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se estableciesen en ellas, a fin de que se repoblasen y volviesen a poner bajo cultivo aquellos valles que la rápida desaparición de la raza indígena iba dejando incultos; nadie, sin embargo, se había cuidado en el Perú de ejecutar aquellas reales órdenes, y ello fácilmente se explica, si se tiene en cuenta que las revueltas que a menudo promovían los altivos e indisciplinados soldados de la conquista, apenas podían dar tiempo a los gobernantes para entender en tan necesaria y útil labor. Pero el Marqués de Cañete venía determinado a ejecutarlas, no sólo como medida de buen gobierno, que contribuyese a arraigar en el país a aquellos colonos qu no tenían repartimientos ni heredades que a él los ligasen, sino como medio de aquietar los ánimos alterados y pacificar la tierra.

No se había aún ajustado un año de su ingreso al virreinato y gobierno del Perú, y ya sus capitanes salían a poblar nuevas comarcas y a sujetar nuevas provincias al cetro imperial de España: en tierras de los cañaris se fundaba la ciudad de Cuenca, la villa de Santa María de la Parrilla en el valle que los antiguos chimus denominaron de Sacta, las ciudades de Mendoza y Osorno en las gobernaciones del Río de la Plata y Chile, respectivamente, en cuyas fur daciones entendió su propio hijo, Dn. García de Mendoza, y, finalmente, la villa de Santa María de Cañete, cuya acta de fundación hoy publicamcs, en el valle que se decía del Huarcu, a veintidós leguas de la Ciudad de los Reyes, y el principal de los cuatro (1) que constituyeron el señorío del opulento régulo Chuqui-mancu célebre por la heroica resistencia que opuso a los invasores quechuas en tiempo de Pachacútec, obligando al conquistador a movilizar cuatro ejércitos, que asolaron el valle y casi lo convirtieron en un inmenso cementerio.

Comisionó el Marqués para hacer la fundación de la villa de Cañete al Capitán Jerónimo de Zurbano, y además de la Real provisión que le mandó despachar en 20 de Agosto de 1556, le dió un pliego especial de instrucciones, por las que debía gobernarse, así en lo referente a la traza y erección de la villa, como en la distribución de solares y tierras entre los veinticinco pobladores que con él pasaban a comenzar aquella fundación.

(1).-Huarcu, Runahuanac, Malla y Chillca.

Cuando los castellanos llegaron al Perú, la población indígena del valle del Huarcu fluctuaba entre quince y veinte mil almas, según se colige de las relaciones del Inca Garcilaso; mas, no bien los conquistadores ocuparon el valle e implantaron en él el régimen comendaticio, la población comenzó a decrecer rápidamente, y la desolación llegó a tanto, que cuando el Marqués de Cañete acordó fundar allí la villa que nos ocupa, no se encontraron en la comarca más de setenta u ochenta personas, entre caciques, principales e indios comunes, que tenían sus rancherías en el vallecillo de Oclla, y los pescadores hacia las riberas de la mar, cerca de las ruínas de la fortaleza, todo lo cual se hizo constar en la información que mandó levantar el Capitán Zurbano, cuando trató de repartir las tierras entre los colonos que se avecindaron en la nueva villa.

Al extinguirse la población autóctona del valle del Huarcu, sus campos quedaron sin cultivo, sus ricas tierrras se fueron enmontando, y quebradas las acequias, se formaron por do quiera ciénagas y salitrales; Canchari, la magnífica residencia de sus antiguos régulos, Chuqui-mancu, la gran fortaleza, mudo testigo del heroísmo de una raza muerta, Hervae, el odioso símbolo de la conquista trasandina y de la dominación extranjera, todo había caído ante el empuje de los invasores castellanos, todo había cedido a su paso, y al perder el valle su antigua importancia, se había trocado en honda calma aquella vida y actividad que una población vigorosa y fuerte le comunicaba en mejores tiempos, y sólo las ruínas de una civilización perdida surgían solitarias en la agreste campiña.

