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nas diariamente recogidas. Convendria empero dividir esos mismos pobres en clases y destinarles en cuanto fuese posible diferentes casas de asilo, como se hizo en los tiempos antiguos y medio entreveo en las leyes de Carlo Magno. Podrian fundarse jenodoquios para los peregrinos, tocotrofios para los pobres, nosocomios para los enfermos, horfanotrofios para evitar que los huérfanos no se corrompan faltos del cuidado paterno, gerontocomios para los ancianos, befrotrofios para los niños expósitos, que á no ser alimentados por la caridad pública hasta cierta edad, moririan por estar faltos de lo necesario, precisamente en la época mas peligrosa de la vida. Cumpliríase así con los deberes de la piedad cristiana, se obraria de una manera agradable al cielo, se atenderia al bien general de la república, se aplicarian á los mejores y mas legítimos usos las riquezas dadas por Dios.

CAPITULO XIV.

De la prudencia.

A las demás virtudes de que deoe estar adornado un príncipe ha de añadirse la prudencia, luz que alumbra todos nuestros pasos en la senda de la vida. Es la prudencia cierta prenda del ánimo en virtud de la cual mirando á todas partes, por la memoria de lo pasado, disponemos lo presente y prevenimos lo futuro, por lo que está ya claro y manifiesto rasgamos el velo de lo que está aun oculto y misterioso. Sabemos cuán difícil es hasta á los particulares dejar de errar á cada paso, atendida la variedad de los sucesos de la vida y lo impenetrables que son las voluntades de los hombres; ¿cuánto no ha de subir de punto la dificultad para el jefe supreino de un estado, de cuya resolucion dependen los intereses públicos y particulares y que debe atender desde el trono á todas las necesidades de la república como desde una alta y elevada cumbre? ¿De cuánta circunspeccion y fuerza de ingenio no ha de necesitar, ya para que no le abrume la multitud de negocios, ya para no deJarse coger en las asechanzas de hombres que refieren todos sus hechos y palabras á su comodidad propia, encubriendo sus miras con el velo de la benevolencia? ¿Es acaso poco el trabajo que hay en mandar á todos, complacer á muchos, unir las voluntades discordes, contener en la paz y en el deber á todos los súbditos de un imperio dilatado? Es tan fácil saber armonizar la severidad con la clemencia de modo que por lo benévolo no menoscabe su autoridad ni por lo severo apague la benevolencia en el ánimo de sus súbditos? En tan grande y tan dificil materia debemos excitar mucho mas la atencion del príncipe y ayudar sus esfuerzos con algunas pruebas y ejemplos.

Lleva el hombre á cabo con su razon cosas mucho mayores que las que permiten sus escasas fuerzas. Al ver un gran palacio de ancho cimiento y espantosa mole levantado sobre vastas columnas desde la base al entablamento, ¿quién podria creer que fuese obra del hombre si no supiese que en aquello pudo trabajar mas la razon y el arte que los hombros y los músculos del brazo? Auxiliado por el saber, ejecuta el hombre cosas que parecen verdaderamente increibles. La prudencia

