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por boca de David de que nunca sufrió mayores males que los que sus propios sectarios le han causado.

No es así de extrañar que el emperador Teodosio vedase el apartarse ni en las cosas mas leves de la verdadera piedad, ni de los deberes de la Iglesia. Aleccionado por las graves vicisitudes y trastornos de aquellos tiempos, comprendió que de pequeñas causas nacen á veces alteraciones no pequeñas, que no pueden nunca ser calificadas de tales cuando disuelven los vínculos de la caridad mútua y desgarran la túnica de Jesucristo, respetada por los soldados romanos, para que no pueda cubrir ni á los del uno ni á los del otro bando. Abrumado el pueblo por el peso de los tributos y envuelto en gravísimas dificultades, no vacila en estos casos en aprovechar la ocasion que se le ofrece para robar las pingües rentas de los sacerdotes y los tesoros de los templos que fundaron nuestros antepasados como un erario sagrado para sacar de sus mas terribles apuros la república. No faltará nunca quien capitanee la temeraria muchedumbre, y si tomando este la religion por escudo ataca las costumbres de los sacerdotes, estallará pronto en la república una sedicion, donde la parte inas débil, que son los sacerdotes, serán presa de los amotinados, desapareciendo de los templos las riquezas y ornamentos acumulados allí por tantos años. Esto lo hemos visto en nuestros tiempos, donde quiera que ha penetrado la discordia religiosa. Añádase á esto que dividido el pueblo en dos baudos, será pronto preciso crear en una misma ciudad dos obispos, contra todo lo que se ha hecho en la antigüedad y decretado la Iglesia, mal tras el cual ha de seguir pronto toda clase de calamidades. ¡Qué confusion no habrá entonces! Ninguno de los dos bandos se atreverá á castigar severamente los delitos de los suyos por temor de que no abandonen su secla y se pasen al campo enemigo, como acostumbra á suceder en las guerras intestinas. Crecerán con la impunidad los crímenes y habrá un perpetuo semillero de ruinas y discordias. No dejará tampoco de padecer la nobleza de esta perturbacion social y de ese desenfreno de costumbres; ¿á qué pues podrá tender esa libertad, por la que abjurará todo temor la plebe, sino á que violada ya la religion, humillado el clero y saqueados é incendiados los templos, prenda el fuego á la nobleza? Porque el mal no se detiene nunca en el primer escalon, sino que á medida que se aumenta la llama, va recorriendo los mas altos, y los que creyendo estar fuera de todo alcance eran pasivos espectadores de la calamidad ajena, se ven envueltos en los mismos daños y aun en otros mayores, pues suele ser siempre mayor el odio que se abriga contra los príncipes que el que se profesa al clero. La prueba la vemos en esa guerra de aldeanos que hace setenta años que estalló contra la nobleza alemana en la Alsacia y en los estados vecinos, guerra promovida por Fifer, hombre oscuro, que habiendo soñado que estaba reprimiendo una grande invasion de ratones por los campos, y creyendo que esos ratones no eran sino los magnates, que á manera de tales roen y devoran la sustancia del pueblo, llamó á las armas á los labriegos, y dió principio á una serie de combates en que muchos pueblos quedaron destruidos, gran parte de la nobleza muerta, que fué lo mas sensible, y aun los mis

