Y no se crea que quiero decir con esto que el príncipe deba ser con los suyos demasiado suspicaz y duro, pues creo que al rededor del príncipe puede muy bien haber hombres de las mejores intenciones. Mas ¿cómo no ha de errar muchas veces el que no examine quiénes pueden merecer su confianza y hasta qué punto la merezcan? Encúbrese el carácter del hombre bajo muchas falsas apariencias, y es fácil dejarse engañar por vicios que tienen todo el aspecto de virtudes. ¡Cuántos hay que parecen amar de corazon al príncipe é interesarse vivamente por el favor de la república y no atienden, sin embargo, sino á sus intereses personales y andan, no tras el amor, sino tras la fortuna de los reyes! Levántase en todas partes la adulacion y la lisonja, veneno del verdadero afecto; mira cada cual por sí, aun cuando afecta que obra en daño suyo. A mí á la verdad me parece difícil encontrar quién ame mas al príncipe que los intereses del momento; ¿cómo no ha de ser fingido el cariño de hombres que no aman á los particulares sino cuando están manchados por iguales vicios?

Nada hay empero que no pueda confiarse al hombre que haya permanecido por mucho tiempo leal y haya sabido sacar ilesa su fidelidad aun de las mayores y mas penosas pruebas. Para proceder en este punto con acierto suelen los persas enterarse ante todo de si sabe guardar un hombre los secretos que se le confian, sin que se los arranque ni el miedo, ni la embriaguez, ni la esperanza; y es á la verdad loable esta costumbre, pues ¿qué cosa de importancia podrá confiarse nunca al que no pueda callarse sin violentarse, y locuaz por naturaleza no puede contener su lengua? Creo que el príncipe no debe abrir su pecho á hombres que revelen indistintamente lo que debe decirse y lo que debe callarse, y mucho menos aun á los que creen haber recibido alguna injuria de su monarca, pues es siempre un terrible aguijon el deseo de venganza. ¿Qué de males

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no trajo á España el ultraje hecho al conde don Julian por don Rodrigo? Tampoco creo ya que deba fiarse un rey del súbdito que haya faltado una sola vez á la lealtad, aunque haya sido provocado á ello por gravísimas injurias; el ánimo del hombre se acostumbra fácilmente á la mudanza, y es luego difícil que siga con constancia y fe un partido; conviene cuando menos andar muy cauto en conferirle comisiones delicadas é importantes cargos. Es sobremanera notable el consejo que sobre este punto dejó para su hijo Enrique el Bastardo de Castilla. Asistíale en los últimos momentos de su vida Juan Manrique, obispo de Segovia, y viéndose ya el Rey al borde del sepulcro, encargó, entre otras cosas, que dijeran á su hijo que habia en la nacion tres géneros de hombres: unos que habian estado siempre por él, otros que por su enemigo el rey don Pedro, otros que habian permanecido siempre neutrales; que conservase á los primeros los beneficios, honores y premios que les habia concedido, pero sin dejar de temer nunca su perfidia y ligereza; que no vacilase en confiar el gobierno á los segundos, hombres constantes que sabrian recompensar con amor la ofensa hecha y probar su lealtad desplegando toda su ciencia y celo en el desempeño de su cargo; que procurase con mucho ahinco que los últimos no ejerciesen destino alguno en la república, pues habian de posponer siempre los intereses generales á los propios; consejo tanto mas prudente y admirable cuanto mas distante parece estar de lo que acostumbra á sentir el comun de los hombres. Los que desertaron de las banderas de don Pedro han merecido las alabanzas de la posteridad y la aprobacion del orbe entero, y sin embargo, don Enrique no los creia bastante fieles por haber dado con solo seguirle á él una prueba de inconstancia y ligereza; ¿qué no diria para sí de esos traidores que venden al que mas obligado les tiene solo para vengar alguna afrenta ó para mejorar su suerte y su fortuna? Es ya proverbial que si la traicion place por lo útil el traidor se aborrece; pero se nos permitirá que lo confirmemos aun mas por un ejemplo. Alfonso VIII de Castilla, siendo aun menor de edad, trató de recobrar las fortalezas que habian ocupado los grandes, parte por la voluntad del Rey, parte por fuerza. Estaba sitiando la de Zurita, puesta en un cerro muy escabroso, cuya raíz bañan las aguas del Tajo, cuando un tal Domingo, saliendo del castillo sin que sepamos con qué motivo, se presentó á sus reales ofreciéndose á ponerle en sus manos si se le prometia una grande recompensa. Puesto ya de acuerdo, fuése el traidor para su alcázar fingiendo una lucha con uno de sus enemigos. Lope Arenio, gobernador del Castillo, no solo le abrió las puertas al verle, á pesar de haber desertado, sino que le admitió en la amistad que antes con él tenia, hecho que facilitó á Domingo la ejecucion de su proyecto. Mató Domingo al Gobernador, que estaba bien ajeno de pensar una traicion tan grande, y se entregó inmediatamente Zurita á las armas de Alfonso. No se ensañó este ni contra los soldados ni contra la fortaleza, pero sí con el traidor, á quien mandó al punto que le hicieran saltar los ojos, contentándose con señalarle en cambio lo necesario para la vida, á fin de que no pareciese que habia faltado á su pala

