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conferido á los niños y la presencia de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, coincidiendo en esto con los sacramentarios. Siguiendo Servet esta pendiente, llegó casi á negar el misterio de la Trinidad. En esto era más consecuente que Calvino, pues de negar un misterio, ¿á qué fin conceder los otros? Quien cree en la Trinidad no tiene motivo para admirarse de la real presencia de Jesucristo en la Eucaristía.

Calvino, que predicaba libertad, mandaba en Ginebra como un déspota. Los ministros de Ginebra extractaron más de treinta herejías de la obra de Servet titulada, Los errores de la Trinidad. Sabiendo Calvino que Servet se hallaba accidentalmente en Ginebra, le delató al Senado, haciéndole conducir á la cárcel contra las leyes mismas de la hospitalidad; y por sentencia de aquel Senado y á instancia de Calvino, Servet fué quemado vivo y públicamente, á 27 de Octubre de 1553. No era Servet el primero con quien ejercía aquella fria y calculada crueldad.

La ejecucion del hereje español pareció mal áun á los mismos herejes: escribióse acerca de este punto, y algunos pretendieron que sólo se debía castigar á los herejes con pena de destierro á lo sumo. Un discípulo de Servet, bajo el seudónimo de Martin Belio, escribió contra la pena de muerte impuesta por causas religiosas. Calvino escribió una obra probando que los herejes deben ser castigados con pena de muerte: Teodoro Beza, su discípulo, impugnó á Belio, no sólo con razones de la Sagrada Escritura, sino con testimonios de Lutero, Melancton y los principales corifeos del protestantismo, probando que la herejía debe ser castigada por el magistrado. Sentado, pues, tal precedente por los que ahora se da en llamar emancipadores del pensamiento humano, ¿qué derecho tenían ni tienen los protestantes para quejarse de la Inquisicion de España? ¿Hacia esta aquí otra cosa que ejecutar lo que de palabra y obra defendían los padres de la Reforma? Siquiera la Inquisicion era lógica y consecuente en su conducta.

CAPITULO XIV.

GLORIAS DE LA IGLESIA DE ESPAÑA EN EL SANTO CONCILIO DE TRENTO.

§. 86.

Influencia de España en la continuacion del Concilio.

Mucho habían sobresalido los españoles en la primera y segunda época del Concilio de Trento, pero brillaron más en la tercera. El fruto que se había sacado de las primeras fué escaso. Los Obispos no habían logrado plantear las reformas allí indicadas, segun hemos visto, y áun se temía que Paulo IV quisiera invalidar algunas, haciendo valer las protestas del episcopado francés contra aquella santa asamblea (1). Al convocar Pio IV nuevamente el Concilio de Trento, conoció á fondo la lealtad de Felipe II y de los Obispos españoles, y que podía contar bien con estos.

Acudieron los Obispos ganosos de llevar á cabo las reformas iniciadas en los dos periódos anteriores, más teológicos que canónicos. El tercero por el contrario (1560-1563) desde las sesiones 17 á la 25 inclusive, contiene las disposiciones más prácticas é importantes. Ofrecióse salvoconducto á los protestantes; estos no lo quisieron utilizar: su jugada ya estaba hecha. Melchor Cano acababa de espirar en Salamanca al convocarse el Concilio, dejando incompleta su gran obra de Locis Theologicis, que dedicó al inquisidor Valdes. No faltaron teólogos que llenasen su vacío pero en esta tercera reunion brillaron más los canonistas. Al frente de ellos venía el Arzobispo de Granada D. Pedro Guerrero, prelado muy sábio é ilustre, de carácter vivo y enérgico. En la primera sesion

(1) En el dictámen ya citado de Soto y Cano, se indica esta sospecha, no inverosímil, teniendo en cuenta que el Papa se hallaba supeditado á Francia.

(la 17) le chocó la frase que se había introducido para alzar la suspension del Concilio; decíase en ella: «que los puntos que se hubieran de tratar fuesen á propuesta de los Legados (proponentibus legatis): » el Arzobispo de Granada, que no pecaba por exceso de adhesion á la Santa Sede, manifestó que aquella novedad era contraria á la facultad de proponer, ó iniciativa, que siempre habían tenido los Obispos en los Concilios no se aquietó Guerrero con las explicaciones de los Legados, y pidió que constara su voto de que le disgustaban aquellas palabras, por ser nuevas, innecesarias é inoportunas; adhiriéronse á su voto un Obispo español y otros dos con cierta advertencias (1).

En las dos cuestiones sobre residencia y autoridad de los Obispos, que agitaron los ánimos de los Padres, desde la sesion 20 en adelante, los españoles se mostraron muy celosos por que se declarase que ambas eran de derecho divino. El Arzobispo de Granada, el de Tarragona y el Obispo de Guadix tomaron una parte muy activa en estas discusiones. Este último impugnó enérgicamente un proyecto de cánon en que se decía que los Obispos son llamados por el Papa á una parte de solicitud, y que siendo confirmados por él se hacen verdaderos Obispos. El español alegaba que la confirmacion de los Obispos por el Papa era de fecha muy reciente, y que no dejaría de ser Obispo quie fuese consagrado segun los cánones apostólicos y Nicenos, como lo fueron muchos de los santos Padres de la Iglesia griega y latina, que ni áun tuvieron idea de la confirmacion de los Obispos por el Pontífice. Esta observacion, que es un argumento incontestabie para probar la autoridad, tanto de órden, como de jurisdiccion, que los Obispos tienen de derecho divino, no era exacta en toda la extension que el Obispo español quería darle, pues en la actual disciplina no se considera válida, ordinariamente hablando, ninguna consagracion de Obispo sin confirmacion del Pontifice. Escandalizáronse sin razon algunos Obispos italianos, y se

(1) Pallavicini, lib. XV, cap. 15.