mos insurgentes tendidos en número de mas cien mil sobre el campo de batalla. Existe aun el discurso con que Muncer, viendo las legiones de los campesinos aterradas y dispuestas á la fuga, los excitó tan temeraria como infelizmente á sostener la libertad cristiana, ú sacudir el yugo de los tiranos, que así llamaba á los nobles, y venir á las manos con el enemigo, y unidos los estandartes, aceptar la lucha donde quiera que se presentase. Es casi indispensable que junto con la religion cambie el estado y la faz de las repúblicas. Los poderosos, los que mas abundan en riquezas, teugan por seguro que en estos casos son los que corren mas inminentes riesgos y caen víctimas del furor de la muchedumbre armada, que con el ardiente deseo de querer innovarlo todo, no deja nunca de probar si con la fortuna ajena puede satisfacer su indigencia y su codicia. ¿ Bastarán acaso las leyes para contenerla en sus deberes? En las discordias y movimientos civiles suelen callar las leyes, perderse la voz de la justicia entre el estrépito de las armas, ser débil ó nula la autoridad de los que mandan. Las leyes justas y razonables son aquellas que mucho antes de desarrollarse el crímen previenen toda ocasion y motivo de tumulto. Así como los remates de las torres y las cumbres de los montes son las mas expuestas á las injurias del tiempo y al furor de la borrasca, así los que ocupan en la república los mas altos puestos caen y vacilan los primeros al soplo de las tempestades civiles y sociales, principalmente cuando la religion no sirve ya de freno á los que las suscitan. Conviene advertir y exhortar mucho á los principes, para que, atendiendo á sus intereses personales, aloguen en la misma cuna el naciente furor de la herejía, no sea que despues deban lamentar en vano su primitiva flojedad y su apatía.

Mas sin sentirlo hemos pasado de los argumentos á los preceptos, y debemos ceñirnos á las consideraciones que nos faltan aun hacer sobre este punto. De los males que naceu sobre el cambio de religion alcanza una no pequeña parte al pueblo, y es preciso que se lo demostremos para que no pueda alegrarse del mal ajeno. Mudada la religion, la paz pública es, como llevamos dicho, del todo insubsistente. En medio de los tumultos populares, ¿qué goces ha de tener le plebe? Del mismo modo que cuando sentimos enfermo el cuerpo, los efectos del mal se han de extender á todas partes. Solo entonces rebosa en bienes la república, cuando dependiendo unos de otros, sus miembros están unidos con la cabeza por los vínculos de un amor perfecto; y no sin razon la antigüedad fingia que Pitarquia, esto es, la obediencia debida al magistrado, era esposa de Júpiter Conservador, y de aquel consorcio nacia la felicidad de las naciones. Pretendia con esto indicar la fábula que estaba el pueblo colmado de bienes cuando obedecia á los agentes del Gobierno, mas tambien que nada hay tan infeliz como una ciudad dividida en facciones que no aceptan una autoridad comun á todas. Ahora bien, destruida la religion, creo que está ya bastantemente demostrado que no es posible entre los ciudadanos ni la concordia, ni la obediencia, ni el respeto. Pero hay aun otro mal ; una vez dividida la república en bandos y debilitada por las discordias civiles,

es muy fácil que sea víctima de naciones extranjeras; cuando la leña admite ya la cuña en sus rendijas ó hendiduras se divide fácilmente en partes y sirve de alimento al fuego. Los enemigos exteriores, viendo ya quebrantada la concordia de los ciudadanos, darán la mano á una de las facciones para que reducida la otra á la impotencia, pueda mejor sujetar y tiranizar á entrambas. Así han venido abajo grandes imperios; así César sujetó las Galias; así los príncipes de Turquía vencieron la tumultuosa Grecia y conquistaron el imperio de Oriente. Nunca puede predecirse mejor la ruina de un estado que cuando los ciudadanos empiezan á discrepar entre sí en materias religiosas. Si cayó la floreciente república de los judíos no fué debido sino á la division del pueblo en fariseos y saduceos, division que no tardó en ponerla bajo el yugo de los romanos. Cuando hay discordia en el seno de un estado ¿cómo se hau de encontrar ciudadanos que rechacen con actividad á los invasores y salgan unidos al campo de batalla? La mayor parte solo para hacer mal tercio á los contrarios, en cuyas manos está todo el poder de la república, dejará de tomar parte en la lucha y preferirá verse vencido á tener que atribuir la victoria al bando que aborrece. Es sabido que en Roma, siendo Lucio Papirio dictador, aconteció que por una causa de mucha menos importancia dejó escapar al ejército de los samnitas, á quienes hubiese podido vencer en una sola batalla, recibiendo de ellos graves y profundísimas heridas. Estaban disgustadas las tropas romanas por la inoportuna severidad del dictador, y esto bastó para inferirles tan grave daño; tanto puede á veces en la guerra la enajenacion de voluntades por tan gran motivo. Por esto los mismos romanos descando prevenir el mal, creian ilícito disponer sus legiones en batalla sin haber antes consultado los auspicios y ofrecido sacrificios. Purificado entonces el ejército por la sangre de la víctima inmolada, satisfechos los dioses y depuestos los odios, venian á las manos con sus enemigos animados de un mismo pensamiento y llenos de entusiasmo y de denuedo.