pues es tambien una de esas cosas que no se alcanzan sino á fuerza de ingenio, de experiencia y de preceptos. Lo que es verdaderamente un don del cielo y no es posible alcanzar con el arte es el ingenio; si no le tiene el príncipe ó le tiene muy escaso, ¿ de qué han de servir los esfuerzos de sus ayos? ¿ni quién tampoco lia de poder destruir sus vicios naturales ni convertirlos en virtudes? Son fatales los vicios de los príncipes, pero hemos de sufrirlos y tolerarlos ni mas ni menos que la esterilidad del suelo, las sequías y las demás calamidades de la naturaleza. Ni son tan continuos que no puedan quedar compensados por las virtudes de sus sucesores, ni tan incurables que debamos perder toda esperanza. Sucede con los príncipes lo que con los árboles y los séres animados, que los hay que llegan tarde á sazonarse. Los hay que necesitan de esmerado cultivo, y es indudable que con una buena educacion los mismos vicios naturales se corrigen, y á fuerza de preceptos se excita el ingenio. Gracias á nuestra ignorancia, desesperamos desde un principio, y léjos de aplicar remedio alguno, dejamos que se entreguen á la influencia de sus inclinaciones y carácter. Mas acerca de este punto hemos hablado ya mucho mas en otro capítulo. A medida que el príncipe va entrando en años, es imposible que le falte la experiencia en los negocios, á que es principalmente debida la prudencia, y yo no puedo creer que haya un ingenio tan tardío que no dispierte al fin y no sepa lo que debe hacerse, bien juzgando por sí, recordando y comparando los pasados tiempos, bien convenciéndose por sus errores de que ha de seguir los consejos ajenos, medio muy saludable hasta para los príncipes de mas eminentes facultades. Sabiamente, á mi parecer, dijo Juan II de Portugal que el mando hace prudentes á los príncipes, pues les pone en continuo trato con hombres aventajados en todos los ramos del saber, que nunca faltan en las casas reales, y cuando hablan con sus reyes procuran probar lo que dicen en discursos elegantemente trabajados y llenos de prudencia, que son para el príncipe otras tantas lecciones, sobre todo si á ejemplo de Salomon implora noche y dia la luz del cielo y el favor divino. Conviene además que lea mucho el príncipe, sobre todo historia, precepto que no sin razon dió Demetrio Falerio á Ptolemeo, filadelfo, fundándose en que no hablando los cortesanos sino para adular al príncipe, nadie se atreve á reprender sus errores, y para remediar este mal conviene que oiga maestros mudos que aconsejen lo saludable y condenen en otros los vicios del que lee.

Todo lo que hasta aquí llevamos dicho acerca de cada una de las virtudes y deberes de la vida ha de servir principalmente para alcanzar la prudencia, de la que todas las demás dependen, y sin la que es indispensable que estén todas las demás facultades metidas en cieno y envueltas en tinieblas. Mas para que en este punto no quede manco nuestro libro, vamos á añadir sobre esta virtud algunos preceptos especiales, y favorecer los esfuerzos del príncipe en una materia que es entre todas la mas grave. Lo primero y lo que mas frecuentemente debe inculcarse á los reyes es que por muy prudentes que sean y muy versados que estén en

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y fingiéndose contra él montado en cólera, medio ingenioso á que debió principalmente su salvacion Cárlos, príncipe de Salerno. Vencido este y hecho prisionero en una batalla naval por Roger de Lauria, estaba encarcelado en Mesina, donde los sicilianos le condenaron á muerte. Trataban de castigar en él la muerte de Coradino, condenado injustamente por su padre el rey de Nápoles; mas le salvó la reina de Aragon mandándole prender y asegurando que consultaria al Rey para que se le aplicase el mayor castigo. No conviene además querer extirpar de un golpe los vicios, principalmente si han echado ya muy hondas raíces, pues está el vulgo muy apegado á sus hábitos, aun cuando los condene manifiestamente la experiencia, y las llagas antiguas cuanto mas se manosean tanto mas se encruelecen, y muchas veces rechazan todo remedio y medicina. Con maña pues mejor que con las armas es preciso contener los fieros ímpetus de la muchedumbre.

