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bajada en que fué al rey de Portugal; y por su consejo se vino con él don Juan de la Cerda, á quien el Rey recibió en su gracia con palabras amorosas; mas no se pudo alcanzar dél que le quisiese restituir los pueblos que tomó á su suegro, que ya comenzaba á señorear en él no la razon y equidad, sino el rigor, la fuerza, el antojo y apetito. Daba por excusa 'que de la mayor parte tenia hecha merced á su hija, como si ya la recien nacida tuviera necesidad de dote para casarse y de estado con que sustentarse. Por este mismo tiempo doňa Blanca de Borbon llegó á Valladolid, acompañada del vizconde de Narbona y del maestre de Santiago don Fadrique, que la salió á recebir; don Alonso de Alburquerque queria que se hiciesen luego las bodas. Era á la sazon el que lo mandaba todo con autoridad y señorío tan grande, que á las veces decia al Rey palabras pesadas. Pesábale, y con razon temia que los deudos de doña María de Padilla viniesen á ser los mas íntimos y privados del Rey, por esto le queria casar. Mas como se hallaba enlazado en los amores de doña María no podia sufrir que le necesitasen á obedecer, especialmente que con los años se hacia mas fiero é indomable, ni ya don Alonso de Alburquerque podia tanto con él y privaba menos. Los ministros y consejeros muy privados suelen ser pesados á sus señores, mayormente si ellos se adelantan en la privanza ó los señores se mudan de voluntad. De aquí tuvo principio su caida con menor sentimiento y lástima del pueblo, en cuanto todos creian que él fuera el principio, por la mala crianza del Rey, de todos los desórdenes pasados. Celebráronse todavía las bodas en 3 de junio con poca solemnidad y aparato, pronóstico de que serian desgraciadas; así lo sospechaba la gente. Fueron los padrinos don Alonso de Alburquerque y la reina de Aragon doña Leonor; hallárouse presentes en la fiesta don Enrique y don Tello, hermanos del Rey, don Fernando y don Juan, infantes de Aragon, don Juan Nuñez, maestre de Calatrava, don Juan de la Cerda y otros ricos hombres. Por estos mismos dias en Francia se celebraron otras bodas mas dichosas que las nuestras, por los muchos hijos que dellas procedieron y el grande amor que hobo entre don Carlos, rey de Navarra, y su esposa madama Juana, hija mayor del rey de Francia. Deste matrimonio tuvieron tres hijos, que fueron Cárlos, Filipe y Pedro (don Filipe murió en sus primeros años); otras tres hijas María, Blanca y Juana. Blanca falleció de edad de trece años; sus hermanas casaron con grandes príncipes. De otra señora le nació antes desto al rey Cárlos otro hijo llamado Leon, de quien descienden en Navarra los marqueses de Cortes. De don Pedro, hijo legítimo del mismo Rey, se precian venir por línea femenina los marqueses de Falces, casa asimismo principal de Navarra.

CAPITULO XVIII.

Que el rey de Castilla dejó á la reina doña Blanca.

Aun no eran bien acabadas las fiestas de las bodas, cuando ya al rey de Castilla daba en rostro la novia, y no la podia ver por estar embebecido y loco con los amores de doña María de Padilla, no mas hermosa que la Reina, y de linaje, aunque noble, humilde, si se compara con la excelencia real. Dende á dos dias el Rey

