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cargo éste que obtuvo por remate en la renunciación que de él hizo el Capitán D. Francisco Delgadillo de Sotomayor.

Los Portales de la Plaza Mayor.

Una de las obras principales que ejecutó la ciudad en el proceso de su reconstrucción, bajo el gobierno del Conde de la Monclova -y que perduró hasta el año 1935- fué la del levantamiento de los portales de la Plaza Mayor, obra no sólo de ornato sino de utilidad pública porque siendo la plaza el sitio de mayor y más frecuente concurso, resguardaba a los viandantes de los rigores del sol en el verano y de la lluvia en el invierno.

El primer mandatario político que intentó construir portales en la plaza principal de la ciudad fué el Conde de Nieva, pero fué el Virrey Toledo el que los llevó a ejecución.

Para sufragar el costo de la obra se obligó a los propietarios de inmuebles de dos de las calles de la plaza —'as que se llamarían después Portal de Escribanos y Portal de Botoneros (antes de Gorreros y Sederos) a construirlos por su cuenta, recibiendo en compensación la propiedad de los aires o de la parte alta de los portales, ya que éstos se realizaron sobre terreno correspondiente a la plaza. El suelo de los portales quedó de propiedad del Cabildo, del que obtenía renta que pagaban las mesas de venta de mercaderías que en ellos se colocaban. En cumplimiento de la disposición virreinal el Cabildo levantó sus arquerías en el área fronteriza a su edificio y en la correspondiente a la capilla de la Cárcel Municipa!.

En la sesión tenida por el Ayuntamiento el 31 de Octubre de 1690 se vió un memorial que el procurador general de la ciudad, Dr. D. Jerónimo de los Reyes y Pimentel, presentó al Virrey Conde de la Monclova. Decía en él que con el temblor del año 1687 se arruinaron todos los portales de la Plaza Mayor y los edificios que sobre ellos estaban labrados, de suerte que cayeron los dos frentes de los portales de Escribanos y Mercaderes, y que aunque habían pasado tres años no se había modificado esa situación, de lo que se seguía la deformidad del aspecto público en la parte principal de la ciudad, ocasionándose este perjuicio en la omisión y negligencia de los dueños de las casas de la plaza, quienes tenían obligación de fabricar los portales por gozar de los edificios de la superficie. Solicitaba que el Virrey dispusiese que el Cabildo hiciera planta que denotase la forma que se había de observar en la labor de los portales, continuando los que se habían mantenido delante de las casas del Ayuntamiento, cuya fábrica había demostrado la experiencia ser la más permanente; y que observándose igualdad con ellos sería más segura la fábrica y mejor el ornato de la plaza. Pedía también el procurador que se tasase el costo que podrían tener las obras por el maestro mayor de fábricas y que ellas se sacasen a remate para que se hiciera por quien ofreciese me

jores condiciones, y hecho todo ello se prorratease el costo por tercias o setenas para distribuirle en los dueños de las casas, según la latitud de cada una, mandando asimismo que lo que cupiese en el prorrateo se cobrase a los inquilinos a cuenta de los dueños y que todo se ejecutase con la mayor brevedad posible. El Virrey Conde de la Monclova proveyó en el memorial que el Cabildo procediese a practicar las diligencias que solicitaba el procurador, de manera que la obra se ejecutase, dándosele cuenta de ello; y el Ayuntamiento determinó que el maestro mayor de fábricas Fray Diego Maroto hiciese la planta de los portales y avaluase la obra, a la cual se darían treinta pregones para el correspondiente remate.

El abastecimiento de trigo en la ciudad.

Una de las varias fatales consecuencias que produjo el terremoto de 1687 fué la de la carestía de los artículos de subsistencia, carestía que se acentuaría progresivamente a lo largo de muchos años.

En efecto, con ocasión del terremoto comenzaron a perderse las cosechas de trigo en los valles de Lima y a elevarse, consiguientemente, el precio de artículo de alimentación tan primario como el pan. Los granos del cereal quedaban reducidos a un inútil polvo del color del tabaco. Se atribuyó ese fenómeno, a la luz de los conocimientos de la época, a la abundancia de vapores sulfurosos que exhalaron las tierras por causa del sismo y a las partículas nitrosas que quedaron esparcidas en todas ellas; porque se suponía que los movimientos sísmicos se producían cuando el subsuelo arrojaba sus gases y emanaciones interiores. Por ello fué que se recomendó que se abrieran pozos en la ciudad para que por ellos "respiraran" fácilmente y sin presión las capas geológicas. Lo que debió ocurrir en realidad entonces fué que con el terremoto apareció simultáneamente alguna enfermedad en las plantas de trigo, una especie de "roya" que malograba los granos antes de la cosecha.