los negocios no deben confiar nunca en sí mismos, cosa muy perjudicial por cierto, si no que deben siempre pedir consejos á varones graves, preguntar su parecer, seguir sus decisiones. No ignoro que muchos hablarán solo para agradarle, vituperando tal vez á los que sean objeto de sus odios personales; mas¿qué paso ha de darse en las cosas del mundo que no tenga sus peligros? ¿No puede además el príncipe elegir sus consultores? Si obra este á su antojo, es muy fácil que se deje levar de sus propios afectos mas bien que del peso de las razones; es fácil que se deje engañar por las pérfidas delaciones de sus cortesanos y baje sin pensarlo al fondo de su ruina, tanto, que si se me da á elegir, prefiero un príncipe torpe que oiga, á otro agudo y perspicaz que no admita mas que sus propias decisiones. Por de contado que no conviene, principalmente si está resuelto á un negocio, que pida consejos á personas de tanta autoridad que sea luego indispensable hacer lo que sintieren, dijeren y juzgaren; mas esto, como es fácil conocer, puede suceder solo á los particulares y no al príncipe, ya porque no ha de sujetar á la deliberacion de otros cosas que tenga ya resueltas de antemano, pues se entiende que pide el parecer ajeno para ver lo que ha de deliberar sobre un punto dado, ya porque atendida su dignidad no ha de haber quien trate de imponerle sus opiniones, y ha de quedarle siempre la libertad de resolver lo que mejor le pareciere. Hay mas; se ha de procurar con mucho ahinco evitar que nadie adquiera un ascendiente tal en el ánimo del príncipe que dependan de su sola voluntad, ya todos los negocios de la república, ya parte de ellos, pues no me cansaré nunca de repetir que prueba mucho contra la grandeza del príncipe el que tenga junto á sí muy poderosos validos.

Si cuando pide el príncipe consejo, olvidándose alguno de su posicion y de la majestad que ante sí tiene, manifestase con demasiada libertad su parecer, creo que debe el príncipe dispensárselo, pues nadie debe ser castigado por su libertad en hablar, por mas que haya emitido una opinion necia y ridícula. ¿Cómo no ha de faltar quien trate de persuadir si hay en querer persuadir peligro?

Tampoco debe el príncipe presentarse directamente á resistir la muchedumbre cuando esté amotinada. Un pueblo irritado es como el torrente, todo lo arrolla y lo derriba todo. No bien ha perdido el temor, cuando no respeta ni al mismo príncipe, y sabiendo que es pasajera su ira, conviene que este para sosegarla apele mas al arte que á las armas. Conviene disimular, y á mi modo de ver, se ha de acceder algunas veces á sus súplicas. Armado el tumulto, nada impedirá que se castigue á los que principalmente lo promovieron, y soy de parecer que esto debe hacerse siempre individualmente, pues es el mas saludable medio para debilitar la voluntad de la muchedumbre. Despues de muerto Galba y proclamado en Roma el emperador Oton, gobernábase todo al antojo de la soldadesca que habia dispuesto del imperio. Pretendíase castigar hasta á inocentes, y entre otros á Mario Celso, designado cónsul, cuya inocencia é industria aborrecian como si fuesen malas artes. Salvóle Oton del furor de la muchedumbre mandando atarle

Nunca debe tampoco el príncipe empeñarse en llevar á cabo empresas que deban repugnar á los ciudadanos, ora se trate de declarar la guerra, ora de imponer tributos, ora de castigar á los delincuentes; conviene seguir casi siempre el parecer de la muchedumbre, pues no es fácil violentar los ánimos como los cuerpos, y debe el rey, si no se despoja del nombre de tal, mandar á súbditos que quieran obedecerle, precepto saludabilisimo tratándose de tan vasto y dilatado imperio. Cada provincia tiene su manera de ver las cosas, y ha de acomodarse el príncipe á las opiniones de unas y otras, ya que destruirlas no es posible, que de otro modo podria muy bien enajenarse el ánimo de muchos y turbar sin querer la paz del reino. Unos quieren ser tratados con amor, otros no obedecen şino al miedo, no pocos reputan cruel sujetar á las leyes á varones esclarecidísimos que han sabido elevarse con extraordinarios hechos sobre el nivel de sus conciudadanos. El príncipe prudente debe emplear para el gobierno de cada provincia diferentes medios, pero no por esto ha de dejar de hacer lo que, aunque no merezca la aprobacion de los provincianos, pueda redundar en beneficio y pro de la repú blica.

