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de tener el mismo poder que tienen los señores en sus respectivos pueblos, los obispos en sus diócesis y otros muchos magistrados que podriamos citar cuan ubundantemente quisiésemos y callamos por considerarles ya de un mismo género? ¿Quién puede, por otra parte, negar que la república haya podido sin restriccion de ninguna clase poner en manos del príncipe todo el poder de que estaba dotada por los derechos de la naturaleza? ¿No podian haberlo hecho con la intencion de que fuese mayor y mas respetada la autoridad del príncipe, mayor la necesidad de obedecer en los pueblos, menor la ocasion de rebelarse, cosas todas en que estriba la tranquilidad pública y la salud de todos? ¿Qué otra cosa es la majestad de los reyes que la salvaguardia de la felicidad comun y de la paz del reino?

todo el mundo de acuerdo en que el rey es la cabeza y el jefe del pueblo y en que como tal tiene un poder supremo para la direccion de los negocios, bien se haya de declarar la guerra al enemigo, bien habiendo paz se hayan de otorgar nuevos derechos á los súbditos. Tampoco se duda, generalinente hablando, que el poder de mandar concedido á los príncipes es mayor que el de cada ciudadano y el de cada pueblo; mas entre los mismos que en esto convienen los hay, y no pucos, que niegan al rey el poder de oponerse á lo que resuelva la política ó sus representantes, varones de nota escogidos entre todas las clases del Estado. Tenemos, dicen, la prueba en nuestra misma España, donde el rey no puede imponer tributos sin el consentimiento de los pueblos. Empleará tal vez para alcanzarlo todos los recursos de su industria, ofrecerá premios á los ciudadanos, arrastrará á otros por medio del terror, les solicitará con palabras, con esperanzas, con promesas, cosa que no disputaremos ahora si está bien ó mal hecha; mas si resistiesen á todas estas pruebas, de seguro que se atenderá mas á la resolucion de los pueblos que á la voluntad del príncipe. Y qué, ¿no cabe acaso decir lo mismo cuando se trate de sancionar nuevas leyes, leyes que, como dice san Agustin, solo son tales cuando están promulgadas, confirmadas y aprobadas por las costumbres de los súbditos? No se ha de decir tal vez lo mismo cuando se ha de designar sucesor á la corona por el juramento de todos los brazos del Estado, sobre todo, si por no tener el príncipe descendencia ni colaterales ha de pasar el trono á otra familia? Supongamos además que está vejada la república por las depravadas costumbres del monarca, que degenera el poder real en una manifiesta tiranía; ¿seria acaso posible arrancar al príncipe la vida ni el gobierno si no se hubiesen reservado los pueblos mayor poder que el que delegaron á sus reyes? ¿Cómo podemos, por otra parte, suponer que los ciudadanos hubiesen querido despojarse de toda su autoridad ni trasferirla á otros sin restriccion, sin tasa, sia medida? ¿Para qué habrian de necesitar que tuviese un poder mayor que el de todos ellos un príncipe que estaba sujeto, como todo hombre, á depravarse y corromperse? ¿llabia de ser el feto de mejor condicion que el padre, el arroyo de mas importancia que la fuente de que nace? ¿Dispone la república de mayores fuerzas y de mayor número de tropas que el príncipe y no ha de tener tanto poder como este y aun mayor si entre los dos hubiese disidencia?

Veo con todo que no faltan varones muy aventajados y de grau fama de eruditos que hacen al rey superior á todos y á cada uno de los ciudadanos. De otro modo, dicen, el gobierno seria mas bien popular que monárquico, puesto que los negocios capitales dependerian de la voluntad de muchos y aun de casi todos los individuos del Estado. De la sentencia de los reyes se podria además apelar á la república, libertad que si se olorgase, produciria en todo una gran confusion, impediria la accion de la justicia, sumergiria la nacion en un verdadero caos. ¿No ha de tener siquiera un monarca en su reino el mismo poder que tiene en su casa un padre, cuando, segun Aristóteles, no son las sociedades mas que la imágen y la generalizacion de la familia? No ha