Vivía, sin embargo, el genio previsor de los primitivos señores del Huarcu, y vivía en los magníficos acueductos que cruzaban el valle, y que en otra época llevaban la fecundidad y la vida hasta sus más remotos confines. Estos acueductos eran seis: el de Chome o Chomey, el de Hualcara, el de Sotoma, el de Lloclla, el de Huanca o Huancara y el de la Imperial, que es la misma acequia quebrada a que con tanta frecuencia se alude en las postillas que un glosador anónimo puso al margen del documento que aquí publicamos.

Sobre el origen incaico de esta acequia, y sobre su pérdida y posteriores vicisitudes, encontramos interesantísimos. datos en la Descripción de las Indias del Iltmo. Lizárraga, quien, después de ocuparse del valle del Huarcu, cuya fertili

dad y grosura debidamente pondera, dice: «Parte términos con este valle otro de más de tres leguas de ancho y siete de largo, todo acequiado, de fertilísimo suelo, si lo hay en el mundo; el cual no se labra por se haber perdido una acequia con que todo se regaba, que hizo sacar el Inga a los naturales, del río de Lunahuaná. Derrumbóse un pedazo de una sierra sobre ella y cojó la toma, y nunca más se ha abierto, que si se abriese, sólo aqueste valle era poderoso a sustentar la Ciudad de los Reyes de trigo e maíz; y aunque algunos Virreyes han pretendido desmontar la toma, no se atreven por ser necesarios más de 50.000 pesos (1). Allá en el último tercio del siglo XVI, alguien propuso el arbitrio de que se cargase el costo de esta obra sobre el ramo de tributos vacos, o más bien, que la primera encomienda que vacase se proveyese en determinada persona, pero con el gravamen de no poder percibir la renta sino después de uno o dos años, debiendo aplicarse entre tanto todo su producto, o cuando menos sus dos terceras partes, a la ejecución de aquella obra; pues el arbitrista sostenía, y no sin razón, que cualquier benemérito aceptaría de buena gana la encomienda, no obstante aquella transitoria limitación, toda vez que mediante la posesión que se le daría de presente, se le aseguraba la efectividad de la real merced, y ya sin los azares de posibles contingencias.

Tratóse de este proyecto con el Arzobispo de Lima, que lo era por aquel entonces Dn. Toribio Alfonso de Mogrovejo, y lo tuvo por acertado y muy conforme con aquellos principios de alta legislación, que hacen prevalecer el bien de la colectividad sobre cualquier espectativa de carácter privado; pero, Dn. Martín Henríquez, Virrey a la sazón del Perú, no acertó a dar al proyecto toda la importancia que en sí tenía, y aunque no lo rechazó por inconveniente o antipolítico, contestó que no era justo imponer aquella carga a las mercedes que en nombre de su Majestad hiciese, pues quería que los agraciados las ponderasen debidamente. Con tal respuesta, como es de suponer, el proyecto quedó en nada y el valle siguió perdido.

Con todo, no obstante la indiferencia oficial, se multiplicaron las tentativas para reparar el viejo acueducto y de• volver a las ricas tierras de la Imperial su primitiva fecundidad

(1).—Lizárraga, Descripción de las Indias, Lib I, cap. LVIII.

e importancia; pues consta que muchas personas particulares y de caudal se aventuraron en la empresa, pero, desgraciadamente, ya fuese por la oposición más o menos fundada que le hacían los hacendados del resto del valle, ya porque los capitales de que se disponía eran insuficientes dada la magnitud de la obra que se debía de emprender, todas las tentativas fracasaron.

