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dar su parecer sobre cercar esta ciudad y fortificarla será necesario que se sepa la parte por donde se va a fortificar y la necesidad que hay de ésto habiéndolo conferido con personas inteligentes en cada materia y que sepan discurrir acerca del peligro que puede tener por los enemigos que pasando el Estrecho de Magallanes pueden venir aquí, y entre tanto que esto se haga difiere su parecer. El dicho factor Martín de Acedo dijo que la proposición que ha hecho el Padre Provincial es muy necesaria tocante a cercar la ciudad y es de parecer que se haga, pero para resolver el medio y de adonde se ha de hacer el gasto se remite al primer cabildo que se hiciere y de todo esto se de cuenta a Su Excelencia para que se faciliten las dificultades que pueden haber. Los dichos Alguacil Mayor Don Alvaro de Torres, Don Nicolás de Rivera y Gonzalo Prieto de Abreu dijeron que son del voto y parecer del dicho factor Martín de Acedo y dicen lo propio que ha dicho.

El dicho Doctor Don Sebastián de Alarcón dijo que respecto de los peligros que esta ciudad se ha visto y los muchos que cada día la amenazan, tan prudentemente propuesto por su Paternidad Padre Provincial, tiene por muy necesario para la defensa de esta ciudad que se cerque y el modo mejor con que esto se puede hacer reserva para el primer cabildo que de esto se trate, sobre lo cual se presente memorial a Su Excelencia.

Los dichos Doctor Antonio de León y Don Martín de Ampuero dijeron que son del voto y parecer de los dichos Contador Diego de Meneses y factor Martín de Acedo y dicen lo propio que han dicho.

Los dichos Julián de Lorca, Don Francisco de la Presa, Juan Caballero, Jerónimo López de Saavedra dijeron que son del voto y parecer del dicho Martín de Acedo y dicen lo propio que ha dicho.

El dicho Diego Darce dijo que en conformidad de la proposición de Su Paternidad le parece que es muy necesario y conveniente que se cerque esta ciudad con muralla y foso para la defensa de ella y que para ello el Procurador General por una petición lo proponga a Su Excelencia y remita el parecer del modo que en ello ha de haber para el primer cabildo en que se tratare de este negocio.

El dicho Juan Sánchez dijo que es del voto y parecer del dicho factor Martín de Acedo y dice lo propio que ha dicho.

Referencias: Libro XXXI de Cabildos de Lima y Libros XV y XVII de Cédulas y Provisiones de Lima (inéditos en el Archivo Municipal). Relaciones Geográficas de Indias, de Jiménez de la Espada. Información que se hizo por el Cabildo. Justicia y Regimiento desta Ciudad de los Reyes y por ante mí Diego Fernández Montaño, de la ruina que padeció esta ciudad con el terremoto del 20 de Octubre de 1687 (En el Tomo XII, año 1939, de la Revista del Archivo Nacional del Perú).

El tercer Obispo de Santiago de Chile

Por ALFONSO BULNES CALVO

Presidente de la Academia Chilena de la Historia.

Embajador de Chile en el Perú.

En el año de 1576, remataba en las márgenes del río Mapocho su larga y casi sobrehumana travesía iniciada en Lima, y tomaba posesión de la diócesis de Santiago, un fraile franciscano septuagenario que respondía al nombre de Diego y llevaba por apellido el toponímico de Medellín lugar de su nacimiento en España. De su vida conventual reciente, en la provincia franciscana limeña de los Doce Apóstoles, aureolábanle grandes prestigios de religioso ejemplar, de orador macizo y de superior severo. Esta última característica la había demostrado en especial en los años corridos desde el capítulo celebrado en 1568, en el cual se le confió el cargo de provincial. En Junio de 1574, el Sumo Pontífice le elevo al episcopado, adjudicándole como sede la ciudad que, veintitrés años antes solamente, fundó don Pedro de Valdivia para capital de su Gobernación de la Nueva Extremadura.

No era una mitra codiciable, si codicia hubiere cabido en el alma austera del nuevo Obispo, la que se ceñiría Fray Diego de Medellín; no eran codiciables todavía, por lo demás, sino parà eclesiásticos con celo primordial de conversión de infieles, o con temple de aventureros descubridores, la mayoría de las diócesis que surgían en los despoblados de Indias; pero la de Santiago del Nuevo Extremo parecía ser la que mayores sacrificios demandaba, por la lejanía de su ubicación y por los alzamientos contínuos de los indomables aborígenes, que arrasaban desde los frágiles cimientos las precarias poblaciones españolas.