Así suelen hablar los que desean que se ensanche el poder real, y no consienten en que se le encierre dentro de ciertos límites. Así sucede efectivamente en algunas naciones donde ni se busca para nada el consentimiento de los súbditos, donde ni el pueblo ni la aristocracia son llamados nunca para deliberar sobre los negocios del Estado, donde hay necesidad de obedecer, sea justo, sea injusto, lo que el rey mandare; mas ¿ cabe siquiera abrigar la menor duda en que este poder es excesivo y en que está muy cerca de la tiranía, que, segun Aristóteles, llegó á ser una verdadera forma de gobierno entre naciones bárbaras ? Yo no extraño que hombres sin uso de razon, sin prudencia, sio mas fuerza que la de su cuerpo hayan nacido para la esclavitud y, quieran ó no, obedezcan á los príncipes; mas yo no me refiero aquí á naciones bárbaras, hablo solo del gobierno que está entre nosotros vigente, del que seria justo que lo estuviese, del que creo seria la mejor y la mas saludable forma de gobierno. Empezaré por convenir en que el poder real es absoluto é indeclinable para todas aquellas cosas que, ya las costumbres, ya las instituciones, ya ciertas leyes, han dejado al arbitrio de los príncipes, tales como hacer la guerra, administrar justicia y crear jefes y magistrados. Concedo que en esto es su poder mayor que el de todos y cada uno de los ciudadanos, que no hay quien pueda oponerle resistencia ni quien tenga derecho para examinar la razon de su conducta, que está ya sancionado por la costumbre de todos los pueblos, y no cabe siquiera lugar á cuestionar, cuanto menos á revocar lo hecho. Creo empero que en otros negocios ha de ser mayor que la del príncipe la autoridad de la república, si ha llegado á ponerse de acuerdo sobre un mismo punto. A mi modo de ver, no puede el príncipe oponerse á la voluntad de la multitud, ni cuando se trata de imponer tributos, ni cuando se trata de derogar leyes, ni mucho menos cuando se trata de alterar la sucesion del reino. Estoy en que el príncipe en todas estas cosas y en otras que puedan haberse reservado los pueblos, ya por una constitucion particular, ya por la costumbre, no puede hacer mas que acatar la voluntad de sus súbditos, resignarse y callar. Creo aun mas, y es lo principal, creo que ha de residir constantemente en la república la facultad de reprimir los vicios de los reyes y destronarlos siempre que se hayan manchado con ciertos crímenes, é ignorando el verdadero camino de la gloria hayan

querido menos ser amados que temidos, y siendo al fin tiranos manifiestos, hayan pretendido imponer terror á las naciones.

No se ha permitido apelar del rey á la república, como se hace, sin embargo, en Aragon, ya porque es supremo el poder del rey para dirimir todas las contiendas civiles, ya porque habia de discurrirse un medio para castigar los delitos y terminar los pleitos, que de otro modo se alargarian hasta lo infinito. ¿Quién, por otra parte, podrá decir que haciendo superior la república á los reyes se convierta en popular la forma monárquica, cuando para la direccion de los negocios ni para ninguno de los ramos de la administracion pública se ha confiado el poder ni al pueblo ni á la aristocracia? No es tampoco para nosotros una dificultad lo que se nos dice respecto al padre de familia, á los varones y á los obispos, pues el primero ya sabemos que gobierna despóticamente á sus hijos, que son mas bien para él esclavos que súbditos, cosa que no puede suceder con los reyes que ejercen su imperio sobre pueblos libres; y los dos últimos importan poco que tengan un poder superior al de sus distritos y diócesis, habiendo sobre unos el poder del monarca, y sobre otros el del pontifice romano, los cuales podrán siempre corregir las faltas que entrambos cometieren. ¿Quién empero podrá corregir las del rey si no se deja poder alguno á la república? Pero hay mas; ya que incidentalmente hemos hablado de los pontífices, se nos permitirá observar que, á pesar de ser su autoridad casi divina, no puede inducirnos á que demos poderes ilimitados á los príncipes, pues hasta varones de grande erudicion y prudencia sujetan á los pontifices á las decisiones de un concilio general sobre los dogmas de nuestra religion y los de nuestra Iglesia, opinion que no me meteró ahora en averiguar si es justa ó injusta, pero que se apoya principalmente en que así sucede con los reyes. Los que por ver y juzgar las cosas de distinto inodo hacen superior el poder pontificio al de toda la Iglesia reunida no niegan, por otra parte, que sea distinta la condicion del poder real, sino que distinguiendo de uno y otro poder, dicen que si bien hay razon para que los príncipes estén sujetos á la república, pues de ella recibieron la autoridad que tienen, no la hay para que lo estén los papas à la Iglesia, pues no reciben de ella su autoridad, sino de Jesucristo, que mientras estuvo en la tierra delegó á Pedro y sus sucesores un poder universal y omnimodo, bien para reformar las costumbres de los pueblos, bien para determinar cómo debemos sentir acerca de la religion y de los negocios religiosos. Creo que por esta distincion podemos claramente comprender que aun los que difieren en el modo de considerar la autoridad pontificia están de acuerdo en el modo de considerar la real, que es siempre para todos menor que la república.