Añádase á esto que existiendo esta discordia que lamentamos no pueden tener lugar esas asambleas en que se ha de deliberar sobre los negocios de la república. Turbarán toda deliberacion, altercados y mútuas injurias, habrá riñas, contiendas y clamoreo, y las mas de las veces quedarán vencidos por los peores y los mas audaces. Mas para que ni aun las meuores cosas descuidemos, ¿qué no ha de suceder si la fuerza del mal y la ponzoña de la discordia penetra hasta en el seno de la familia? ¿Puede imaginarse ya ni una forma de gobierno mas triste ni un estado mas funesto para el pueblo? ¿Qué obediencia ni qué amor puede haber entre los que discrepan en creencias religiosas? La mujer aborrecerá como impío á su marido, el marido acusará de adúltera á la mujer que por sí y ante sí se atreva á asistir á las reuniones de su secla, sospechando, y no sin razon ni sin que haya de ello ejemplos, que no la mueven tanto su celo religioso como el cebo de impurísimos deleites. ¿Cuántas doncellas no se separarán de suspadres, cuántas mujeres de sus maridos entregándose bajo un pretexto religioso en brazos de

hombres perdidos? No tienen fin los males donde se ha abierto la entrada á una religion nueva, tanto, que bien puede asegurarse que el mismo dia en que se da libertad á nuevas opiniones se pone término á la felicidad de la república, debiendo resultar forzosamente de ahí que se encuentre ser falsa y vana la palabra libertad, bella en el nombre y en la apariencia, palabra que en todos tiempos sedujo á innumerables hombres. Está esto tan fuera de duda, que seria ocioso referir ejemplos; mas si quisiéramos referirlos bastaria recordar las trágicas escenas de nuestros tiempos, los tumultos civiles, las funestas guerras que solo por motivos religiosos han sido empezadas y continuadas con una crueldad que espanta, las muchas ciudades que por efecto de esas mismas guerras han perdido su antiguo esplendor y su belleza; los infinitos templos tan venerables por la fama de su santidad y por su misma grandeza que han sido incendiados y destruidos, las muchas esposas del Señor que han sido estupradas, los millares de sacerdotes que han sido muertos, la inmensa multitud de hombres y soldados que han caido bajo el hierro de sus cnemigos. Nos vienen sin querer á la memoria aquellos versos del poeta.

Heu quantum terrae potuit, pelagique parari

Hoc, quem civiles hauserunt, sanguine dextrae.

Mas omitamos estos y otros gravísimos males, nacidos de las discordias religiosas, males confirmados por los males de todos, que pasarán á la posteridad en las páginas de la historia: ¿de qué sirve acusar ya lo pasado? De qué lamentarnos sin dar otro remedio con nuestras propias lágrimas? Cansados, por otra parte, de esta larga cuestion, es preciso que recojamos velas y tomemos puerto, contestando antes, sin embargo, á las razones de los que piensan de distinto modo. Objelan estos que el imperio turco contiene en su recinto hombres de distinta religion y de distintas sectas y que no obstante, léjos de estar afectados por discordias intestinas, florece y crece de dia en dia en todo género de bienes; que en Bohemia hace ya ciento cincuenta y dos años hay dos religiones, y que no hace mucho ha sido admitida públicamente otra, compuesta de las opiniones de Martin Lutero; que los suizos, gente fuerte en la guerra y esclarecida por sus hazañas, han admitido en su república diversas religiones; finalmente, que han hecho otro tanto los germanos. Mas á la verdad, los que tal dicen no advierten que están ultrajando gravemente á nuestros príncipes por el mero hecho de medir los imperios cristianos por la tiranía de los turcos y hacer tender nuestras piadosas costumbres á la crueldad y fiereza de las leyes otomanas. Los turcos pues no dan participacion alguna en el gobierno de la república á los pueblos que uncieron á su yugo, ni les conceden siquiera el uso de las armas, antes les obligan á servirles y les gravan con mas onerosos tributos que al resto de sus súbditos, llegando hasta el punto de arrebatarles los hijos del seno de las madres para reducirlos á la esclavitud y á una torpeza vergonzosa, no siendo raro que violen impunemente las mujeres hasta en presencia de sus maridos. Si así quisiesen vivir en la república cristiana los sectarios de las nuevas lie

