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la historia cultural y a los conocimientos derivados de las investigaciones auxiliares, como elementos preparatorios de la síntesis histórica. Y el 3 de octubre de 1885, durante la primera actuación pública de la Comisión de Historia y Geografía organizada en el Ateneo de Lima, Agustín de la Rosa Toro (3), distinguió las especialidades admisibles en el estudio del pasado, fuera en atención al tiempo afectado por la investigación, o según los puntos de vista que sus propias afinidades -políticas, económicas o morales— descubrieran ante el historiador, o en relación con los límites de los acontecimientos tratados. Pero la significación de ambos planteamientos va más allá, pues los criterios metódicos antes enunciados constituyen, en cierta manera, una novedad; y, en cambio, las reflexiones sobre el proceso de la Historia y su versión nos permiten definir una especie de doctrina oficial sobre la disciplina y el quehacer del historiador. Por ejemplo, Agustín de la Rosa Toro imagina que en su gabinete contempla el historiador el dilatado y a veces confuso acontecer, y puede volcar en su estudio la apacible serenidad que el recinto infunde; acepta la creencia de los providencialistas, y concibe el turbulento drama de la historia humana como una marcha sujeta al plan de un ser supremo, que levanta al hombre caído y hace posible el gradual e incesante avance hacia su propio perfeccionamiento; como heredero inmediato de las visiones cronológicas, agrupa los hechos por series sucesivas, identifica en éstas los íntimos encadenamientos que la apariencia no revela, y advierte que "siempre podremos descubrir [en la Historia] el indisoluble lazo que liga lo pasado a lo presente, las causas a los efectos, y los medios al fin". Pero aquellos historiadores no podían eludir su formación clásica, ni su sensibilidad romántica; y, si bien es cierto que valorizan debidamente la información documental y aspiran a establecer la verdad de los hechos pasados, no debe olvidarse que aprendieron a definir la Historia como "maestra de la vida" y creyeron que era honesto extender la piedad y el olvido sobre los errores y las oscuras pasiones. Agustín de la Rosa Toro desea que los trabajos del historiador hagan resaltar "nuestras tendencias prácticas, deduciendo oporturas y felices aplicaciones que convengan al interés del legislador y del político, como del estadista y el militar, pues si la Historia es de indispensable importancia, su principal utilidad está en servir de espejo del pasado y de experiencia para el porvenir". Por su parte, Eugenio Larrabure y Unanue distingue tres fases en la cabal realización de la obra histórica, las cuales atribuye al simple erudito o bibliófilo, al historiador y al poeta: al primero, porque busca, selecciona, ordena y prepara los materiales que informan acerca del pasado; al segundo, porque reconstruye la escena con exactitud y habilidad, estableciendo la participación de sus diversos elementos; y al tercero, al poeta, porque adorna y remata la obra, "infundiéndole belleza y senti

(3) Véase el discurso, en El Ateneo: No 1, pp. 9-13; Lima, 1o-II-1886.

miento". Era esta la concepción de los historiadores agrupados en el Club Literario y el Ateneo de Lima, y que sin dificultad alguna puede ser confirmada a través de sus obras. Implicaba el reconocimiento de una especialidad y un quehacer autónomos, y la metódica investigación de la verdad en lo atañedero a la aventura vital del hombre; pero no aceptaba en toda su integridad los datos objetivos de la experiencia, pues las afinidades afectivas seleccionaban aquellos que ofrecieran una enseñanza y únicamente deseaban exhumar del pasado cuanto fuera bello y amable.

El interés por la Historia se acrecentaba y definía. Y fué precisamente en aquellos años, cuando se enunció por primera vez la idea de constituir una entidad consagrada a su estudio. Quizá refleje en alguna forma la atenta consideración de la prestancia y la influencia reconocidas a la Real Academia Española de la Historia, pero ello no disminuye la trascendencia que tiene para nosotros. Fué expresada por Carlos Lisson, en la memoria que hubo de redactar como Decano de la Fa cultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos, al finalizar las labores académicas de 1871 (4). Pero condicionaba su realización al cumplimiento de algunas premisas básicas. En primer término, asignaba a la Facultad de Letras el deber de encarar simultáneamente la investigación y la enseñanza: porque "los cuerpos docentes no lo son en realidad sino cuando enseñan algo propio y de este modo se hacen contribuyentes en la humana tarea del esclarecimiento y difusión de la verdad". Luego advertía la necesidad de estimular a la juventud "con distinciones honoríficas y fuertes premios pecuniarios, que la conforten y animen en la áspera senda que conduce al verdadero saber". Suponía que ninguna otra tarea corresponde a los fines superiores de la Facultad de Letras, tan estrictamente, como la investigación y la enseñanza de la historia política y cultural del país, pues ésta es, sin disputa, la rama del conocimiento a la cual puede contribuir con esclarecimientos originales; pero consideraba necesario atraer a la juventud hacia su estudio, porque solían ganarla los fáciles ecos de las poesías románticas o los incentivos económicos de las llamadas profesiones liberales. Y, supuestas ya estas bases, Carlos Lisson sentenciaba: "Sólo así llegará la Facultad [de] Letras a tener un tinte nacional... y preparará el campo para la futura Academia de Historia, la que mediante el paciente y prolijo afán de varias generaciones, dará los elementos de la Historia Nacional en todos sus ramos". Por tanto, aquella fecunda idea proponía la futura creación de una Academia de Historia, con materia de investigación propia, individuos especializados, trabajo metódico y persistente, y fines nacionalistas.

