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y en el corazon della hallaron diez escudos en oro. Quedaron todos admirados, y tuvieron á su gobernador por un nuevo Salomon. Preguntáronle de donde habia colegido que en aquella cañaheja estaban aquellos diez escudos; y respondió, que de haberle visto dar el viejo que juraba á su contrario aquel báculo en tanto que hacia el juramento, y jurar que se los habia dado real y verdaderamente, y que en acabando de jurar, le tornó á pedir el báculo, le vino á la imaginacion que dentro dél estaba la paga de lo que pedian: de donde se podia colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y mas que él habia oido contar otro caso como aquel al Cura de su lugar, y que él tenia tan gran memoria, que á no olvidársele todo aquello de que queria acordarse, no hubiera tal memoria en toda la insula. Finalmente el un viejo corrido y el otro pagado se fueron, y los presentes quedaron admirados, y el que escribia las palabras, hechos y movimientos de Sancho no acababa de determinarse si le tendria y pondria por tonto ó por discreto.

Luego acabado este pleito, entró en el juzgado una muger asida fuertemente de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venia dando grandes voces diciendo: justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré á buscar al cielo. Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido en la mitad dese campo, y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado, y desdichada de mí me ha llevado lo que yo tenia guardado mas de veinte y tres años ha, defendiéndolo de moros y cristianos, de naturales y extrangeros, y yo siempre dura como un alcornoque, conservándome entera como la salamanquesa en el fuego, ó como la lana entre las zarzas, para que este buen hombre llegase ahora con sus manos limpias á manosearme. Aun eso está por averiguar si tiene limpias ó no las manos ese galan, dijo Sancho, y volviéndose al hombre, le dijo ¿qué decia y respondia á la querella de aquella muger? El cual todo turbado respondió: señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salia deste lugar de vender (con perdon sea dicho) cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco ménos de lo que ellos valian: volvíame á mi aldea, topé en el camino á esta buena dueña, y el diablo, que todo lo añasca y todo lo cuece, hizo que yogásemos juntos: paguéle lo suficiente, y ella mal contenta asió de mí, y no me ha dejado hasta traerme a este puesto: dice que la forzé, y miente para el

juramento que hago ó pienso hacer, y esta es toda la verdad sin faltar meaja. Entónces el gobernador le preguntó si traia. consigo algun dinero en plata: él dijo que hasta veinte ducados tenia en el seno en una bolsa de cuero. Mandó que

la sacase, y se la entregase así como estaba á la querellante: él lo hizo temblando; tomóla la muger, y haciendo mil zalemas á todos, y rogando á Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas, con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro. Apenas salió, cuando Sancho dijo al ganadero, que ya se le saltaban las lágrimas, y los ojos y el corazon se iban tras su bolsa: buen hombre, id tras aquella muger, y quitadle la bolsa, aunque no quiera, y volved aquí con ella: y no lo dijo á tonto ni á sordo, porque luego partió como un rayo, y fué á lo que se le mandaba. Todos los presentes estaban suspensos esperando el fin de aquel pleito, y de allí á poco volvieron el hombre y la muger mas asidos y aferrados que la vez primera: ella la saya levantada, y en el regazo puesta la bolsa, y el hombre pugnando por quitársela, mas no era posible segun la muger la defendia, la cual daba voces diciendo: justicia de Dios y del mundo: mire vuesa merced, señor gobernador, la poca vergüenza y el poco temor deste desalmado, que en mitad de poblado y en mitad de la calle me ha querido quitar la bolsa que vuesa merced mandó darme. ¿Y háosla quitado? preguntó el gobernador. ¿Como quitar? respondió la muger, antes me dejara yo quitar la vida, que me quiten la bolsa: bonita es la niña, otros gatos me han de echar á las barbas, que no este desventurado y asqueroso: tenazas y martillos, mazos y escoplos no serán bastantes á sacármela de las uñas, ni aun garras de leones, antes el ánima de en mitad de las carnes. Ella tiene razon, dijo el hombre, y yo me doy por rendido y sin fuerzas, y confieso que las mias no son bastantes para quitársela, y dejóla. Entonces el gobernador dijo á la muger: mostrad, honrada y valiente, esa bolsa: ella se la dió luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo á la esforzada y no forzada: hermana mia, si el mismo aliento y valor que habeis mostrado para defender esta bolsa, le mostrárades y aun la mitad ménos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza: andad con Dios y mucho de enhoramala, y no pareis en toda esta ínsula, ni en seis leguas á la redonda, sopena de docientos azotes: andad luego, digo,