aderezó su partida para el castillo de Montalvan, que es una fortaleza sentada á la ribera del rio Tajo, donde dejó á su amiga, que antes era ya combleza. La Reina, su madre, y su tia la reina doña Leonor, avisadas de lo que el Rey queria hacer, le hablaron en secreto y con muchas lágrimas le rogaron y conjuraron por Dios y por sus santos que no fuese á despeñarse y á perder y destruir temerariamente su persona, fama, reino y todas sus cosas; que mirase lo que se diria en el mundo; que seria causa de que Francia le hiciese guerra, porque no sufriria tan grande agravio y mengua, además que daria ocasion para que los suyos se revolviesen, pues los estados se sustentan mas que con otra cosa con la buena fama y opinion, y que contra aquellos que no están bien con Dios y los deja de su mano, se conjuran y hacen á una los hombres y todos los males é infortunios del mundo; que tuviese lástima y le moviese las lágrimas de su esposa, y no trocase su amor por una torpe deshonestidad, no viniese desta maldad á caer en su total destruicion. No se movió el Rey por cosa que le dijesen, antes negó tener tal intento; pero luego hizo traer de secreto los caballos y se fué sin hablar á nadie. Don Enrique y don Tello y los infantes de Aragon fueron tras él, que muchos de los grandes daban en acomodarse con el tiempo y en lisonjear y saborear el gusto del Rey, un pésimo género de servicio. Solo uno, que era don Gil de Albornoz, cardenal y antes arzobispo de Toledo, como el que era en todo muy señalado, no dejaba de amonestarle lo que le convenia y de palabra y por cartas le reprehendia; ocasion y principio de serle pesado y odioso. Cuanto las causas de aborrecerle eran mas injustas, tanto era el odio mayor. Antes de este tiempo con color que tenia en su tierra ciertos negocios tocantes á su casa, alcanzada licencia, se retiró á Cuenca. De allí pasó á Francia, do los papas residian, . ca tenia por mejor vivir desterrado que traer la vida al tablero por estar el Rey enojado, en especial que tres años antes, como ya se dijo, fuera criado cardenal por Clemente VI. Sucedió á Clemente Inocencio el año pasado, el cual con este Prelado consultaba todos los negocios. El Rey y doña María de Padilla desde Montalvan se fueron á Toledo. En Valladolid se consultó de hacerle volver por fuerza; no se le encubrió este trato al Rey. Indignóse grandemente contra don Juan Alonso de Alburquerque, que fué el que movió esta plática, en tanto grado, que para aplacarle le fué necesario darle en rehenes un hijo suyo llamado Gil; en fin, con grandísimos ruegos de los grandes se alcanzó que quisiese volver á Valladolid á ver la Reina, pero no estuvo con ella sino solos dos dias; tan desasosegado le traia y tan loco el amor deshonesto. Fué fama que le enhechizaron con una cinta, sobre la cual un judío hizo tales conjuros, que le parecia al Rey que era una grande culebra. Algunos tuvieron sospecha temeraria y desvergonzada que el Rey no sin causa se apartó tan repentinamente de su mujer doña Blanca, sino porque halló cierta traicion de su hermano don Fadrique, padre de don Enrique, á quien en Sevilla no parió, sino crió una judía llamada doña Paloma, tronco de quien desciende la casa y familia de los Enriquez, inserta en la casa real de Castilla. Cosas que no me parecen ve➡ risímiles, antes creo que despues que un deshonesto amor se apodera del corazon y entrañas de un hombre

