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ciencia había introducido en las limitaciones dogmáticas; y aunque no se la sigue en forma consecuente, es obvio que sus destellos amplían la comprensión y el contenido de la Historia. Los tiempos antiguos no agotarán ya la evocación, que al pasado se consagra en la enseñanza, pues en 1861 expone Daniel Ruzo un curso de Historia Antigua y Moderna; José M. D'Angles distingue una Edad Media en las lecciones de Historía Universal que dicta desde 1863 hasta 1865; y Francisco Flores Chinarro vuelve a considerar en los años siguientes dos épocas extremas. Por añadidura, el año 1868 se introduce en la materia una división sustantiva, que parece inspirada en las supervivencias de un criterio tradicional, en cuanto establece una asignatura de Historia narrativa, Geografía histórica y Cronología; y, de otra parte, sigue las concepciones de la Ilustración al volcar en un nuevo curso la Historia de la Civilización, así como la Historia crítica del Perú y el estudio de sus antigüedades. Mas, un decreto, sancionado el 20 de marzo de 1871, estipuló, en su parte considerativa, que a la enseñanza universitaria le competían los "estudios facultativos”, rigurosamente sistemados, y debían serle ajenas las repeticiones de las materias propias de la educación secundaria; y, en su parte resolutiva, asignó a la Facultad de Letras los cursos de Historia General de la Civilización e Historia del Perú y antigüedades peruanas. A la luz de la experiencia quedaba así confirmada y aclarada la fundamental diferencia entre los estudios secundarios y superiores, advertida ya en la circular ministerial de 1862. En lo tocante a la Historia, debía corresponder a los primeros la amena y sumaria narración de los sucesos pasados, oportunamente ilustrada con las necesarias nociones geográficas, algunas anécdotas reveladoras o lecturas ampliatorias, y la incidental alusión a hechos sincrónicos; y a los segundos había de interesar la crítica de las circunstancias concomitantes, así como la proyección del hecho histórico en el destino del hombre, el conocimiento de las costumbres y las instituciones, y la obra creadora del espíritu.

Quizá en ningún período tuvo la Historia una influencia más fecunda y una adecuación más perfecta a la tónica de la vida social, pues a ella se apelaba para descubrir la trayectoria colectiva y para afianzar el activo optimismo de la conciencia nacional. Y quizá, por esa razón, los progresos del conocimiento especializado lograron una difusión tan inmediata en los diversos niveles de la educación.

La Historia como tarea de las agrupaciones culturales, durante el siglo XIX.

La racional aplicación de los principios liberales había mitigado el carácter pugnaz y excluyente del individualismo, y la prosperidad había determinado una aparente normalización de las instituciones, induciendo los ánimos hacia el afianzamiento de las afinidades prácticas y afectivas y, por ende, hacia la cooperación que la vida social exige. Y, así como

los hombres de letras se congregaron en la Academia Antártica y en la Sociedad de Amantes del País, con el propósito de comunicarse las inquietudes inspiradas por la virtud que los aguijaba, y sobrellevar la cortesana sofocación del ingenio o la dilación de las esperanzas civiles; así empezaron a constituir agrupaciones con raíz humanista o romántica, en demanda del generoso estímulo que ofrecen la comprensión y la simpatía, o para tender a la realización de los ideales comunes.

La Academia Peruana de Ciencias y Bellas Letras fué fundada en marzo de 1867, en armonía con la iniciativa lanzada por el diplomático Próspero Pereira Gamba, cuya trascendencia fué inmediatamente captada por los hombres de cultura que a la sazón tenía el Perú, y a la cual prestaron sus ecos los órganos de la prensa local (1). No só o estaba destinada a orientar la atención de sus miembros hacia el desarrollo que en el mundo alcanzaban entonces todas las ramas de la ciencia, y a favorecer así una plena elevación de los estudios consagrados a ellas. Fundamentalmente, esperábase que gracias a la Academia sería posible coordinar la acción del Estado y los intelectuales, para combatir la ignorancia y afianzar la libertad, servir al progreso del país y estabilizar el equilibrado funcionamiento de las instituciones. Por algo se juramentaba a sus miembros para "difundir las luces, fomentar la industria y moralizar al pueblo"; y por algo se propuso que la Academia se aplicase a las especulaciones teóricas, tanto como a las actividades prácticas que le pudieran concernir. De una parte, sugirióse que tomara a su cargo la supervigilancia de la Biblioteca Nacional y el Museo Histórico, pues ambas instituciones debían organizar y franquear sus colecciones, para favorecer la investigación en torno al pasado del país; y, en respuesta a tal invasión en su competencia, Francisco de Paula González Vigil hizo saber, en primer término, que siempre había deseado ardientemente colocar a la Biblioteca en un nivel digno del Perú, y se lo había impedido hasta entonces la circunstancia de haber sido infructuosas cuantas instancias elevó ante los sucesivos gobiernos del país; y, en segundo término, que había proyectado formar "el archivo nacional como parte integrante de la Biblioteca". También se previno que una de las secciones de la Academia debía ser consagrada a la Historia y sus ciencias auxiliares, y, en tanto que parecía seguirse el criterio clásico al mencionar ante todo la Cronología y la Geografía, destacábase también la importancia de la Numismática y la Arqueología; pero a la postre incluyóse el estudio de la historia nacional dentro de una vasta y convencional Sección de Ciencias Filosóficas, cuya presidencia fué confiada al pintor y ensayista Francisco Laso; y, no obstante las proyecciones trazadas a su labor, las afinidades históricas de sus miembros quedaron limitadas a la coyuntura coetánea, a la gravitación sentimental sobre he

