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la modalidad especial de su saber al desarrollo del conocimiento científico de la realidad. Mas tal trascendencia cognoscitiva sólo la adquiere al término de su desarrollo esencial. Aun cuando su evolución es progresiva, y no es acierto de exactitud cortarla en fragmentos de absoluta independencia, cabe el distingo de períodos seriados en la tendencia de su finalidad. En resumen de incompleto contenido puede afirmarse que la historia, desde sus orígenes hasta el siglo XVIII, fue puramente narrativa, diferenciándose, en tan dilatado lapso, dos intencionalidades en su orientación. Primero fue mítica, legendaria, reflejo de lo que el hombre hubiera querido ser, genealógica de la raza amañada a la vanagloria nacional. No fue espejo de exactitud, sino deslumbre de la imaginación. En el siglo IV antes de Cristo se inicia en Grecia el nuevo aspecto de la historia: la búsqueda de la verdad, que si en Herodoto anda mezclada con hechos fabulosos, en Tucídides se afianza y depura. Desde entonces la preocupación por la verdad es característica de la historia, y quien a ella no se atiene en sus escritos no es genuino historiador. Al anhelo de veracidad auna la historia su tendencia pragmática: indaga hechos, acciones y quiere ser útil. La frase de Cicerón expresa ese prurito del historiador: historia magistra vitae (la historia es maestra de la vida). Leibniz considera la historia como pura materia de reflexiones y preceptos morales, y Machiavelo la convierte en lección de cosas para los gobernantes.

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"El concepto de la historia alcanzó su verdadera madurez en la obra de Vico y Herder", dice Cassirer en su Antropología Filosófica, pero en el transcurso de los siglos fue adquiriendo conciencia de su propósito e intuición de sus dominios. Así Voltaire se orienta a lò cotidiano y descubre que en la vida corriente, normal, diaria; en los usos y costumbres de los pueblos y no en las batallas y hazañas de guerreros y reyes, reside el contenido medular de la historia. Montesquieu la dinamiza y la narración estática de los hechos la complementa con la búsqueda de sus causas.

La historia prosigue su curso hacia un saber cada vez más hondo. Los siglos XVII y XVIII no subrayan su índole cultural con la signatura histórica, pero los hombres de la Ilustración, hermanando el pensamiento del racionalismo cartesiano con el estudio del pasado, inducen a los historiógrafos de la época a intentar la constitución de una historia científica a la manera de la ciencia natural. ¡Vana pretención! En el reino de la naturaleza rige la causalidad, en el mundo de la historia se reduce su imperio para establecer los dominios de la finalidad. En los fenómenos físicos, el medio es tirano; en los hechos sociales es escenario de actividades; influye en ellos pero sin prefijar sus resultados. La Arabia no explica a Cristo, ni Córcega a Napoleón. La inducción generalizadora de un empirismo objetivo, que elabora la percepción, carece de posible vigencia en las ciencias del espíritu. Lo específico de la realidad histórica mostró su tenaz oposición a acostarse en el lecho de Procusto de ese molde del conocimiento naturalista.

Porque el hecho histórico y el natural son muy distintos. El hecho natural es y con su presencia agota su ser. Tiene una naturaleza que se manifiesta empíricamente y se reduce a su aparecer. El hecho histórico es muy otro: su materialidad es sólo sustentáculo de algo diferente. Su esencia es ser significativo. Es símbolo. Es vehículo del espíritu. Detrás del hecho natural no hay nada. Detrás del hecho histórico está el hombre. Y el hombre no es cosa; tiene psiquis. Piensa, siente, quiere. Su ser espiritual es plástico, modificable; a diferencia de los objetos naturales. Desde que el hombre existe la Tierra es como es, pero el hombre ha variado profundamente. La caverna del troglodita sigue siendo igual a como fuera en su época, pero entre la Pompadour y la hembra cavernícola media un abismo de diferenciación. De allí el diferente concepto del tiempo del historiador y del naturalista: en las ciencias de la naturaleza el tiempo es neutro, en la historia factor de transformaciones trascendentales.

La índole especial del hecho histórico obliga a quienes lo estudian a recurrir a procedimientos del conocer en donde la búsqueda de la intencionalidad persigue la vivencia de los hombres pretéritos que motivaron el hecho. Es una exploración de la interioridad de lo percibido en el reino de las ideas, de los fines y de los valores, en donde triunfa el predominio de lo individual, del mismidismo de cada suceder que aparece en el siglo XIX como flor cimera y perdurable del historicismo.