bra. Poco tiempo despues gloriábase aun Domingo de su doble crímen, y el Rey, no solo ordenó que le quitaran los bienes concedidos, sino tambien la vida; castigo severo, pero justísimo, de tanta traicion y tan bárbara perfidia.

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Si desea pues el príncipe la salud de la república no ponga nunca la menor confianza en los traidores. No la ponga tampoco en los codiciosos ni en los avaros, que conocen todos los caminos por donde puedan hacerse con dinero, y para alcanzarlo no reparan en cometer los mayores fraudes y delitos. Cuando apenas hay hombre tan íntegro que no se deje corromper por oro ni quebrantar por dádivas, ¿qué no ha de suceder con los que son por naturaleza y por costumbre codiciosos? A mi modo de ver, no solo no han de ser codiciosos los que merezcan la confianza del príncipe, no han de tener en cuanto sea posible vicio alguno, pues á tenerlo, habrá siempre en ellos un punto flaco por donde atacarles y vencerles. No, ninguna cosa de importancia habrá de confiarse nunca al que no sea de una honradez conocida, al que no esté resuelto á rechazar de sí toda torpeza y toda afrenta, á evitar todo género de liviandades, á no dejar llevarse en la vida por la voz de una ambicion desenfrenada, á no ser pródigo, en fin, ni en la mesa ni en el traje. El que menoscaba con gastos tales su patrimonio, ¿cómo no ha de apelar al robo para repararlo, á pesar de ser este la mayor mancha que pueda caer sobre su vida y costumbres y deber servirle de gravísimo perjuicio? Afortunadamente los españoles se distinguen por su lealtad, ya para con la república, ya para con sus reyes, pues mal hubiéramos podido llevar á cabo por mar y tierra tantas empresas ni retirar hasta los límites del mundo las fronteras del imperio si no lubiese habido entre nosotros armonía, constancia y una integridad de costumbres admirable. Tenemos de esto en la historia de los pasados tiempos muchas é ilustres pruebas y ejemplos, entre los cuales no puedo menos de citar algunos, con que pondré fin á este capítulo. Acertaron á vivir dentro de un mismo período de tiempo en Castilla Ansur, ayo de la reina Urraca, y en Portugal Egas, preceptor de Alfonso, primero de aquel reino, varones ambos no menos aventajados por sus riquezas que por sus virtudes. Tenian ambos á su cargo fortalezas que les habian sido confiadas á Ansur por Alfonso de Aragon, con quien casó Urraca, y á Egas por Alfonso, emperador de España. Merced á las vicisitudes de los tiempos y á cierta mudanza de Estado, libres ya del juramento, las entregaron á sus verdaderos dueños; al emperador Alfonso Ansur; á Alfonso, primer rey de Portugal, Egas; hecho con que cumplieron con su deber y satisficieron á los demás, mas no á sí mismos. No descansaron ni uno ni otro hasta que se presentaron á sus antiguos príncipes suplicantes y con la soga al cuello para que, ya que no pudiesea de otro modo, satisficiesen con su cabeza la lealtad jurada. Varones por cierto eminentes y de una fidelidad admirable, aun para los mismos á quienes parecia haber debido ofender con su conducta.

