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la práctica, el término quechua servía para distinguir de los collas o aymaras a los pueblos que hablaban la lengua del Cuzco o alguno de sus dialectos. Estos habitaban con preferencia en los valles y altiplanos centroandinos, entre los 2.000 y 3.000 m. sobre el nivel del mar, o las quebradas fértiles de la costa; aquéllos, en cambio, ocupaban los altiplanos en torno al Titicaca o al sur de este lago, más arriba de los 3.000 m. de altura.

4. Estructura social.-El sistema incaico, en lo social, político y económico, se apoyaba en el ayllu, una institución indígena anterior a la dominación incaica, que también los españoles utilizaron y que en alguna forma perdura hasta el día presente en las poblaciones indias del Perú y Bolivia.

Era el ayllu una comunidad de familias ligadas entre sí por lazos de parentesco, lejano y quizás fabuloso, asentadas en determinada extensión de tierras a las que se sentían profundamente arraigadas, bajo la autoridad de un jefe, curaca entre los quechuas, hilacate entre los aymaras. Cada familia recibía todos los años el empezar la sementera una porción de terreno (chacra) que debía cultivar para su propio sustento, pero debía trabajar también los campos del jefe y otras tierras pertenecientes a los dioses del ayllu.

Comunidades de esta especie las hallaron sin duda los Incas en casi todo el territorio de sus conquistas, y ellos mismos pertenecían a un ayllu. Lo que hicieron fue perfeccionar la institución y propagarla, haciéndola una unidad superfamiliar y uniforme, base y núcleo de la organización política, económica y militar del Imperio,

La familia era una institución estable y perfectamente diferenciada, como lo revelan los numerosísimos términos que posee la lengua para designar a los diversos miembros. El matrimonio debía contraerse dentro del propio ayllu, con una sola mujer, que el Inca o el curaca en su nombre señalaba a cada varón, còn exclusión de los consanguíneos más próximos. Sin embargo, el Inca y los nobles se casaban con la propia hermana para conservar la estirpe más pura, y tomaban muchas esposas secundarias. Casarse para un varón era llegar a la mayoredad con el derecho consiguiente de mantener casa propia, sin dejar por eso de seguir manteniendo las más estrechas relaciones con sus padres y parentela, unidos todos en el culto del antepasado del ayllu.

El cuerpo social del Imperio estaba establecido jerárquicamente. En la cúspide el Inca, monarca y señor absoluto, representante de la divinidad y ser divino él mismo como hijo del Sol, acreedor a la obediencia más incondicional de sus súbditos a cambio de la paternal protección que les dispensaba.

En torno del Inca, la primera nobleza compuesta por sus numerosos parientes, llamados incas como aquél, a los cuales se agregaron sin confundirse, desde los tiempos del Inca Pachacutec, otros nobles escogidos entre las tribus de lengua quechua. Unos y otros, los incas de sangre

real y los incas por privilegio, formaban la clase de los pacoyoc (orejones), así llamados por llevar como señal distintiva de su elevada clase las orejas horadadas. De ellos sacaba el Inca sus principales colaboradores, los gobernadores generales de las provincias y los jefes de su ejército.

Los curacas, gobernadores y demás oficiales de la administración pública constituían una nobleza de segundo orden.

Debajo de estas dos clases privilegiadas, que estaban exentas de tributo y vivían de las rentas del Estado, venía el pueblo tributario (hatunruna), vasallo del Inca, pueblo campesino y trabajador por necesidad, pues todo tributo se pagaba con un trabajo (la moneda se desconccía), y el trabajo era principalmente agrícola.

En cada provincia, en cada ayllu, la tierra laborable se dividía por el Inca en tres partes, de proporción variable según fuese la fertilidad del suelo y el número de los pobladores. La primera porción era asignada a la religión y servía para sufragar los gastos del culto; la segunda se reservaba para sí el Inca y de allí sacaba sus rentas fiscales; la tercera, destinada a subvenir las necesidades generales, se repartía entre los cabezas de familia en secciones (topo) suficientes para el número de miembro de que se componía el grupo familiar.

El cultivo empezaba por las tierras del Sol y por las del Inca. Los labradores se distribuían en cuadrillas de a diez, tomando cada cual su parte en la que se hacía ayudar de sus hijos, mujeres y de cuanta gente podía reunir en su casa. Los que gracias a esta ayuda terminaban la tarea más pronto que los demás, eran los ricos, y los pobres, naturalmente, los que por carecer de ella empleaban más tiempo en el trabajo.

En el tiempo de la sementera y de la cosecha quedaba suspendida toda otra ocupación, y toda la gente hábil debía estar sobre el campo. Los que se hallaban impedidos por andar empleados en otros servicios, que no podían ser otros que los del Inca, tenían quienes cumpliesen en su lugar la tarea que les correspondía sin más retribución que la comida, y los primeros estaban seguros de encontrar a su vuelta puesto en casa el grano que no cosecharon ni sembraron.

