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pañol. Las últimas palabras de este manifiesto fueron las siguientes: «Las Cortes generales y extraordinarias de la monarquía »juran cada día con la nación entera, pelear incesantemente en per»fecta unión con sus generosos aliados, hasta dejar aseguradas la di»vina religión de sus mayores, la libertad de su adorado monarca, y »la absoluta dependencia y total integridad de la monarquía.» No sería fácil añadir expresiones más elocuentes para dejar demostrado que el sentimiento religioso, el monárquico y el de independencia, eran las únicas bases de nuestra regeneración política.

Acerca de la monarquía, como institución, sólo se registra en el Diario de 18 de Marzo de 1812, el proyecto de decreto por el cual el infante D. Francisco de Paula y su descendencia, y la infanta Doña María Luisa, Reina viuda de Etruria, y la suya, quedaban excluídos de la sucesión á la Corona de las Españas. Se excluyó también á la de la archiduquesa de Austria, Doña María Luisa y su descendencia, y se designaron en defecto de Fernando VII y la suya, quién había de ocupar el trono español. La monarquía era una base esencial de nuestra Constitución política. Y ya se sabe, según refiere D. Agustín Argüelles en el cap. VIII de su Examen histórico de la reforma constitucional (1980), cómo se contuvieron las pretensiones ambiciosas de la infanta Doña Carlota, princesa del Brasil, que había logrado interesar á algunos diputados.

SECCIÓN II.

LA MONARQUÍA.

Las Cortes españolas, en vez de seguir el peligroso sendero que á fines del siglo xvш había trazado la nación francesa, rindió un justo tributo al sentimiento monárquico de la nación, declarando en la sesión de 24 de Setiembre de 1810, que se reconocía y proclamaba de nuevo al señor Rey D. Fernando VII, y se declaraba nula la cesión de la Corona, que se decía hecha en favor de Napoleón. Desde este momento, renovado el dere

cho electivo por las vicisitudes del tiempo y estrechamente unido al legítimo hereditario, se transformó de hecho la base del derecho patrio fundamental, aunque la sucesión legítima en el trono de España continuó en la dinastía de Borbón; tal fué en lo porvenir, en efecto, la base fundamental de nuestra organización política de la monarquía. En aquel memorable día del 24 de Setiembre de 1810, se publicaba el primer decreto de las Cortes, y en él se consignaba el siguiente párrafo: « Las Cortes » generales y extraordinarias de la nación española, congrega»das en la Real isla de Leon, conformes en todo con la volun>tad general, pronunciada del modo más enérgico y patente, >>reconocen, proclaman y juran de nuevo por su único y legíti»mo Rey al Sr. D. Fernando VII de Borbón; y declaran nula, » de ningún valor ni efecto la cesión de la Corona que se dice >>hecha en favor de Napoleón, no solo por la violencia que in>>tervino en aquellos actos injustos é ilegales, sino principal>>mente por faltarle el consentimiento de la nación.» Rendía así la representación nacional un tributo de reconocimiento al sentimiento monárquico del país; pero éste se hizo más notorio en la sesión del 1.o de Enero de 1811, en la que se dió cuenta de un proyecto de decreto en que, después de transcribir el acuerdo de las Cortes generales de 24 de Setiembre, declaraban que no reconocerían, antes bien tendrían y tenían por nulo y de ningún valor ni efecto, todo acto, tratado, convenio ó transacción de cualquiera clase y naturaleza que hubieren sido ó fueren otorgados por el Rey, mientras permaneciera en el estado de opresión y falta de libertad en que se hallaba, ya se verificase su otorgamiento en el país del enemigo, ó ya dentro de España, siempre que en este caso se hallase su Real persona rodeada de las armas ó bajo el influjo directo ó indirecto del usurpador de su Corona; pues jamás le consideraría libre la nación, ni le prestaría obediencia hasta verle entre sus fieles súbditos en el seno del Congreso nacional que ahora existe ó en adelante existiese, ó del gobierno formado por las Cortes. Declararon asimismo que toda contravención á este decreto sería mirada por la nación como un acto hostil contra la patria, quedando el

contraventor responsable á todo rigor de las leyes. Y declararon, por último, las Cortes, que la generosa nación á quien representaban no dejaría un momento las armas de la mano, ni daría oídos á proposición de acomodamiento ó concierto de cualquiera naturaleza que fuese, como no precediera la total evacuación del territorio español por las tropas que tan inícuamente lo habían invadido, pues las Cortes estaban resueltas, con la nación entera, á pelear incesantemente hasta dejar aseguradas la religión santa de sus mayores, la libertad de su amado monarca y la absoluta independencia é integridad de la monarquía. La lectura de este decreto fué oída con aplauso, y cuando un diputado, Gómez Fernández, quiso contradecir sus términos, dice el Diario, que el Congreso manifestó altamente su desaprobación y el deseo de que no continuara el orador. En cambio el diputado Uribi fué aplaudido, y Pérez de Castro, autor del proyecto de decreto, lo defendió elocuentemente diciendo: « Antes que á »amar al Rey me enseñaron á amar á mi nación; bien que para »mí la nación, el Rey y la patria andan juntos: tómese como se »quiera; la nación, la patria y el Rey todo es uno.» Después de varias observaciones el decreto fué aprobado por el voto unánime de todos los diputados que, en número de 114, componían entonces el Congreso.