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aficionado, no hay que buscar otros hechizos ni causas para que parezca que un hombre está loco y fuera de juicio. De Valladolid se fué el Rey á Olmedo, villa de aquella comarca, y por su mandado vino allí de Toledo doña María de Padilla, sin que mas el Rey tuviese memoria ni lástima de la Reina, su mujer. Don Alonso de Alburquerque algunos dias se recogió en ciertas villas fuertes de su estado; despues por miedo que el Rey no le hiciese fuerza se pasó á Portugal. Parecióle que no se podia nada fiar de la fe y palabra de quien tenia en poco la santidad del matrimonio y la religion del sacramento. Don Fadrique, maestre de Santiago, habia estado mal con el Rey desde que hizo matar á su madre. Ahora, vuelto á su amistad, se vino á Cuellar, do entonces la corte estaba. Con su hermano don Tello se casó en Segovia doña Juana, hija mayor de don Juan de Lara. Llevó en dote el señorío de Vizcaya; favorecieron á este casamiento los deudos de doña María de Padilla, con intento de hacerse amigos y tener obligados los hermanos del Rey, que ya estaban mal con don Alonso de Alburquerque. La reina doña Blanca residia en Medina del Campo en compañía de la Reina, su suegra; pasaba la vida mas de viuda que de casada con algunos honestos entretenimientos. De allí por mandado del Rey fué llevada á Arévalo, con órden que no la dejasen hablar con su suegra ni con ninguno de los grandes. Pusieron por guardas de la que no pretendia huir á don Pedro Gudiel, obispo de Segovia, y á Tello Palomeque, caballero de Toledo. Mudó el Rey los oficios de su casa, y hizo su camarero á don Diego García de Padilla, hermano de su amiga, dió la copa á Alvaro de Albornoz, y la escudilla á Pero Gonzalez de Mendoza, fundador de la casa de Mendoza, digo de la grandeza que hoy tiene, que entonces en aquella parte de Vizcaya que se llama Alava poscia un pueblo deste nombre, de que se tomó este apellido de Mendoza. Fué hijo deste caballero Diego de Mendoza, que el tiempo adelante llegó á ser almirante. Estas mudanzas de oficios se hicieron en odio de don Alonso de Alburquerque, que en la casa real tenia obligados á muchos. Lo mismo se hizo en Sevilla, donde el Rey se fué venido el otoño, que quitó en el Andalucía muchos oficios que el de Alburquerque á muchos grandes y ricos hombres proveyó el tiempo de su privanza. Así se truecan y mudan las cosas deste mundo. No hay cosa mas incierta, mudable y sin firmeza que la privanza con los reyes, especialmente si es granjeada con malos medios. Habíase el Rey entregado de todo punto, para que le gobernasen, á doña María de Padilla y á sus parientes; ellos eran los que mandaban en paz y en guerra, por cuyo consejo y voluntad el Rey y reino se regian. Los graudes y los mismos hermanos del Rey, conformándose con el tiempo, caminaban tras los que seguian el viento próspero de su buena fortuna, y á porfía cada uno pretendia con presentes, servicios y lisonjas tener granjeada la voluntad de doña María de Padilla, con que se veia el reino lleno de una avenida de torpes y feas bajezas. En el invierno con las grandes y continuas lluvias salieron de madre los rios; especial en Sevilla la creciente fué tal, que por miedo no la asolase calafetearon fuertemente las puertas de la ciudad. En el principio del año siguiente de 1354, como quier que don Juan Nuñez de Prado, maestre de Calatrava, en

dias pasados se hobiese huido á Aragon por miedo que no le atropellasen, llamado del Rey con cartas blandas y amorosas, se vino á su villa de Almagro, pueblo principal de su maestrazgo. Allí por mandado del Rey le prendió don Juan de la Cerda, que ya estaba favorecido y aventajado con nuevos cargos. El mayor delito que el Maestre tenia cometido era ser amigo de don Juan Alonso de Alburquerque, y ser parte en el consejo que se tomó de suplicar al Rey volviese con la reina doña Blanca luego que la dejó. No paró en esto la sana, antes hizo que a la hora eligiesen en su lugar por maestre á don Diego de Padilla, sin guardar el órden y ceremonias que se acostumbraban en semejantes elecciones, sino arrebatada y confusamente sin consulta alguna; y al maestre don Juan Nuñez súbitamente le hicieron morir en la fortaleza de Maqueda, en que le tenian preso. Dió el Rey á entender que le pesaba de que le liobiesen muerto, no se sabe si de corazon, si fingidamente por evitar la infamia y odio en que podia incurrir con una maldad tan atroz y descargarse de un hecho tan feo con echar la culpa á otros. Pero, como quier que no se hizo ninguna pesquisa ni castigo, todo el reino se persuadió ser verdad lo que sospechaban, que lo mataron con voluntad y órden del Rey. Despues desto se hizo guerra en la tierra de don Juan Alonso de Alburquerque, que tenia muchas villas y castillos muy fuertes y bien bastecidos. Cercaron la villa de Medellin, que está en la antigua Lusitania; desconfiado el alcaide de podella defender, dió aviso á don Alonso del estado en que se hallaba y con su licencia la entregó. Asimismo se puso cerco á la villa de Alburquerque, plaza fuerte y que la tenian bien apercebida ; así, no la pudieron entrar. Levantése el cerco y quedaron por fronteros en la ciudad de Badajoz don Enrique y don Fadrique, para que los soldados de Alburquerque no hiciesen salidas y robasen la tierra. Esta traza dió ocasion á muchas novedades que despues sucedieron. Fuése el Rey á Cáceres; desde alif envió sus embajadores al rey don Alonso de Portugal, que en aquella sazon en la ciudad de Ebora celebraba con gran les regocijos las bodas de su nieta doña María con don Fernando, infante de Aragon. Los embajadores, habida audiencia, pidieron al Rey les mandase entregar á don Juan Alonso de Alburquerque para que diese cuenta de las rentas reales de Castilla, que tuvo muchos años á su cargo, que sin esto no debia ni podia ser amparado en Portugal. Como don Juan Alonso estaba ya irritado con tan continuos trabajos no sufrió su generoso corazon este ultraje. Respondió con grande brio á esta demanda de los embajadores que él siempre gobernó el reino y administró la hacienda del Rey, su señor, leal y fielmente; que estaba aparejado para defender esta verdad en campo por su persona; que retaba como á fementido á cualquiera que lo contrario dijese; cuanto á lo que decian de las cuentas, dijo estaba presto para darlas con pago como se las tomasen en Portugal. Pareció que se justificaba bastantemente. Con esto los embajadores fueron despedidos sin llevar otro mejor despacho. A los hermanos del Rey pesaba mucho que las cosas del reino anduviesen revueltas y estuviesen expuestas para ser presa de cada cual. Pensaron poner en ello algun remedio; la comodidad del lugar los convidaba, acordaron de confederarse con don Juan Alonso de Alburquerque,