A Dn. Martín Henríquez, el gotoso, sucedió en el gobierno del virreinato Dn. Fernando de Torres y Portugal, Conde del Villar-don-Pardo, en cuya época nada de provecho se hizo en pro de la reparación del perdido acueducto e irrigación de la Imperial; y a éste vino a relevar Dn. García de Mendoza, cuarto Marqués de Cañete, quien creyó acaso resolver el problema adjudicando aquellas tierras yermas al Cabildo de Lima, para que entendiese en su irrigación y labranza, y con ellas acrecentase los fondos correspondientes al ramo de propios, pero con el cargo de componerse con su Majestad mediante la entrega de 10.000 pesos de a ocho, los mismos que el referido Cabildo se obligó a oblar en las Cajas Reales. Así consta de la Real provisión que se despachó en el puerto del Callao a 29 de Marzo de 1596, autorizada en forma por el Marqués y refrendada por Alvaro Ruíz de Navamuel, secretario general del virreinato.

Por el momento no parece que el Cabildo diese mayor importancia a la merced que le hacía el Virrey, puesto que no tomó posesión de las tierras ni ejercitó acto alguno de dominio que sepamos, y sólo a principios del siglo subsiguiente, en 1619, cuando alguien probablemente trataría de disputarle los derechos adquiridos, ocurrió al Rey pidiéndole que se dignase confirmar y ratificar la concesión que años antes le hiciera el Marqués de Cañete, lo que consiguió, no obstante los alegatos y contradicción del Fiscal de la Audiencia de Lima, quien estimaba en doscientos mil y tantos pesos el verdadero valor de aquellas tierras; pues el Monarca no sólo confirmó y ratificó lo que su virrey había hecho, sino que relevó al Cabildo de la obligación que le imponía la provisión original, haciéndole gracia de los 10.000 pesos que aún debía a las Cajas Reales por los derechos de composición, de suerte que la merced vino a ser completa. Así consta de la Real cédula que se despachó en Madrid a 29 de Marzo de 1619,

Luego que llegaron a Lima los reales despachos trató el Cabildo de tomar posesión de las tierras, comisionando al efecto a uno de sus regidores, el Capitán Francisco Márquez Dávila, quien se constituyó en la villa de Cañete y en vos y en nombre del Cabildo tomó posesión de las tierras quieta y pacíficamente, sin contradicción de ninguna perosona», en 28 de Julio de 1623, por ante Gabriel Martínez Pesado, escribano real y público de la referida villa.

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Posteriormente, en 22 de Mayo de 1660, Dn. Antonio Alfonso de Pimentel ofreció al Cabildo reparar a su costa el antiguo acueducto y llevar a debido efecto la irrigación de las tierras, siempre que se le vendiesen a censo reservativo y redimible. Tras larga discusión resolvió el Cabildo acceder a lo solicitado por Pimentel, y mandó que las tierras se sacasen a remate, previos los trámites de ley, o sea mediante la solicitud del Procurador del Cabildo y Mayordomo de la ciudad, el voto del Fiscal y la licencia del Gobierno.

Todas aquellas fomalidades curialescas se llenaron sin mayor dificultad, y reconocida la necesidad y efectiva utilidad del contrato, el Conde de Alva de Aliste autorizó al Cabildo para que lo llevase adelante en 16 de Octubre de 1660. Acto continuo se dieron los treinta pregones de ordenanza en la plaza mayor de Lima y en la villa de Cañete, sin que nadie se atreviese a arrostrar los azares de tan problemático negocio, y verificada la subasta las tierras quedaron por de Pimentel, a cuyo favor se otorgó la escritura de venta en 19 de Octubre de aquel año, por ante Sebastián de Mendoza, escribano público y de Cabildo, con las condiciones estipuladas, que eran las siguientes: que debía dejar al Cabildo y ramo de propios trescientas fanegadas de tierra en cabecera de acequia; que debía cederle la tercera parte del agua que se condujese; y que si pasados diez años no hubiese cumplido con las estipulaciones acordadas, de facto caducaba la escritura, quedando sin valor ni efecto, y volvía al Cabildo el dominio y plenitud de las tierras.

Pimentel tomó posesión de las tierras en 9 de Diciembre de 1660, por ante Francisco de Escobar y Montes de Oca, escribano real, público y de Cabildo de la villa de Cañete, y poco después comenzó con gran entusiasmo y sobra de esperanzas a realizar sus anhelados proyectos; sin omitir esfuer

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