nado mal la república, ni lo que es aun mas grave, sea considerado despues de su muerte como reo de lus grandes males que aflijen á su patria, y sea justamente despreciado por haber mirado con descuido la salud privada y la pública, faltando á su deber y cometiendo una maldad gravísima.

rejías sobrellevando esta pesada carga en gracia de la libertad de conciencia que tanto desean, podriamos quizá consentir en darles una libertad conquistada á costa de tan grandes sacrificios. Cuando empero vemos hoy que los que abandonan la religion patria solicitan los mas altos destinos y desean ocupar el primer puesto en la república, ¿quién no ha de conocer su maldad en querer defender la libertad religiosa con el ejemplo de los turcos? Porque en cuanto dicen de la Bohemia y de Ja Germania, me admiro que no lo hayan dicho de Ginebra é Inglaterra, lugares todos donde, no solo florecen Jas nuevas sectas, sino que hasta está prohibida la facultad de profesar libremente su religion á los católicos, amenazándoles todos los dias con un porvenir mas terrible, a pesar de ser muchos en número en todos á aquellos países. Los mismos que con tanta impudencia pretenden en otras naciones arrancar la libertad de cultos y achacan á atrocidad y tiranía la negativa de los príncipes siguen una conducta muy distinta de la que exigen luego que están apoderados de los negocios públicos, pues no son tan imprudentes que no comprendan cuán imposible es alcanzar la concordia y defender la patria si no se cierra el paso á las disidencias religiosas. ¿llay acaso quien ignore que se han debilitado mucho las fuerzas de la Alemania y experimentado esta muchas pérdidas desde que empezaron á agitarla las nuevas herejías? La que en otro tiempo era el terror de los romanos y no hace mucho tiempo de los turcos, enferma hoy y desangrada, no solo no puede tender la mano á las demás naciones, puede siquiera andar por su pié y necesita el auxilio de otras.

no

Llevamos ya pues explicado en este último capítulo todos los males que nacen de la diversidad de religiones, tales como el trastorno de los intereses privados y públicos luego que surja la discordia entre los demás ciudadanos, la caida de los reyes y la de los sacerdotes, la infelicidad para la nobleza y para el pueblo. Todo lo onal, si es ya mas claro que la luz del sol, si procede de las fuentes mismas de la naturaleza, si está confirnado por ejemplos antiguos y modernos, si recibe autoridad y fe, así de la razon como de los sentidos, si no se oye testigo ni voz alguna que no esté acorde en que nada han de mudar de la religion antigua los que deseen su salud propia y la salud del reino, ¡cuántas gracias no hemos de dar á los que destruida la impiedad manden que se conserven intactas las formas de nuestra religion sagrada! ¡Cuánto no hemos de acusar y cuánto no han de ser dignos del odio de la posteridad los inventores de las nuevas sectas! Hemos de aconsejar y exhortar incesantemente al príncipe á que se oponga al mal desde el principio y apague desde un principio la llama aun con riesgo de su propia vida, para que no cunda el contagio ni sea luego inútil el remedio, ni se manche su buen nombre con la nota de haber sido flojo y gober