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que cerca se hallaba. Enviáronle su embajada, y mediante ella concertaron de verse entre Badajoz y Yelves. Allí trataron de sus haciendas y consultaron de ir á la mano al Rey en sus desatinos y temerarios intentos. Arrimáronseles otros grandes. Las fuerzas no eran iguales á empresa tan grande; solicitaron al infante don Pedro, hijo del rey de Portugal, para que se aliase con ellos, con esperanzas que le dieron de le hacer rey de Castilla, así por el derecho de guerra como por el de parentesco, como nieto que era del rey don Sancho, hijo de dona Beatriz, su hija. Dejóse de intentar esto á causa que el rey de Portugal, luego que supo estas trazas, estuvo mal en ello y lo estorbó. Esta nueva tela se urdia en la frontera de Portugal. El rey de Castilla, con su acostumbrado descuido y desalmamiento, echó el sello á sus excesos con una nueva maldad tan manifiesta y calificada, que cuando las demás se pudieran algo disimular y encubrir, á esta no se le pudo dar ningun color ni excusa. Doña Juana de Castro, viuda, mujer que fué de don Diego de Haro, á quien ninguna en hermosura en aquel tiempo se igualaba, pasaba el trabajo de su viudez con singular loa de honestidad. El Rey, que no sabia refrenar sus apetitos y codicias, puso los ojos en ella. Sabia cierto que por via de amores no cumpliria su deseo; procurolo con color de matrimonio. Fingió para esto que era soltero, alegó que no estaba casado con su mujer doña Blanca, presentó de todo indicios y testigos, que en fin al Rey no le podian faltar. Nombró por jueces sobre el caso á don Sancho, obispo de Avila, y á don Juan, obispo de Salamanca. Ellos, por sentencia que pronunciaron en favor del Rey, le dieron por libre del primer matrimonio. No se atrevieron á contradecir á un príncipe furioso; venció el miedo del peligro al derecho y manifiesta justicia. ¡Oh hombres nacidos, no ya para obispos, sino para ser esclavos! Así pasaban los negocios por los desdichados hados de la infeliz Castilla. Dado que se hobo la sentencia en Cuellar, do el Rey era ido, se hicieron con grandísima priesa las bodas. El alcanzar lo que pretendia, al tanto que en las primeras, le causó fastidio. Detúvose muy poco tiempo con la novia; algunos dicen que no mas de una noche. El color fué que los grandes se aliaban contra el Rey, y que convenia atajalles los pasos antes que con la dilacion se hiciesen mas poderosos. Doña Juana de Castro se retrujo en Dueñas; allí cubria su injuria y afrenta con el vano título de Reina. Destas bodas nació un hijo, que se llamó don Juan, para consuelo de su madre; juego que fué adelante de la fortuna. A los principios de las guerras civiles que se tramaban, en Castrojeriz, villa de Castilla la Vieja, casó dona Isabel, hija segunda de don Juan Nuñez de Lara, con don Juan, infante de Aragon. Llevó en dote el señorío de Vizcaya que el Rey quitó á don Tello, su hermano, á quien pertenecia de derecho por estar casado con la hermana mayor. La causa del enojo fué estar aliado con los demás grandes. No era cosa justa castigar la culpa del marido con despojar á la inocente mujer de su estado patrimonial, si en el reinado de don Pedro valiera la razon y justicia y se hiciera alguna diferencia entre tuerto ó derecho. En el mismo pueblo doña María de Padilla parió á doña Costanza, su hija, que adelante casó en Inglaterra con el duque de Alencastre. Con los señores aliados se confederaban

