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Historia del Perú en tres edades, y ampliáronse las perspectivas y las exigencias de su enseñanza. Apareció el primer libro de texto, el Compendio de la Historia Política del Perú, escrito para los jóvenes cursar.tes de humanidades, por Manuel Bilbao (Lima, 1856), que inmediatamente fué ungido con la aprobación oficial y permitió encauzar y dosificar adecuadamente las lecciones de la materia. Pero, no obstante el expreso designio del autor y la opinión del Director de Estudios, el mencionado texto pareció a muchos maestros que era excesivo para las escueias primarias, y con frecuencia se lo encuentra citado en los programas de exámenes de los colegios secundarios. En aquellas parece haberse preferido las lecturas escogidas y, quizá, la memorización de diálogos compendiosos o de breviarios semejantes a los catecismos. En los colegios también se prolongó en forma conveniente el comentario de fragmentos magistrales, con los cuales solía ampliarse el ajustado contenido del texto. Por ejemplo, en el Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe dictábase sólo un curso de Historia de América y del Perú, mas el año 1873 se destina dos horas semanales, durante los tres años iniciales de la educación secundaria, para las lecturas alusivas al pasado nacional; y en el Colegio de Nataniel Rodríguez existía ese mismo año un cursɔ de Efemérides Peruanas, que no pudo constreñirse a la enunciación de los hechos notables de cada día y debió aprovechar la motivación brindada por las grandes conmemoraciones para divulgar piezas referentes a ellas. De manera que la finalidad asignada a la enseñanza de la Historia del Perú es fundamentalmente formativa; y, aunque el curriculum escolar incluye sólo un curso de esta materia, en verdad se la considera en los diversos ciclos de la educación, para insistir en la necesidad de su aprendizaje, y para obtener mediante la repetición aquella proficua influencia que después se ha confiado a la extensión.

Tal vez extrañe que un compendio tan breve como el de Manuel Bilbao, "destinado a servir de texto para las escuelas primarias", fuese adoptado en grados más elevados de la educación. Pero debe tenerse en cuenta que el perfeccionamiento de la enseñanza de una ciencia exige dos requisitos previos, a saber: que la investigación haya logrado elevar el nivel de sus conocimientos; y que los especialistas hayan definido, siquiera provisoriamente, la naturaleza y los fines de su tarea. En lo tocante a la Historia del Perú, es fácil comprobar lo primero a través del movimiento bibliográfico posterior a la aparición del citado texto, y que en pocos años enriqueció las perspectivas de la especialidad; y, con respecto a la Historia Universal, basta atender a las sugestiones que emanan de los cursos dictados a la sazón en el Convictorio de San Carlos. Asimismo, las reflexiones de los historiadores acerca de la Historia ofrecen una valiosa manifestación de los principios que aplicaban al esclarecimiento y la divulgación de los hechos pasados. Y en función de todos los elementos antedichos llegamos a una justa comprensión de las influencias que modelan la enseñanza de esta ciencia.

Recordemos, en efecto, que en 1856 se publicó el Compendio de la Historia Política del Perú, escrito por Manuel Bilbao. Pocos años antes habíanse difundido los ejemplares de tres obras básicas: el estudio que a las Antigüedades Peruanas (Viena, 1851) consagraron Mariano Eduardo de Rivero y Juan Diego de Tschudi, revelando los amplios horizontes que podían incorporarse al conocimiento de las culturas prehispánicas mediante el auxilio de la antropología y la arqueología; la Historia de la conquista del Perú (Madrid, 1847), que trazó William H. Prescott, incorporando las informaciones extractadas de importantes documentos inéditos; y la Historia del General Salaverry (Lima, 1853), entusiastamente formada por el propio Manuel Bilbao mediante el acopio de los testimonios obtenidos de sus contemporáneos. Y no sólo merecen recuerdo tales libros, por las luces que proyectaron sobre el conocimiento del pasado peruano, sino por la influencia que pudieron ejercer en la selección y la valorización de las fuentes; pues, conforme lo indicamos ya, los anteriores esfuerzos de restauración histórica se habían limitado a la ordenación cronológica de los sucesos, a la glosa de una relación autorizada, o a la emisión del recuerdo personal sobre hechos más o menos remotos; y en cada uno de los libros mencionados ofrecíase una experiencia metodológica, que incitaba a perfeccionar la investigación y a criticar severamente sus datos antes de consignarlos en la obra histórica.