Se preguntará aliora tal vez si una nacion puede abdicar y dar al príncipe sin restriccion alguna todo el poder de que dispone; mas ni quiero detenerme mucho en este punto, ni es para mí de importancia que se opine del uno ó del otro modo, con tal que se me conceda que obraria la nacion muy imprudentemente şi abjurase de esta suerte y para siempre sus tan sa

grados derechos. Estoy en que hasta el príncipe obraria temerariamente aceptando un poder por el cual pasan los súbditos de libres á esclavos, y ha de degenerar forzosamente en tiranía un gobierno creado para la salud del pueblo, gobierno que merece el nombre de monárquico solo cuando se encierra dentro de los límites de la moderacion y la prudencia, y se disininuye y corrompe casi del tudo cuando le llevan al extremo aumentándole neciamente de dia en dia los que le dirigen y le tienen en su inexperta mano. Acostuinbramos los hombres á inclinarnos á lo contrario, pero llevados mas de las falsas apariencias del poder que del poder mismo, pues no consideramos lo bastante, que solo es seguro aquel que impone limites á sus propias fuerzas. No sucede con el poder como con el dinero, que cuanto mas crece, tanto mas nos hace ricos, un principe tanto mas puede cuanto mas tiene en su favor el asentimiento de sus súbditos y sabe granjearse el amor de los pueblos procurándoles la satisfaccion de sus deseos; tanto menos cuanto mas' ha exacerbado en contra de sí las pasiones de los ciudadanos, gracias á las cuales irá siendo cada vez su autoridad mas débil. Justa y sabiamente habló Teopompo, rey de los lacedemonios, cuando despues de haber creado los eforos á manera de tribunos, para poner un freno á su propio poder y al de sus sucesores, al regresar á su casa entre los aplausos de la muchedumbre, oyendo que su mujer le reprendia diciéndole que por su causa legaría una autoridad menor á sus hijos, menor será, contestó, pero mucho mas estable. Los príncipes que saben poner freno á su propia fortuna se gobiernan mas facilmente á sí y á sus súbditos, al pas que cuando se olvidan de las leyes de la humanidad y dejan de guardar la moderacion debida, cuanto mas alto suben, tanto mas grande es su caida.