Damos aquí fin á nuestro trabajo. Despues del afan y del trabajo en resolver cuestiones, justo es que descansemos. He explicado ya cuál es para mí la mejor forma del gobierno, cuáles son las mejores instituciones monárquicas, de cuántas y cuán grandes virtudes necesita un príncipe. Despues de leido este libro, tal vez se enfrien los deseos de muchos que querrán siquiera intentar lo que han de creer inasequible; mas el que lleva en sus hombros el inmenso peso de los negocios públicos debe con todas sus fuerzas aspirar á todo. Si le faltan las prendas y el ingenio que reclamamos, no por esto se desanime, siga el camino que trazamos hasta donde pudiere, seguro de que cumple quedándose en el segundo ó tercer lugar, con tal que no deje nunca el deseo de llegar hasta el primero. Se remontarán siempre mucho mas los que pretendan alcanzar la cumbre que los que desconfiando de alcanzarla sigan el camino mas llano y mas humilde. Entre los reyes hebreos, no solo son celebrados un David y un Salomon, y entre los romanos solo un Augusto un Vespasiano, un Constantino y un Teodosio el Grande, sino tambien los que siguen detrás de estos, y aun los que siguen detrás de los segundos. No solo pasan por grandes capitanes Aníbal, Escipion, y entre los nuestros, Pelayo, el Cid, Fernan García, Bernardo del Carpio y el moderno Gonzalo de Córdoba, sino tambien otros muchos que no han dejado de alcanzar gran prez por sus hazañas. No hay pues para qué nadie pierda la esperanza ni mengüe sus fuerzas, pues ni hemos de desesperar de alcanzar lo mejor ni hay en los negocios importantes y dificiles nada grande que no esté muy cerca de lo bueno. Tal vez tampoco agrade á todos nuestro juicio sobre el rey y la institucion real; mas sígalo quien quiera, ó esté por el suyo, si lo halla apoyado en mejores argumentos y razones. (Sobre todo lo que he dicho en estos libros, nunca me atreveré á asegurar que sea mas verdadera mi opinion que la contraria. No solo pues puede parecerme á mí una cosa y á otros otra, sino que aun yo mismo puedo ver hoy de un modo lo que ayer vi de otro muy distinto; y no quisiera ser terco, no digo ya en estas cuestiones que están al alcance del vulgo, pero ni aun en las inas sutiles y mas arduas. Siga cada cual su parecer y no el nuestro, solo rogamos al lector que nos lea sin prevencion, pues esta ofusca los ojos del entendimiento, y que acordándose de lo que es la condicion humana, si en algo hemos errado, sea con nosotros benigno y nos perdone, siquiera porque lo habrémos hecho con la intencion de prestar un servicio á la república.

FIN DEL LIBRO DEL REY Y DE LA INST TUCION REAL.

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ESCRITO POR EL PADRE JUAN DE MARIANA EN IDIOMA LATINO, Y TRADUCIDO EN CASTELLANO POR EL MISMO.

PROLOGO AL LECTOR.

Dios, nuestro señor, quisiera y sus santos que mis trabajos fueran tales, que con ellos se hubieran servido mucho su majestad y todos estos reinos como lo he deseade; ningun otro premio ni remuneracion apeteciera ni estimara sino que el Rey, nuestro señor, sus consejos y sus ministros leyeran con atencion este papel en que van pintados, si no con mucho primor, lo menos inal que mis fuerzas alcanzan, algunas desórdenes y abusos que se debieran atajar con cuidado, en especial acerca de la labor de la moneda de vellon que hoy se acuña en Castilla, que ha sido la ocasion de acometer esta empresa y de tomar este pequeño trabajo. Bien veo que algunos me tendrán por atrevido, otros por inconsiderado, pues no advierto el riesgo que corro, y pues me atrevo á poner la lengua, persona tan particular y retirada, en lo que por juicio de hombres tan sabios y experimentados ha pasado; excusarme ha empero mi buen celo de esté cargo, y que no diré cosa al-qu guna por mi parecer particular, antes, pues todo el reino clama y gime debajo la carga, viejos y mozos, ricos y pobres, doctos é ignorantes, no es maravilla si entre tantos alguno se atreve á avisar por escrito lo que anda por las plazas, y de que están llenos los rincones, los corrillos y calles.