SECCIÓN III.

DIVISIÓN DE LOS PODERES PÚBLICOS.

Las Cortes, en su primer decreto de 24 de Setiembre de 1810, después de declarar la soberanía nacional y reconocer, proclamar y jurar de nuevo por su único y legítimo Rey al Sr. D. Fernando VII de Borbón, «no conviniendo queden reunidos el >poder legislativo, ejecutivo y el judiciario, declaran las Cortes >generales y extraordinarias, que se reservan el ejercicio del po> der legislativo en toda su extensión. » Con esta declaración, que reflejaba las modernas teorías políticas, quedó destruída en España la concentración del poder en una sola persona, que ha

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bía sido la condición esencial de la monarquía absoluta durante los tres últimos siglos. Organizado el poder político, que es esencialmente uno, era necesario regularizar, clasificar y distribuir sus diversos organismos, que no son ni pueden ser más que manifestaciones del poder soberano. En todo gobierno representativo, es un principio fundamental que el poder social se divida en tres poderes públicos, que son el legislativo, el ejecutivo y el judicial. El primero es soberano, y nadie puede reformar sus actos. En España corresponde á las Cortes con el Rey. Este, además de la sanción, tiene la plenitud del poder ejecutivo, que ejerce por medio de sus ministros, sobre quienes recae toda la responsabilidad moral ó efectiva. La facultad de juzgar ó aplicar la ley á las cuestiones de interés privado, corresponde á los jueces y tribunales; pero la justicia se administra en nombre del Rey, que es el jefe supremo del poder ejecutivo, así en el orden administrativo como en el judicial. La Constitución española de 1812 proclamó la misma doctrina de la división de poderes, y lo que de ello se desprende es, que los hombres que florecieron en el reinado de Carlos IV, y que tanto contribuyeron en 1810 á nuestra regeneración política, conocían bien la teoría de los poderes públicos, las opiniones que acerca de ellos profesó Montesquieu, y la necesidad que existía de determinarlos y organizar sus funciones para poder sustituir el absolutismo con el sistema monàrquico-constitucional.

SECCIÓN IV.

PODER EJECUTIVO.

Ausente de España Fernando VII, no podía ejercer el poder ejecutivo, y las Cortes, al constituir la organización política de la nación, declararon que interinamente, y hasta que las Cortes eligiesen el gobierno que más conviniese, los individuos. que componían el consejo de regencia ejercerían el poder ejecutivo á nombre de Fernando VII, por la gracia de Dios Rey de España y de las Indias, pero quedando responsables á la na

ción, por el tiempo de su administración, con arreglo á las leyes. La gobernación del Estado, que es el ejercicio del poder ejecutivo, pasó á manos de la regencia durante la cautividad de Fernando VII; y aunque por la esencia y naturaleza de este poder comprende la política y la administración, y debe regular y ordenar la actividad social, concertando todos sus movimientos, imprimiéndoles una acertada dirección, restableciendo la armonía de los poderes constitucionales y velando por la independencia nacional, no puede asegurarse que tal aconteciese en 1810, porque ausente el poder moderador y afanosas las Cortes por defender los derechos de la nación, extendieron su soberanía y absorbieron el poder ejecutivo, produciendo los conflictos de que hemos dado cuenta al fijar las vicisitudes de la regencia. Las Cortes establecieron ya la responsabilidad de las personas en quienes se delegase el poder ejecutivo; pero aunque alguna vez acudieron á este procedimiento extraordina rio, el tiempo acreditó que cuando aquella responsabilidad se pide injustamente, el poder público sólo produce veredictos de inocencia.

SECCIÓN V.

DERECHOS POLÍTICOS.

El establecimiento del régimen constitucional envolvía el reconocimiento de algunos de los derechos de los ciudadanos, y fué el primero que se declaró, el referente á la libertad de imprenta, sin el cual no era posible dejar garantida la libertad política. Como en las sesiones que mediaron desde el 24 de Setiembre al 15 de Diciembre de 1810, se careció por completo del auxilio taquigráfico, se tiene que recurrir, como lo ha hecho Calvo en sus Apuntes (1981), á los extractos que se suponen revisados por D. Agustín Argüelles y que en parte publicó el conde de Toreno en su mencionada Historia (1982). De ellos resulta, que en la sesión de 9 de Octubre, el mismo Argüelles presentó un proyecto de libertad de imprenta, en el cual se reconocía la libre facultad de escribir, imprimir y publicar sus ideas sin ne

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