cada dia otros grandes, en especial don Fernando de Castro, hermano de doña Juana de Castro, por vengar con las armas la injuria que el Rey hizo á su hermana, se confederó con ellos. Lo mismo hicieron los ciudadanos de Toledo por estar mal con la locura y desatino del Rey y tener lástima de la reina doña Blanca. Las ciudades de Córdoba, Jaen, Cuenca y Talavera siguieron la autoridad y ejemplo de Toledo; despues se les juntaron los hermanos infantes de Aragon. Favorecian las reinas doña Leonor y doña María este partido por parecerles que la enfermedad y locura del Rey no se podia sanar con medicinas mas blandas. Desta suerte se abrian las zanjas y se echaban los fundamentos de unas crueles guerras civiles, que mucho afligieron á España y por largo tiempo continuaron, y el cielo abria el camino para que el conde don Enrique viniese á reinar.

CAPITULO XIX.

De la guerra de Cerdeña,

Paréceme será bien apartar un poco el pensamiento de los males de Castilla y recrear al lector con una nueva narracion; que no va fuera de nuestro intento contar las cosas que en otras provincias de España acontecieron. El rey de Granada Juzef Bulhagix, despues que reinó por espacio de veinte y un años, le mataron este año sus vasallos. El autor principal desta traicion, que fué Mahomad, á quien por la vejez llamaron Lago, tio que era de Juzef, hermano de su padre y hijo de Farraquen, señor de Málaga, se apoderó del reino, y le tuvo toda su vida con grandes trabajos y muchas desgracias que le sucedieron, como sea así que nunca sale bien el señorío adquirido con parricidio y maldad. El imperio de los moros á grande priesa se iba á acabar por estar los señores dél divididos en bandos y mudar reyes á cada paso. Este mismo año el rey de Aragon en Huesca, ciudad antigua en los pueblos ilergetes, fundó una universidad, y la dotó de suficientes rentas para sustentar á los profesores que enseñasen en ella las ciencias. Hacíase esto en tiempo que todo Aragon estaba alborotado y los pueblos llenos de ruido de armas y aparejos de guerra que se hacian para pasar con el Rey á Cerdeña. Tuvieron un tiempo los pisanos usurpada esta isla ; despues por concesion del papa Bonifacio VIII los echaron della por fuerza de armas los aragoneses. Duró entonces la guerra muchos años, en que hobo varios trances; el remate fué á los aragoneses favorable. Erales muy dificultoso sustentar aquella isla por estar en el mar Mediterráneo, léjos de la costa de España, y tener de una parte á Africa y de otra á Génova tan cerca, que solamente está en medio dellas la isla de Córcega como escala, de la cual divide á Cerdeña un angosto estrecho de mar. Los isleños, deseosos de novedades, con las esperanzas que concebian temerarias, no les agradaba lo que era mas sano y seguro. Poseian en aquella isla los Orias, linaje nobilísimo de Génova, algunos pueblos. Estos, confiados en las voluntades y aficion de la gente de la tierra, se pusieron en querer echar de la isla á los aragoneses con ayuda que para ello les hizo la señoría de Génova. Quejábanse los Orias que sin ser oidos y sin causa bastante les tomaron los aragoneses á Sacer y Caller, dos fuer