churrillera, desvergonzada y embaidora.

Espantóse la muger, y fuése cabizbaja y mal contenta, y el gobernador dijo al hombre: buen hombre, andad con Dios à vuestro lugar con vuestro dinero, y de aquí adelante, si no le quereis perder, procurad que no os venga en voluntad de yogar con nadie. El hombre le dió las gracias lo peor que supo, y fuése, y los circunstantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador.

La Señora Cornelia.

Novela.

Don Antonio de Isunza, y don Juan de Gamboa, caballeros principales, de una edad, muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca, determinaron de dejar sus estudios por irse á Flandes, llevados del hervor de la sangre moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo, y por parecerles que el ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien à todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de ilustre sangre. Llegaron pues á Flándes á tiempo que estaban las cosas en paz, ó en conciertos y tratados de tenerla presto. Recibieron en Ambéres cartas de sus padres, donde les escribieron el grande enojo que habian recibido por haber dejado sus estudios sin avisárselo, para que hubieran venido con la comodidad que pedia el ser quien eran. Finalmente, conociendo la pesadumbre de sus padres, acordaron de volverse a España, pues no habia que hacer en Flandes: pero antes de volverse quisieron ver todas las famosas ciudades de Italia: y habiéndolas visto todas, pararon en Bolonia, y admirados de los estudios de aquella insigne universidad, quisieron en ella proseguir los suyos. Dieron noticia de su intento á sus padres, de que se holgaron infinito, y lo mostraron con proveerles magnificamente y de modo que mostrasen en su tratamiento quienes eran, y qué padres tenian; y desde el primero dia que salieron a las escuelas fueron conocidos de todos por caballeros, galanes, discretos y bien criados. Tendria don Antonio hasta veinte y cuatro años, y don Juan no pasaba de veinte y seis; y adornaban esta buena edad con ser muy gentiles hombres, músicos, poetas, diestros y valientes: partes que los hacian amables y bien queridos de cuantos los comunicaban. Tuviero luengo muchos amigos, así estudiantes

españoles, de los muchos que en aquella universidad cursaban, como de los mismos de la ciudad y de los extranjeros: mostrábanse con todos liberales y comedidos, y muy ajenos de la arrogancia que dicen que suelen tener los españoles. Y como eran mozos y alegres, no se disgustaban de tener noticia de las hermosas de la ciudad; y aunque habia muchas señoras, doncellas y casadas, con gran fama de ser honestas y hermosas, á todas aventajaba la señora Cornelia Bentibolli, de la antigua y generosa familia de los Bentibollis, que en tiempo fueron señores de Bolonia. Era Cornelia hermosísima en extremo, y estaba debajo de la guarda y amparo de Lorenzo Bentibolli, su hermano honradísimo y valiente caballero, huérfanos de padre y madre: que aunque los dejaron solos los dejaron ricos, y la riqueza es grande alivio de horfanidad. Era el recato de Cornelia tanto, y la solicitud de su hermano tanta en guardarla, que ni ella se dejaba ver, ni su hermano consentia que la viesen. Esta fama traia deseos à don Juan y á don Antonio de verla, aunque fuera en la iglesia; pero el trabajo que en ello pusieron fué en balde, y el deseo, por la imposibilidad, cuchillo de la esperanza, fué menguando; y así con solo el amor de sus estudios У el entretenimiento de algunas honestas mocedades, pasaban una vida tan alegre como honrada: pocas veces salian de noche, y si salian iban ajuntos y bien armados.

