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so, ó tal que no se pueda convenir con él. Esto es cabalmente

lo que hizo el célebre Balmes, ya dos veces citado en este capítulo, abordando francamente la cuestion acerca del tribunal del Santo Oficio en tiempo de Felipe II, y escribiendo con imparcialidad en un punto en que por una y otra parte se había escrito con pasion y desmedido calor. Críticas eran las circunstancias en que habló aquel célebre publicista, y con todo fué escuchado, y logró rectificar algunas ideas. De entónces acá los desengaños y el hastío de la política han abierto los ojos á muchas personas y calmado la efervescencia que reinaba en el ánimo de otras; y no han faltado otros escritores que han escrito juiciosamente en la materia (1), desentendiéndose del servum pecus, que repite en diferentes tonos las vulgaridades de los filosofastros del año 12. Por mi parte pudiera añadir algunas observaciones sobre este punto; pero ni mi pluma es tan autorizada como la de aquel malogrado critico, ni sabría decirlas tan bien como él.

<«<Los protestantes, dice, promovieron una revolucion religiosa, y es una ley constante que toda revolucion, ó destruye el poder atacado, ó le hace más severo y más duro. Lo que ántes se hubiera juzgado indiferente, se considera como sospechoso, y lo que en otras circunstancias sólo se hubiera tenido por una falta, es mirado entónces por un crimen. Se está con un temor contínuo de que la libertad se convierta en licencia; y como las revoluciones destruyen invocando la reforma, quien se atreva á hablar de eila corre peligro de ser culpado de perturbador. La misma prudencia en la conducta será tildada de precaucion hipócrita, un lenguaje franco y sincero calificado de insolencia y de sugestion peligrosa; la reserva lo será de mañosa resistencia, y hasta el mismo silencio será tenido por significativo y por disimulo alarmante.

En confir

(1) Puede citarse entre estos al Sr. D. José Amador de los Rios en su Ensayo histórico sobre los judíos en España.

El Abate Morell, redactor del Univers, ha escrito una apología de la Inquisicion, considerándola como tribunal meramente eclesiástico, lo cual no es cierto, pues tenía el Rey demasiada intervencion en él.

macion de estas observaciones aduciré un ejemplo, que servirá por muchos otros; quiero hablar de lo que sucedió con respecto a las Biblias en lengua vulgar, pues que esto nos dará una idea de lo que anduvo sucediendo en lo demas, por el mismo curso natural de las cosas. Cabalmente tengo á la mano un testimonio tan respetable como interesante: el mismo Carranza, de quien acabo de hablar. Oigamos lo que dice en el prólogo que precede á sus Comentarios sobre el catecismo cristiano:-<«<Antes que las herejías de Lutero saliesen del infierno á esta luz del mundo, no sé yo que estuviese vedada la Sagrada Escritura en lenguas vulgares entre ningunas gentes. En España habia Biblias trasladadas en vulgar, por mandato de Reyes católicos, en tiempos que se consentían vivir entre cristianos los moros y judíos en sus leyes (1). Despues que los judíos fueron echados de España, hallaron los jueces de la religion, que algunos de los que se convirtieron á nuestra santa fe, instruían á sus hijos en el judaismo, enseñándoles las ceremonias de la ley de Moisés por aquellas Biblias vulgares; las cuales ellos imprimieron despues en Italia en la ciudad de Ferrara. Por esta causa tan justa se vedaron las Biblias vulgares en España; pero siempre se tuvo miramiento á los colegios y monasterios, y á las personas nobles, que estaban fuera de sospecha, y se les daba licencia que las tuviesen y leyesen. » Continúa Carranza haciendo en pocas palabras la historia de estas prohibiciones en Alemania, Francia y otras partes, y despues prosigue : :-«En España, que estaba y está limpia de la zizaña, por merced y gracia de Nuestro Señor, proveyeron en vedar generalmente todas traslaciones vulgares de la Escritura, por quitar la ocasion á los extranjeros de tratar sus diferencias con personas simples y sin letras. Y tambien porque tenían y tienen experiencia de casos particulares y errores que comenzaban à nacer en España, y hallaban que la raiz era haber leido algunas partes de la Escritura, sin las entender. Esto que he dicho aquí es historia ver

(1) En el archivo de los Sres. Duques de Liria se halla una sumamente preciosa, traducida por un rabino español, de órden del Marqués de Villena. Salvóla el Conde-duque de Olivares, á quien perteneció; y está custodiada con el mayor esmero.

dadera de lo que ha pasado. Y por este fundamento se ha prohibido la Biblia en lengua vulgar. »- Este curioso pasaje de Carranza nos explica en pocas palabras el curso que anduvieron siguiendo las cosas. Primero no existe ninguna prohibicion, pero el abuso de los judíos la provoca; bien que dejándosc, como se ve por el mismo texto, alguna latitud. Vienen en seguida los protestantes, perturban la Europa con sus Biblias, amenaza el peligro de introducirse los nuevos errores en España, se descubre que algunos extraviados lo han sido por mala inteligencia de algun pasaje de la Biblia (1), lo que obliga á quitar esta arma á los extranjeros que intentasen seducir á las personas sencillas, y así la prohibicion se hace general y rigurosa. »