Los hatunruna debían prestar además otros servicios, como ser, la construcción y mantenimiento de los caminos, canales de irrigación y almacenes imperiales, los correos, la milicia, el laboreo de las minas, el servicio personal del Inca y de los orejones, etc. Para cubrir estos servicios sin perjuicio de cultivo de los campos y el cuidado de los ganados, usábase un sistema de reclutamiento rotativo, la mita, que era la prestación personal obligatoria que todo tributario debía cumplir por turno durante un tiempo variable determinado por el Inca.

Había además otros grupos sociales más reducidos, exentos de tributo y por eso asimilados a la nobleza, como los sacerdotes (tarpontay, villcas), los maestros (amautas), las doncellas del Sol (acllas) y las matronas que las cuidaban (mamacuna).

En el peldaño ínfimo estaban los siervos (yanacuna), dedicados a los trabajos más despreciables.

5. Organización política y administrativa.-El territorio del Imperio estaba dividido en cuatro regiones o cantones (suyu), repartidos en la dirección de los puntos cardinales, con la ciudad del Cuzco por centro o vértice. Hacia el norte el Chinchasuyu (Perú central y septentrional con Ecuador); hacia el sur el Collasuyu (zona andina del Titicaca Bolivia, Argentina y norte de Chile); hacia levante el Antisuyu (noreste del Cuzco hasta la región boscosa del Madre de Dios); y al poniente el Contisuyu (Perú meridional: Ica, Huancavelica, Ayacucho, Apurímac, Arequipa y Mollendo). El Antisuyu era con mucho el cantón menos extenso. De esta cuádruple división general del territorio se derivó, a lo que parece, el nombre mismo del Imperio: Tahuantinsuyu (9).

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Seguía la división en provincias (huamani), unas mayores que otras y también desigualmente pobladas, cada una con su capital que era al propio tiempo centro religioso secundario. Cada provincia se subdividía en dos o tres distritos (saya), que a su vez contenían los ayllus en variable número.

Al frente de cada uno de los cuatro suyu había un prefecto general (apu), residente en la corte del Inca y miembro de su consejo. En las provincias presidía un gobernador. (tocricoc), debajo del cual estaban ·los curacas. Algunos de estos oficios eran hereditarios, otros de nombramiento imperial, en todo caso sujetos siempre al beneplácito del Inca.

Los tributarios estaban clasificados por ayllus y siguiendo un orden decimal. Cada ayllu se componía de cien cabezas de familia (pachaca) que a su vez se repartían en grupos de cincuenta y éstos en grupos de diez, cada cual con su jefe. Las unidades mayores eran de quinientos hombres (pisca-pachaca), mil (huaranca), cinco mil (pisca-huaranca) y diez mil (hunu). Esta distribución de la gente apta servía naturalmente también para facilitar el reclutamiento militar.

Contribuían a mantener en orden esta organización casi perfecta las comunicaciones que unían la capital cuzqueña con todos los puntos del país. Dos magníficos caminos troncales, para el servicio imperial exclusivo, lo atravesaban de sur a norte en rutas paralelas, andina y costeña, mientras otros menores cruzaban a éstos horizontalmente; de trecho en trecho había sus estaciones o albergues (tambos) con provisiones. Correos (chasquis), ejércitos, inspectores los recorrían de continuo, haciendo sentir por todas partes la presencia omnipotente del Inca.

6. Artes e industrias.-Ya hemos dicho que la parte más numerosa la componía la población agrícola, que pasaba la vida en las faenas del campo, sembrando y recogiendo la patata (papa) y la quinua en las

(9) "Etimológicamente no tiene sentido de cuatro reinos o cuatro provincias, sino cuatro rumbos o direcciones que son los correspondientes a los cuatro puntos cardinales". Luis E. Valcárcel, Altiplano andino. Período indígena, en: Programa de Historia de América I, 9. México 1953, p. 19.

tierras altas, el maíz (sora, azua) y la coca en las calientes, o pastoreando rebaños de llamas, alpacas y huanacos. Algunas minas eran beneficiadas en la región del Collao al sur del lago Titicaca. Trabajaban el oro, la plata, el cobre y el bronce, pero no conocían el hierro. Los metales preciosos se los reservaba por lo general el Inca y se empleaban también en el culto; el pueblo usaba de ordinario objetos de cobre, piedra, arcilla, madera y hueso. Bien sabida es la rara pericia que alcanzaron los antiguos peruanos en el arte de la alfarería y de la tejeduría en lana y algodón, aunque las muestras que nos quedan de la época incaica están lejos de llegar a la perfección y hermosura de otras más antiguas.

Admirables por muchos conceptos son las construcciones ciclópeas de sus templos y palacios, cuyas imponentes ruinas todavía nos asombran. En la costa estos edificios eran de adobe, pero en la sierra los muros se hacían de piedras de formas geométricas variadas, muchas veces finísimamente pulimentadas, o de enormes bloques graníticos, sin vestigios de argamasa o cosa semejante en las junturas. Por el contrario, los techos eran simples, una cubierta de paja seca (ichu) sobre vigas de madera.