Otros dos hombres de igual nobleza existieron au en tiempos posteriores. Alfonso de Guzman, por nú entregar á sus enemigos la ciudad de Tarifa, con

sintió en que degollaran ante sus ojos á su propio hijo, llevando su heroismo hasta el punto de echar desde el muro á sus contrarios la espada con que podian matarle si estaban resueltos á llevar tan cruel sentencia á cabo. Fuése luego á comer, y como oyese de repente un grito lastimero y levantándose de la mesa viese el terrible espectáculo de estar matando á su hijo, firme la voz y sereno el semblante, creia, dijo, que los enemigos habian penetrado en nuestros reductos, y volvió otra vez á sentarse tranquilamente en la mesa. García Gomez, en el año 1262, estaba de gobernador en el castillo de Cesariano, cuando los moros, aquejados por el dolor de la reciente pérdida de Sevilla, rompieron por las fronteras del reino y le pusieron un estrecho y riguroso cerco. Perdió todas sus tropas, mas no por esto dejó de resistir hasta que sus mismos enemigos, admirados de tanta lealtad y valor, le echaron una cuerda con que pudo bajar del muro y le prodigaron todo género de obsequios, curándole con el mayor celo las heridas. ¿Qué fuerza mayor que la de la virtud y la de la constancia, que hace humanos hasta los mas fieros corazones y hasta de los enemigos arranca sinceras alabanzas?

Mas nada me parece aun tan digno de encomio como la lealtad del portugués Fleccio, gobernador de Coimbra por el rey don Sancho. Habiéndose este fugado y sido llamado su hermano Alfonso al gobierno del reino por consentimiento del romano pontífice y los grandes, tuvo que sufrir Coimbra un sitio muy trabajoso y largo, y Fleccio no quiso desistir, ni aun cuando supo la muerte de Sancho; á cuya noticia, despues de haber pedido permiso para marcharse, se fué á Toledo, donde estaba enterrado su Rey, abrió respetuosamente el sepulcro y le puso las llaves en la mano, diciendo: Mientras ¡ob rey! supe que tú vivias he sufrido todos los rigores del sitio, con orines he apagado mi sed, con cuero mi hambre, y he animado á la resignacion á los ciudadanos que habian ya concebido el proyecto de entregarse. He hecho cuanto cabia esperar de un hombre constante, fiel y leal al juramento que te he prestado. Muerto ya y despues de haberte entregado las llaves de la ciudad, último deber que yo tenia, me considero libre del juramento, y voy á revelar tu muerte á los ciudadanos. Haré mas, procuraré, si lo permites, que no se resistan ya mas á tu hermano Alfonso. Lealtad y constancia dignas de ser encarecidas en todos los siglos y de honrar para siempre el linaje y sangre portuguesa.

CAPITULO XIII.

De los pobres.

Es propio de la piedad y la justicia aliviar la miseria de los pobres y los débiles, alimentar á los huérfanos, socorrer á los que necesitan de socorro. Este es el primero y principal cargo del príncipe, este el mejor y verdadero objeto de las riquezas, de que no debemos usar para nuestros propios placeres, sino para la salud de muchos, no para nuestro provecho presente, sino para cumplir con la justicia, que nunca muere. Es en nosotros un deber de humanidad abrir para todos las riquezas que hizo Dios comunes á todos los hombres,