Véanse sobre este punto las durísimas cartas que escribió Vargas al Rey de España, en el tomo IX de la Coleccion de documentos inéditos de los Sres. Salvá y Baranda.

propasaron á dirigir insultos groseros al Prelado español, llamándole hereje, excomulgado, y gritando que se le echase de la Iglesia. Apenas lo creyéramos á no verlo en un autor tan concienzudo como Pallavicini (1). Los ánimos estaban exasperados, y en tales casos el más leve motivo basta para hacer estallar las más violentas disputas. Llevaron muy á mal los Legados esta explosion de rencor, pues á duras penas lograron apaciguar el tumulto. El Obispo continuó explicando su proposicion con modestia, pero con vigor, y su discurso fué tan concienzudo y razonado, que el Concilio en su alta independencia se adhirió á que se tacháran las palabras impugnadas por el de Guadix.

Laynez era de opinion contraria á los Obispos españoles, pues al paso que cási todos estos propendían á que se declarase que la autoridad de los Obispos era de derecho divino, este defendia que la autoridad de jurisdiccion era de derecho divino solamente en el Papa, pero no en los Obispos, pues estos la reciben de Dios por medio del Papa. Esto era contrario á toda la historia y disciplina de la Iglesia; y aunque Laynez disertó mucho acerca de los modos con que una cosa se puede considerar de derecho divino, halló muy pocos partidarios entre los Obispos. El Arzobispo Guerrero de Granada se opuso vivamente á este dictámen, fundándose en que los Apóstoles no fueron instituidos por San Pedro, sino por Cristo, y si los Pontífices tienen derecho indudable á ejercer la jurisdiccion de San Pedro, como sucesores suyos, no lo tienen menor los Obispos para ejercer la suya, como sucesores de los Apóstoles; siendo una y otra del mismo orígen.

Cuando los españoles se hallaban en las vivas discusiones acerca de estos puntos, llegó el Cardenal de Lorena con varios prelados franceses, antes de la sesion 23. Los franceses al punto se pusieron de parte de los españoles en estas cuestio

(1) Lib. XIX, cap. 5. Los meros teólogos, sin estudio de Derecho canónico, suelen tener la flaqueza de llamar herejía á cualquier proposicion de disciplina, que no sea conforme con sus principios ó intereses. Así sucedió en este caso, en que tomaron por herejía de un español, lo que no era sino ignorancia de unos pocos italianos. Sirva este pasaje de correccion y escarmiento.

nes, pero con muy diversos sentimientos; pues al paso que los nuestros se hallaban animados de mucho afecto y veneracion á la Santa Sede, los franceses por el contrario se mostraban hostiles á ella (1). Los Embajadores de uno y otro país vinieron á enconar los ánimos en las dos últimas sesiones con su oficiosa intervencion. Los mismos que pedian á voz en grito la reforma de la Corte pontificia y que se cortáran los abusos que cometía la curia romana en la provision de beneficios y otros puntos, se negaban á que se tocara en lo más mínimo en la reforma de abusos y extra limitaciones, que cometían los Príncipes en materias eclesiásticas. Hubo momentos en que la oficiosidad de los Embajadores hizo temer un rompimiento intempestivo.

El Conde de Luna se empeñaba en que se prolongase por más tiempo el Concilio, con la ilusoria esperanza de atraer á los Protestantes, cuando todos estaban convencidos de que estos no querían ya tal avenencia. Clamaban los Prelados por volver á sus diócesis, y la muerte del Papa se temía como muy próxima. El Conde de Luna, deseoso de prolongar su papel, escribió al Emperador Fernando, á fin de que se interesase para que continuara el Concilio; más este le escribió en sentido enteramente contrario. Una cuestion de etiqueta entre el Embajador de Francia y el de España, sobre precedencia de asiento, vino tambien á turbar las deliberaciones del Concilio. Sabida es la importancia desmedida que la diplomacia da á tan ramplonas cuestiones. Los franceses, despues de haber hostilizado al Concilio por todas vías, vinieron á Trento, tarde y mal: ahora su Embajador quería el primer lugar, despues de los imperiales, alegando que el Rey de Francia era el primogénito de la Iglesia. El primogénito, aliado poco antes con los Luteranos y los Turcos, debía más bien al entrar en el Concilio haber hecho la humilde plegaria del hijo pródigo, á quien había remedado tan al vivo. El Concilio cortó la disputa decidiendo, que por los asientos marcados á los Embajadores de los Príncipes no se entendiesen que se adqui

(1) Las palabras de algunos italianos contra los españoles y franceses, comparándolos á enfermedades repugnantes, son tales, que la decencia no permite repetirlas ni aún en latin, por vulgares que sean.

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