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CAPÍTULO XIII.

TEORÍAS POLÍTICAS DEL SIGLO XVIII.

Uno, ó acaso el mayor error del siglo XVIII, fué el querer plantear el racionalismo político, ó mejor dicho, hacer política con la razón pura y con la lógica, sin tener en cuenta las enseñanzas de la historia. En el derecho civil, por ejemplo, hay materias que pueden resolverse por la pura razón, como acontece en la geometría y el álgebra, como lo son todas las reglas jurídicas que determinan la naturaleza de las obligaciones, ó se deducen de los contratos, y que se transmiten de una legislación á otra & título de razón escrita. Pero hay otras materias del derecho civil, como lo son las referentes al estado de las personas, el matrimonio, la autoridad paternal y marital, las sucesiones, los modos de constituir y desmembrarse la propiedad, que dependen de las costumbres, de las creencias, de todo cuanto constituye la vida y la historia de un pueblo. No es difícil señalar á cuál de ambos conceptos comparamos nosotros el derecho político.

Fínjase un pacto primitivo, un pretendido contrato social, por el cual los hombres viviendo sin leyes, se concierten en formar un pueblo y en darse leyes, jefes y gobierno, sin someterse ellos ni la posteridad á la dirección de un gobierno establecido. Trátese de destruir toda la participación que el racionalismo pueda deducir de la hipótesis que asimila el lazo político á un contrato de derecho civil. O por el contrario, abandónense todas las ficciones, y las hipótesis de una cosmogonía fabulosa ó novelesca para abordar la historia positiva y la realidad, y no se encontrará ejemplo, de que ciudades, cantones, establecimientos coloniales, que adquirieron la independencia por virtud de la resolución y que constituídos en poderosos estados, se resistieron á confederarse y á unirse para garantir mejor su existencia individual, no hayan dado lugar á debates

interminables sobre los límites de la autonomía provincial y del poder central ó federal. ¿Y este contrato de unión social, se disolvería como una sociedad de comercio al cumplir el plazo estipulado, ó antes de él por un acto grave de uno de los asociados, ó por la evidencia de una contrariedad de intereses? Sería imposible, porque en tan venturosa situación, ni habría árbitros, ni jueces que pudieran pronunciar una sentencia ejecutoria. Cualquiera de los asociados podía sospechar que el poder central había excedido sus derechos y mostrádose parcial en su perjuicio; y que lo que convino á otras generaciones no podía aceptarse por la actual, por lo que se retiraban de la asociación, salvo el retirar parte del haber social. Aunque el origen del poder fuese evidentemente convencional, de seguro que no acep. taría este ridículo divorcio, y á falta de la persuasión y del convencimiento, apelaría á la última ratio de los Reyes, que es exactamente la misma de los gobiernos populares. Pero esto se hallaría muy lejos de la racionalización del derecho político.

En una nación donde dominase la idea de la unidad nacio nal y de la centralización del poder, ó donde se admitiese sin contradicción, el principio teórico de que la autoridad del gobierno emana de la nación gobernada, sería necesario para constituir el gobierno, contar los sufragios, porque es evidente, que la pura razón no cuenta con una balanza exacta para pesarlos. Aun prescindiendo de toda condición de censo para fundar lo que Aristóteles llamaba la pura democracia, sería necesario fijar previamente las condiciones de capacidad determinando las de sexo ó edad, regular el modo de votar, tomar la iniciativa de la fórmula y determinar la policía del escrutinio, extremos todos que pueden ejercer sobre el resultado una influencia importantísima. Además sería indispensable poner el poder de hecho ó fundarlo, ora sobre costumbres establecidas, ora sobre ejemplos extranjeros para poner en movimiento la soberanía popular y para dar una apariencia de sanción jurídica á los hechos consumados. Aun admitiendo una corriente de opinión á la cual es conveniente y justo que se sometan las opiniones generales, puede resultar que el porvenir de una nación dependa

de algunos votos de mayoría obtenidos á favor de la intriga y de la audacia de unos ó de la ignorancia, la apatía ó la abstención de los otros. Pero nada tan elocuente respecto de este punto como la opinión que pudiera creerse de Platón y que sólo es de Mr. Luis Blanc en sus Cartas sobre la Inglaterra, fecha 1.o de Enero de 1883 (1622). «La soberanía no debe ser un negocio de >> adición. Un pueblo es cualquiera cosa más que una cifra. Lo »que constituye verdaderamente una nación, lo que hace su >grandeza, lo que crea su poder, es lo que ella representa de ca>pacidad, de experiencia, de razón, de inteligencias. El conjunto >de todas estas fuerzas vivas en interés de todo, esa es la sobe>>ranía; y si el sufragio universal merece que se proclame su ex>celencia, es porque él suministra en ciertas condiciones dadas, >el mejor procedimiento que puede emplearse para hacer pasar »la administración de la cosa pública á las manos más capaces »y más dignas. Una democracia donde la fuerza numérica sirva ›para anular la acción de la fuerza inteligente, en lugar de ser>vir para confiarla la dirección de los negocios, más que demo›cracia sería un despotismo múltiple, ciego y confuso; un despo>tismo fatalmente condenado á perecer un poco más pronto ó >más tarde por el suicidio.» En su consecuencia, unos pretenderán que hay leyes anteriores y superiores á toda ley escrita; otros que la nación tiene sus leyes fundamentales que no puede cambiar; otros que la salud del pueblo es la ley suprema, y otros que la república está por encima del sufragio universal; y así se atribuirá á las propias ideas la autoridad que se rechaza á los caprichos de la mayoría ó á la fuerza de la multitud, considerándose todos en el fondo como los más capaces y más dignos para la administración de la cosa pública.