Cuando no sirva de otra cosa, yo cumpliré con lo que debe hacer una persona de la leccion que hoy alcanzo, y por ella la experiencia de lo que en tantos siglos en el mundo ha pasado. La ciudad de Corinto, así lo cuenta Luciano, tuvo nuevas que Felipe, rey de Macedonia, venia sobre ella; turbáronse los ciudadanos, quién acudia á las armas, quién á los muros para fortificarlos, quién juntaba almacen, quién piedras ó otros materiaM-11.

les. Diógenes, desde que vió la ciudad alborotada y que nadie le llamaba ni empleaba en cosa alguna, por tenerle todos por inútil, salió de la tinaja en que moraba y comenzó á rodarla cuestas arriba y cuestas abajo; y preguntándole qué era lo que hacia, que parecia se burlaba del mal y cuita comun, respondió, no es razon que solo yo esté ocioso en tiempo que toda la ciudad anda alborotada y todos hacendados. De Solon escribe asimismo Plutarco en su vida que en cierto alboroto que se levantó en Aténas, como quier que por su larga edad no pudiese ayudar en nada, púsose á la puerta de su casa armado con su lanza ó pica en el hombro y su pavés en el brazo para que entendiesen que si las fuerzas faltaban tenia muy presta la voluntad; que el trompeta con avisar se descarga al tiempo del acometer y retirarse, bien que los soldados hagan lo contrario de lo que significa la señal, así lo dice Ecequiel. De esto mismo servirá por lo menos este papel, despues de cumplir con mi conciencia, de que entienda el mundo (ya que unos están impedidos de miedo, otros en hierros do sus pretensiones y ambicion, y algunos con dones. tapada la boca y trabada la lengua) que no falta en el reino y por los rincones quien vuelva por la verdad y avise los inconvenientes y daños que á estos reinos amenazan si no se reparan las causas. Finalmente, saldré en público, haré ruido con mi mensaje, diré lo que siento, valga lo que valiere, podrá ser que mi diligencia aproveche, pues todos desean acertar, y yo que esta mi resolucion se reciba con la sinceridad con que de mi parte se ha tomado. Así lo suplico yo á la majestad del cielo, y á la de la tierra que está en su lugar, á los ángeles y santos, á los hombres de cualquier estado y condicion que sean, que antes de condenar nuestro iutento ni sentenciar por ninguna de las partes, se sirvan 37

leer con atencion este papel y examinar bieu la causa de que se trata, que a mi ver es de las mas importantes que de años atrás se ha visto en España.

CAPITULO PRIMERO.

Si el rey es señor de los bienes particulares de sus vasallos.

Muchos extienden el poder de los reyes y le suben mas de lo que la razon y el derecho pide; unos por ganar por este camino su gracia y por la misma razon mejorar sus haciendas, ralea de gentes la mas perjudicial que hay en el mundo, pero muy ordinaria en los palacios y cortes; otros por tener entendido que por este camino la grandeza real y su majestad se aumentan, en que consiste la salud pública y particular de los pueblos, en lo cual se engañan grandemente, porque como la virtud, así tambien el poderío tiene su medida y sus términos, y si los pasa, no solo no se fortifica, sino que se enflaquece y mengua; que, segun dicen graves autores, el poder no es como el dinero, que cuanto uno mas tiene tanto es mas rico, sino como el manjar comparado con el estómago, que si le falta y si se le carga mucho se enflaquece; y es averiguado que el poder de estos reyes cuanto se extiende fuera de sus términos, tanto degenera en tiranía, que es género de gobierno, no solo malo, sino flaco y poco duradero, por tener por enemigos á sus vasallos mismos, contra cuya indignacion no hay fuerza ni arma bastante. A la verdad que el rey no sea señor de los bienes de cada cual ni pueda, quier que á la oreja le barboteen sus palaciegos, entrar por las casas y heredamientos de sus ciudadanos y tomar y dejar lo que su voluntad fuere, la misina naturaleza del poder real y orígen lo muestran. La república, de quien los reyes, si lo son legítimos, tienen su poder, cuando los nombró por tales, lo primero y principal, como lo dice Aristóteles, fué para que los acaudillasen y defendiesen en tiempo de guerra; de aquí se pasó á entregarles el gobierno en lo civil y criminal, y para ejercer estos cargos con la autoridad y fuerzas convenientes les señaló sus rentas ciertas y la manera cómo se debian recoger. Todo esto da señorío sobre las rentas que le señalaron y sobre otros heredamientos que, ó él cuando era particular poseia, ó de nuevo le señalaron y consignaron del comun para su sustento; mas no sobre lo demás del público, pues ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esta razon disponer de las haciendas de particulares ni apoderarse de ellas. Así entre las novelas, no ha de decirse así, en el capítulo Regalia, donde se dicen y recogen todos los derechos de los reyes no se pone tal señorío como este; que si los reyes fueran señores de todo, no fuera tan reprehendida Jezabel ni tan castigada porque tomó la viña de Nabot, pues tomaba lo suyo ó de su marido que le competia como á rey; antes Nabot hubiera hecho malen defendérselo. Por lo cual es comun sentencia entre los legistas, capítulo Si contra jus vel utilitatem publicam, I. fin. De jurisdict., y lo trae Panormitano en el capítulo 4.° De jur. jur., que los reyes sin consentimiento del pueblo no pueden hacer cosa alguna en su perjuicio,