tes ciudades y cabeceras, que solian ser suyas, y están asentadas en los postreros cabos de la isla. Rompida la guerra, ganaron la ciudad de Alguer, y pusieron cerco sobre Sacer; no la pudieron entrar porque los ciudadanos fueron fidelísimos á los aragoneses, y la defendieron valientemente hasta tanto que el rey de Aragon les envió en socorro su armada, con que algun tiempo se entretuvo con varia fortuna la guerra. Los venecianos, que siempre fueron émulos y enemigos de los ginoveses, enviaron sus embajadores al rey de Aragon para pedille se aliase con ellos, y juntadas sus fuerzas, mejor castigasen la soberbia y orgullo con que los ginoveses andaban. Hechas sus alianzas, las armadas de Aragon y de venecianos tres años antes deste en el estrecho de Gallipoli junto á la ciudad de Pera, que en aquel tiempo era de ginoveses, pelearon con gran porfía con las galeras de Génova, no obstante que el mar andaba muy alto y levantaba grandes olas; fueron vencidos los ginoveses, y les tomaron veinte y tres galeras; otras muchas con la fuerza de la tempestad dieron en tierra al través. Murió en la batalla Ponce de Santapau, general de la armada de Aragon, y se perdieron doce galeras de las suyas. Esta victoria no fué de mucha utilidad, ni aun por entonces estuvo muy cierto cuál de las dos partes fuese la vencedora, antes cada cual dellas se atribuia la victoria. Los papas Clemente é Inocencio, por ver cuán grandes daños se seguian á la cristiandad destas discordias, procuraron de apaciguar los aragoueses y venecianos con los ginoveses; rogáronles instantemente hiciesen paces, á lo menos asentasen algunas buenas treguas; enviáronles para este efecto muchas veces sus legados, que nunca los pudieron concordar. Estaban tan enconados los corazones, que parecia no se podrian sosegar á menos de la total destruicion de una de las partes. A la de los ginoveses en Cerdeña á esta sazon se allegó Mariano, juez de Arborea, príncipe antiguo de Cerdeña, rico y poderoso por los muchos vasallos y allegados que tenia. Este caballero con la esperanza de la presa y ganancia se juntara con Mateo Doria, cabeza de bando de los ginoveses, con la mayor parte de los isleños que le seguian. Con esto en brevísimo tiempo se apoderaron de las ciudades, villas y castillos de toda la isla, excepto de Sacer y Caller, que siempre fueron leales á los aragoneses y se tuvieron por ellos. Llegó el negocio á riesgo de perderlo todo. No tenian fuerzas que bastasen á resistir al enemigo poderoso y bravo en el mar con la armada de Génova, y por ser las voluntades de los isleños tan inciertas é inconstantes. Sabidas estas cosas en Aragon, se juntó una grande y poderosa armada de cien velas, entre las cuales se contaban cincuenta y cinco galeras. Iban en esta flota mil hombres de armas, quinientos caballos ligeros y al pié de doce mil infantes, toda gente muy lucida y de valor para acometer cualquier grande empresa. Hicieron otrosí mochila para muchos dias y matalotaje, como se requeria. Vinieron á servir al rey de Aragon muy buenos soldados y caballeros de Alemaña, Inglaterra y Navarra. Todos los nobles del reino se quisieron hallar en esta famosa jornada, señaladamente don Pedro de Ejerica, Rugier Lauria, don Lope de Luna, Oto de Moncada y Bernardo de Cabrera, que iba por general del mar, y por cuyo consejo todas las cosas se gobernaban.