De la misma iniciativa se hizo eco el general Manuel de Mendiburu, en 1874, cuando mencionó la falta de una Academia de la Historia entre

(4) En Anales Universitarios del Perú: Tomo VI (Lima, Imprenta de Juan N. Infantas, 1871), pp. 116-125.

los factores adversos al desarrollo de los estudios históricos en el país (5). Y, aunque con propósitos más limitados y planes menos ambiciosos, que los enunciados por Carlos Lissón, pero en armonía con las posibilidades inmediatas que la realidad brindaba, el coronel Manuel de Odriozola se propuso organizar, en 1878, una Sociedad de Historia del Perú. Ratificaba así la activa vocación de su vida, y ponía al servicio de la Historia el vasto prestigio que había conquistado mediante su labor de publicista y el promisor dinamismo infundido a la Biblioteca Nacional. Y suponemos que invitaría a cuantos cultivaban entonces el severo estudio del pasado, o divulgaban sus alternativas en prosas galanas. A Manuel de Mendiburu, Mariano Felipe Paz Soldán, José Antonio de Lavalle, Sebastián Lorente y Eugenio Larrabure y Unanue; a Ricardo Palma y Clorinda Matto de Turner; a Félix Cipriano Coronel Zegarra, Enrique Torres Saldamando, Manuel González de la Rosa y José Toribio Polo. Pero refiere éste (6), que el proyecto fué frustrado "por pequeñas miserias de algunos de los invitados". Y preferimos no aventurar hipótesis en torno a una alusión tan vaga, para que no se mitigue en nuestro ánimo la complacencia ocasionada por la iniciativa.

Sobrevinieron luego los duros años que la Guerra del Pacífico desencadenó sobre el país. Los exigentes requerimientos de la investigación quedaron supeditados a la seguridad nacional. Y cuando asomaron nuevamente las auras de la paz, el historiador aplicó a su tarea una indecible ansia de superar la difícil coyuntura. Pero la serena objetividad de su estudio fué comprometida por las proyecciones pasionales que la crisis nacional motivaba. El escrutinio de los hechos pasados orientóse, unas veces, hacia la evocación de las figuras y los aspectos que en los viejos tiempos ofrecían una amable apariencia de quietud; o sondeó afanosamente en las sombras, para identificar los valores que pudieran alentar la emoción del momento. En la Historia descubrióse entonces el camino que llevaba hacia la apacible elusión del presente, o hacia los horizontes donde la experiencia disponía la construcción del futuro. Y con destellosa claridad se percibió que la existencia y el carácter del país no se encuentran exclusivamente ligados al recuerdo heroico o la euforia progresista, sino a la secuencia de sus variadas etapas: porque su ser definitivo y concreto está determinado por su continuidad. El historiador no podía limitarse a la relación anecdótica o la crónica bizarra, ni a la semblanza psicológica o el cuadro social, ni a la descripción de una antigüedad o la elucidación de un parentesco filológico: porque su tarea había de ser más completa y profunda, más analítica y racional. La Historia fué considerada como el espejo donde se reflejaba la verdad y, por ende, como el conocimiento indispensable para tener exacta

(5) Cf. la introducción al primer volumen de su Diccionario Histórico Biográfico del Perú (Lima, 1874): p. XV.

(6) En su ensayo biográfico sobre El Coronel Odriozola, aparecido en L.a Ilustración Americana; Año I, No 7, pp. 78-79; Lima, 1o-X-1890.

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conciencia del destino nacional: "porque es un axioma que pueblo que no conoce bien su propia vida jamás puede darse cuenta exacta de la misión que le toca desempeñar en el movimiento humano, ni fijar con acierto el rumbo que debe conducirle a su desarrollo y engrandecimiento" (7). Ya no sería estimada, por tanto, como una disciplina accesoria de la elocuencia, o un ejercicio de eruditos. Para favorecer su preparación debía procederse al acopio y el estudio metódico de las fuentes, & la consulta de las ciencias que esclarecieran los problemas emergentes, a la coordinación de los proyectos y los esfuerzos efectuados por los investigadores. Y en tal momento hubo de nacer el Instituto Histórico del Perú, específicamente encargado de "propender a la formación de la Historia nacional".