Previendo nuestros antepasados como varones prudentes tan grave y tan comun peligro, adoptaron muchas y muy sabias medidas para que, contenidos constantemente los reyes dentro de los límites de la humildad y la justicia, no pudiesen ejercer nunca contra la nacion un poder ilimitado, de cuyo ejercicio pudiesen venirle grandes daños. Quisieron en primer lugar que no pudiesen los príncipes sancionar las cosas de mas importancia sin consultar antes la voluntad de la aristocracia y la del pueblo, exigiendo que al efecto se conVocasc á Cortes generales á hombres elegidos entre todas las clases del Estado, á los prelados de plena jurisdiccion, á los magnates y á los procuradores de los pueblos, costumbre antigua de Castilla que se conserva aun hoy en Aragon y en otros reinos, y quisiera que fuese restablecida en todo su vigor por varios principes. ¿Por qué se cree que han sido excluidos de nuestras Cortes los nobles y los obispos sino para que tanto los negocios públicos como los particulares se encaminen á satisfacer el capricho del rey y la codicia de unos pocos hombres? ¿No se queja ya á cada paso el pueblo de que se corrompe con dádivas y esperanzas á los procuradores de las ciudades, únicos que han sobrevivido al naufragio, principalmente desde que no son elegidos. por votacion, sino designados por el capricho de la suerte, nueva depravacion de nuestras instituciones que

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prueba el estado violento de nuestra república y la inentan hasta los hombres mas cautos, a pesar de que nadie se atreva á despegar el labio? Es preciso pensar en la tempestad mientras dura aun la bonanza, no sea que por falta de precaucion nos arrastre la borrasca, y derribadas todas las garantías de la república, giman las provincias, sobrevengan de dia en dia como en tropel muchas calamidades, deje de corresponder el éxito,tanto en la guerra como en la paz, á la grandeza del imperio y nos veamos por fin envueltos en un sin número de males.

Para que la autoridad de la república no viniese á ser inútil por faltarle fuerzas, procuraron no menos prudentemente nuestros antepasados que dispusiesen de grandes riquezas y de mayor poder y de plena jurisdiccion sobre muchos pueblos y fortalezas, no solo los próceres del reino, sino tambien los obispos y los sacerdotes, que no pueden menos de ser una salvaguardia de la salud pública, como lo exige el amor á sus semejantes y las sagradas órdenes que tienen recibidas. Confirmó despues la experiencia que no se habian engañado, pues fueron no pocas veces los prelados los que mas defendieron la justicia y vengaron la religion nacional de todo ultraje; y es de esperar que impondrian á cuantos se atreviesen á agitarse en menoscabo y mengua de la patria. Están en un error, y en un error gravísimo, cuantos creen que ha de despojarse á los eclesiásticos de su jurisdiccion temporal y sus riquezas, por ser para ellos una carga inútil y nada conforme con la naturaleza de su estado. ¿Cómo no han considerado que no puede continuar la salud de la república estando débil su mas noble parte? Cómo no han considerado que los obispos, no solo son los jefes de las iglesias, sino tambien los primeros personajes del Estado? Cómo no consideran que pretendiendo reformar así las instituciones, trastornan todos los fundamentos de la libertad y conculcan todos los principios de gobierno? Estoy tan léjos de convenir con ellos, que antes creo que para evitar mayores peligros deberia darse á los prelados mayor autoridad, concedérseles mayor jurisdiccion, confiárseles importantes fortalezas. De no, ¿qué recurso nos queda cuando la salud pública, la santidad de la religion y la fortuna de todos se expongan en las manos de un hombre que apenas tenga conciencia de sí mismo entre los continuos aplausos de sus cortesanos, la turba de los aduladores que siempre le rodeau, y los inmʊderados deleites á que sin cesar se entrega? que está cercado de demasiados peligros para que no se vicie, se corrompa y se deprave? Ya debilitado el clero, ¿ bemos de confiar la suerte de la religion y del Estado á seglares, tales como los que viven en los palacios de los principes? Se estremece uno al pensar en los males que podrian nacer de esta reforma. Sabiamente quiso Aristóteles, no solo que fuese mayor la autoridad del Estado, sino que lo fuesen tambien sus fuerzas, palabras que por lo uotables no podemos dejar de continuar en esta misma página. Es tambien cuestionable si el rey debe tener á su lado fuerzas con que pueda obligar al mal á los rebeldes, ó si debe ejercer de otro modo la autoridad que le han confiado. Aun cuando tenga pues su poder limitado por las leyes, de modo que nada pue

da hacer por su propia voluntad, sino por lo que esas mismas leyes le prescriban, necesitará indudablemente de fuerzas para defenderlas. Quizás empero convenga que solo las tenga para ser superior á muchos y á cada uno de los ciudadanos, no para serlo á la nacion entera. Los antiguos por lo menos median por esta regla las guardias que habian de dar á los jefes de sus ciudades, jefes que llamaban esimnetas ó tiranos. Cuando pidió Dionisio tropas para la defensa de su persona, hubo quien pensó que no habia menos razon para darlas á cada uno de los siracusanos.