Juntóse esta armada en el puerto de Rosas. De allí, mediado el mes de junio, alzaron anclas y se hicieron á la vela. Dejó el Rey por gobernador del reino á su tio don Pedro. Tuvieron razonable tiempo, con que á cabo de ocho dias descubrieron á Cerdeña, surgieron á tres millas de Alguer y echaron la gente en tierra. Marchó luego el ejército la via de la ciudad, y tras ellos con su armada por la mar Bernardo de Cabrera. El Rey mostró este dia su valor y buen ánimo, ca iba delante los escuadrones para escoger los lugares en que se asentasen los reales. Hallábase en los peligros, y con su ejemplo animaba á los demás para que en las ocasiones se hobiesen esforzadamente. Príncipe que si no fuera ambicioso y no tuviera tan demasiada codicia de señorear, por lo demás pudiera igualarse con cualquiera de los antiguos y famosos capitanes. Descubriéronse en el mar hasta cuarenta galeras de los ginoveses, mas para hacer ostentacion con su ligereza que fuertes y bien guarnecidas para dar batalla. El señor de Arborea con dos mil hombres de á caballo y quince mil de á pié asentó su real á vista de los aragoneses; no osaron dar la batalla porque era gente allegadiza, sin uso ni disciplina militar, no acostumbrados á obedecer y guardar las ordenanzas, y que ni en vencer ganaban honra, ni se afrentaban por quedar vencidos. Batieron los aragoneses los muros de dia y de noche con máquinas y tiros y otros ingenios militares. Como el tiempo era muy áspero y la tierra malsana, comenzaron á enfermar muchos en el ejército de Aragon; el mismo Rey adoleció; por esto de necesidad se hobo de tratar de acuerdo con el enemigo. Concluyóse la paz con feas condiciones para el rey de Aragon. Estas fueron que el juez de Arborea y Mateo Doria fuesen perdonados y se quedasen con los vasallos y pueblos que tenian. Demás desto, dió el Rey al juez de Arborea muchos lugares en Gallura, que es una parte de aquella isla. Desta manera como, contra lo que temian por sus deméritos, quedasen los enemigos premiados, para adelante se hicieron mas fieros y desleales. Entregóse la ciudad de Alguer al Rey; á los vecinos se dió licencia para que fuesen á vivir donde les pareciese, y en su lugar se avecindaron en ella muchos de los soldados viejos catalanes. La Reina, que en compañía de su marido se halló presente á todo, hacia instancia por la partida. Por esta causa y por la muerte de Oto de Moncada y de don Filipe de Castro y de otros nobles se apresuraron estos conciertos, y se concluyeron en el mes de noviembre. Detúvose el Rey en Cerdeña otros siete meses, en que se pusieron en órden las cosas, y se acabaron de allanar los isleños con castigar algunos culpados. El juez de Arborea y Mateo Doria, que volvian á intentar ciertas novedades, se sosegaron de nuevo. Asentado el gobierno de la isla y puesto por virey en ella Olfo Prochita, volvió la armada en salvamento á Barcelona. El ruido y aparato desta empresa fué mayor que el provecho ni reputacion que se sacó della; pero muchos grandes principes no pudieron á las veces dejar de conformarse con el tiempo ni de obedecer á la necesidad, que es la mas fuerte arma que se halla.

CAPITULO XX.

De los alborotos y revueltas de Castilla.

Despues que el rey de Castilla combatió las villas y castillos de don Juan Alonso de Alburquerque y le tomó la mayor parte dellos, como quisiese ir á cercar á su hermano don Fadrique, que se hacia fuerte en el castillo de Segura, ya que se queria partir para aquella jornada, envió dende Toledo á Juan Fernandez de Hinestrosa á Castilla la Vieja para que trujese presa á la reina doña Blanca y la pusiese á buen recaudo en el alcázar de Toledo. El color, que era causa de la guerra y de las revoluciones del reino. Fué este mandato riguroso en demasía, y cosa inhumana no dejar á una inocente moza sosegar con sus trabajos. Traida á Toledo, antes de apearse fué á rezar á la iglesia mayor con achaque de cumplir con su devocion; no quiso dende salir por pensar defender su vida con la santidad de aquel sagrado templo, como si un loco y temerario mozo tuviera respeto á ningun lugar santo y religioso. El Rey, avisado de lo que pasaba, se alborotó y enojó mucho. Dejó el camino que llevaba, vínose á la villa de Ocaña. Hizo que en lugar de su hermano don Fadrique fuese allí elegido por maestre de Santiago don Juan de Padilla, señor de Villagera, no obstante que era casado, lo que jamás se hiciera. El antojo del Rey pudo mas que las antiguas costumbres y santas leyes. Deste principio se continuó adelante que los maestres fuesen casados, y se quebraron las antiguas constituciones por amor de doña María de Padilla, cuyo hermano era el nuevo Maestre. Crecian en el entre tanto las fuerzas de los grandes. Vino de Sevilla don Juan de la Cerda para juntarse con ellos. Todos los buenos entraban en esta demanda. Cualquier hombre bien intencionado y de valor deseaba favorecer los intentos destos caballeros aliados. Demás de su natural crueldad embravecia al Rey la mala voluntad que veia en los grandes y la rebelion de Toledo por ocasion de amparar la Reina, sobre todo que no podia ejecutar su saña por no hallarse con bastantes fuerzas para ello. Acudió á Castilla la Vieja para juntar gente y lo demás necesario para la guerra. Con esta determinacion se lué á Tordesillas, do estaba su madre la Reina. Los de Toledo llamaron al maestre don Fadrique para valerse dél; vino luego en su ayuda con setecientos de á caballo. Los demás grandes al tanto acudieron de diversas partes; y alojados en derredor de Tordesillas, tenian al Rey como cercado, con intento de, cuando no pudiesen por ruegos, forzarle á que vinicse en lo que tan justamente le suplicaban. Esto era que saliese del mal estado en que andaba con la amistad de doña María de Padilla y la enviase fuera del reino; que quitase de su lado y del gobierno á los parientes de la dicha doña María; con esto que todos le obedecerian y se pasarian á su servicio. Llevó esta embajada la reina de Aragon doña Leonor. Valióle para que no recibiese daño el derecho de las gentes, ser mujer y la autoridad de reina y el parentesco que con el Rey tenia. Volvió empero sin alcanzar cosa alguna. Con esto los grandes perdieron la esperanza de que de su voluntad haria cosa de las que le pedian. Y como la Reina y el Rey, su hijo, se saliesen de Tordesillas, dieron la vuelta para Valladolid y intentaron de entrar aquella villa, mas no pudieron salir