(1) Las informaciones pertinentes a la Academia Peruana de Ciencias y Belas Letras, y a la Sociedad Amigos de las Letras, pueden seguirse en El Comercio y El Nacional, de Lima .

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chos y figuras de la vida nacional. En su seno fué donde Luis Benjamín Cisneros dió a conocer su poema consagrado a evocar El 28 de Julio de 1821 y la exultante fe que en el pueblo inspiró el advenimiento de la libertad; al mismo poeta se encargó la preparación de un discurso en torno a “las altas virtudes que adornaron al ilustre patricio don José Gálvez”, a fin de exaltar el heroico sacrificio de su vida y la trascendencia de la victoria mediante la cual renovó nuestro pueblo el derecho a ser libre; y fué también en su seno, donde Carlos Augusto Salaverry leyó por primera vez los cálidos y tremolantes quintetos de su "epicedio” a la muerte del Mariscal Castilla. Claro es que una disertación laudatoria y dos expresiones líricas no implican una inquisición en el pasado, pero envuelven un testimonio y en cierta forma representan una vocación histórica. Bajo su influencia precisábase entonces una especial perspectiva de la trayectoria seguida por el país, y es fácil advertir que en ella no se otorga equilibrados valores a los tiempos incaicos y de la dominación española; porque los primeros parecían haber sido plenamente revelados por la acuciosa lealtad del Inca Garcilaso de la Vega, y, tanto el recuerdo de la independencia como los palpitantes estruendos del combate librado en el Callao, inducían a considerar únicamente los tintes oscuros de la época colonial. La inevitable influencia de los hechos inclinaba la atención hacia aquellos que probaban la aptitud para conquistar y defender la libertad, porque en ellos se encontraban la experiencia y la gloria del hombre actuante. Y sólo una noción precisa de la estabilidad lograda por la existencia autónoma del país, la conciencia de haber sido alcanzada la madurez para cumplir un destino, permitirían que la simpatía no fuera limitada a la vida independiente y, más allá de la aparente formación de la personalidad nacional, se remontase hasta los oscuros orígenes, penetrase en las profundas y opuestas corrientes que habían preparado la síntesis en el Perú libre, ganase serenidad para reconocer la supervivencia de los ancestros telúricos y las aportaciones civiles de los conquistadores. La vocación histórica, tal como se revela en la prolijidad testimonial que denotan los hombres en la afloración de las nuevas épocas o en los tiempos de crisis y transición, está determinada por las fecundas y múltiples sugestiones que emanan de los hechos mismos, y, por ende, es esencialmente informativa o refleja la pasión que ellos infunden. Y la Historia, que exige investigación y crítica, ha de ser empresa cumplida en función del señorío sobre el propio destino.

Es evidente que los miembros de la Academia Peruana de Ciencias y Bellas Letras tenían ante sí las circunstancias propicias para la realización de tal tarea. Pero la institución fué sucesivamente presidida por José María Químper y Francisco García Calderón, quienes al mismo tiempo ejercieron la presidencia del Congreso Constituyente reunido a la sazón, y, no obstante la promesa cultural que la fundación de la Academia implicaba, proyectáronse sobre ella los vientos que la política mo

vía. Su original prestancia y los vastos horizontes de su labor se oscurecieron, silenciosamente.