Para hacer ver por fin cuánta fué en otros tiempos la autoridad del Estado y cuánta sobre todo la de la nobleza, daré un ejemplo, con el cual pienso poner fin á esta cuestion gravísima. Cercaba el rey Alfonso VIII en la Celtiberia la ciudad de Cuenca, situada en un lugar muy escabroso y áspero, y por esta misma razon uno de los mas firmes baluartes del imperio moro. No habia dinero para los gastos de la guerra, y escaseaban por consiguiente las vituallas. Parte el Rey precipitadamente á Búrgos, y pide á las Cortes que, pues ya estaba el pueblo cansado de pagar tributos, pagase cada noble para sostener la guerra cinco maravedíses de oro. Alegaba que no podia presentarse una ocasion mas oportuna para acabar con los infieles. El autor de esta medida habia sido Diego de Haro, señor de Vizcaya; mas se encontró una resistencia decidida en el conde de Lara, que salió de las Cortes con gran parte de los nobles, dispuesto a sostener con las armas el privilegio que habian conquistado sus mayores con la punta de la espada, y aseguraba y juraba que no consentiria en que por esta puerta entrase el Rey á tiranizar la nobleza ni á vejarla con nuevos tributos, diciendo y sosteniendo que no era de tanta importancia vencer á los moros para dejar que se envolviese la república en tan grave servidumbre. Asustado el Rey, desistió de su propósito, y en conmemoracion de tan grande triunfo resolvieron los nobles obsequiar con un banquete anual á los condes de Lara, para que constase la importancia de su resolucion, pasase como un monumento á la posteridad y sirviese de ejemplo & fin de que en ninguna ocasion se consintiese en ver menguados en lo mas intimo los derechos de los ciudadanos. Quede pues establecido que miran por la salud de la república y la autoridad de los príncipes los que circunscriben la autoridad real dentro de ciertos límites, y la destruyen los vanos y falsos aduladores que quieren ilimitado el poder de los reyes. Desgraciadamente en los palacios hay siempre gran número de esos últimos, que sobresalen en favor, en autoridad, en riquezas, peste que siempre será condenada, y es muy probable que siempre exista.

CAPITULO IX.

El príncipe no está dispensado de guardar las leyes. Ardua y difícil empresa es contener dentro de los límites de la moderacion el poder grande y eminente de los príncipes, difícil persuadirles de que, corrompidos por la abundancia y engreidos con los vanos discursos de los cortesanos, no han de creer á propósito para conservar su dignidad ni para aparecer mas grande á

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los ojos de los pueblos aumentar ilimitadamente sus riquezas y su poder, y dejar de estar sujetos á la autoridad de la república. Conviene que se hagan cargo de que sucede todo lo contrario, pues nada como la moderacion da fuerzas á los reyes, y estarian mucho mas asegurados en sus tronos si tuvieran eucarnada en sí la idea de que los príncipes nunca gobiernan mejor que cuando sirven primero á Dios, por cuya voluntad se dirigen las cosas de la tierra y se levantan y caen los imperios; despues al pudor y al decoro, bienes con que alcanzamos la ayuda de ese mismo Dios y nos granjeamos el amor de los pueblos, de cuyas manos depende la marcha de las cosas, y finalmente, á la sama pública y á lo que ha de decir de ellos la posteridad despues de siglos, pues es de grandes almas aspirar, como los séres celestiales, á inmortalizar el nombre. El desprecio de la fama lleva consigo el de las virtudes, y son tanto mas altos los deseos cuanto mas eminentes los ingenios; pues los hombres de ánimo humilde desconfian, y contentos de lo presente, no cuidan jamás de lo futuro. Porque así lo entendieron los antiguos, divinizaban despues de muertos á los príncipes que habian prestado eminentes servicios á la patria. Necio y vano parece á la verdad que les levantasen estatuas y les dedicasen templos, sobre todo cuando esta costumbre, que no partia de tan mal origen, degeneró en la locura de tributar los mismos honores á príncipes corrompidos por los vicios, sin esperar siquiera que muriesen; mas aun en medio de esa depravacion, se ve claramente que servia de mucho para excitar á ser virtuosos á los sucesores, pues el amor á la gloria alimenta el amor á la equidad y á las virtudes.