<< Viendo en la Inquisicion un tribunal extraordinario, no han podido concebir algunos, cómo era posible su existencia sin suponer en el Monarca, que le sostenía y fomentaba, razones de Estado muy profundas, miras que alcanzaban mucho más allá de lo que se descubre en la superficie de las cosas. No se ha querido ver que cada época tiene su espíritu, su modo particular de mirar las cosas, y su sistema de accion, sea para procurarse bienes, sea para evitarse males. En aquellos tiempos en que por todos los reinos de Europa se apelaba al hierro y al fuego en las cuestiones religiosas, en que así los protestantes como los católicos quemaban á sus adversarios, en que la Inglaterra, la Francia, la Alemania estaban presenciando las escenas más crueles, se encontraba tan natural, tan en el órden regular la quema de un hereje, que en nada chocaba con las ideas comunes. A nosotros se nos erizan los cabellos á la sola idea de quemar un hombre vivo. Hallándonos en una sociedad donde el sentimiento religioso se ha amortiguado en tal manera, y acostumbrados á vivir entre hombres que tienen religion diferente de la nuestra, y á ve ces ninguna, no alcanzamos á concebir que pasaba entonces como un suceso muy ordinario el ser conducidos al patíbulo esta clase de hombres. Léanse, empero, los escritores de aque

(1) Véase la verdad de esto en lo que pasó con Rodrigo Valer (S. 79 de este capítulo), si bien le perjudicó tambien el poco latin que sabía.

llos tiempos, y se notará la inmensa diferencia que va de nuestras costumbres á las suyas, se observará que nuestro lenguaje templado y tolerante hubiera sido para ellos incomprensible. ¿Qué más? El mismo Carranza, que tanto sufrió de la Inquisicion, & piensan quizás algunos como opinaba sobre estas materias? En su citada obra, siempre que se ofrece la oportunidad de tocar este punto, emite las mismas ideas de su tiempo, sin detenerse siquiera en probarlas, dándolas como cosa fuera de duda. Cuando en Inglaterra se encontraba al lado de la Reina María, sin ningun reparo ponía tambien en planta sus opiniones sobre el rigor con que debían ser tratados los herejes; y á buen seguro que lo hacía sin sospechar en su intolerancia que tanto había de sentir su nombre para atacar esa misma intolerancia (1). Los Reyes y los pueblos, los eclesiásticos y los seglares, todos estaban acordes en este punto. ¿Qué se diría ahora de un Rey que con sus manos aproximase la leña para quemar á un hereje, que impusiese la pena de horadar la lengua á los blasfemos con un hierro? Pues lo primero se cuenta de San Fernando, y lo segundo lo hacía San Luis. Aspavientos hacemos ahora cuando vemos á Felipe II asistir á un auto de fe; pero si consideramos que la corte, los grandes, lo más escogido de la sociedad rodeaban en semejante caso al Rey, verémos que si esto á nosotros nos parece horroroso, insoportable, no lo era para aquellos hombres, que tenían ideas y sentimientos muy diferentes. No se diga que la voluntad del Monarca lo prescribía así, y que era fuerza obedecerle; no, no era la voluntad del Monarca la que obraba, era el espíritu de la época. No hay Monarca tan poderoso que pueda celebrar una ceremonia semejante si estuviese en contradiccion con el espíritu de su tiempo; no hay Monarca tan insensible que no esté él propio afectado del siglo en que reina. Suponed el más poderoso, el más absoluto de nuestros tiempos : Napoleon en su apogeo, ó el actual Emperador de Rusia, y ved si alcanzar podría su voluntad á violentar hasta tal punto las costumbres de su siglo. A los que afirman que la Inquisicion era un ins

(1) Los escritores protestantes hacen subir á 30.000 los ingleses que Carranza quemó ó desterró por protestantes. En estos cáculos conviene rebajar, por lo menos, la mitad de la mitad.

trumento de Felipe II, se les puede salir al encuentro con una anécdota, que por cierto no es muy á propósito para confirmarnos en esa opinion. No quiero dejar de referirla aquí, pues que á más de ser muy curiosa é interesante, retrata las ideas y costumbres de aquellos tiempos. Reinando en Madrid Felipe II, cierto orador dijo en un sermon en presencia del Rey, que los Reyes tenían poder absolutɩ sobre las personas de sus vasallos y sobre sus bienes. No era la proposicion para desagradar á un Monarca, dado que el buen predicador le libraba de un tajo de todas las trabas en el ejercicio de su poder. A lo que parece no estaría entónces todo el mundo tan encorvado bajo la influencia de las doctrinas despoticas, como se ha querido suponer, pues que no faltó quien delatase á la Inquisicion las palabras con que el predicador había tratado de lisonjear la arbitrariedad de los Reyes. Por cierto que el orador no se había guarecido bajo un techo débil, y así es que los lectores darán por supuesto, que rozándose la denuncia con el poder de Felipe II, trataría la Inquisicion de no hacer de ella ningun mérito. No fue así, sin embargo la Inquisicion instruyó su expediente, encontró la proposicion contraria á las sanas doctrinas, y el pobre predicador, que no esperaría tal recompensa, á más de varias penitencias que se le impusieron, fué condenado á retractarse públicamente en el mismo lugar, con todas las ceremonias de auto jurídico, con la particular circunstancia de leer en un papel, conforme se le había ordenado, las siguientes notabilisimas palabras: « Porque, señores, los Reyes no tienen más poder sobre sus vasallos del que les permiten el derecho divino y humano, y no por su libre y absoluta voluntad.»-Así lo refiere D. Antonio Perez (1). Sabido es que Antonio Perez no era apasionado de la Inquisicion. >>

A tan juiciosas observaciones podemos añadir algunas otras en obsequio de nuestra Iglesia y de nuestra patria, malamente calumniadas. Ni los autos de fe fueron tan frecuentes y numerosos como se suponen, ni los procedimientos eran otra cosa que el reflejo de la jurisprudencia de aquella época. El tormento lo usaban todos los tribunales civiles, y las hogueras se

(1) Relaciones de Antonio Perez, notas á una carta de Fr. Diego Chaves.

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