El método de la comprensión que es un aprehender significativo de lo individual, interpretando reconstructivamente lo que fue, dió frutos tan colmados, que hubo de trascender su campo propio, aplicándose con buen éxito a otras esferas de lo real:

La orientación hacia la historia, es una señal que confiere un sello característico a toda la filosofía del siglo XIX, en contraposición a la del período anterior... Esta última descansaba en una concepción matemático-naturalista de la realidad y era abstractamente racionalista. Por el contrario los sistemas especulativos de nuestro siglo dieron origen a la construcción del mundo histórico-espiritual, tratando, después, de construir también históricamente la naturaleza, al menos bajo la forma de un esquematismo lógico-genético: y las ciencias naturales han seguido ese impulso, realizándo, en efecto, un tratamiento histórico de la naturaleza en la teoría de la evolución cósmica y biológica. (F. Paulse: Introducción a la Filosofía).

Importancia y mucha tiene, sin duda, un saber que influye con su tendencia en uno de los aspectos de toda ciencia, pero la máxima importancia de la historia es su decisiva contribución al conocimiento del hombre en cuya estructura anímica descubre que hay mayor realidad de existencia que de esencia.

Este concepto del hombre como contínuo hacerse, que no es perduración del ser sino cambio del existir, lo expone Ortega y Gasset con la característica luminosidad de su estilo bellísimo, en su ensayo titulado

"La Historia como Sistema”, en donde palpitan las simientes que habían de florecer en los perturbadores huertos del existencialismo de Heidegger y de Sartre.

Cuando la razón naturalista se ocupa del hombre busca, consecuente consigo misma, poner al descubierto su naturaleza.

Y fracasa.

Por qué? Si todas las cosas han rendido grandes porciones de su secreto a la razón física ¿por qué se resiste esta sola tan denodadamente? La causa tiene que ser profunda y radical; tal vez nada menos que esta: que el hombre no es una cosa, que es falso hablar de naturaleza humana...

En suma: que el hombre no tiene naturaleza sino historia. (José Ortega y Gasset, La Historia como Sistema).

La importancia trascendental de la historia radica en esa verdad: nos permite descubrir al hombre, conocerlo a través de la historia que ha vivida y en la que intervino al vivir. El hombre hace la historia y la historia hace al hombre, doble polaridad paradójica del mundo humano donde acción y reacción se entretejen en la maya fecunda de la vida.

Y en el Perú este descubrir del hombre nuestro es logro a que ha de aspirar la historia patria. Porque el hombre no es un ente abstracto sino realidad viviente, mostrándose su espíritu en consonancia con su raza y el medio del acaecer histórico que originó y padeció.

¿Qué somos los peruanos? ¿Qué queremos? ¿Qué caminos del existir son más propicios a nuestros pies que transitaron por lo pretérito? En la historia yace la respuesta. Porque el hombre es él y su situación, y las circunstancias de su situación las realiza la historia.

De allí la importancia de instituciones como la que hoy celebra sus bodas de oro, porque el desarrollo y perfeccionamiento del estudio de la historia es factor espiritual del progreso de los individuos y los pueblos.

Acallados los aplausos que hicieron eco a las palabras del doctor Oscar Miró-Quesada, ocupó la tribuna el doctor Alberto Tauro, quien tuvo a su cargo el discurso de orden. El texto de éste se inserta a continuación.

Señor Representante del Presidente de la República

Señor Ministro de Educación Pública

Señores Embajadores

Señores miembros del Instituto Histórico del Perú
Señoras y señores:

Ha sido convocada esta sesión extraordinaria, para conmemorar el quincuagésimo aniversario de la fundación del Instituto Histórico del Perú, que en cumplimiento de sus fines ha contribuído a esclarecer y di

fundir las tradiciones del país, definiendo su vigilante intervención en la defensa de la libertad y la armonía del continente, confiriendo nitidez a la trayectoria de sus hombres, y enalteciendo sus valores. El designio de sus fundadores le asignó un eminente lugar en la cultura nacional, y desde su origen lo ha mantenido con prestancia, gracias a la seriedad de su especialización; le impuso el deber de rectificar los errores que se deslizaran en la historia patria, y lo ha cumplido mediante la continuidad de sus trabajos y la autorizada veracidad de sus publicaciones; le encargó el fomento de los estudios históricos, y hoy puede comprobarse cómo se renueva y acrecienta entre los investigadores la devoción por el conocimiento genético de los problemas nacionales. Sin esfuerzo se infiere que la creación del Instituto Histórico del Perú envuelve una consciente afirmación de la personalidad del país. Y, tanto para rendir un homenaje a sus fundadores, como para destacar la significación y la trascendencia de la empresa que iniciaron, trazaremos ahora un cuadro de sus antecedentes. Para hacerlo más comprensivo e integral, no nos limitaremos a sus formas institucionales, y atenderemos con preferencia a la misión que en las décadas anteriores se otorgó a la Historia, en el proceso de la formación personal y en la cultura social.