Bajo otro punto de vista, y considerando en el hombre instintos naturales favorables que son á la transmisión hereditaria del poder soberano, nada es más contrario á la pura razón que confiar al azar del nacimiento los más respetables intereses y confiar á un niño, á una mujer ó á un ignorante la suprema autoridad. De aquí las revoluciones y los acontecimientos que frecuentemente intervienen la transmisión hereditaria de la so

beranía; de suerte que lo que fué en un principio un poder usurpado, acaba por aceptarse generalmente como un poder legítimo. Es difícil determinar cuándo cesa la usurpación y cuándo comienza la legitimidad, pues aunque en derecho político y civil, la prescripción sea la protectora del género humano, existe la diferencia de que al legislador civil se le reconoce el poder discrecional de fijar empíricamente los plazos de la prescripción y de establecer cuándo y respecto de qué cosas puede tener lugar, mientras en derecho político es necesario reemplazar un soberano con otro al efecto de fijar la fecha de la legitimación del poder. Pero sucede en este asunto lo que indicó Pascal, que se incurre en un círculo de contradicciones lógicas cuando se quieren definir todos los términos y demostrar todas las proposiciones. Sólo el buen sentido práctico puede salir de dicho círculo, no confundiendo lo que son verdaderos políticos con el derecho racional que invocan los políticos racionalistas.

En otro orden de consideraciones, si la primera condición de una sociedad convencional es que las cargas se repartan igualmente entre los asociados, lo mismo que los beneficios, no habría razón para repartir entre todos los individuos de un Estado las cargas públicas, aun prescindiendo de las grandes dificultades de aplicación que ofrecería la imposición general á todos los ciudadanos. Pero en el orden político, destinado á constituir y mantener las grandes nacionalidades, bien se llamen pueblos, naciones ó Estados, no se trata solamente de acrecentar la riqueza de unos, la comodidad de la mayor parte, prevenir males inevitables, entretener una buena policía, administrar la justicia, fomentar la instrucción, moralizar las buenas costumbres y conservar la salud pública como medio de prolongar la vida. Una nación ama la gloria, y la gloria cuesta siempre cara: tiene una misión que cumplir y necesidad de ocuparse de la cosa pública, y celosa de su libertad política, tiene que hacer frente a las agitaciones que producen perjuicios reales y sensibles sacrificios. La razón pura no servirá para resolver todas las controversias sociales, y así como la humani

dad se perfeccionará poco, mientras no se advierta en la sociedad más que un mecanismo, así toda teoría racional de la política será estéril, porque tendrá de todo menos de política. Los autores de semejantes teorías se han ocupado más de clasificar las formas que de distinguir las fuerzas, y han hecho más anatomía que fisiología política; de lo cual resulta que las formas tienen menos importancia que la naturaleza de las fuerzas puestas en conflicto. Cuando fijamos nuestra atención en una máquina construída de diversas piezas que realiza una maravilla de nuestra industria, excita nuestra curiosidad é interés el mecanismo que funciona de la misma manera, cualquiera que sea la naturaleza del motor; mas cuando, por el contrario, el principio de vida interviene en la formación y el desenvolvimiento del organismo, de suerte que las piezas orgánicas de diversas procedencias se apropian á un mismo fin ó á una misma función, la naturaleza de la fuerza será más digna de estima que la colocación de las piezas.

Para que un gobierno no sea opresivo ó caprichoso, ni se sujete al despotismo de un hombre ó una asamblea ó á la tiranía popular, es de buen sentido que tal gobierno debe ser moderado por el contrapeso de prerrogativas ó de poderes que se contengan y se limiten respectivamente. De aquí la idea de fijar sus atribuciones, su competencia, su procedimiento por una constitución escrita que, determinando todos sus derechos y sus relaciones recíprocas, eviten la tiranía de los unos y de los otros. Claro es que este artificioso método, cuando no lo conservan las costumbres, las creencias y hasta las preocupaciones de una nación, no hay posibilidad de armonía, ni existe independientemente de la fuerza la verdadera garantía del organismo político, que es la educación política de los pueblos. Es imposible gobernar á los hombres por la sola virtud de las formas abstractas, y las naciones, menos que nadie, no pueden sustraerse al influjo de las causas accidentales. Y estas consideraciones se aplican mejor al pasado que al porvenir, porque cuando el pasado ha perdido su prestigio y las antiguas tradiciones no son más que un recuerdo, es indispensable reemplazar las

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