El Instituto Histórico del Perú

Ambiciosa perspectiva asignaron sus fundadores a los trabajos del Instituto Histórico del Perú, al estipular que se los debía aplicar a "reunir, descifrar, organizar, anotar y dar a publicidad los documentos relacionados con nuestra historia"; y que el Archivo Nacional estaría sujeto a las disposiciones que dictase "para su debido funcionamiento", así como a la vigilancia que extendiese sobre su continuada aplicación. En tal forma se proyectaba la centralización y ordenación de las colecciones documentales para servir a la investigación histórica; y, consecuentemente, la trascripción y el metódico esclarecimiento de las piezas que debían ser difundidas mediante la imprenta, para favorecer la incorporación de sus noticias en la visión general del pasado. Pero así parecía que el interés del Instituto Histórico del Perú quedaba limitado sólo a una especie de fuentes, y en su reglamento se hubo de establecer, con la debida amplitud, que le competía recoger y conservar "ordenadamente documentos y manuscritos de importancia, originales y en copia, libros, cartas geográficas, estampas y materiales útiles para la Historia Nacional". Se le confirió también la facultad de "iniciar y recompensar la redacción de obras históricas, monográficas o generales sobre el país; proponer al Gobierno lo que considere útil para el conocimiento, difusión y progreso de las ciencias históricas; informar al Gobierno sobre los asuntos en que juzgue oportuno conocer su opinión; [y] conservar los monumentos nacionales de carácter arqueológico o artístico". En consecuencia, encargóse al Instituto Histórico de! Perú la organización básica del Museo de Historia Nacional, establecido bajo su dependencia; la edición de una revista en la cual debía rectificar "los errores y las falsificaciones que se publiquen sobre la Historia del Perú y los monumentos de ella", así como la reimpresión de "obras raras, que

(7) Eugenio Larrabure y Unánue, en el discurso que pronunció durante la ceremonia de instalación del Instituto Histórico, el 29 de julio de 1905. En Revista Histórica: Tomo I, pp. 122-139; Lima, 1906.

contribuyan a ilustrar la Historia nacional y a propagar su conocimiento"; la promoción de certámenes bienales, "conforme a los programas y temas designados previamente"; y “la conservación de los monumentos arqueológicos nacionales”, así como la fijación de las reglas a las cuales debían sujetarse las exploraciones. Por tanto, es claro que los designios originarios no se enderezaron a concebir una bizantina agrupación de historiadores, sino a armar a éstos con los recursos que su tarea exige, y a convertir la Historia en savia de la conciencia nacional.

Tales fueron los fines de la docta institución, según el decreto promulgado el 18 de febrero de 1905 por José Pardo, Presidente de la República, y Jorge Polar, Ministro de Justicia e Instrucción; y según el estatuto orgánico, aprobado el 10 de julio del mismo año. Por resolución suprema del 8 de marzo fué encargado su cumplimiento a un personal idóneo, integrado por miembros de número a quienes se designó expresamente en atención a sus calidades individuales, y trece miembros natos cuya incorporación era determinada por las funciones afines que les imponían sus cargos en la administración pública o en la docencia. Fueron éstos: el Rector de la Universidad Mayor de San Marcos, Francisco García Calderón; el Decano de la Facultad de Letras, Isaac Alzamora; los catedráticos titulares y adjuntos de Historia de la Civilización Peruana, Historia del Derecho Peruano, y Derecho Diplomático e Historia de los Tratados, a saber Manuel Marcos Salazar y Mariano Ignacio Prado y Ugarteche, Eleodoro Romero y Javier Prado y Ugarteche, José Pardo y Julio R. Loredo; el Director de la Biblioteca Nacional, Ricardo Palma; el Director General de Instrucción, José A. de Izcue; el Director del Archivo Nacional, Constantino R. Salazar; el Jefe del Archivo de Límites, dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores, Carlos Larrabure y Correa; y el profesor de Historia del Perú en el Colegio Nacional "Nuestra Señora de Guadalupe", Adolfo J. Quiroga. Los miembros de número, inicialmente designados por el gobierno, fueron: José Sebastián Barranca, Modesto Basadre —quien declinó la designación gubernativa en atención a su avanzada edad-, Enrique Benites, Marco Aurelio Cabero, Mariano H. Cornejo, Pedro Emilio Dancuart, Juan Norberto Eléspuru, Aníbal Gálvez, Carlos García Yrigoyen, Ricardo García Rosell, José Román de Idiáquez, José A. de Izcue, Miguel Antonio de la Lama, Víctor M. de Maúrtua, Rosendo Melo, Manuel Jesús Obín, Teodorico Olaechea, Pablo Patrón, Carlos Paz Soldán, José Toribio Polo, Javier Prado y Ugarteche, Mariano Ignacio Prado y Ugarteche, José Agustín de la Puente, Emilio Gutiérrez de Quintanilla, Carlos A. Romero, M. Nemesio Vargas, Carlos Wiesse y Celso Zuleta. Finalmente, reconocióse como miembros natos a "los correspondientes en el Perú de la Real Academia de la Historia, de Madrid, y de otras academias o sociedades extranjeras dedicadas al estudio de la História", y, en tal virtud, quedaron incorporados Ricardo Aranda, Eugenio Larrabure y Unánue, Nicolás de Piérola y Pedro A. del Solar. De manera que, no obstante establecerse en el estatuto que los miembros de número

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