Hemos manifestado ya en otro capítulo que el miedo y el castigo y el premio y la esperanza vienen á ser los nervios que unen en un solo cuerpo las diversas partes del imperio, sobre lo cual, aun cuando podria decir mu cho, me contentaré con advertir que no debe dejar extinguirse en el ánimo de los súbditos el amor hacia los príncipes, sino que se debe alimentar, por lo contrario, con todo el arte posible tan bien hechora llama. El miedo no es el mejor maestro del deber, pero es indudablemente necesario. A no ser el miedo, ¿qué remedios no dejarian de ser eficaces en medio de tanta multitud de hombres malvados? Ha de portarse, sin embargo, el príncipe de modo que puedan temer siempre los ciudadanos mayores castigos que los que al presente les aflijan, pues el miedo es por su naturaleza indefinido y no tiene límites como el dolor, que está siempre limitado por la naturaleza de nuestros sufrimientos. No tememos por lo que padecemos, sino por lo que podemos padecer; así que será mucho de desear que no agote nunca el príncipe su fuerza y su poder en castigar los

delitos, antes bien procure templar la severidad con la clemencia, de manera que todos y cada uno de los criminales puedan ver ante sus ojos penas mucho mas fuertes que las que están sufriendo. Esta es la mas segura regla para que no sea despreciado por sus súbditos, siendo ya cosa sabida que nada hay mas débil que la crueldad ni nada que produzca menos resultados. Es fácil tambien y no menos pernicioso agotar la esperanza, cosa que puede suceder de dos maneras, ó por exceso ó por defecto. No conviene bajo ningun punto de vista acumular todos los beneficios en uno ó en muy pocos hombres, de modo que poco tengan ya que esperar de la liberalidad del príncipe; entre otros inconve nientes, tiene esto el de hacer flojos á los ciudadanos para el servicio de su patria, pues al hombre nunca le mueve tanto el favor como le mueve la esperanza. Páganse luego tantos beneficios, no con amor, sino con odio; el que los recibió, como es natural, desea ver quitado de en medio un acreedor de quien ya nada espera. Dé pues el principe poco, pero á menudo, y logrará así estimular á sus súbditos con la esperanza de mayores beneficios, hacerles mas celosos en el cumplimiento de sus deberes y no ver agotada la fuente de la liberalidad por haber sido pródigo en conferir á uno solo toda clase de riquezas y de honores. Puédese tambien extinguir la esperanza en el pecho de los súbditos por ser tan severo el príncipe, que cierre al delincuente toda puerta por donde le quepa salir de sus apuros. Cuando crea que haya alguno digno de perdon, déjele franca la entrada á su favor, mas que merezca ser castigado por las leyes; aparente que no cree los crímenes de que se le acusa, procure que aborrezca los mismos beneficios que está dispuesto á concederle por obligarle á confesar que habia preferido la muerte al destierro, confesion siempre penosa y repugnante. No debe nunca ponerle en el trance de que mas sienta haber recibido la vida que la muerte. Excluida ya la esperanza, ¿ cómo no ha de buscar oportunidad el delincuente para traiciones y asechanzas, cómo no ha de trabajar para cubrir su dolor y su afrenta con perjuicio de la república y del príncipe?

No desista tampoco cuanto pueda de excitar el amor en el ánimo de sus súbditos ni de hacerse popular por buen camino. Las palabras «aborrézcanme, pero teman», son solo propias de un tirano. Raras veces puede un príncipe sobrellevar el odio de su pueblo; preséntese siempre humilde, así en el traje como en el continente, baga bien á todos, y si no á muchos, dé á cuantos pidan, ócuando menos no les quite la esperanza de alcanzarlo; manilieste su buen deseo en concedérselo, haláguele con blandas palabras, procure que nadie se aparte de su vista triste y abatido, recuerde siempre que se hace pesadísimo ver unida á la supremacia del poder la dureza en el trato y la aspereza en las palabras.

Soltar el freno á la ira es hasta vergonzoso en los particulares, pero mucho mas en el príncipe, cuyos intereses destruye poderosamente. Delegue siempre á otros para negar lo que no puede concederse y castigar severamente las faltas cometidas; si ha de corregir alguna costumbre del pueblo, si ha de apaciguar algun motin, es mas ventajoso para él echar

mano de jueces severos á quienes podrá residenciar luego que hayan cumplido con su cargo, castigándoles con el mayor rigor caso que hayan abusado del poder que les confiara. Quedará así castigada la rebelion de sus súbditos, sin dejar de tener aun en su favor el afecto de la muchedumbre. Los magistrados demasiado benignos faltan muchas veces levantando odios contra su principe; los severos contribuyen algunas á que se les profese mas cariño.