En los trece años de vida de la diócesis de Santiago, venía a ser Fray Diego el tercero de la serie de sus obispos. El primero, don Rodrigo González Marmolejo, clérigo secular, había probado ser de la misma contextura de todos los capitanes y soldados que con él vinieron, a las órdenes de don Pedro de Valdivia, a la conquista de Chile, y tenía setenta y tantos años también, muy peleados y muy premiados, cuando en 1563 aceptó, desde el lecho de gotoso, la dignidad episcopal. Y hasta su lecho se le llevó la información de haberse tomado posesión del obispado en su nombre y con las solemnidades canónicas, por el procurador que él había designado. Ni aún abandonando su aposento de enfermo habría podido columbrar don Rodrigo los límites de su extensa diócesis, pues ellos traspasaban los horizontes hasta entonces conocidos hacia la extremidad austral

de América, y se extendían, allende la alta cordillera andina, hasta abarcar la provincia de Tucumán. Un año más tarde, el anciano prelado, que ni siquiera alcanzó su consagración, entregó a Dios su alma, sus dolencias, sus tierras y sus indios encomendados.

Al morir González Marmolejo, la mitra santiaguina suspendida en el aire se desvió del clero secular hacia las órdenes regulares, y apacentó una diócesis dividida. Si bien mercedarios y dominicos pudieron aspirar preferentemente a ella, por la cronología de su establecimiento en Chile, los frailes menores de San Francisco, que demostraron mayor ímpetu de avance por los confines de estas tierras, se vieron agraciados con la alta sucesión, y Fray Fernando de Barrionuevo recibió la designación pontificia en su convento español de Guadalajara. Años después, en 1570, cargando tan mala salud como su antecesor, llegó a su sede largo tiempo vacante y tomó posesión de ella, para devolverla, junto con su vida y sus virtudes, a los dieciocho meses de regida, al Supremo Hacedor.

La diócesis, decíamos, se había dividido: dos años antes de venir a tomar efímera posesión de ella Fray Fernando, ocupaba la suya, recién creada, de la Imperial, en el bravío extremo austral, una de las más altas figuras religiosas de la época, franciscano igualmente, Fray Antonio de San Miguel, gran defensor de los indios contra los abusos de la conquista española. Y no sólo defendía Fray Antonio a los naturales, sino que con igual brío, y movido exclusivamente por el celo de una mejor difusión del evangelio, supo defender, contra la diócesis de Santiago, los límites de su propia jurisdicción, hasta lograr hacer reconocer que la ciudad de Concepción, asiento principal español en la frontera araucana, disputada por ambos obispados, caía dentro del suyo.

No pertenece el obispo San Miguel a la serie de prelados santiaguinos en que Fray Diego de Medellín, vino a ocupar el tercer lugar, y sólo incidentalmente, para dejar señalado el ámbito más reducido, con respecto al de sus dos antecesores, en que actuaría Fray Diego, le hemos traído a colación.

Cuando los devotos pobladores de Santiago vieron entrar en su inconclusa catedral al tercero de sus pastores, no debieron de concebir grandes esperanzas de duración; aunque ni gotoso ni achacoso como cada uno de los dos primeros, llegaba en alturas de la vida en que ordinariamente el mañana no se asegura. También dudarían, pese a la reputación de severidad que le había precedido, de que las energías necesarias para remediar los males reconocidos, de los cuales se quejaba públicamente el vecindario, se hubiesen salvado del esmeril de los años.

Se equivocaron del todo: por fin, la diócesis de Santiago vió sostener firmemente por un mismo prelado, durante dieciseis años, las insignias episcopales que en el pasado rodaron aun antes de ser tomadas, o apenas entregadas. Fray Diego estaba destinado a salvar la cima nonagenaria.

La unción episcopal la recibió Fray Diego, tras una nueva, larga y

riesgosa jornada, en la ciudad de la Imperial, de manos del Obispo San Miguel.

Si la impresión de la feligresía santiaguina fué de desaliento por la edad avanzada de su pastor, la de éste al entrar en su sede fué quizás menos reconfortante. De ello dió testimonio directo al Rey, de regreso de su consagración, en carta fechada en Santiago a 4 de marzo de 1578, en la cual calificó a la Iglesia chilena de "la más pobre y abatida que creo hay en el mundo". La catedral, dificultosamente iniciada desde los días de don Pedro de Valdivia y a poco de fundada la ciudad, tenía alzados los muros, pero sobre ellos no se asentaba otra techumbre que la distante bóveda celeste. Todo era -ya lo veremos desorden canónico, desorden económico en las erogaciones y en la percepción de las rentas fiscales para su fábrica, y una pobreza tal para la digna subsistencia del pastor, que en esta forma manifestaba al Rey:

“La renta del Obispo de este Obispado es tan poca que no "hay para el ordinario, ni se pueden haber las cosas necesarias "para el uso de la dignidad, como se requiere; y a mí fué ne"cesario empeñarme para el gasto de venir a esta tierra, e ir "a la Imperial a consagrarme, y procurarme el pontifical, aun"que pobre y falto".