Vida más intensa y más cálida logró la Sociedad Amigos de las Letras, constituída por elementos jóvenes, a quienes movía una ostensible simpatía por el liberalismo, y que volcaron en sus trabajos una franca adhesión al debate y el análisis. Iniciaron sus actividades el 2 de mayo de 1867, quizá con el propósito de identificarlas con la significación del heroico suceso recordado en aquella fecha. Y aunque el interés de los asociados extendíase a los vastos campos de la cultura humanista, parece notoria su devoción por los estudios históricos; pero no sólo en cuanto pudiesen determinar la fijación de una cronología o la trasmisión de un testimonio, sino en tanto que ellos hacían accesibles un esclarecimiento genético de los hechos y aun la deducción de sus causas profuncias y eficientes, o de los principios generales que sigue el acontecer. En efecto, la Sociedad Amigos de las Letras alentó las exégesis nacionalistas motivadas por el 2 de mayo y el 28 de julio, y confiadas a Eduardo Villena y Ricardo Ortiz de Zevallos. Y, de otra parte, fomentó la discusión de los problemas que la coyuntura histórica planteaba a la investigación, a saber: "La influencia del espíritu de asociación en la prosperidad nacional", según la tesis desarrollada por Alfredo Gastón; "Las armas, reputadas como rémora del progreso, son la más segura garantía de él", según la opinión expuesta por Roberto Harrison; "Ventajas de la república sobre la monarquía", sustentadas por Juan Norberto Eléspuru; y "causas que ocasionaron en el Perú la expulsión de los jesuítas". En cada caso, la discusión hería una cuestión palpitante y exigía un caudaloso conocimiento de los hechos y de la doctrina ligada a ellos. Así, por ejemplo, la consagración legal de la libertad y la seguridad de la persona humana, que había inspirado disposiciones contra el colectivismo de las comunidades indígenas, veíase limitada por la naciente formación de los gremios y obligaba a revisar los extremos del individualismo; las diatribas liberales contra el caudillaje militar, que habían conducido a distinguir la validez de la fuerza y de la ley como fuentes del poder, eran condicionadas por la admisión de la necesidad que determinaban los peligros de agresión extranjera o la organizada violación de la ley; la polémica sobre la conveniencia de los regímenes monárquico y republicano, cancelada en el país merced a la vigorosa elocuencia que en favor de éste esgrimió José Faustino Sánchez Carrión, y a los sólidos argumentos que Francisco de Paula González Vigil opuso al tardío alegato de Felipe Masías, merecía una revisión en la cual se compulsaran las experiencias y los principios doctrinarios; y el retorno de los jesuítas, que hacía tres lustros favoreciera el presidente José Rufino Echenique, debía motivar un atento examen, pues a la acción de la orden se vinculaba el debate en torno a las preeminencias de la autoridad y la libertad, y aun sobre la continuidad de las tendencias regalistas del Estado peruano. Por tanto, es fácil advertir que la anticipada elección de los temas

conducía a promover su estudio y el reflexivo intercambio de juicios, para llegar a la comprensión y la explicación de los hechos implicados. Ya no se trataba de establecer una simple relación cronológica, ni de contribuir a ella mediante el testimonio atañedero al fluir de la vida. Se trataba de preparar un saber metódico acerca del pasado, y de mirar hacia los tiempos idos con el ansia de identificar las causas del presente. Se trataba de revelar la íntima concatenación que mantienen episodios e ideologías en su aparente aislamiento, y de fijar el sentido que se oculta en la sucesión de los hechos. Y esta actitud hacia la Historia nos parece lógica en cuantos habían constituído la Sociedad Amigos de las Letras, pues integraban la segunda generación de la época republicana, habían vivido únicamente al calor del auge determinado por la explotación del guano, y su sensibilidad estaba dispuesta para enjuiciar los turbulentos trasiegos de las generaciones anteriores y para confiar en el progreso.

Igual universalidad en sus intereses culturales, pero mayor aptitud para cohesionar a cuantos representasen algún valor en los quehaceres de la inteligencia, y una acción más dilatada, caracterizaron, durante las últimas décadas del siglo XIX, los trabajos del Club Literario y el sucedáneo Ateneo de Lima. En su seno constituyóse una Comisión de Historia y Geografía, a la cual prestaron su colaboración los más autorizados escrutadores del pasado. Y sus persistentes inquisiciores ejercen sobre nuestro ánimo una cautivadora influencia, porque a través de ellas percibimos una austera devoción por el estudio de la Historia. Carecieron de repositorios documentales y de fondos bibliográficos organizados, y, no obstante, consagraron tan inmarcesibles afectos a los documentos y los libros antiguos, que a veces les otorgaron excesiva credulidad o construyeron un habilidoso cuadro a base de sus escasos datos. Amaron la verdad, sin duda alguna; pero no quisieron ver sus asperezas ni sus contradicciones; y su imagen del pasado hubo de ser amable.

Pues bien. Como expresiones de una concepción común acerca de las proyecciones y los requerimientos de los estudios históricos, nos interesan las ideas formuladas por Eugenio Larrabure y Unanue y Agustín de la Rosa Toro. El 15 de abril de 1874 disertó el primero en el Club Literario, para encarecer "la necesidad de fomentar en el Perú la afición a los trabajos biográficos y de bibliografía nacional" (2), y, en rigor, esbozó las tareas indispensables para el desarrollo de los estudios históricos: revisión de todas las publicaciones aparecidas en el país desde el establecimiento de la imprenta, pues la escrupulosa recensión de sus informaciones constituía la base de cualquier estudio encaminado hacia la relación o la crítica de los hechos pasados; formación de colecciones documentales, por pequeñas que ellas fueran, a fin de salvar los materiales históricos de una pérdida fortuita; conveniente clasificación de las fuentes, según los períodos a los cuales se refirieran; atención a

(2) Véase el texto respectivo en Anales de la Sección de Literatura del Club Literario de Lima: Tomo I, pp. 77-85. Lima, Imprenta del Universo, 1874.

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