Tenga tambien presente el príncipe que nada mueve tanto como la utilidad propia así á los reyes como á los particulares, y no crea nunca firmes las alianzas ni las amistades de que no se pueda esperar ningun provecho. Procure pues obligar con esta esperanza la voluntad de todos, y esté bien persuadido de que esta es la mas segura garantía de que ha de cumplirse la palabra dada. Tales son por cierto la condicion y la naturaleza humanas. Evite empero que hombres vulgares y sin ninguna virtud superior salgan de repente de las tinieblas á la luz y se eleven desde los mas inferiores servicios de palacio á los mas altos honores y mas eminentes dignidades. Raras veces acontece esto sin excitar el odio de los ciudadanos ni promover alteraciones, como podemos ver por el reinado de Enrique IV, en que con mas frecuencia se cometió esta falta. Nombró Enrique á Miguel Iranzo general de caballería, á Gomez Solís, llamado por su patria el Caceriense, de noble familia, pero de escasa fortuna, primero procurador de palacio, despues por voto de los soldados maestre de Alcántara; á Alvaro Gomez, propietario y señor de muchos pueblos. ¿Quiénes eran con todo esos hombres, quiénes sus padres, cuál su ingenio? Yo convengo en que nada deba negarse ni haya puerta cerrada para el hombre de gran saber, para el hombre de mucha virtud y prudencia; convengo en que así como en los caballos, toros y perros debe mirarse mas la índole y virtud de cada uno, que la raza, familia ni padres á que pertenece; mas como tiene el mérito sus grados, grados deben tener tambien los premios. Vamos á dar ahora un ejemplo de un valor eminente y acendrado. Tenia san Fernando puesto sitio á Sevilla, cuando García Vargas, natural de Toledo, dió grandes é ilustres pruebas del valor que le animaba. Separóse de los demás con otro camarada, y estaban ya siguiendo la ribera del rio, ignoro con qué objeto, cuando vieron venir sobre sí siete caballeros moros. El camarada es de parecer que se retiren, mas García insiste en que se han de quedar allí por segura que parezca su derrota, y no apelar á una fuga, que habia de atraer sobre ellos la afrentosa nota de cobardes. Arrebata en tanto las armas á su abatido compañero; mas los enemigos le conocen y rehusan el combate. Habia ya García andado un buen trecho, cuando al ponerse el capacete advierte que se le ha caido la coliezuela, y vuelve atrás siguiendo con la mayor calma y tranquilidad los mismos pasos. El Rey, que por casualidad lo estuvo viendo todo desde sus reales, creyó que iba á repetirse el combate; mas él, luego de haber reco gido la cofia, regresa sin daño á los suyos por persistir los moros en la idea de no aceptar la lucha. Fué mucho mayor la gloria que le cupo por este hecho en

razon de no haber querido revelar nunca el nombre de su camarada, por mas que se lo preguntaron muchas veces. Sucedió poco tiempo despues que un soldado echó en cara á García, aunque privadamente, que llevaba ondas en su escudo, y era este timbre que no pertenecia á su familia. Nadie suele llevar con mas resignacion un vituperio que el que se siente libre de toda falta; ocultó por de pronto su cólera, y luego en un ataque que dieron los nuestros contra los reductos de Triana, arrabal de Sevilla, insistió por tanto tiempo en la lucha, que apenas pudo escapar de ella con vida, y salió con las armas y el escudo enteramente abolladas por una lluvia de piedras y de dardos. Volviéndose entonces á su rival, que estaba en lugar seguro, con razon, dijo, nos niegas á nosotros timbres que exponemos á tan graves peligros; tú eres sin duda mas cauto, pues están enteros. Corrido entonces de vergüenza, reconoció el soldado su culpa, y le pidió un perdon, que le concedió sin esfuerzo el héroe, contento de haber vengado su ultraje rivalizando en valor y en osadía. A un hombre tal, pertenezca al linaje que quisiere, es claro que pueden dársele todas las riquezas, honores y dignidades, sin temer nigun género de ofensa, antes bien recibiendo del pueblo grandísimos aplausos.