Téngase en cuenta, para medir esta sensación de desvalimiento, que era un menor franciscano y no un miembro de acomodada clerecía quien así se expresaba.

En cuanto a ornamentos, "porque no los tiene. por estar pobrísima la sacristía,... está como una ermita”, agregaba.

¿A dónde tendería la mirada desconsolada, en busca de apoyo espiritual, el malhadado dignatario? Seguramente, contaba hallarlo entre los hombres que constituían la organización eclesiástica de su diócesis. Pero ¿que encontró a su alrededor? Sigamos leyendo la mencionada carta:

"En ella (la Iglesia santiaguina) ha habido entre los pre"bendados grandes pasiones y escándalos sobre se mandar y te"ner cargo de la jurisdicción, en mucha nota y turbación del "pueblo, demás de otros particulares negocios de mal ejemplo, "y esto es cosa muy notoria. Y ellos mismos han sido curas sin "guardar orden de sínodo más de su propio interés, que aun "las misas que tienen obligación de decir y cantar por los reyes "vivos y difuntos nunca las han dicho hasta que por mí se les "mandó".

"Hasta que por mí se les mandó". La frase hay que subrayarla, pues estampada en el primer documento que Fray Diego firmara después de su consagración, revela que el anciano había empezado a poner orden en su jurisdicción.

En esta misma fecha, tenía ya despachado al Perú, al tribunal del metropolitano cuzqueño, nada menos que al Deán de su cabildo santia

guino, Luis Verdugo, "que entiendo no haber hombre más desbaratado, jugador, sin juicio ni término, inobediente a su prelado..." Al Chantre, Fabián Ruiz de Aguilar, que "no sabe un solo punto de canto, ni sé con qué conciencia fué admitido, ni él lleva las rentas. Dellas he puesto un Socnantre, a cuenta de su prebenda, entretanto que se determinan algunos negocios que tiene feos y públicos".

Bajando del cabildo a los clérigos sin canongía, se encontró con Francisco González, quien "será como de ochenta años; no se recibió por canónigo por su mucha edad y falta de memoria, y otras causas y cosas de que es notado y ha sido acusado". Buen eclesiástico parecía haber sido Cristóbal de Molina,pero "ha muchos años que no dice misa por su mucha edad, y es como niño que aun el oficio divino no reza". Claro está que de todo se encontraba en la viña chilena del Señor, como siempre se encuentra, y Fray Diego consigna nombres de sacerdotes sin juicios condenatorios, y algunos con alabanzas.

Muchas otras cosas se advierte que habría querido consignar el Obispo en su primera epístola al Soberano; pero prefirió, sin duda, sustraerlas a la perennidad de la letra escrita, y confiarlas a la comunicación verbal directa del portador de la carta, el Capitán Aranda, "hidalgo antiguo en este reino", que "sabe las cosas de por acá” y “es persona a quien se debe dar crédito".

Volvió Fray Diego a escribir al Rey en 1580, y bien se ve que su severidad no había cejado: de los siete prebendados santiaguinos, sólo tres se hallaban en funciones en el cabildo, pues "todos siete, sino el uno, no saben ni aun un punto de canto, y uno, el que sabe cantar, no es gran eclesiástico ni sabe seguir un coro, y si alguno sabe gramática, es muy poco".

No había donde el Obispo no pusiese mano:

"Yo, gloria a Nuestro Señor, he andado visitando y confir"mando por todo el Obispado; y pienso que se hizo servicio a "Dios porque, yendo a la visita, hallé millares de indios ya cris"tianos y no les habían puesto óleo ni crisma porque, cuando "los bautizaban, no los había".

No había, repetimos, donde el Obispo no pusiese mano, y aprovechando estas penosas andanzas, desviaba su mirada de los sacerdotes para observar la vida del vecindario civil:

"Andando visitando por los pueblos, vían mis propios ojos "cómo mozos, viejas y mozas, niños y niñas, y aun los ciegos y "cojos, todos estaban ocupados en trabajos en ocupaciones de "sus encomenderos, y peor tratados que si fueran salvajes". Sobre tales abusos se descargó el bien armado brazo episcopal:

"Y vista tan gran perdición, mandé a todos los confesores "que no confesasen a vecino alguno sin llevar licencia mía para

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