No alcanzaron la rueda ni la escritura. Los transportes se hacían a lomo de llama, el animal doméstico favorito del hombre andino, o a hombros. Para sacar sus cuentas y aun para recordar relatos más o menos extensos usaban un ingenioso sistema de cuerdas (quipus) de diversos colores con nudos en determinadas posiciones y distancias. Con las limitaciones impuestas por medio tan rudimentarios como éste, cultivaron no obstante cierto arte literario, si podemos hablar así, de no despreciable valor, del que por desgracia sólo escasos ejemplos han llegado hasta nosotros, pero suficientes para atestiguar las buenas disposiciones naturales de ese pueblo para expresar de una manera poética sus conceptos y sentimientos. Los jesuítas supieron sacar partido de este temperamento artístico de los indios peruanos, como en nuestros documentos puede verse (10).

7. La religión incaica.-Nos extenderemos algo más en este punto, como lo pide el hecho de haberse aplicado los jesuítas de un modo directo y particular al estudio de las ideas y costumbres religiosas de los indígenas, con el objeto de facilitar la extirpación de las idolatrías de que estaba llena la vida incaica y hacer más viable la aceptación de la fe y la práctica de la vida cristiana (11).

a) Las creencias.-La religión de los Incas era animista y poli

(10) Mon. Per. I, Doc. nn. 69, 17; 85, 21 (11) Sobre la religión incaica, véase Francisco de Avila, Daemonen und Zauber im Inkareich, en: Quellen und Forschungen zur Geschicht der Geographie und Völkerkunde, V, Leipzig 1939. C. Polo de Ondegardo, Religión y gobierno de los Incas. J. C. Tello, Wira-Cocha Inca, Lima 1933. R. E. Latcham, Creencias religiosas de los antiguos peruanos. Santiago de Chile 1929. R. Vargas Ugarte S. I., La religione degl'Incas, en: P. Tacchi Venturi S. I. Storia delle religioni I (3a edic.) Turín 1949.

teísta, con cierta idea confusa del Ser Supremo, Creador de todas las cosas y fuente de todo poder. Los nombres que le daban señalan más bien algunos de sus atributos: Con, Illa, Ticsi, Viracocha, Pachayachachi, Pachacámac, que vienen a significar: Luz, Fundamento, Señor, Maestro del mundo, Creador de la tierra. No es posible asegurar si este Ser Supremo venía a estar identificado en la práctica con el dios Sol (Inti), al cual estaba dedicado el más suntuoso de sus templos, el Coricancha ("Mansión de oro") en el Cuzco, donde recibía culto en una estatua de oro macizo en figura de un niño de diez años que llamaban Punchao. De hecho, el Sol era para los Incas el objeto central y supremo del culto religioso, hijos del Sol se consideraban sus reyes y como a tales se les veneraba.

Al Sol hacía corona un numeroso cortejo de dioses menores. La Luna (Quilla) era su esposa, las estrellas y constelaciones, que presidían determinadas actividades humanas, componían su corte. Eran asimismo adorados como seres divinos o sobrenaturales el rayo (illapa), la tierra (pachamama), el agua (Mamacocha), los lagos, los ríos, las piedras, los montes con cien otros accidentes y fenómenos de la naturaleza.

Una veneración especial reservaban a sus lugares de origen, el campo, al lugar donde tenían su morada y al medio ambiente que les rodeaba. (pacarina). También hacían objeto de culto los cadáveres momificados de sus difuntos, especialmente los de los reyes Incas.

Fácil es reconocer en este brevísimo esbozo el proceso general que siguen las creencias religiosas de los pueblos primitivos, en los cuales el conocimiento del Dios único y verdadero se ha oscurecido en las tinieblas de la ignorancia y pervertido por la ceguera espiritual nacida de la corrupción de las costumbres, dejando por otra parte libre el campo a concepciones fabulosas y absurdas. Sumergidos en la materia e incapaces de elevar un corazón puro hasta la Divinidad, cayeron fácilmente en el error de imaginar seres divinos dondequiera que adivinaban o veían una fuerza superior y vinieron a hacer de los fenómenos naturales otros tantos dioses, rindiendo tributo de adoración a todo cuanto presumían serles propicio o adverso, para alcanzar la protección que necesitaban o evitar el daño que temían: cuanto más feroz la fiera y más áspero el monte, tanto más dignos de veneración y religioso respeto.

Esta disposición de alma la vemos en el pueblo incaico reflejada de un modo particular en el culto a la huaca. Con este nombre, que parece tener la significación general de adoratorio, se designaba cualquier sitio o cosa relacionada con la persona, donde se suponía la presencia de una divinidad o algún efecto divino. Una huaca podía ser lo mismo un cerro que una piedra, lo mismo una momia que un ídolo. No es posible determinar si estos objetos se creían verdaderamente animados por un ser divino, o si eran considerados únicamente como instrumentos o manifestaciones de un poder sobrenatural. Lo cierto es que eran innumerables y se encontraban por todas partes, dentro y fuera de la mí

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