quiere decir, quitarle toda su hacienda ó parte de ella. A la verdad, no se diera lugar en los tribunales para que el vasallo pudiera poner demanda á su rey si él fuera señor de todo, pues le podian responder que si algo le habian quitado no le agraviaban, pues todo era del mismo rey, ni comprara la casa ó la dehesa cuando la quiere, sino la tomara como suya. No hay para qué dilatar mas este punto por ser tan asentado y tan claro, que ningunas tinieblas de mentiras y lisonjas serán parte para escurecerlo. El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo; el rey estrecha sus codicias dentro de los términos de la razon y de la justicia, gobierna los particulares, y sus bienes no los tiene por suyos ni se apodera de ellos sino en los casos que le da el mismo derecho.

CAPITULO II.

Si el rey puede cargar pechos sobre sus vasallos
sin consentimiento del pueblo.

Algunos tienen por grande sujecion que los reyes, cuanto al poner nuevos tributos, pendan de la voluntad de sus vasallos, que es lo mismo que no hacer al rey dueño, sino al comun; y aun se adelantan á decir que si para ello se acostumbra llamar á Cortes, es cortesía del príncipe, pero si quisiese, podria romper con todo y hacer las derramas á su voluntad y sin dependencia de nadie conforme á las necesidades que se ofrecieren. Palabras dulces y engañosas y que en algunos reinos han prevalecido, como en el de Francia, donde refiere Felipe Comines, al fin de la vida que escribió de Luis XI de Francia, que el primero que usó de aquel término fué el príncipe de aquel reino, que se llamó Cárlos VII. Las necesidades y aprietos eran grandes ; en particular los ingleses estaban apoderados de gran parte de Francia; granjeó los señores con pensiones que les consignó á cada cual y cargó á su placer al pueblo. Desde el cual tiempo dicen comunmente que los reyes de Francia salieron de pupilaje y de tutorías, y yo añado que las largas guerras que han tenido trabajada por tantos años á Francia en este nuestro tiempo todas han procedido de este principio. Veíase este pueblo afligido y sin substancia; parecióles tomar las armas para de una vez remediarse con la presa ó acabar con la muerte las necesidades que padecian, y para esto cubrirse de la capa de religion y colorear con ella sus pretensiones. Bien se entiende que presta poco to que en España se hace, digo en Castilla, que es llamar los procuradores á Cortes, porque los mas de ellos son poco ú propósito, como sacados por suertes, gentes de poco ajobo en todo y que van resueltos á costa del pueblo miserable de henchir sus bolsas; demás que las negociaciones son tales, que darán en tierra con los cedros del Líbano. Bien lo entendemos, y que como van las cosas, ninguna querrá el príncipe á que no se rindan, y que seria mejor para excusar cohechos y costas que nunca allá fuesen ni se juntasen; pero aqui no tratamos de lo que se hace, sino de lo que conforme à derecho y justicia se debe hacer, que es tomar el beneplácito del pueblo para imponer en el reino nuevos tributos y pechos. No hay duda sino que el pueblo, coino

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