Sucedió pues, que habiendo de salir una noche, dijo don Antonio à don Juan, que él se queria quedar á rezar ciertas devociones; que se fuese, que luego le seguiria. No hay para qué, dijo don Juan, que yo os aguardaré, y si no saliéremos esta noche, importa poco. No por vida vuestra, replicó don Antonio, salid á coger el aire, que yo seré luego con vos, si es que vais por donde solemos ir. Haced vuestro gusto, dijo don Juan, quedaos en buen hora; y si saliéredes, las mismas estaciones andaré esta noche que las pasadas. Fuése don Juan y quedóse don Antonio. Era la noche entreoscura, y la hora las once; y habiendo andado dos ó tres calles, y viéndose solo y que no tenia con quien hablar, determinó volverse á casa; y poniéndolo en efecto, al pasar por una calle, que tenia portales sustentados en mármoles, oyó que de una puerta le ceceaban1). La escuridad de la noche, y la que causaban los portales, no le dejaban atinar el ceceo. Detúvose un poco, estuvo atento, y vió entreabrir una puerta: llegóse a ella, y oyó una voz baja que dijo: ¿sois por ven

1) Cecear: Jemanden ce, ce, (pst! pst!) rufen.

tura Fabio? Don Juan, por sí ó por no, respondió: sí. Pues tomad, respondieron de dentro, y ponedlo en cobro, y volved luego, que importa. Alargó la mano don Juan, y topó un bulto, y queriéndolo tomar, vió que era menester las dos manos, y así le hubo de asir con entrambas; y apenas se lo dejaron en ellas, cuando le cerraron la puerta, y él se halló cargado en la calle, y sin saber de qué. Pero casi luego comenzó á llorar una criatura, al parecer recien nacida, á cuyo lloro quedó don Juan confuso y suspenso, sin saber qué hacerse, ni qué corte dar en aquel caso; porque en volver á llamar à la puerta le pareció que podia correr algun peligro cuya era la criatura, y en dejarla allí la criatura misma; pues el llevarla á su casa, no tenia en ella quien la remediase, ni él conocia en toda la ciudad persona adonde

poder llevarla; pero viendo que le habian dicho que la pu

siese en cobro, y que volviese luego, determinó de traerla á su casa, y dejarla en poder de una ama que los servia, y volver luego á ver si era menester su favor en alguna cosa, puesto que bien habia visto que le habian tenido por otro, y que habia sido error darle á él la criatura. Finalmente, sin hacer mas discursos, se vino á casa con ella á tiempo que ya don Antonio no estaba en ella. Entróse en un aposento y llamó al ama, descubrió la criatura y vió que era la mas hermosa que jamás hubiese visto: los paños en que venia envuelta mostraban ser de ricos padres nacida, desen

volvióla el ama, У hallaron que era varon. Menester es,

dijo don Juan, dar de mamar á este niño, y ha de ser desta manera; que vos, ama, le habeis de quitar estas ricas mantillas, y ponerle otras mas humildes, y sin decir que yo le he traido, le habeis de llevar en casa de una partera, que las tales siempre suelen dar recado y remedio á semejantes necesidades: llevaréis dineros con que la dejeis satisfecha, y daréisle los padres que quisiéredes, para encubrir la verdad de haberlo yo traido. Respondió el ama que así lo haria; y don Juan, con la priesa que pudo, volvió á ver si le ceceaban otra vez; pero un poco antes que llegase á la casa adonde le habian llamado, oyó gran ruido de espadas como de mucha gente que se acuchillaba. Estuvo atento, y no sintió palabra alguna: la herrería 1) era á la luz de las centellas, que las piedras heridas de las espadas levantaban, casi pudo ver que eran muchos los que á uno solo acometian, y confirmóse en esta verdad oyendo decir: ah, traidores, que

1) Herreria, Geräusch gegen einander geschlagenes Eisens, Geklirr.

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