Antecedentes de la enseñanza de la Historia.

Cuando la prosperidad favoreció la estabilización de las instituciones republicanas, los eruditos y los hombres de letras empezaron a asociarse para coordinar los estímulos otorgados a sus pacientes trabajos y favorecer la propagación de sus creaciones; pero la Historia ocupaba todavía un lugar impreciso en sus perspectivas culturales, porque los movía una amplia virtud humanística y sólo consideraban la simpatía espiritual determinada por sus tareas; y hubieron de transcurrir largas décadas antes de que fuera fundada una entidad como el Instituto Histórico del Perú, específicamente destinada a promover el "conocimiento, difusión y progreso de las ciencias históricas". El extenso lapso no pasó en vano. A través de sus agitados vaivenes los historiadores ampliaron los horizontes de la cronología, del afán testimonial, de la glosa o la superficial crítica de las fuentes escritas; y efectuaron un esclarecimiento de la naturaleza científica y el método de la Historia. Pero debe advertirse que una superación de tanta trascendencia no proyectó su claridad sobre la síntesis didáctica ni el conocimiento popular. No obstante la venerable antigüedad de sus raíces, la Historia no había ganado aún el lugar que la cultura individual exige. El ciudadano y el buen padre de familia obtenían sus informaciones del pasado a través de viejos centones, y al amor de la lumbre referían a sus vástagos las tradiciones de sus mayores. Pero ya se reconocía que la Historia infunde la sociedad una diáfana conciencia de su destino, y que ejerce una influencia aglutinante sobre sus elementos. Se advertía la inconsistencia y la superficialidad de las más

generalizadas noticias acerca de otras épocas, y la insinuante solicitud, que un tiempo impetró alguna atención magistral para la Historia, trocóse en un persistente reclamo de la preferencia que en la formación personal se le debía acordar.

Para aquella brillante generación que forjó la independencia, la Historia era la luz, que revelaba a los hombres y los pueblos, no sólo sus antecedentes, sino aun sus más remotos orígenes, y les permitía concebir así una exacta noción de su ser y sus derechos. En efecto, si José Baquíjano y Carrillo juzgó severamente las causas que determinan la decadencia de las universidades (1), debemos entender que no reaccionó únicamente contra sus limitaciones dogmáticas, sino, principalmente, contra el vacío que en ellas dejaba la ausencia de la Historia:

Ideas abstractas, quimeras despreciables, vanas sutilezas explicadas en un estilo bárbaro y grosero, formaban la orgullosa e inútil ciencia que resonaba en sus aulas.

Y cuando Toribio Rodríguez de Mendoza concibió las bases y las perspectivas de una profunda reforma de la enseñanza (2), expresó la extrañeza que le inspiraba el hecho de no haberse incluído hasta entonces la historia, ni la geografía, entre las asignaturas escolares:

¿Y qué razón hay para ignorar la Geografía e Historia del suelo que pisamos? ¿Y por qué no hemos de entrar y andar en el inmenso y delicioso campo de nuestra historia natural, tan poco o nada conocida?

Una especulación sutil, una teoría, una profusa acumulación de nociones, o el cuadro sistemático de una ciencia, son infecundos cuando no mantienen ligamen alguno con la tradición y la realidad del país; son meras demostraciones de destreza mental, que en sí misma agota sus fines, cuando no se aplican a las circunstancias específicas del contorno. La razón anhela identificar el origen y las relaciones de los fenómenos, pues la sola contemplación de su apariencia conduce al misticismo. Y por eso reaccionó José Baquíjano y Carrillo contra la abstracción intemporal, en tanto que Toribio Rodríguez de Mendoza reclamó la difusión intensiva de la historia y la geografía nacionales.

La enseñanza de estas disciplinas inicióse después de la independencia, pero en forma incipiente y confusa: bien, porque el pasado era visto a través de una simple cronología de los hechos políticos y militares; bien, porque se lo reducía a las vicisitudes jurisdiccionales, propendiendo a la formación de una geografía histórica. Justamente, fueron

(1) Cf. su Historia de la Real Universidad de San Marcos. En Mercurio Peruano: Tomo II, p. 199; Lima, 1791.

(2) En oficio elevado al visitador Manuel Pardo y Rivadeneyra, y suscrito el 23 de marzo de 1816. Cf. Expediente instructivo de la visita del Real Convictorio de San Carlos, publicado por Raúl Porras Barrenechea en Revista Histórica: To mo XVII, pp. 180-308; Lima, 1948.

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