Evite además el príncipe ejercer su imperio obligando á un juez á que proceda contra un ciudadano que ni cometió falta alguna ni tiene quién le acuse, pues esto es solo propio de tiranos, y el que se decide por una ú otra parte sin ver el proceso y sin seguir las formas ordinarias del juicio obra injustamente, aun sentenciando conforme á ley y derecho. Se ha hecho ya mencion de lo que sucedió á Fernando IV, emplazado para ante la justicia de Dios por haber sido tan precipitado en castigar á los hermanos Carvajales. Creemos oportuno trascribir ahora el consejo que dió Jaime, rey de Aragon, á su yerno Alfonso el Sabio. Habia venido aquel á Búrgos para honrar las bodas de su nieto el príncipe Fernando; y luego que se hubo disipado la tempestad que amenazaba á los reyes de Castilla por haberse enajenado el ánimo de los grandes, reprendió con gravísimas palabras á Alfonso, y le dijo, entre otras cosas, que prefiriese ser amado que aborrecido de sus súbditos, que en el amor de los ciudadanos estaba la salvacion de la república, en el odio la ruina; que procurase granjearse la voluntad de todas las clases del Estado, y ante todo la del clero, para poder oponerse mejor á los desmanes de la nobleza; que no castigase, por fin, ocultamente á nadie, pues esto, además de ser un indicio de temor, rebaiaba en mucho la majestad y grandeza de los reyes. Juzgue tambien ilícito el príncipe alterar por sí lo ya pasado en autoridad de cosa juzgada, y tenga por seguro que ha de provocar grandes males si así lo hace por seguir su antojo ó el de sus cortesanos. Debe mas bien prevenir que castigar los delitos, y á esto ba de referir principalmente todos sus acuerdos y sus instituciones. ¿No es acaso mejor medicina la que previene la enfermedad que la que cura al enfermo? En esto son muy de alabar las leyes de los persas. No ha de haber límites para la autoridad del príncipe; mas debe, sin embargo, atender á las cosas mas insignificantes, pues de ellas pue

den nacer ventajas de grandísima importancia. ¡Cuán pequeñas no son las gotas de agua, y de ellas se forman, no obstante, los rios y con ellas se destruyen las ciudades! ¡Cuántas veces por haber mirado con desprecio una chispa se han provocado grandes incendios!

Hemos manifestado ya en otro capítulo que no es nunca lícita á los reyes la mentira, pero que tiene necesidad de disimular, ya para administrar mejor la re- 1 pública, ya para granjearse mejor el cariño de los ciuda danos. Si no procura encubrir sus resoluciones y afectar benignidad hasta para los que obran mal, es indudable que se verá envuelto no pocas veces en graves dificultades. Conviene muchas veces que prepare una expedicion, equipe una armada y haga levas, si así lo permiten las circunstancias, si no con ánimo deliberadə de hacer la guerra, para excitar por lo menos el ingenio de los suyos, tener suspensos los ánimos de los príncipes vecinos y debilitar con nuevos gastos sus fuerzas. Conviene que aun á sus mismos embajadores oculte sus mas íntimos secretos, para que ignorándolos cumplan mejor con los mandatos de su príncipe. Conviene, por fin, que evitando los extremos, siga en todo un término medio, mientras no sobrevengan circunstancias que le hagan inclinar á una ú otra parte.