pues á todos dió en patrimonio la tierra para que con sus frutos viviesen todos indistintamente, y solo la desenfrenada codicia pudo vindicar para sí ese don del cielo, haciendo propiedad suya los alimentos y las riquezas que no podian ser sino propiedad de todos. No debe pues maravillarnos que en la Escritura se nos recomiende tan eficazmente á los pobres, ni debe admirarse nadie de que exijamos se invierta en bien de nuestros semejantes cuando menos parte de lo que se gasta en cosas superfluas, en la redencion de los cautivos, por ejemplo, lo que en caballos; en alimento de los pobres lo que en el de los perros; en el alivio de los necesitados lo que en un lujo exagerado y necio. La tierra, aun en los años de mas escasez, da suficientemente para todos, y no habria nunca miseria si los hombres poderosos no vacilasen en abrir sus graneros y sus arcas para beneficio comun y alimento de los pobres. Quiere pues Dios, y está determinado por sus leyes, que ya que corrompida la naturaleza humana ha debido procederse á la particion de bienes comunes, no sean unos pocos los que los ocupen y se consagre siempre una parte al consuelo de los males del pueblo. ¡Cuántos pobres no podrian alimentarse y cuántas miserias aliviarse con lo que se invierte en cosas enteramente vanas, en esos vestidos preciosos con que se engalana la soberbia, en esas golosinas con que se irrita el paladar y se provoca un sin número de enfermedades, con lo que se consume en perros de caza, con lo que se da á los parásitos y á los aduladores! Mas volvamos á nuestro asunto. Procure siempre el príncipe, conforme á las miras de Dios, que por crecer unos desmesuradamente en riquezas y en poder, no queden otros excesivamente extenuados y reducidos á la última miseria. El poder corrompe á los ricos, siendo pocos los que puedan hacer fortuna y ser felices; y es indispensable que haya en la república tantos enemigos cuantos pobres, principalmente si se les quita la esperanza de salir de aquel pobre y miserable estado. Al hombre que codicia el poder, dijo con mucha razon un escritor, todo pobre le es importunísimo; no tiene cariño á nadie ni aun á su familia, no mide la honestidad de las cosas sino por el valor que tienen. No menos fundadamente dijo Platon que es tan enemiga de las artes la opulencia como la miseria, pues no suele ejercerlas el que vive ya contento con el ocio y las riquezas, ni puede el que carece de recursos comprar las herramientas. En una república en que unos rebosan de riquezas y otros carecen de lo necesario no puede haber paz ni felicidad posible; debe guardarse en esto cierta medida y establecerse una bien entendida medianía. ¿Cómo no ha de ser expuesto á graves alteraciones que haya en una nacion muchos ciudadanos faltos de viveres? Los lobos cuando hambrientos invaden los pueblos y se ven obligados por la necesidad á matar ó á perder la vida; lo que acontece á los demás animales no ¿ la de acontecer mucho mas al hombre?

Imponga pues el príncipe á los pueblos módicos tributos, favorezca el desarrollo de la agricultura y del comercio, procure que sean las artes honradas y tenidas en estima, confie á los poderosos el ejercicio de las magistraturas y cargos públicos, para que léjos de co

brarsueldo del Estado, los consideren como honoríficos y consuman en su desempeño parte de su riqueza; llámeles todos los años á la guerra y oblígueles á presentar cierto número de hombres armados, como si el enemigo estuviese ya en la frontera ó debiésemos llevar á otra nacion nuestros estandartes. Dirija, por fin, todos sus cuidados y pensamientos á que no aumenten algunos inconsideradamente en poder, cosa tan perjudicial para la república como para ellos mismos, conforme nos enseña la experiencia de un Rodrigo Davalo y un don Alvaro de Luna, que con sus inmensos tesoros y sus altos cargos y grandes dominios suscitaron contra sí la envidia y el odio de los pueblos, y murieron de muerte airada por habérseles atribuido crímenes de lesa majestad, no porque hubiesen cometido otra clase de crímenes.

La primera razon que debe tener un príncipe para aliviar la miseria y socorrer la plebe consiste en que si los ricos se viesen obligados á derramar lo que sin medida alguna acumularon, pertenecerian aquellas riquezas á muchos, y no faltarian á nadie alimentos que para todos nacen.