Esa escasez de trigo hizo, pues, que subiera desordenadamente su precio y que hubiese que traerlo de otros valles más alejados de Lima, como de los de Huaura y la Barranca, con el consiguiente pago de mayor flete. Ya en 1692, el trigo, que había valido cuatro o cinco pesos la fanega, subió hasta veinte. Para combatir tal carestía, consecuencia de la subida de la demanda y de la caída de la oferta, así como de la especulación que comenzó a hacerse con el cereal, el Virrey Conde de la Monclova encargó al Cabildo que hiciese un circunstanciado cómputo del precio que debía tener el trigo, para de acuerdo con él determinar el peso y el precio del pan. Realizado dicho cómputo, el Virrey dispuso que el precio del trigo de mejor calidad no podía exceder de 18 pesos la fanega y que el pan cocido de valor de un real tuviese 8 onzas y el de las acemitas 15 onzas por medio real, sin considerarse el monto del llamado vendaje, o sea el de la utilidad de los vendedores minoristas. Ordenó también que

todo el trigo que entrase a la ciudad se manifestase ante los Alcaldes dentro de las veinticuatro horas de su ingreso para la distribución y aplicación que debía hacerse según la cantidad de fanegas existentes.

Esta medida de las autoridades virreinal y edilicia dió un benéfico aunque momentáneo resultado, pues el trigo se cotizó a 10 pesos la fanega. Con el decurso del tiempo la escasez de trigo se fué intensificando, al punto que hubo que importarlo de la Capitanía de Chile en navíos que se dedicaron especialmente a ese transporte. Ese comercio de importación persistió, con mayor o menor volumen, hasta el término de la dominación colonial. Sobre esta materia del trigo criollo y del trigo chileno y sobre el abastecimiento de pan a la ciudad es muy útil conocer el Voto consultivo que ofrece al Excmo. Señor D. José Manso de Velasco, Conde de Superunda, Virrey del Perú, el Sr. D. Pedro José de Lagunas y Castilla, Oidor de Lima, opúsculo publicado en el año 1755.

Para comparar el precio del pan en Lima antes y después del terremoto se puede decir que antes de 1687 el costo que tenía una fanega de trigo hecha pan era de 68 reales, de los que correspondían 44 pesos al propio trigo y 24 a los gastos de elaboración. Si a aquella cifra de 68 reales se añadían otros 13 por concepto de la utilidad que debía obtener el panadero, se llegaba a un total de 81 reales, o sea 10 pesos y 1 real el costo de dicha fanega de trigo hecha pan. Después del terremoto la misma fanega de trigo convertida en pan alcanzaba un costo cinco veces mayor.

Como sobre la introducción y propagación del trigo en el Perú por los españoles hay variadas opiniones, erróneas unas y antojadizas otras, decimos por nuestra parte lo que creemos más cierto al respecto.

La introducción del trigo la atribuyen unos a Da. Inés Munoz, otros a Da. María de Escobar y no falta quien la refiere a Beatriz la Morisca. Estimamos que fueron ellas las primeras y principales propagadoras del valioso cereal; porque lo evidente es que los descubridores e iniciales conquistadores de Indias llevaban ya trigo en su bagaje para su alimentación y para sembrarlo en las próximas oportunidades de su asentamiento urbano o rural.

Da. Inés Muñoz, mujer de Francisco Martín de Alcántara, hermano materno de Francisco Pizarro, llegó al Perú en el año 1534 y asistió, muy presumiblemente, a la fundación de Lima. Viuda de Alcántara, volvió a casar con el Capitán D. Antonio de Ribera. Dueña de encomiendas de indios en Jauja y de una extensa huerta en las inmediaciones de Lima (la que a poco se llamó el Olivar de la Encarnación, situada por los alrededores del actual barrio de Guadalupe), en ellas, indudablemente, sembró y cosechó trigo. Da. María de Escobar cuyo nombre lleva hogaño una variedad de trigo muy resistente, por selección, a las plagas que atacan a ese cereal- llegó al Darién en 1514, en la expedición de Pedrarias Dávila, casada ya con Martín de Estete. Vino al Perú, con su marido, en la expedición de D. Pedro de Alvarado, a las regiones del actua!

Ecuador. Se estableció en 1534 en la naciente ciudad de Trujillo. En 1536, viuda, se trasladó a Lima, donde contrajo segundo matrimonio con el capitán extremeño Francisco de Chaves. Muerto éste en 1541, en el asalto al palacio de Francisco Pizarro por los almagristas, realizó terceras nupcias con D. Pedro Portocarrero. Dueña también de valiosas encomiendas y de una huerta en Lima, cosechó igualmente trigo. La morisca Beatriz, concubina y después esposa del Veedor García de Salcedo, aparece en el Perú desde los primeros momentos de la conquista. García de Salcedo poseía también tierras y cultivos en las inmediaciones de la Ciudad de los Reyes. Es incuestionable que hacia el año de 1550 ya se cogían abundantes cosechas de trigo en el Perú. Así lo demuestra el Licenciado Montesinos, quien agrega que disminuyó dicho cultivo a causa de las guerras civiles que tuvieron los conquistadores. Se producía, principalmente, en los valles de Cajamarca, Trujillo, Lima, Arequipa, Huamanga y el Cuzco. En la jurisdicción de Lima se señalaban por ese cultivo las tierras de Huarochirí, Ñaña, Surco, la Magdalena, Huadca, Maranga, Callao, Carabayllo, Macas, Comas y Lurigancho. Cuando creció la ciudad se traía trigo de Santa, la Barranca y Cañete. De las propias provincias trigueras citadas se exportaba harina, clandestinamente, a Tierra Firme o Panamá, bajo el incentivo de los altos precios que tenía en esa región.