En nuestra misma historia tenemos numerosos ejemplos que confirman estas verdades manifiestas. Si Juan I de Castilla se vió envuelto en graves calamidades no fué sino porque al pretender el reino de Portugal, despues de la muerte de su suegro, se adelantó sin armas como deseando terminar pacíficamente el negocio y dejó que le siguieran á largo trecho sus tropas, cuando convenia ó invadir repentinamente la Lusita nia con todo el lleno de sus fuerzas, ó depuestas las armas, decidirse á resolver la cuestion en el terreno puro del derecho. Preparáronse los enemigos y dióles para ello tiempo la tardauza de las tropas castellanas. Por la historia romana vemos tambien que cuando las legiones de la república, circuida por todas partes de los samnitas, se veian obligadas á pasar por las horcas caudinas, sin esperanza de poder salir bien de tan dificil paso, consultado el samuita Poncio por medio de embajadores sobre lo que debia hacerse con los sitiados, contestó primero que debian dejarles escapar sin causarles daño alguno, y luego viendo que reprobaban su consejo, que los pasasen á todos por la espada. En el primer caso se proponia Poncio granjearse el amor de los romanos; en el segundo debilitar por muchos años las fuerzas de sus enemigos. Creyeron los samnitas que no habian de tener en mucho los consejos de un hombre que estaba abrumado ya por el peso de los años, é hicieron pasar bajo el yugo á los soldados romanos, afrenta con que irritaron tanto á sus enemigos en perjuicio propio, que pagaron luegò caro tan grave error y se desvaneció como el humo la alegría del inesperado triunfo.

Nada hay mas ajeno de los intereses del príncipe que fiar la salvacion de la república al azar y al capricho de la suerte. Lo mismo debe castigar al vencedor cuan do se haya este excedido que dar la mano al vencido cuando dirigió sabia y prudentemente la batalla. Es, à nuestro modo de ver, muy de aplaudir la costumbre de

los cartagineses, que crucificaban á sus capitanes aun cuando hubiesen alcanzado victoria si se habian empeñado temerariamente en trances peligrosos, severidad que tuvo tambien lugar en la Lacedemonia.

Mas para cumplir con todos estos preceptos basta que tenga presente uno solo, basta que use de su poder como si lo tuviese precariamente, no por derecho propio ni por derecho hereditario. Obrará sí con mayor seguridad y será el mejor de los príncipes. En medio de la mas profunda paz pensará en la guerra para que excitada de repente no le coja durmiendo y desprevenido; creerá y recordará siempre que la muchedumbre es parecida á una fiera que, aunque domesticada, descubre siempre sus naturales instintos; se hará cargo de que es un caballo indómito que sacude de un solo golpe al inexperto y desprevenido jinete. El gobierno monárquico es de tal naturaleza, como hace observar Aristóteles, que puede ser disuelto mas fácilmente que las demás instituciones, pues constituido por la voluntad de los ciudadanos, solo puede subsistir mientras subsista esta. Cáptese pues el amor de los suyos, una en su favor todas las voluntades, evite las ofensas del pueblo, opóngase á la injusticia, procure la salud de todos, distribuya entre todos los honores, las dignidades, las riquezas; pórtese, al fin, de modo que todos los ciudadanos crean deberle mas á él que á sus mismos padres. Prepárese en medio de la paz para la guerra, hágase con armas y caballos, construya fortalezas, prevenga guarniciones, firme pactos de alianza con los vecinos y con los de remotas naciones, abrace la paz, sin descuidarse nunca de hacer aprestos militares para que pueda ser así su poder mas seguro y eterno.

Pero hemos hablado de la necesidad de armonía con los príncipes extranjeros, y debo hacer una observacion sobre este punto. Evite el príncipe con aquellos toda clase de conferencias personales, pues raras veces dejan de traer consigo gravísimos perjuicios; válgase siempre de embajadores. Felipe de Cominges, historiador francés del siglo pasado, que puede ser muy bien comparado con los antiguos, ha emitido el mismo parecer, y lo ha apoyado con abundancia de ejemplos, creo oportuno trasladar aquí sus mismas palabras. «Neciamente, dice, apelan á conferencias personales príncipes de igual poder, sobre todo cuando trascurridos ya los años de su mocedad, sucede la emulacion á los juegos y pasatiempos en que la invierten. Ni suele acontecer esto sin peligro de ambas partes, ni aun cuando esto no sea, sacan de la entrevista sino celos y mayores odios. Es indudablemente mas ventajoso que se ponga en manos de embajadores prudentes, ya la decision de las querellas que se susciten entre los reyes, ya el arreglo de cualquier otro negocio. Me ha enseñado mucho mi experiencia propia, y juzgo conveniente presentar ciertos ejemplos. Entre las naciones cristianas no hay dos que estén mas estrechamente unidas que las de Francia y Castilla, cuya amistad está sancionada por solemnes juramentos, no solo entre rey y rey, sino entre pueblo y pueblo. Confiados en esta amistad, se reunieron en la frontera de ambos reinos Luis XI, rey de Francia, y Enrique, rey de Castilla, poco despues de haber subido aquel al trono. Llegó Enrique hasta Fuenterrabía rodeado de