Publicistas y eruditos coadyuvaron, pocos años más tarde, a la difusión de valiosos documentos; los investigadores compulsaron variados testimonios y afrontaron la preparación de nuevos estudios; y, por ende, la visión histórica alcanzó muy pronto una sustancial renovación. Manuel Atanasio Fuentes editó dos importantes compilaciones: Memorias de los virreyes que han gobernado el Perú durante el tiempo del coloniaje español (6 volúmenes: Callao, 1859), que, no obstante incluir sólo once relaciones y presentar sensibles errores en la trascripción tipográfica, concitará siempre una alta estimación, por ser el primer empeño encaminado hacia la formación de un cuerpo orgánico de las fuentes primarias de la historia virreinal; y Biblioteca Peruana de Historia, Ciencias y Literatura (9 volúmenes: Lima, 1861-1864), que trascribió los más importantes artículos del antiguo Mercurio Peruano y sugirió la necesidad de incorporar a la Historia los fastos culturales del país. José Hipólito Herrera, generosamente auxiliado por el coronel Manuel de Odriozola, publicó una "colección de documentos históricos de la época de la independencia”, expresivamente presentada como Album de Ayacucho (Lima, 1862) y en cuyas páginas se incluye decretos y comunicaciones, partes de batalla y composiciones literarias pertinentes a la acción de los próceres. Y el mismo coronel Manuel de Odriozola emprendió luego el más proficuo y continuado programa que en aquellos años se hubiera trazado especialista alguno, para reunir y divulgar los instrumentos públicos y privados que informasen debidamente sobre los

acontecimientos de la independencia y los primeros años de la república, así como las fuentes literarias de la historia nacional y algunos significativos ensayos de restauración o evocación del pasado, e inició la impresión de sus Documentos Históricos del Perú (10 volúmenes: Lima, 1863-1877) y su Colección de Documentos Literarios del Perú (11 volúmenes: Lima, 1863-1877). Conocida es la importancia intrínseca de tales compilaciones; pero además interesa en ellas el aliento enderezado a conferir mayor exactitud a las informaciones del historiador y hacer posible el rigor de sus juicios; e interesa también la influencia que inmediatamente ejercieron sobre los trabajos estrictamente historiográficos. Sebastián Lorente, por ejemplo, que en su Historia antigua del Perú (Lima, 1860) se había limitado a seguir los asertos del Inca Garcilaso, y que en su Historia de la conquista del Perú (Lima, 1861) había rastreado además la versión de William Prescott, se basó fundamentalmente en las memorias de los virreyes cuando trazó su Historia del Perú bajo la dinastía austríaca (2 volúmenes: Lima y París, 1863-1870) y su Historia del Perú bajo los Borbones (Lima, 1871); y no sólo redujo a términos accesibles las relaciones de gobierno editadas por Manuel Atanasio Fuentes y aún anticipó en parte la divulgación de las que él compiló (3 volúmenes: Lima y Madrid, 1867-1872), pues también contribuyó a desacreditar las monótonas cronologías de la época colonial, a preparar la sensibilidad del hombre común para aceptar las supervivencias de los siglos hispánicos, y a definir algunos principios de la causalidad histórica. Por añadidura, el conocimiento del pasado se enriqueció en aquellos años con algunas monografías, cuya elaboración implicó la confrontación de fuentes orales y documentales hasta entonces negligidas, así como la incidencia en formas específicas de la Historia cuyas sugestiones no habían sido maduramente apreciadas. Fueron ellas: La Revolución de la Independencia en el Perú 1809-1819, por Benjamín Vicuña Mackenna (Lima, 1860), que se inicia con una ponderosa exposición sobre el origen de sus informaciones, intercala precisas indicaciones acerca de los testimonios recogidos para relatar debidamente los episodios de aquella gesta, y aún sugiere a otros estudiosos ahondar en la investigación de cuanto él presenta sólo en ajustada síntesis; El coloniaje, por José Belisario Gómez (Tacna, 1861), quien estudia aquella época para señalar las causas que promovieron su ineludible desaparición, y, para reivindicar el señero honor que en la independencia cupo a Tacna, exhuma los olvidades pormenores de las revoluciones que allí acaudillaron Francisco Antonio de Zela y Enrique Paillardelli; Historia de los Partidos, por Santiago Távara (en El Comercio: Lima, 1862), que proyecta sobre la historia el debate ideológico de su tiempo y, en las primeras décadas de la vida republicana, presenta los hechos como una afloración de las pugnas faccionales entre liberales y conservadores; los Anales de la Inquisición de Lima, por Ricardo Palma (Lima, 1863), que es el primer ensayo consagrado al establecimiento y las vicisitudes, los

procedimientos y la influencia de una institución; los Anales de la ciudad del Cuzco, o Las cuatro épocas principales de su historia, por Pío Benigno Mesa (2 volúmenes: Cusco, 1866-1867), que introduce una distinción entre conquista y coloniaje, estudia la fundación y la expansión del Imperio de los Incas, el carácter de sus empresas militares, sus instituciones y su cultura, a través de crónicas y documentos, tradiciones y restos arqueológicos, y, aunque ingenuamente, compara por primera vez algunos aspectos de aquella época inicial con los similares de las civilizaciones antiguas; y la Historia del Perú independiente, por Mariano Felipe Paz Soldán (I volumen: Lima, 1868), que expone los hechos según la versión contenida en las fuentes directas, los critica a la luz de la razón, e intenta establecer sus causas a base de ciertas observaciones sociológicas o mediante la identificación-de sus antecedentes genéticos, y, para hacer evidente el rigor de sus asertos, agrega un puntual e impresionante catálogo del "archivo histórico" laboriosamente constituído durante la preparación de la obra. Por ende, renovóse en pocos años el conocimiento del pasado peruano, tanto en sus lineamientos generales como en lo atañedero a los caracteres particulares de los sucesos acaecidos en épocas, localidades e instituciones determinadas. Con harta claridad lo percibió entonces don Sebastián Lorente, al sentenciar: "La Historia nacional, base de todo progreso sólido, es cada día más estudiada; ha dado ya mucha luz sobre épocas poco conocidas; y aún promete aclarar las tinieblas de la remota antigüedad” (2). Y, dado el interés social por la Historia, muy pronto habían de difundirse los enunciados adelantos en los diversos niveles de la educación.