Tenga sabido, por fin, el príncipe que las sacrosantas leyes en que descansa la salud pública han de ser solo estables si las sanciona él mismo con su ejemplo. Debe llevar una vida tal, que no consienta nunca que ni él ni otro puedan mas que las leyes, pues estando contenido en ellas lo que es lícito y de derecho, es indispensable que el que las viola se aparte de la probidad y la justicia, cosa á nadie concedida, y mucho menos al rey, que debe emplear todo su poder en sancionar la equidad y en vindicar el crímen, teniendo siempre en ambas cosas puesto su entendimiento y su cuidado. Podrán los reyes, exigiéndolo las circunstancias, proponer nuevas leyes, interpretar y suavizar las antiguas, suplirlas en los casos en que sean insuficientes, mas nunca trastornarlas á su antojo, ni acomodarlo todo á sus caprichos y á sus intereses, sin respetar para nada las instituciones y las costumbres patrias, falta ya solo de tiranos. Los príncipes, aunque legítimos, no deben obrar jamás de modo que parezcan ejercer su dignidad independientemente de las leyes. ¿Cómo han de ser honrados y obedientes los súbditos si sancionan los príncipes con sus licenciosas costumbres la perversidad y la desvergüenza? Hacen mas fuerza en los hombres los ejemplos que las leyes, y suele reputarse digno imitar las leyes de los príncipes, bien sean estas malas, bien saludables. Ha de alcanzar poco el rey que solo promulga de palabra sus edictos y las leyes de sus antepasados, destruyéndolas y trastornándolas luego por completo con sus propios vicios. Un principe no dispone de mayor po

der que el que tendria el pueblo entero si fuese el gobierno democrático, ó el que tendrian los magnates si estuviesen concentrados en ellos los poderes públicos; no debe pues creerse mas dispensado de guardar sus leyes que el que lo estarian los individuos de todo el pueblo ó los próceres del reino, con respecto á las disposiciones que por su delegado poder hubiesen ellos mismos sancionado. Muchas leyes además no son dadas por los príncipes, sino establecidas por la autoridad de la república, cuya autoridad y cuyo imperio, así para mandar como para prohibir, son mayores que los del principe, á ser cierto lo que en la cuestion antecedente resolvimos. A leyes tales, no solo creemos que deban obedecer los reyes, sino que estamos además persuadidos de que no pueden derogarlas sin el expreso conselltimiento de las Cortes, debiéndose contar entre aquellas las de la sucesion real, las de la religion y las de los tributos.