una comitiva espléndida, en que iba el gran maestre de Santiago, el arzobispo de Toledo y ante todos el conde de Ledesma, gran privado del Rey. El monarca Francés se quedó en San Juan'de Luz, acompañado, segun costumbre, de muchos grandes. Habia ya de una y otra corte en Bayona numerosos magnates; no bien se vieron cuando estalló entre ellos la discordia. Asistió tambien á la entrevista la reina de Aragon, que tenia pleito con Enrique sobre Estella y otros pueblos vascos, puestos en manos del de Francia. Habláronse brevemente los reyes una ó dos veces en la ribera citerior del rio que divide Francia y España, y no se dijeron sino lo que pareció oportuno al Maestre y al Arzobispo, de quienes dependian exclusivamente los negocios. Pasaron desde allí á San Juan, donde el de Francia obsequió mucho al de Castilla. Pasó el rio el conde de Ledesma con una vela tejida de oro, un traje no menos rico y elegantes botas recamadas de piedras preciosas. Enrique presentaba, por lo contrario, un aspecto repugnante y vestia de una manera muy descuidada é ingrata para los franceses; nuestro Rey con traje innoble, con calzon corto y un birrete vulgar, á que llevaba cosida una imágen de plomo. Nacieron de aquí epígramas y carcajadas por no saber atribuir los españoles aquella humildad del Rey mas que á una sórdida avaricia. ¿Qué ventaja se cree resultó de esta entrevista? No dió lugar sino á que conspiraran los grandes de uno y otro reino para reducir á Enrique á la triste condicion en que yo mismo le he visto, oprimido, vejado y abandonado por los suyos. La reina de Aragon salió quejándose de que nuestro Rey se hubiese declarado en favor de Enrique; y aunque ayudó á los que estaban haciendo la guerra en Cataluña, no pudo evitar el rompimiento de una guerra entre Aragon y Francia, guerra que hace ya diez y seis años que está durando.

>>Tenemos otro ejemplo en la entrevista que tuvieron Carlos de Borgoña y el emperador Federico, que aun hoy vive. Provocóla el primero para tratar de muchos negocios, y especialmente del matrimonio de sus hijos, y se reunieron los dos príncipes en Tréveris. Despues de haber pasado muchos dias en esta ciudad, la dejó el Emperador, sin respetar los derechos de la hospitalidad ni saludar á Cárlos, cosa que este no pudo menos de tomar por un ultraje. Burlábanse los alemanes del lujoso traje con que habia asistido el Duque á la entrevista, traje que suponian comprado al efecto para hacer alarde de la riqueza de su ducado y consideraban como una prueba de su soberbia y arrogancia. Los borgoñones, por lo contrario, no podian menos de mirar con desprecio al César por su mezquino porte y escasa comitiva; así que surgieron odios, que no pararon hasta que se declaró la guerra que tuvo lugar en Novesio.

>>Eduardo de Inglaterra estuvo tambien dos dias con su cuñado Cárlos de Borgoña en San Pablo de Artois; cuento lo que yo mismo he visto. Divididos los realis tas en bandos, convinieron todos en manos de Carlos sus querellas. Carlos no podia menos de inclinarse á una ú otra parte, así que no logró mas que avivar odios, y este fué el único resultado de la conferencia. El mismo Eduardo, para recobrar el reino de que habia sido arrojado por el conde de Berwick, fué socorrido con tropas, con naves, con dinero; mas ni aun con esto

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