La muralla de la ciudad.

La obra de la construcción de las murallas para resguardar y defen. der a Lima de las posibles agresiones de los piratas que infestaban la Mar del Sur -obra verdaderamente gigantesca que realizó el Virrey Duque de la Palata-no suscitó favorable opinión en el ánimo y la experiencia militar del Conde de la Monclova, pues estimaba él que la ciudad podía ser mejor defendida con fuerzas móviles de caballería que en las oportunidades necesarias actuarían en las costas y playas más inmediatas a la capital del virreinato. Atribuía la iniciativa de cercar a Lima con murallas al consejo e incitaciones de la clase eclesiástica, que se exaltaba ante la posibilidad de que los piratas infieles profanasen los templos y reliquias sagradas y cometiesen depredaciones en los conventos y monasterios.

La necesidad de cercar a Lima para su defensa había sido ya planteada y requerida desde antiguo, mas la obra hubo de irse posponiendo en su ejecución por la dificultad de su propia magnitud y por el costo de dinero que suponía, muy superior a las limitadas capacidades de la hacienda virreinal.

El requerimiento más concreto y circunstanciado sobre la conveniencia de amurallar a la ciudad de Lima fué hecho en 1618 por el Provincial de la Compañía de Jesús Fray Diego Alvarez de Paz. Este eclesiástico ingresó al Cabildo, que sesionaba, el día 10 de Diciembre de dicho año y expresó que en 1615 entraron por el Estrecho de Magallanes cinco

navíos holandeses, los que desde las costas de Chile hasta Guayaquil fueron sondando los puertos, mirando las ensenadas y trazando mapas de la tierra, ofreciendo librar a los indios de su opresión y liberar a los negros esclavos, y que a algunos de éstos que llegaron a sus manos los trataron amigablemente, sentándolos a sus mesas y fingiendo respetarlos. Agregaba el Provincial:

"Sabemos también por nueva cierta que se quedarán entonces (los holandeses) previniendo doce o catorce galeones para proseguir el intento que el cuidado con que éstos marcaban nuestros puertos significaba, y que su fin principal era saquear a Lima, deseosos de su riqueza, que en la verdad es mucha y en la opinión de los extranjeros por ventura mayor. I claro está que sabiendo como se sabrá de cierto que el puerto del Callao está fortificado, que no vendrán a él sino a alguno de otros muchos puertos que están aquí cerca y sin defensa ninguna, en los cuales podrán surgir con tanta facilidad y seguridad como en su propia tierra; y si echasen dos mil hombres en ésta, y aún mil experimentados, es cosa evidente, si no queramos algún milagro, que tomarán esta ciudad, estando como está sin defensa ninguna, porque ni la artillería del Callao la puede ayudar ni los soldados que allí hay, siendo tan pocos, hacer resistencia de momento; ni los ciudadanos sin armas y sin experiencia en las cosas de guerra servirán de más que estorbar y acobardar a otros con su huída y de acrecentar el alboroto. Si esto sucediese, que Dios nuestro señor no lo permita, bien se echa de ver la calamidad que padecería Lima, pues estos pérfidos herejes quitarían las vidas a nuestros ciudadanos, sin respeto a edad y sexo, robarían las haciendas, harían injuria a las mujeres y señoras principales sin diferencia, violarían las vírgenes que están consagradas a Dios en los monasterios, profanarían los templos y altares, derribarían sus edificios que tan suntuosos son y tanto han costado, quebrarían con furor diabólico las imágenes y pisarían las reliquias de los santos, y después de todas estas maldades y desafueros pedirían uno o dos millones por dejar la ciudad libre y desembarazada. Este desmán tan grande que nos amenaza pide un eficaz y presto remedio, el cual tienen obligación de poner los que gobiernan esta república, no remitiéndose porque podría ser que no sucediese la cosa, pues no porque así no acontezca pierden su premio las prevenciones que se hacen en la guerra, antes eso comienza a ser paga de la diligencia y del cuidado, cuanto más que harto provechosa nos sería la noticia que de nuestra fortificación tuviesen nuestros enemigos para que se desalentase la osadía con que en confianza de nuestra poca defensa se atreven a navegar tantos mares y tan peligrosos, fuera de que supuesto que cercar a Lima de propósito se juzga por conveniente, ahora o adelante no será mal principio el que se le dará a esa facción con lo que se intenta, ni cuando nada de esto fuese tan razonable quedaría frustrado de todo el intento, pues la fortificación que de presente se podrá hacer, como luego diré, será desahogo y respiración de los temblores que tanto afligen a esta ciudad por todo

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