No se creyeron independientes de las leyes Zaleuco ni Carondas, rey aquel de la Locria, este de Tiro. Al saber el primero que su hijo habia cometido adulterio, le sujetó al fallo de los tribunales; y á pesar de haberle estos condonado la pena con que se castigaba á los adúlteros, que era la de arrancarles los ojos, se arrancó primero uno suyo, y mandó arrancar luego otro al hijo, satisfaciendo así con noble moderacion á la humanidad y á los magnates y dejando así sancionada la autoridad de las leyes. Carondas habia dado una ley prohibiendo que se entrase con espada en la asamblea, y habiéndose olvidado un dia de dejar la suya por acabar de llegar del campo cuando se convocaban los comicios, no bien le recordaron la ley, cuando se arrojó contra la punta de su acero. Aprendan los príncipes en estos raros ejemplos, encarnen bien en sí mismos los preceptos que de ellos se desprenden, y procuren aventajar á todos en bondad y en templanza. Dén á las leyes la obediencia que exigen de sus súbditos, amen con ardor las instituciones y las costumbres patrias, no adopten nunca hábitos insólitos ni extraños, adoren á Dios como le adore su pueblo, vistan como vista, hablen como hable; y además de dar una prueba de gravedad y de constancia, dejarán convencidos á todos de su amor al reino. No crean nunca lícito lo que si llegasen á imitar los demás ciudadanos podria ó habria de llevar consigo la ruina de las leyes y la de la patria. Crea perjudicialísimas las palabras de los cortesanos, que solo para lisonjearle le hacen superior á la ley y á la república, dueño absoluto de lo que posce cada uno de sus súbditos, árbitro supremo del derecho que reducen tan solo á obedecer la voluntad del príncipe, siguiendo en esto al calcedonio Trasímaco, que definia el derecho y la equidad por lo que convenia á los intereses y al gusto de los reyes. Aborrezca la vergonzosa ligereza de los magos, de esos hombres que preguntados por el persa Cambises si podia por las leyes del reino contraer matrimonio con una hermana de que estaba perdidamente enamorado, negaron que le fuese lícito atendido el derecho patrio, y afirmaron á la vez que podia permitirse esa libertad por existir una ley que daba facultades á los reyes para hacer lo que quisiesen. ¡Oh hombres nacidos para esclavos! No haga tampoco caso de

vasallo. No dejará de obrar un rey prudentemente si confirma con el ejemplo las leyes suntuarias, á fiu de no dar pié á los ciudadanos para que tengan las demás leyes en desprecio; mas no me opondré tampoco á que las olvide, y no lo tendré á gran falta con tal que obedezca á las demás que procedan, ya de Dios, ya de los hombres. Guárdese cuanto pueda de seguir esa opinion vulgar, por la cual los que mas pueden creen indecoroso obedecer las leyes; por alto que se esté sobre los demás, se es siempre hombre, se es siempre miembro del Estado. No sin razon se vitupera, por otra parte, á cada paso la institucion ateniense del ostracismo; pues qué ¿no hubiera sido mejor acostumbrar desde un principio á esos varones eminentes á vivir con los demás bajo el imperio de unas mismas leŷes y recordarles que todos, altos, bajos ó de una clase me‹lia, eran parte integrante de una misma república y estaban unidos por un mismo derecho?

Anaxarco, que viendo á Alejandro en gran llanto y desconsuelo despues de haber muerto por su espada á Clito, ¿por qué te lamentas? dijo. Acaso ignoras ¡oh rey! que Teinis y la justicia están sentadas al lado de Júpiler para sancionar al punto lo que tu corazon desee? Sostenian efectivamente que para los reyes no habia otro derecho que el de su propio gusto; y en esto se fundaron indudablemente el pueblo y el Senado romano cuando extendieron un decreto dispensando á Augusto de guardar las leyes. Oprimida esta república por las armas y el poder del César, no quedaba ya mas recurso que el de temer, fingir, adular de continuo al dictador supremo; y ¿qué de extraño que todo el pueblo, presa de un temor que nunca habia sentido, se allanase á las proposiciones de un adulador cualquiera? Pero ello es que hizo al príncipe independiente de las leyes, y con decreturle tal, le convirtió en tirano. Fué á la verdad Augusto clemente, benigno, generoso; mas ¿quién negará por esto que ejerció una completa tiranía sobre la república? Tirano es el que manda contra la voluntad de sus súbditos, tirano el que comprime con las armas la libertad del pueblo, tirano el que léjos de mirar principalmente por los intereses generales, no piensa mas que en su provecho y en el engrandecimiento del poder que villanamente ha usurpado; y ciego ha de ser el que no vea que todo esto y mas hicieron César y el emperador Augusto.