¡Ay! ¡Ojalá fuese tanta la beneficencia y la liberalidad de los ciudadanos como la de los primeros tiempos de la Iglesia y la que estuvo prescrita por el mismo Dios á los judíos! No existirian entre los cristianos mendigos que tuviesen que vivir una vida miserable, obligados á cada paso á extender la mano á la caridad de sus semejantes; brillaria mucho mas nuestra religion, seriamos tenidos en mucho mas los que seguimos las huellas de Jesucristo. Mas ya que despues de haber abrazado tantos pueblos nuestras creencias, no permite nuestra situacion que así suceda, ¿por qué no hemos de procurar cuando menos que vivan los pobres de los fondos públicos? Podria alcanzarse esto de tres maneras. Antiguamente estaban destinados al sustento de los pobres las rentas de los templos; hoy tan excelente institucion está en desuso, no sé por qué motivo, si ya no es porque lo bueno fácilmente se derroca y van de mal en peor nuestras costumbres. ¿Por qué no habiamos hoy de restaurarla? Si pudo tener esto lugar en los primeros tiempos donde vivia con tanta estrechez la Iglesia, ¿por qué no ha de poder tenerlo ahora que está sobrada y los templos padecen y sucumben mas bajo el peso del oro que bajo el de su vejez y su espantosa mole? El rey Recaredo, á quien entre los príncipes godos de nuestra nacion debemos mayores elogios por haber sustituido la religion católica á las herejías de Arrio, envió al sumo pontífice Gregorio trescientos vestidos y gran cantidad de oro para uso de los pobres de la Iglesia romana, y no lo hizo indudablemente sino porque entonces las rentas sagradas servian mas que todo para alivio de los necesitados. Yo á la verdad nunca he creido conveniente al bien público que se prive á los sacerdotes de las riquezas que nuestros antepasados les legaron; mas sostengo y sostendré que seria muy saludable que los mismos sacerdotes las administrasen y destinasen á usos mucho mejores y mas conformes con las costumbres de los antiguos cristianos. ¿Quién puede dudar que si se las consagrase al sustento de los pobres restituyéndolas así á sus propios dueños

como por derecho de postliminio serian mas útiles para la república y hasta para el sacerdocio? ¿Cuántos pobres no podrian vivir de esa renta y de cuán pesada carga no se verian aliviados los pueblos, carga que apenas pueden sustentar ya sobre sus hombros? Gasta hoy la mayor parte de los sacerdotes un lujo inoportuno, v solo de lo que invierten en lujo podria alimentarse una innumerable turba de mendigos. No habria necesidad de otros arbitrios para sustentar, curar y dar asilo á peregrinos y pobres, si se dedicasen estas riquezas á mas saludables usos. Se dirá quizás que en muchos pueblos es esto impracticable por ser cortas las rentas de los pueblos; mas aun cuando sea así, ¿por qué no habria de intentarlo el príncipe en las ciudades principales donde tan llenas están las arcas de las iglesias? Por qué no habria de procurar que, suprimidos los gastos superfluos, se abriesen aquellas para beneficio de los pobres? Mas no carece de peligro ni deja de sublevar el odio de los demás tocar por mucho tiempo con la punta de la pluma heridas que parecen irremediables y cánceres inveterados que están devorando la república? Bastante hago con indicar el remedio aplicando el dedo al manantial de donde nacen tantos males.

Para disminuir la multitud de mendigos que recorren las calles de nuestras ciudades han pensado y mandado modestamente los padres de la Iglesia que cada pueblo se encargue de mantener á los pobres, por ser triste ver andar errantes por todo el reino turbas de hombres sin casa ni hogar, que apenas sacan ni pueden sacar fruto de la caridad ajena. Así lo encuentro por dos concilios establecidos en Turon, y así creo que deberia hacerse y practicarse. Alegará alguno la esterilidad de ciertas comarcas, de donde es imprescindible que salgan enjambres de pobres; alegará tal vez la carestia de los víveres en ciertos períodos, carestía que obliga á pueblos enteros á trasladarse como las aves á lugares abundantes; mas aunque no podamos negar que ofrece graves dificultades llevar á cabo nuestro pensamiento, ¿por qué no hemos de probar si basta cada ciudad para alimentar sus pobres y dar luego facultad á los extraños para que si no quieren permanecer en su patria vayan pidiendo limosna de pueblo en pueblo, prescribién doles, sin embargo, que no puedan permanecer en ninguno mas de tres dias, á no ser que quieran dedicarse en alguno á profesiones mas honrosas? Se les haria esto tal vez mucho mas tolerable que si se les condenase á vivir en el mismo punto en que nacieron como enclavados en los escollos en que naufragaron. Y no porque se guardase esta regla, tantas veces adoptada como abandonada, podria entenderse nunca que nos oponemos á que se establezcan hospicios generales, principalmente en las ciudades ricas. Tales como están hoy las cosas, ¿qué razon puede alegarse para no de tener esa multitud de mendigos que anda errante por nuestros pueblos y ciudades? Si se disminuyese el nú mero seria mucho mas fácil socorrerlos. Pero yo qui siera mas, quisiera que se señalasen al efecto rentas anuales y se determinase de dónde habia de salit cuando menos una parte de los gastos, pues veo dificil alimentar tanta muchedumbre de pobres con las limos

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