con ello. Fueron sobre Medina del Campo, y la ganaron sin sangre. Acudió á esta villa el maestre don Fadrique, en ella murió á la sazon Juan Alonso de Alburquerque con yerbas que le dió en un jarabe un médico romano que le curaba, llamado Paulo, inducido con grandes promesas á que lo hiciese por sus contrarios y en gracia del Rey. Este fin tuvo un caballero, como él era, entre los de aquella era señalado. Alcanzó en Castilla grande señorío, puesto que era natural de Portugal, hijo de don Alonso de Alburquerque y nieto del rey don Dionis. De parte de la madre no era tan ilustre, pero ella tambien era noble. Privó primero mucho con el Rey, como el que fué su ayo; despues fué dél aborrecido, y acabó sus dias en su desgracia con tan buena opinion y fama acerca de las gentes cuanto la tuvo no tal en el tiempo que con él estuvo en gracia. Su cuerpo, segun que él mismo lo mandó en su testamento, los señores, como lo tenian jurado, le trajeron embalsamado consigo, sin darle sepultura hasta tanto que aquella demanda se concluyese. Enviaron los nobles de nuevo su embajada al Rey con ciertos caballeros principales para ver si, como se decia, le hallaban con el tiempo mas aplacado y puesto en razon. Lo que resultó desta embajada fué que concertaron para cierto dia y hora que señalaron se viese el Rey con estos señores en una aldea cerca de la ciudad de Toro, lugar á propósito y sin sospecha. El dia que tenian aplazado vinieron á hablarse con cada cincuenta hombres de á caballo con armas iguales. Llegados en distancia que se pudieron hablar, se recibieron bien con el término y mesura que á cada uno se debia; y los grandes aliados, conforme y segun se usa en Castilla, besaron al Rey la mano. Hecho esto, Gutierre de Toledo por su mandado brevemente les dijo que era cosa pesada, y que el Rey sentia mucho ver apartados de su servicio tantos caballeros tan ilustres y de cuenta como ellos eran, y que le quisiesen quitar la libertad de poder ordenar las cosas á su albedrío, cosa que los hombres, mayormente los reyes, mas precian y estiman, querer bien y hacer merced á los que tienen por mas leales; empero que él les perdonaba la culpa en que por ignorancia cayeran, á tal que despidiesen la gente de guerra, deshiciesen el campo que tenian y en todo lo al se sujetasen; en lo que le suplicaban tocante á la reina doña Blanca, que haria lo que ellos pedian, sino era que tomaban este color para intentar otras cosas mayores. Los grandes, habido su consejo sobre lo que el Rey les propuso, cometieron á Fernando de Ayala que respondiese en nombre de todos. El, habida licencia, dijo: «Suplicamos á vuestra alteza, poderoso Señor, que nos perdoneis el venir fuera de nuestra costumbre armados á vuestra presencia; no nos atreviéramos si no fuera con vuestra licencia, y no la pidiéramos si no nos compeliera el justo miedo que tenemos de las asechanzas y zalagardas de muchos que nos quieren mal, de quienes no hay inocencia ni lealtad que esté segura. Por lo demás, todos somos vuestros; de nos como de criados y vasallos podeis, Señor, hacer lo que fuere el vuestro servicio y merced. La suerte de los reyes es de tal condicion, que no pueden hacer cosa buena ni mala que esté secreta y que el pueblo no la juzgue y sepa. Dícese, y nos pesa mucho dello, que la reina doña Blanca, nuestra señora, á quien en

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