Justamente, cumpliéronse entonces diez años de la publicación del "compendio" escrito por Manuel Bilbao, y aparecieron dos nuevos textos para la enseñanza secundaria: la Historia de América y particular del Perú, por Agustín de la Rosa Toro (Lima, 1866); y la Historia del Perú compendiada para el uso de los colegios y de las personas ilustradas, por Sebastián Lorente (Lima, 1866). Muy abreviado, el primero tiende a la memorización, destacando los temas tratados en numerosos títulos al cabo de los cuales se inserta la respuesta escueta; sobrio y castizo, el segundo excita la comprensión mediante la ordenada secuencia de los hechos, e incluye una exposición preliminar acerca de sus bases metodológicas así como algunas reflexiones sociológicas y morales al final. Uno recuerda la tradición establecida por los "catecismos" destinados a la enseñanza de la historia universal, y el otro ensaya la razonada exposición del pasado, asociando la precisión informativa y la crítica. Por tanto, la coincidente aparición de ambos textos debe juzgarse como indicio de una transición progresiva, determinada por el aprovechamiento de las experiencias que facilitara la entronización de la Historia en el proceso educativo.

(2) En su Historia del Perú compendiada para el uso de los colegios y de las personas ilustradas (Lima, 1866): p. 258.

De otra parte, complétase la noción de esta perspectiva en cuanto se atiende a la inclusión de la Historia en la educación superior. Cierto que parece haberse efectuado en forma relativamente tardía, porque, sólo cuando hacía una década que esta "ciencia nueva" había sido incorporada a los planes del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, la hallamos mencionada entre los cursos dictados en el Convictorio de San Carlos (3); pero debe recordarse que hasta 1855 no fueron legalmente fijados los niveles de la escuela secundaria, y que aún en 1862 fué necesaria una advertencia ministerial para que no se diera alcances universitarios a los estudios del citado colegio. Y como las humanidades no tenían en el país una jerarquía adecuada a sus raíces clásicas ni a su valor formativo, el tratamiento científico de la Historia hubo de tropezar con la tácita oposición de las orientaciones que en la enseñanza representaban los fines programáticos del Derecho y la trascendencia global del sentimiento religioso. A eso se debe que, por lo menos hasta el año 1846, no aparezca en el Convictorio de San Carlos otra modalidad de la Historia que la destinada a explicar la formación del Derecho Romano, aún con perjuicio de la caracterización de las instituciones legadas al derecho moderno; y que, al ser incluída la Historia Universal en su curriculum, hacia el año 1854, Melchor García la conciba apenas como un "estudio directo del pueblo de Dios", y, en armonía con San Agustín y Bossuet, juzgue que "la Providencia o la acción omnipotente de Dios sobre las cosas es el verdadero principio" de ella. Según se establece entonces enfáticamente, en sus bases programáticas, esa concepción impone subordinar "la Historia de todos los pueblos a la del pueblo escogido", o, lo que es lo mismo, limitar su campo a las vicisitudes que anuncian y condicionan el advenimiento de Cristo y la triunfal propagación de su doctrina. Igual fundamento da Antonio Flores a la enseñanza de la asignatura, durante el quinquenio comprendido entre 1856 y 1860, pues explica los orígenes de la humanidad según la versión bíblica y se extiende únicamente hasta la entronización oficial del cristianismo en el Imperio Romano; pero sus lecciones denotan los avances de una renovadora teoría de la Historia, en cuanto la califica como "la ciencia más trascendental e importante", admite que su estudio "abarca los hechos y sus causas", y, según el grado de certeza del conocimiento, distingue a la manera de Vico- una sucesión de "tiempos inciertos, fabulosos o heroicos, e históricos"; y, no obstante su compromisoria “impugnación del empirismo histórico" y la consiguiente asunción del "principio verdadero que concilia la libertad del hombre con la acción de la Providencia”, no se ciñe exclusivamente a las concepciones místicas y aun parece haber seguido el racionalismo de Voltaire en tanto que adscribe al siglo XVIII "la idea de una Historia Universal". En su carácter vacilante y contradictorio, revelan estas orientaciones la fisura que la objetividad de la

(3) Cf. el Programa de las materias cursadas en el Convictorio de San Carlos, que anualmente era impreso antes de los exámenes de promoción.

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