Se dirá quizás que es ridículo querer sujetar á las leyes é igualar con los demás á los que á todos aventajan en poder y en fuerzas. La ley, se añadirá, sanciona la igualdad, pues no consiste la equidad en otra cosa, y es claro que no puede cumplir con su objeto entre hombres que son completamente desiguales. ¿Por qué causa creeis que en Aténas condenaban al ostracismo á los ciudadanos que mas sobresalian, sino porque reputaban inicuo sujetarles á las leyes generales y pernicioso para la república consentir en que pudiesen por sí mas que las mismas leyes? ¿Cómo se ha de alcanzar, por otra parte, sujetar al imperio de las leyes al que no podemos detener con el temor de los juicios y el de los suplicios, al que dispone de armas, al que tiene en su mano todos los medios de defensa? ¿Servirian de algo las leyes si no fuesen establecidas por un poder mayor que el de los que han de obedecerlas? Hay además muchas leyes que obligan á la multitud y no pueden obligar á un príncipe, tales como las que moderan los gastos de los ciudadanos, reprimen el lujo, prescriben determinados trajes, prohiben á los hombres del pueblo el uso de las armas.

Es esto cierto; mas qué, ¿pretendemos acaso degradar á los reyes colocados en la cumbre del Estado ni confundirles con la muchedumbre? No hemos pensado siquiera nunca en que un príncipe pueda estar sujeto á todas las leyes sin distincion alguna; hemos creido tan solo y creemos firmemente que puede y debe estarlo á las que puede cumplir sin mengua de su dignidad y sin menoscabo de sus elevadísimas funciones, á las que, por ejemplo, determinan nuestros deberes generales, á las promulgadas sobre el dolo, sobre la fuerza, sobre el adulterio, sobre la moderacion de las costumbres, cosas todas en que no difiere el príncipe de su último

Han sostenido algunos filósofos que á los príncipes se les pueden imponer preceptos, pero no obligarles á que contra su voluntad los sigan. Hay en el Estado, dicen, una doble fuerza contra los que se resisten á obedecer las leyes; se manda y se reprime; podrá mandarse efectivamente al príncipe, mas ¿cómo reprimirle cuando pasando por la ley quiera satisfacer alguno de sus caprichos? Otros empero sostienen que lo misino es aplicable á los reyes la facultad preceptiva que la coercitiva; y estoy á la verdad por ellos. Hemos sentado que un principe no puede dejar de cumplir las leyes sancionadas en Cortes por ser mayor el poder de la república que el de los reyes; y decimos ahora que si á pesar de nuestras instituciones y de la fuerza del derecho llegase á quebrantarlas, se le podria castigar, destronar y hasta, exigiéndolo las circunstancias, imponerle el último suplicio. No seré tan exigente tratándose de leyes dadas por él mismo, me contentaré con que las cumpla voluntariainente, y pasaré porque no se le impongan á la fuerza ni se le aplique por quebrantarlas pena alguna. Incúlquesele, sin embargo, desde su mas tierna edad, que él mas que sus mismos súbditos está obligado por la fuerza de las leyes, que falta gravemente contra la religion si se niega á ser defensor y guarda de las mismas, cosa que ha de alcanzar mas con el ejemplo que con el terror, maestro poco duradero de los deberes que nos están impuestos. Si se confiesa sujeto á las leyes, no solo gobernará mas fácilmente el reino, le hará mas feliz y refrenará sobre todo la insolencia de los grandes, que no se atreverán á creer propio de su alta dignidad ni el desprecio de las costumbres nacionales ni el respeto de las leyes. Menguará así la majestad del príncipe; mus lo que menguará será el desórden, inevitable cuando se concede la facultad de quebrantar las leyes nacio nales. Respetar la ley, se añadirá, es de almas flojas y cobardes; inas no es sino de hombres depravados y rebeldes despreciarlas. ¿Qué mejor se dirá, por fin, que hacer lo que el antojo dicte? Mas no es sino di no de lástima que se quiera hacer lo que no es lícito, mas miserable aun que se pueda hacer lo que no es justo. Armada la ira con la espada, será perjudicial para sí y lo será para todos los ciudadanos. Quede pues sentado que la moderacion del príncipe que se cree sujeto a las

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